La ardiente descripción que la sulamita hizo de su amado lleva a otros a buscarle. Tal debe ser el resultado de nuestro testimonio. Los que nos rodean no se confundirán a ese respecto. Solo los acentos que surjan de la abundancia de nuestros corazones podrán conducirlos a Jesús. Las “doncellas de Jerusalén” solo oyeron hablar del esplendor del Esposo, pero ya les es visible el de la Esposa. Ella es “la más hermosa de todas las mujeres” (v. 1, 13). La hermosura moral de la Iglesia (o Asamblea), reflejo de la de Jesús, preparará a los inconversos a recibir el Evangelio.
Pero, ante todo, esa hermosura es apreciada por el Señor (v. 4). También Él tiene los ojos puestos en aquella a quien amó hasta dar su vida por ella. ¿Y qué ve en su amada? Las perfecciones con las cuales Él mismo la vistió (comp. Ezequiel 16:7-14). Además puede llamarla “perfecta mía” (v. 9), ya que le perdonó su indiferencia y recuerda solo una cosa: ella no tuvo vergüenza de Él; públicamente confesó su Nombre. A su turno Él la reconoce como aquella que es suya ante Dios (Mateo 10:32). Y pensamos en el próximo instante en que el divino Esposo se presentará a su Iglesia (o Asamblea) a sí mismo sin mancha ni arruga ni cosa semejante, santa e irreprochable para la eternidad (Efesios 5:27; 1:4).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"