Introducción
Cuando Dios, desde lo alto del Sinaí, proclamó las duras exigencias del pacto de obras, se dirigió exclusivamente a un solo pueblo y en un solo idioma; su voz fue oída solamente dentro de los estrechos límites del pueblo judío (Éxodo 20). Pero cuando Cristo resucitado envió sus mensajeros de salvación, les dijo:
Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura
(Marcos 16:15; compárese Lucas 3:6).
El caudaloso río de la gracia de Dios, cuyo lecho había sido descubierto por la sangre del Cordero, debía desbordar, por la energía del Espíritu Santo, mucho más allá del estrecho recinto del pueblo de Israel, y derramarse en abundancia sobre un mundo manchado por el pecado. Es necesario que “toda criatura” oiga, “en su propia lengua” (Hechos 2:6), el mensaje de la paz, la palabra del Evangelio, la nueva de salvación por la sangre de la cruz.