La gran comisión

La comisión misma

Los términos de la gran comisión: arrepentimiento y perdón de pecados

“Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:44-49).

Este magnífico pasaje de la Santa Escritura nos presenta la gran comisión que el Señor resucitado encargó a sus apóstoles momentos antes de ascender al cielo, después de haber acabado gloriosamente toda su bendita obra en la tierra. Es verdaderamente una comisión de lo más maravillosa, y abre ante nosotros un vasto campo de verdad, que podemos recorrer con mucho provecho y deleite espiritual. Ya sea que consideremos la comisión misma, su base, su autoridad, su poder o su esfera, veremos que todo está lleno de la más preciosa instrucción. ¡Quiera el bendito Espíritu dirigir nuestros pensamientos, mientras meditamos, en primer lugar, sobre la comisión misma!

El lugar del arrepentimiento en la predicación

A los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo se les encargó especialmente predicar

el arrepentimiento y el perdón de pecados
(Lucas 24:47).

Recordemos esto. Somos propensos a olvidarlo, provocando así un serio daño a nuestra predicación y a las almas de nuestros oyentes. Algunos de nosotros solemos pasar por alto la primera parte de la comisión, en nuestra impaciencia tal vez por llegar a la segunda. Es un error muy serio. Podemos estar seguros de que nuestra mayor sabiduría consiste en ceñirnos a los términos precisos que el Señor utilizó cuando comisionó a sus primeros heraldos. No podemos omitir un solo punto –por no decir una parte esencial– de la gran comisión, sin sufrir graves pérdidas de todo tipo. Nuestro Señor es infinitamente más sabio y misericordioso que nosotros, y no tenemos por qué temer predicar, con toda la claridad posible, lo que él les dijo a sus apóstoles que predicaran: “El arrepentimiento y el perdón de pecados”.

Ahora bien, la pregunta es: ¿Nos preocupamos de mantener esta importantísima conexión? ¿Damos suficiente importancia a la primera parte de la gran comisión? ¿Predicamos “el arrepentimiento”?

No estamos preguntando ahora qué es el arrepentimiento; ya lo haremos, si Dios lo permite. Pero, sea lo que sea, ¿lo predicamos? Que nuestro Señor mandó a sus apóstoles que lo predicaran, está claro; y no solo eso, sino que él mismo lo predicó, como lo leemos en Marcos 1:14-15: “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio”.

Observemos con cuidado esta porción. Que todos los predicadores lo hagan. Nuestro divino Maestro llamó a los pecadores a arrepentirse y creer el Evangelio. Algunos nos quieren hacer creer que es un error llamar a personas muertas en delitos y pecados a hacer algo. «¿Cómo pueden aquellos que están muertos –objetan algunos– arrepentirse? Ellos son incapaces de cualquier movimiento espiritual. Antes de que puedan arrepentirse o creer, primero deben tener el poder para hacerlo».

¿Qué contestamos a esto? Simplemente que nuestro Señor sabe más que todos los teólogos del mundo qué es lo que debe ser predicado. Él sabe todo acerca de la condición del hombre: su culpa, su miseria, su muerte espiritual, su total desamparo, su total incapacidad de producir siquiera un solo pensamiento recto, de pronunciar una sola palabra justa, de hacer un solo acto de justicia. Sin embargo, él llama a los hombres a arrepentirse. Y esto nos basta. No nos corresponde tratar de reconciliar aparentes discrepancias. Puede parecernos difícil reconciliar la completa incapacidad del hombre con su responsabilidad delante de Dios; pero, como lo ha expresado el poeta, «Dios es su propio intérprete, y él lo hará manifiesto». Tenemos el privilegio, y el ineludible deber, de creer lo que él dice, y de hacer lo que nos dice. Esa es la verdadera sabiduría, la que dará lugar a una sólida paz.

Nuestro Señor predicó el arrepentimiento, y mandó a sus apóstoles a predicarlo; y ellos lo hicieron constantemente. Escuchemos a Pedro en el día de Pentecostés:

Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo
(Hechos 2:38).

Y de nuevo: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (cap. 3:19). Escuchemos también a Pablo en el Areópago, cuando estuvo en Atenas: “Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (cap. 17:30-31).

Y también, en su conmovedor discurso dirigido a los ancianos de Éfeso, dice: “Nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (cap. 20:20-21). Y de nuevo, al dirigirse al rey Agripa, dice: “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial, sino que anuncié primeramente a los que están en Damasco, y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (cap. 26:19-20).

Ahora bien, ante este conjunto de pruebas –con el ejemplo de nuestro Señor y sus apóstoles claramente ante nosotros– podríamos preguntar lícitamente si no hay un grave defecto en gran parte de nuestra predicación moderna. ¿Predicamos el arrepentimiento como debiéramos? ¿Le asignamos el lugar que tiene en la predicación de nuestro Señor y de sus primeros heraldos? ¿Es vanidad e insensatez –o peor aún– decir que predicar el arrepentimiento es algo legal –decir que llamar a hombres muertos en delitos y pecados a arrepentirse y a hacer obras dignas de arrepentimiento, empaña el brillo del evangelio de la gracia de Dios–? ¿Era Pablo legal en su predicación? ¿No predicó él un evangelio claro, completo, rico y divino? ¿Estamos acaso en un nivel superior a Pablo? ¿Predicamos un evangelio más claro que él? ¡Qué noción tan absurda! Bien, pero él predicó el arrepentimiento. Dijo que Dios “manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan”. ¿Acaso esto echa a perder el evangelio de la gracia de Dios? ¿Acaso menoscaba su celestial plenitud y liberalidad? Es tan ridículo como decirle a un agricultor que si ara la tierra en barbecho antes de la siembra, bajará la calidad de su grano.

