Los siervos de Ezequías han obedecido a su rey al callar ante el enemigo. Luego le han contado fielmente las palabras de este último (cap. 36:21-22). Ahora cumplen ante Isaías la misión que les ha sido encomendada, poniendo en práctica el proverbio que ellos mismos copiaron (véase Proverbios 25:1, 13). Notemos que están conducidos por Eliaquim, hijo de Hilcías, el fiel mayordomo establecido por Dios y que es una figura del Señor Jesús (cap. 22:20).
Tranquilizado una primera vez por la respuesta del profeta, he aquí que Ezequías recibe del rey de Asiria una carta cargada de amenazas para él y de menosprecio hacia Dios. En el doble sentimiento de su propia impotencia y de la ofensa hecha al Dios de Israel,
el rey penetra de nuevo en el Templo, donde extiende la arrogante misiva delante de Dios (v. 14).
Esta vez no se contenta con una oración de Isaías (v. 4). Se dirige él mismo a Dios, diciendo: “Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel… oye todas las palabras de Senaquerib, que ha enviado a blasfemar al Dios viviente… Ahora pues, Jehová Dios nuestro, líbranos de su mano…” Notemos sus argumentos. No hace mención de sí mismo ni del pueblo. Solo importa la gloria de Aquel que mora “entre los querubines”. No se debía confundir “los dioses de las naciones” sojuzgadas por Asiria con “el Dios de todos los reinos de la tierra” (v. 12, 16; comp. también el v. 17 con Salmo 74:10, 18).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"