Este capítulo y los siguientes nos llevan al reinado final de Sedequías, quien parece haberse complotado con sus cinco vecinos –los reyes de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón– para resistir a Nabucodonosor. Y no cabe duda de que los delegados de esas naciones se reúnen en Jerusalén para organizar esa alianza. Jehová encarga a Jeremías que entregue a cada uno de esos diplomáticos un regalo para nada original, fabricado ex profeso: coyundas y yugos que precisamente simbolizan la dominación del rey de Babilonia, de quien esos pueblos pensaban liberarse. Podemos imaginar con qué sentimientos deben de haber acogido ese humillante presente los cinco negociadores.
Todavía en nuestros días el orgullo, en sus diferentes formas, es el gran principio que gobierna a los Estados modernos (como así también a los individuos). Pero, por encima de sus intrigas ambiciosas, Dios conduce los destinos del mundo. El creyente espera en Él y no en las incertidumbres de la política de los hombres (Daniel 4:17).
Dios, quien ponía a Israel a un lado, de ahí en adelante confió el poder universal a Nabucodonosor, a quien llama su siervo. Romanos 13:4 recuerda, a los cristianos que tuvieran tendencia a olvidarlo, que aquel que detenta la autoridad es “servidor de Dios” y que lo es para el bien de ellos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"