Sin duda es de suma importancia predicar “el evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24), o, si le place, “el evangelio de la gloria” (2 Corintios 4:4), en toda su plenitud, claridad y poder. Debemos predicar “las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8); declarar “todo el consejo de Dios” (Hechos 20:27); presentar “la justicia de Dios” y su salvación, sin ningún tipo de límite, condición u obstáculo –publicar las buenas nuevas “a toda criatura debajo del cielo” (Colosenses 1:23, V. M.)–.

Debemos insistir en esto del modo más enérgico posible. Pero, al mismo tiempo, debemos ceñirnos celosamente a los términos de «la gran comisión». No podemos apartarnos el ancho de un cabello de estos sin causar serio daño a nuestro testimonio y a las almas de nuestros oyentes. Si no predicamos el arrepentimiento, nos “retraemos” de algo “provechoso” (Hechos 20:20, V. M.). ¿Qué le diríamos a un labrador, si lo viéramos esparcir sus preciosas semillas sobre un camino apisonado? Lo tacharíamos, y con razón, de loco. El arado debe hacer su trabajo. Hay que romper el barbecho antes de que la semilla sea sembrada; y podemos estar seguros de que, como sucede en el reino de la naturaleza, así también en el reino de la gracia, el arado debe preceder a la siembra. La tierra debe estar debidamente preparada para la semilla, de lo contrario la operación será completamente deficiente. Dejemos que el Evangelio sea predicado como Dios nos lo ha dado en Su Palabra. No permitamos que se lo prive de una de sus glorias morales; dejémosle fluir tal como viene de la profunda fuente del corazón de Dios, por el canal de la obra cumplida por Cristo, bajo la autoridad del Espíritu Santo.

Todo esto no solo se admite plenamente, sino que también es algo en lo cual insistimos de manera perentoria; pero, al mismo tiempo, nunca debemos olvidar que nuestro Señor y Maestro llamó a los hombres a “arrepentirse y creer en el evangelio”; que él estrictamente ordenó a sus santos apóstoles que predicaran el arrepentimiento; y que el bendito apóstol Pablo, el mayor de los apóstoles, el más profundo de los maestros que la Iglesia haya conocido, predicó el arrepentimiento, llamando a los hombres en todas partes a arrepentirse y hacer obras dignas de arrepentimiento.

Qué es el arrepentimiento

Y bien podemos preguntar aquí qué es este arrepentimiento que ocupa un lugar tan prominente en «la gran comisión» y en la predicación de nuestro Señor y de sus apóstoles. Si es una necesidad permanente y universal para el hombre –como ciertamente lo es–; si Dios manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan; si el arrepentimiento está inseparablemente unido al perdón de pecados, ¡cuán necesario es que tratemos de entender su verdadera naturaleza!

¿Qué es, entonces, el arrepentimiento? ¡Quiera el Espíritu mismo instruirnos por la Palabra de Dios! Solo él puede hacerlo. Todos nosotros estamos sujetos a errar –algunos de nosotros hemos errado– en nuestros pensamientos acerca de este tema tan importante. Estamos en peligro de que, mientras tratamos de evitar el error de un lado, caigamos en el otro extremo. Somos criaturas pobres, débiles, ignorantes y expuestas a errar, cuya única seguridad es la de mantenernos continuamente a los pies de nuestro bendito Señor Jesucristo. Él solamente puede enseñarnos lo que es el arrepentimiento, así como lo que no es. Estamos completamente convencidos de que el enemigo de las almas y de la verdad ha logrado dar al arrepentimiento un lugar falso en los credos, las confesiones y las enseñanzas públicas de la cristiandad; y la convicción que tenemos de este hecho hace que sea aún más necesario ceñirnos estrictamente a las enseñanzas vivas de la Sagrada Escritura.

No estamos enterados de que el Espíritu Santo haya dado alguna definición formal del tema. Él no nos dice explícitamente lo que es el arrepentimiento; pero cuanto más estudiamos la Palabra en relación con ello, más convencidos estamos de que el verdadero arrepentimiento implica el solemne juicio de nosotros mismos, de nuestra condición y de nuestros caminos en la presencia de Dios; y, además, de que este juicio no es un sentimiento pasajero, sino una condición permanente –no es un determinado ejercicio por el que hay que pasar como una suerte de título para tener derecho al perdón de pecados, sino el profundo e inquebrantable hábito del alma, que produce seriedad, gravedad, ternura, quebrantamiento y profunda humildad, que abarcará, sustentará y caracterizará toda nuestra conducta–.

Nos preguntamos seriamente si este aspecto del tema es suficientemente comprendido. Que el lector no nos malentienda. No pretendemos enseñar en absoluto que el alma siempre debe estar doblegada bajo el sentimiento del pecado no perdonado. ¡Lejos esté de nosotros tal pensamiento! Pero tememos mucho que algunos de nosotros, al escaparnos del legalismo en la cuestión del arrepentimiento, caigamos en la liviandad. Este es un serio error. Podemos estar seguros de que la liviandad no es ningún remedio contra el legalismo: si se propusiera como tal, no vacilaríamos en declarar que el remedio es mucho peor que la enfermedad. Gracias a Dios que tenemos Su propio remedio soberano tanto para la liviandad como para el legalismo. “La verdad” –insistir en “el arrepentimiento”–, es el remedio para lo primero. “La gracia” –anunciar “el perdón de pecados”– es el remedio para lo segundo. Y no podemos sino creer que cuanto más profundo sea nuestro arrepentimiento, más plenamente gozaremos del perdón.

Nos inclinamos a juzgar que hay una triste falta de profundidad y seriedad en gran parte de nuestra predicación moderna. En nuestro afán por hacer el Evangelio más simple, y la salvación más fácil, omitimos despertar la conciencia de nuestros oyentes respecto a las santas exigencias de la verdad. Si un predicador de hoy llamara a sus oyentes a arrepentirse y convertirse a Dios, y a hacer

obras dignas de arrepentimiento
(Hechos 26:20),

sería calificado, en ciertos círculos, de legalista, ignorante, desatinado, y cosas por el estilo. Y sin embargo, esto es lo que hizo exactamente el bienaventurado apóstol, como él mismo nos lo dice. ¿Alguno de nuestros evangelistas modernos se atreverá a decir que Pablo era un predicador legalista o ignorante? Esperamos que no. Pablo llevaba consigo el pleno, claro y precioso evangelio de Dios –el evangelio de la gracia, y el evangelio de la gloria–. Él predicó el reino de Dios –reveló el glorioso misterio de la Iglesia–: misterio que le fue especialmente encomendado a él.

Pero que todos los predicadores recuerden que Pablo predicó el arrepentimiento. Él llamó a los pecadores a juzgarse a sí mismos; a arrepentirse en polvo y cenizas, como es digno y justo. Él mismo había aprendido el verdadero significado del arrepentimiento. No solo se había juzgado a sí mismo una vez en un camino, sino que vivió en el espíritu del juicio propio. Era el hábito de su alma, la actitud de su corazón, y es lo que le daba una profundidad, solidez, seriedad y solemnidad a su predicación de la que nosotros, predicadores modernos, conocemos muy poco. No creemos que el arrepentimiento de Pablo terminara con los tres días y tres noches de ceguera después de su conversión. Era un hombre que se juzgó a sí mismo durante toda su vida. ¿Acaso esto impidió que gozara de la gracia de Dios o de la preciosidad de Cristo? No; más bien dio profundidad e intensidad a su gozo.

Todo esto, estamos convencidos, demanda nuestra más seria consideración. Nos asusta sobremanera el estilo ligero, trivial y superficial de gran parte de nuestra predicación moderna. A veces parece como si el Evangelio fuese completamente despreciado y el pecador llevado a suponer que en realidad le está haciendo un gran favor a Dios al aceptar la salvación de Sus manos. Debemos protestar muy seriamente contra esto. Deshonra a Dios y rebaja Su evangelio; y, como cabría esperar, su efecto moral sobre los que profesan ser convertidos es de lo más deplorable. Conduce a la liviandad, a la indulgencia personal, a la mundanalidad, a la vanidad y a la insensatez. No se toma conciencia de lo terrible que el pecado es a los ojos de Dios. El yo no es juzgado. El mundo no es dejado. El evangelio que se predica, es lo que puede llamarse «salvación fácil» para la carne –lo más terrible que podamos concebir– terrible por sus efectos en el alma y por sus resultados en la vida. La sentencia que Dios pronunció sobre la carne y el mundo no tiene ningún lugar en la predicación a la cual nos referimos. A la gente se le ofrece una salvación que deja al yo y al mundo prácticamente sin ser juzgados, y como consecuencia, los que profesan ser convertidos por este evangelio, manifiestan una ligereza e insumisión que resulta chocante a la gente verdaderamente piadosa.

El hombre debe asumir su verdadero lugar delante de Dios: el lugar del juicio propio, de la contrición de corazón, del verdadero dolor por el pecado y de la confesión sincera. Entonces el Evangelio le sale al encuentro. La plenitud de Dios siempre espera vasos vacíos, y un alma verdaderamente arrepentida es el vaso vacío en el cual toda la plenitud y la gracia de Dios pueden derramarse con un poder salvador. El Espíritu Santo hará que el pecador sienta y reconozca su verdadera condición. Él solamente puede hacerlo: pero para ello se vale de la predicación. Él hace que la Palabra de Dios obre en la conciencia del hombre. La Palabra es Su martillo, con el cual “quebranta la roca” (Jeremías 23:29), el arado con el cual “rompe el barbecho” (Oseas 10:12). Él hace el surco, y luego echa en él la semilla incorruptible, a fin de que germine y fructifique para gloria de Dios. Es verdad que el surco, por profundo que sea, no puede producir ningún fruto. Esto lo hace la semilla, y no el surco; pero debe haber surco para todo eso.

Nada que sea meritorio, debemos decir, hay en el arrepentimiento del pecador. Afirmar tal cosa solo puede ser considerado como una audaz falsedad. El arrepentimiento no es una buena obra por la cual el pecador merece el favor de Dios. Este punto de vista del asunto es completa y fatalmente falso. El verdadero arrepentimiento es el descubrimiento y la sincera confesión de nuestra completa ruina y culpabilidad. Es descubrir que mi vida entera ha sido una mentira, y que yo mismo soy una mentira. Es un trabajo serio. No hay ninguna frivolidad ni ligereza cuando un alma ha sido llevada a este punto. Un alma penitente en la presencia de Dios, es una realidad solemne; y no podemos menos que sentir que si fuésemos más gobernados por los términos de «la gran comisión», llamaríamos más solemne, ferviente y constantemente a los hombres a “que se arrepientan y se conviertan a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (Hechos 26:20). Predicaríamos “el arrepentimiento” así como “el perdón de pecados”.

El arrepentimiento del hombre alegra el corazón de Dios

Desde que acabamos nuestra última nota, hemos estado muy interesados en la manera en que el arrepentimiento se presenta en esas singulares parábolas de Lucas 15. Aprendemos allí, de manera muy convincente y conmovedora, no solo la necesidad permanente y universal del arrepentimiento –la aptitud moral en cada caso de verdadero arrepentimiento–, sino también que es grato al corazón de Dios. Nuestro Señor, en su admirable respuesta a los escribas y fariseos, declara que hay “gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente”. Y también dice:

Hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente
(Lucas 15:7, 10).

Esto nos revela un aspecto muy elevado del tema. Una cosa es ver que el arrepentimiento es obligatorio para el hombre, y otra muy distinta y mucho más elevada es ver que es grato para Dios. “Así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15). Un corazón quebrantado, un espíritu contrito, un alma arrepentida, llena de gozo a Dios.

Ponderemos este hecho. Los escribas y fariseos murmuraban porque Jesús recibía a los pecadores. ¡Qué poco lo comprendieron! ¡Qué poco sabían para qué había descendido a este mundo oscuro y pecador! ¡Qué poco se conocían a sí mismos! Él vino a buscar “lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Pero los escribas y fariseos no se consideraban perdidos. Creían que todos estaban en regla. No necesitaban un Salvador. Eran de un corazón no quebrantado e impenitente, confiados en sí mismos; y por eso nunca fueron motivo de gozo en el cielo. Todo el conocimiento de los escribas y toda la justicia de los fariseos no podían hacer sonar una sola nota de gozo delante de los ángeles de Dios. Eran como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que dijo: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos” (Lucas 15:29).

Aquí tenemos un verdadero ejemplo de un corazón no quebrantado y de un espíritu no arrepentido –de un hombre enteramente satisfecho consigo mismo–. ¡Qué cosa tan miserable! Nunca había hecho vibrar una cuerda en el corazón del Padre –nunca hizo rebosar Su amor, nunca sintió Su abrazo ni recibió Su bienvenida–. Y ¿cómo no iba a ser así? Él nunca se sintió perdido. Estaba tan lleno de sí mismo que no había lugar en él para el amor del Padre. Sentía que no debía nada, y, por ende, que nada había que perdonar en él. Más bien le parecía que su padre era su deudor. “He aquí, tantos años te sirvo… y nunca me has dado ni un cabrito”. No había recibido su salario.

¡Qué tremenda locura! Y sin embargo, sucede exactamente lo mismo con toda alma no arrepentida, con todo aquel que confía en su propia justicia. Ellos en realidad hacen de Dios su deudor. «Te he servido, pero nunca recibí la paga de lo que gané». ¡Qué miserable noción! La persona que habla de sus deberes, de lo que hace, de lo que dice, de lo que da, está realmente insultando a Dios. Pero el que viene con un corazón quebrantado, un espíritu contrito, arrepentido y confesándose pecador, es el que da gozo al corazón de Dios. Y ¿por qué? Simplemente porque siente su necesidad de Dios. Aquí está el magno secreto moral de todo el asunto. Si entendemos esto, tendremos plena luz acerca de este importante asunto del arrepentimiento. Un Dios de amor quiere llegar al corazón del pecador, pero no hay lugar para Él si el corazón es duro e impenitente. Pero cuando el pecador ha acabado definitivamente con el yo, cuando se ve a sí mismo en completa e irremediable ruina, cuando ve la completa vacuidad, veleidad y vanidad de todas las cosas terrenales; cuando, como ocurrió con el hijo pródigo, vuelve en sí y siente su necesidad de manera real y profunda, entonces hay lugar en su corazón para Dios, y –¡maravillosa verdad!– Dios se complace en venir y llenarlo. “Miraré a aquel”. ¿A quién? ¿A aquel que cumple con su deber, que guarda la ley, que hace su mayor esfuerzo, que vive de acuerdo con la luz que tiene? No, sino

a aquel que es pobre y humilde de espíritu
(Isaías 66:2).

Quizás se diga que las palabras recién citadas se aplican a Israel. Es cierto que originariamente fueron dirigidas a Israel; pero moralmente se aplican a todo corazón contrito sobre la faz de la tierra. Además, no se puede decir que Lucas 15 se aplica especialmente a Israel. Se aplica a todos. “Hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que” ¿cumple con su deber? ¡No!, ni siquiera dice «que cree». Sin duda, creer es indispensable en todos los casos; pero el punto interesante aquí es que un pecador verdaderamente arrepentido provoca gozo en el cielo. Una persona puede decir: «Temo no creer». Bien, pero ¿se arrepiente? ¿Han sido abiertos sus ojos para ver su verdadera condición delante de Dios? ¿Ha tomado su verdadero lugar delante de Dios como pecador completamente perdido? Si es así, usted es uno de los que causan gozo en el cielo.

¿Qué es lo que alegró el corazón del pastor? ¿Fueron acaso las noventa y nueve ovejas que no se perdieron? No, sino encontrar a la que se había perdido. ¿Qué es lo que alegró el corazón de la mujer? ¿Las nueve dracmas que tenía? No, sino encontrar la dracma que había perdido. ¿Qué es lo que alegró el corazón del padre? ¿Fue acaso el servicio y la obediencia del hijo mayor? No, sino la vuelta a casa de su hijo perdido. Hay gozo en el cielo por un pecador arrepentido, quebrantado, que regresa. “Comamos y hagamos fiesta”. ¿Por qué? ¿Acaso porque el hijo mayor estuvo trabajando en el campo y cumpliendo con su deber? No, sino porque este, mi hijo, “era muerto y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lucas 15:32).

Todo esto es admirable; tanto que si no hubiera salido de los labios de Aquel que es la verdad, y si no estuviese en las eternas páginas de la divina inspiración, no lo creeríamos. Pero –bendito sea Dios– allí está, y nadie puede negarlo. Allí brilla la gloriosa verdad de que un pobre pecador merecedor del infierno, convencido de su culpabilidad, de corazón quebrantado y espíritu contrito, alegra el corazón de Dios. Que la gente diga lo que quiera acerca de guardar la ley y de cumplir con su deber, si vale de algo. Pero téngase en cuenta que, de tapa a tapa del libro de Dios, no existe ninguna frase así. Nunca oímos de labios de nuestro Señor Jesucristo una expresión tal como: «Hay gozo en el cielo por un pecador que cumple con su deber».

¡El deber de un pecador! ¿Cuál es? Simplemente este: Dios

manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan
(Hechos 17:30).

¿Qué puede realmente definir nuestro deber, sino el mandamiento divino? Pues bien, aquí está, y no puede ser pasado por alto. El mandamiento de Dios a todos los hombres en todo lugar es que se arrepientan. Su mandamiento los obliga a hacerlo, su bondad los conduce a ello y su juicio les advierte; y, sobre todo, lo más maravilloso es que él nos asegura que nuestro arrepentimiento alegra su corazón. Un corazón contrito es uno de los objetos de mayor interés para Dios, porque aquel corazón está moralmente preparado para recibir lo que a Dios le complace dar: “el perdón de pecados” –toda la plenitud del amor divino–. Un hombre puede gastar millones para promover la causa de la religión y la filantropía, y no provocar ni un solo átomo de gozo en el cielo. Sean los millones que sean, ¿qué son estos para Dios? Una sola lágrima de arrepentimiento es más preciosa para él que toda la riqueza del universo. Todas las ofrendas de un corazón no quebrantado son un insulto positivo a Dios; pero un solo suspiro proveniente de lo profundo de un espíritu contrito, sube como incienso fragante a su trono y a su corazón.

Ningún hombre puede encontrar a Dios sobre la base del deber; pero Dios puede encontrar a cualquier hombre –al mayor de los pecadores– sobre la base del arrepentimiento, ya que este es el verdadero lugar del hombre; y podemos decir, con toda seguridad, que cuando el pecador, tal como es, encuentra a Dios como Él es, todo queda resuelto una vez y para siempre. “Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmo 32:5). En cuanto el hombre toma su verdadero lugar –el lugar del arrepentimiento–, Dios lo encuentra con un pleno perdón, con una justicia divina y eterna. Es su gozo hacerlo. Perdonar, justificar y aceptar un alma penitente que simplemente cree en Jesús, satisface Su corazón y glorifica Su nombre. En el momento en que el profeta exclamó: “¡Ay de mí! Porque perdido estoy”, leemos: “Entonces voló hacia mí uno de los serafines con un carbón encendido en su mano, que había tomado del altar” para tocar sus labios, y purgar sus pecados (Isaías 6:5-7, LBLA).

Así es siempre. La plenitud de Dios siempre espera vasos vacíos para derramarse. Si estoy lleno de mí mismo, lleno de mi propia bondad imaginaria, de mi propia moralidad, de mi propia justicia, no tendré ningún lugar para Dios, ningún lugar para Cristo. “A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Lucas 1:53). Un alma vacía de sí misma puede ser llena de la plenitud de Dios; pero si Dios envía a un hombre vacío, ¿adónde irá para ser lleno? Toda la Escritura, de Génesis a Apocalipsis, prueba la gran bendición, así como la necesidad moral, del arrepentimiento. Este es el gran punto decisivo en la historia del alma –una gran época moral que ejerce su influencia sobre toda la vida siguiente de uno–. No es, repetimos, un ejercicio transitorio, sino una condición moral permanente. No hablamos ahora de cómo se produce el arrepentimiento; hablamos de lo que es según la Escritura, y de la absoluta necesidad de que toda criatura debajo del cielo se arrepienta. Este es el verdadero lugar del pecador; y cuando, por gracia, él toma este lugar, halla la plenitud de la salvación de Dios.

Aquí podemos ver la hermosa conexión que existe entre la primera y la segunda cláusula de «la gran comisión», es decir, entre “el arrepentimiento y el perdón de pecados”. Ambas cosas están inseparablemente unidas. No es que el arrepentimiento más profundo y genuino forme la base meritoria del perdón de los pecados. Decir o pensar eso sería dejar a un lado la expiación de nuestro Señor Jesucristo, porque solamente ella constituye el divino fundamento sobre el cual Dios puede perdonar justamente nuestros pecados. Esto lo veremos más detenidamente cuando consideremos «la base» de «la gran comisión».

Ahora estamos tratando con la comisión misma; en ella vemos estos dos hechos divinamente establecidos: arrepentimiento y perdón de pecados. A los santos apóstoles de nuestro Señor y Salvador se les encomendó predicar entre todas las naciones; declarar en los oídos de toda criatura debajo del cielo, “el arrepentimiento y el perdón de pecados”. Dios manda absolutamente a todo hombre, sea judío o gentil, a arrepentirse; y toda alma arrepentida tiene el privilegio de recibir, en el acto, el pleno y eterno perdón de sus pecados. Y podemos añadir que, cuanto más profunda y permanente sea la obra de arrepentimiento, más profundo y permanente será el goce del perdón de los pecados. El alma arrepentida vive en la atmósfera misma del perdón divino; y en tanto inhala aquella atmósfera, se horroriza cada vez más ante el pecado en todas sus formas.

Los apóstoles y la gran comisión

Volvámonos un momento a los Hechos de los Apóstoles, y veamos cómo los embajadores de Cristo cumplieron la segunda parte de Su bendita comisión. Oigamos al apóstol de la circuncisión dirigiéndose a los judíos en el día de Pentecostés. No citaremos todo el pasaje; sino solo la breve aplicación final:

Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo
(Hechos 2:36).

Aquí el predicador hace pesar sobre las conciencias de sus oyentes el solemne hecho de que habían demostrado estar en oposición con Dios mismo sobre Su Cristo. ¡Qué tremendo hecho! No era simplemente que ellos habían quebrantado la ley, rechazado a los profetas, así como el testimonio de Juan el Bautista; sino que en realidad habían crucificado al Señor de gloria, al Hijo eterno de Dios. “Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:37-38).

Aquí se presentan las dos partes de la gran comisión en toda su claridad y poder. La gente es acusada del pecado más horrible que podría ser cometido: el asesinato del Hijo de Dios; son llamados a arrepentirse, y se les asegura que recibirán el pleno perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo. ¡Qué maravillosa gracia brilla en todo esto! A la misma gente que se había burlado del Hijo de Dios, que le había insultado y crucificado, si realmente se arrepentía, se le aseguró el completo perdón de todos sus pecados, incluso de este último que era el mayor pecado de todos. He aquí lo que es la maravillosa gracia de Dios; he aquí la poderosa eficacia de la sangre de Cristo; he aquí el testimonio claro y perentorio del Espíritu Santo; he aquí los gloriosos términos de «la gran comisión».

Pero volvámonos un momento a Hechos 3. Aquí el predicador, después de acusar a sus oyentes de este espantoso acto de maldad contra Dios –el rechazo y asesinato de Su Hijo–, añade estas notables palabras: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer. Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:17-19).

No es posible concebir ninguna cosa de tanta riqueza y magnífica plenitud como esta gracia que brilla aquí. Es parte de la divina respuesta a la oración de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Esto seguramente es gracia regia; gracia victoriosa que reina “por la justicia” (Romanos 5:21). Era imposible que tal oración cayese en tierra. Fue respondida en parte en el día de Pentecostés. Será respondida completamente en un día futuro, pues “todo Israel será salvo; como está escrito: Vendrá de Sión el Libertador, que quitará de Jacob la impiedad” (Romanos 11:26).

Notemos particularmente las palabras: “Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado”. Aquí el predicador introduce el lado divino del asunto: y este es la salvación. Ver solo la parte del hombre en la cruz sería el juicio eterno. Ver la parte de Dios, y descansar en ella, es la vida eterna, el pleno perdón de los pecados, la justicia divina, la gloria eterna.

Sin duda el lector recordará aquí la conmovedora escena entre José y sus hermanos. Hay una sorprendente analogía entre Hechos 3 y Génesis 45. Dijo José: “Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros… Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios” (Génesis 45:5-8).

Pero ¿cuándo fueron pronunciadas estas palabras? Solo después que los hermanos culpables habían sentido y reconocido su culpa. El arrepentimiento precedió el perdón.

Y decían el uno al otro: Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia
(Génesis 42:21).

José habló primero a sus hermanos “ásperamente” (Génesis 42:7). Los llevó por aguas profundas, y les hizo sentir y confesar su culpa. Pero desde el momento que tomaron una actitud de arrepentimiento, él tomó una actitud de perdón. Los hermanos arrepentidos se encontraron con un José perdonador, haciendo resonar toda la casa de Faraón con el júbilo que llenaba el corazón de José por la vuelta a su seno de los mismos hombres que lo habían echado en el pozo.

¡Qué ilustración de “arrepentimiento y perdón de pecados”! Siempre es así. El corazón de Dios se llena de gozo al perdonarnos los pecados. Él se deleita en volcar todo el torrente de su amor perdonador en un corazón contrito y humillado.

Si usted, lector, ha sido llevado a sentir la carga de su culpa, tenga la seguridad de que es su privilegio, en este mismo momento, recibir el perdón divino y eterno de todos sus pecados. La sangre de Jesucristo ha resuelto definitivamente la cuestión de su culpa, y ahora es usted invitado a regocijarse en el Dios de su salvación.

El apóstol Pablo y la gran comisión

Vamos a considerar por unos momentos el ministerio del apóstol de los gentiles, y ver de qué manera cumplió la gran comisión. Ya lo hemos oído hablar acerca del “arrepentimiento”, y ahora veremos qué dice acerca del “perdón de pecados”.

Pablo no era de los doce. Él no recibió su comisión de Cristo en la tierra, sino, como él mismo lo dice claramente en reiteradas ocasiones, de Cristo en la gloria celestial. Algunos han dedicado no poco tiempo y energía tratando de demostrar que él era de los doce, y que la elección de Matías en Hechos 1 fue un error. Pero es un esfuerzo inútil que solo demuestra que no se entienden en absoluto la posición y el ministerio de Pablo. Él fue levantado con un objetivo especial, y fue hecho el depositario de una verdad especial que nunca antes se había dado a conocer: la verdad de la Iglesia –un cuerpo formado por judíos y gentiles, incorporados por el Espíritu Santo, y unidos, por Su morada personal, a la Cabeza resucitada y glorificada en el cielo–.

Pablo recibió su propia comisión especial, de la cual hace una hermosa declaración en su discurso ante Agripa en Hechos 26: “Ocupado en esto, iba yo a Damasco con poderes y en comisión de los principales sacerdotes” –¡qué diferente «comisión» había recibido antes de entrar en Damasco!– “cuando a mediodía, oh rey, yendo por el camino, vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a los que iban conmigo. Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (v. 12-15). Aunque no se declare explícitamente, sí está implícita, con toda su belleza y fuerza, la gloriosa verdad de la unión íntima de los creyentes con el Hombre glorificado en el cielo.

“Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí1 , perdón de pecados” –la misma palabra que se emplea en la comisión a los doce en Lucas 24– “y herencia entre los santificados” (Hechos 26:16-18).

  • 1Nota del autor: “Por la fe” se relaciona con el perdón de pecados y la herencia entre los santificados.

El hombre es ciego

¡Qué profundidad y plenitud hay en estas palabras! ¡Qué declaración tan completa de la condición del hombre! ¡Qué presentación tan bendita de los recursos de la gracia divina! Hay una armonía muy notable entre esta comisión encargada a Pablo y la que se les encargó a los doce en Lucas 24. Quizás se diga que no se hace mención alguna al arrepentimiento. Es cierto que esta palabra no aparece; pero tenemos la realidad moral, con singular fuerza y plenitud. ¿Qué quieren decir las palabras “para que abras sus ojos”? ¿No suponen acaso el reconocimiento de nuestra condición? Sin duda que sí. Un hombre que tiene sus ojos abiertos, es traído al conocimiento de sí mismo, al conocimiento de su condición y de sus caminos; y este es el verdadero arrepentimiento. Es un maravilloso momento en la historia de un hombre cuando sus ojos son abiertos; un momento crítico, trascendental, un hito decisivo en su vida. Antes estaba ciego –moral y espiritualmente ciego–. No podía ver un solo objeto divino. No percibía absolutamente nada tocante a Dios, a Cristo ni al cielo.

Esto es realmente humillante para la orgullosa naturaleza humana. Imaginemos una persona inteligente, con un alto nivel de educación, un pensador profundo, un intelectual, un poderoso razonador, un consumado filósofo, que ha obtenido todos los honores, las medallas y los grados académicos que las universidades de este mundo pueden otorgar; aun así es ciego a todo lo espiritual, lo celestial, lo divino. Anda a tientas en la oscuridad moral. Él cree que ve, se arroga el derecho de juzgar y de pronunciarse sobre las cosas, incluso sobre la Escritura y sobre Dios mismo. Osa decidir qué es lo que a Dios le conviene decir y hacer. Erige su razón como la medida en las cosas de Dios. Razona sobre la inmortalidad, la vida eterna y el castigo eterno. Se considera absolutamente competente para dar su juicio en relación a todos estos asuntos solemnes e importantes, y, sin embargo, sus ojos nunca fueron abiertos. ¿Cuánto vale su juicio? ¡Nada! ¿Quién tomaría en cuenta la opinión de un hombre que, si tuviera sus ojos abiertos, cambiaría de opinión con respecto a todo lo divino y celestial? ¿Quién pensaría un solo momento en ser guiado por un ciego?

Pero ¿cómo sabemos que todo hombre en su estado natural, no convertido, es ciego? Porque, según la comisión de Pablo, lo primero que el Evangelio debe hacer por él, es “abrirle los ojos”. Esto prueba, fuera de toda duda, que él es ciego. Pablo fue enviado al pueblo y a los gentiles –es decir, a toda la familia humana– “para abrirles los ojos”, lo que prueba que todos son ciegos por naturaleza.

El hombre está en tinieblas

Pero hay todavía algo más. El hombre no solo es ciego, sino que está en “tinieblas”. Supongamos por un momento que una persona tiene su vista; ¿de qué le sirve si está en la oscuridad? En realidad es una doble afirmación sobre el estado del hombre y su posición: En cuanto a su estado, el hombre es ciego; y en cuanto a su posición, está en la oscuridad. Y cuando sus ojos son abiertos, y la luz divina inunda su alma, entonces se juzga a sí mismo y juzga sus caminos según Dios. Ve su insensatez, su culpabilidad, su rebelión, sus razonamientos salvajes e infieles, sus insensatas nociones, la vanidad de su mente, su orgullo y ambición, su egoísmo y mundanalidad: todas estas cosas son juzgadas y aborrecidas; se arrepiente y da un giro radical hacia Aquel que abrió sus ojos e inundó de luz viva su corazón y su conciencia.

El hombre está bajo el poder de Satanás

Además, el hombre –todo hombre, tanto judío como gentil–, no solo es ciego y está en la oscuridad, sino que, para colmo de todo, está también bajo el poder de Satanás. Esto da una idea terrible de la condición del hombre. Es esclavo del diablo. Él no lo cree. Se imagina que es libre; piensa que él es su propio amo; cree que puede ir adonde le plazca, hacer lo que quiera, pensar por sí mismo, hablar y actuar como un ser independiente. Pero en realidad es siervo de otro, “vendido al pecado”, Satanás es su dueño y señor. Así dice la Escritura, y ella no puede ser quebrantada. El hombre puede rehusarse a creer, pero eso no cambia en absoluto el hecho. Un criminal condenado en un tribunal puede rehusarse a creer el testimonio de los testigos, el veredicto del jurado, la sentencia del tribunal; pero eso no altera en modo alguno su terrible condición. Él es de todos modos un criminal condenado.

Es el mismo caso del hombre como pecador: él puede rechazar el simple testimonio de la Escritura, pero, no obstante eso, ese testimonio sigue estando igual. Incluso si los miles de millones de personas que habitan este mundo fuesen a negar la verdad de la Palabra de Dios, esa Palabra todavía permanecería inconmovible. La verdad de la Escritura no depende de la creencia del hombre. Ella es verdad independientemente de si él lo cree o no. Bendito para siempre es el hombre que cree; condenado para siempre es el hombre que rehúsa creer; pero la Palabra de Dios permanece para siempre en los cielos (Salmo 119:89), y debe ser recibida conforme a su propia autoridad, independientemente de todos los pensamientos humanos a favor o en contra de ella.

Este es un gran hecho, y demanda la profunda atención de toda alma. Todo depende de él. La Palabra de Dios demanda nuestra fe por cuanto es Su Palabra. Si queremos que alguna autoridad confirme la verdad de la Palabra de Dios, en realidad rechazamos completamente la Palabra de Dios, y descansamos en la palabra del hombre. Un hombre puede decir, «¿Cómo sé que la Biblia es la Palabra de Dios?». Contestamos: Ella lleva consigo sus propias credenciales divinas; y si estas credenciales no convencen, toda la autoridad humana bajo el sol carece completamente de valor. Si toda la población de la tierra estuviera delante de mí, y me asegurara que la Palabra de Dios es verdad, y que yo debo creerlo por la autoridad de ellos, eso no sería fe salvadora en absoluto; sería fe en los hombres, y no fe en Dios; pero la fe que salva es la fe que cree lo que Dios dice porque Dios lo dice.

No es que subestimemos el testimonio humano, o que descartemos lo que se conoce como evidencias externas de la verdad de la Santa Escritura. Todas estas cosas tienen su propio valor y utilidad; pero de ninguna manera son esenciales como fundamento de la fe que salva. Estamos completamente seguros de que toda historia genuina, toda ciencia verdadera y toda evidencia humana sana, termina confirmando la autenticidad divina de la Biblia; pero nuestra fe no descansa en estas cosas, sino en la Palabra de Dios de la cual ellas dan testimonio; porque si todas las evidencias humanas, toda la ciencia y las páginas de la historia hablaran en contra de la Escritura, las rechazaríamos en los términos más categóricos; creemos esto reverentemente y sin reserva. ¿Es esto estrechez? Séalo así. Es la bendita estrechez en la cual encontramos nuestra paz y nuestra porción para siempre. Es la estrechez que no admite añadir el peso de una pluma a la Palabra de Dios. Si esto es estrechez –lo repetimos con énfasis, desde el fondo mismo de nuestro ser redimido– que así lo sea siempre.

Si para ser abiertos debemos acudir al hombre para que confirme la verdad de la Palabra de Dios, entonces desechemos tal amplitud; es el camino amplio que conduce directamente al infierno. No, su vida, su salvación, su paz, felicidad y gloria eternas, dependen de que tome lo que Dios dice en su palabra, y lo crea porque Él lo dice. Esto es fe: fe viva, preciosa y salvadora. ¡Ojalá la tenga!

La Palabra de Dios, pues, declara del modo más preciso que el hombre, en su estado natural, no renovado, no convertido, es esclavo de Satanás. Ella se refiere a Satanás como “el dios de este siglo” (2 Corintios 4:4), el “príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2). Y se refiere al hombre como estando cautivo por el diablo “para hacer su voluntad” (2 Timoteo 2:26, V. M.). Por eso, en la comisión de Pablo, la tercera cosa que el Evangelio debe hacer, es que el hombre se vuelva “de la potestad de Satanás a Dios” (Hechos 26:18).

Entonces, en cuanto al hombre tenemos que:

  • sus ojos son abiertos;
  • la luz divina inunda su alma;
  • el poder de Satanás es destruido.

Y, como resultado de ello, el que ha sido liberado se encuentra en la presencia de Dios en paz y felicidad. Como el endemoniado de Marcos 5, es liberado de su despiadado tirano, de su amo cruel; sus cadenas son rotas; está vestido y en su juicio cabal, y sentado a los pies de Jesús.

¡Qué liberación tan gloriosa! Es digna de Dios en todos sus aspectos y en todos sus resultados. El pobre ciego esclavo, cautivo por el diablo, es puesto en libertad; y no solo eso, sino que es llevado a Dios, perdonado y aceptado, gozando de una herencia eterna entre los santificados. Y todo esto es por fe, todo es por gracia. Es anunciado en el evangelio de Dios a toda criatura debajo del cielo; y nadie es excluido. La gran comisión, ya sea que la leamos en Lucas 24 o en Hechos 26, nos asegura que esta salvación tan preciosa y gloriosa es para todos.

La predicación de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia

Escuchemos un momento a nuestro apóstol mientras cumple su bendita comisión en la sinagoga de Antioquía de Pisidia. Por mucho que quisiéramos citar todo este precioso discurso, nuestro limitado espacio solo nos permite transcribir el poderoso llamamiento que hace al final. “Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él” (Jesucristo, crucificado, resucitado y glorificado) “se os anuncia” –no que se les promete como algo futuro, sino que se les anuncia ahora, como una realidad presente–

perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree
(Hechos 13:38-39).

De estas palabras aprendemos, de la manera más clara posible, que todos los presentes en aquella sinagoga, allí y entonces, fueron llamados a recibir en su corazón el bendito mensaje que brotó de los labios del predicador. Ninguno fue excluido. “A vosotros es enviada la palabra de esta salvación” (cap. 13:26). Si alguno le hubiera preguntado al apóstol si el mensaje lo incluía a él, ¿cuál habría sido la respuesta? “A vosotros es enviada la palabra de esta salvación”. ¿No había ninguna cuestión que debía ser resuelta primero? No, ninguna. Todas las cuestiones previas habían sido resueltas en la cruz. ¿No se planteó nada acerca de la elección o la predestinación? No se dijo una sola palabra acerca de ello a lo largo de todo este magnífico y detallado discurso. Nada se menciona en «la gran comisión» acerca de este asunto. Sin duda la gran verdad de la elección brilla en las páginas inspiradas en su debido lugar. Pero su lugar apropiado y divinamente asignado no es en la predicación del evangelista, sino en el ministerio del maestro o del pastor. Cuando el apóstol se sienta a escribir para instruir a los creyentes, oímos palabras tales como estas: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó…”. Y de nuevo: “Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (Romanos 8:29; 1 Tesalonicenses 1:4).

Nunca perdamos de vista que, cuando él se levanta como embajador de Cristo, como heraldo de la salvación, proclama, de la manera más absoluta, una salvación presente, perfecta y personal a toda criatura debajo del cielo; y todo aquel que lo oía, era responsable de creer ahí y en ese momento. Y todo aquel que lo lee hoy, es igualmente responsable de hacerlo. Si alguien se hubiese atrevido a decirle al predicador que sus oyentes no eran responsables, y que, dada su incapacidad, no podían creer, y que los estaba engañando si los invitaba a creer, ¿cuál habría sido su respuesta? Creemos que una respuesta plena y arrolladora a este tipo de objeciones está contenida en el solemne llamado con el que el apóstol termina su discurso: “Mirad, pues, que no venga sobre vosotros lo que está dicho en los profetas: Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y desapareced; porque yo hago una obra en vuestros días, obra que no creeréis, si alguien os la contare” (Hechos 13:40-41).