La gran comisión

La autoridad y la esfera de la gran comisión

Más consideraciones sobre la base de la gran comisión

Al tratar con nuestro tema, debemos considerar aún la autoridad y la esfera de «la gran comisión»; pero antes debemos detenernos un poco más sobre su base. La comisión es realmente grande, y requiere un fundamento sólido sobre el cual descansar; y este fundamento, bendito sea Dios, se encuentra en la muerte expiatoria de Su Hijo. Nada menos que esto podría sostener tan magnífica obra; pero la gracia que planeó la comisión, también ha puesto el fundamento; de modo que un pleno perdón de pecados puede ser predicado a todas las naciones, porque Dios ha sido glorificado, en la muerte de Cristo, en cuanto a toda la cuestión del pecado.

El lector tiene que hacerse con este punto tan importante y comprenderlo. Yace en los mismos fundamentos del cristianismo. Es la piedra clave del arco de la revelación divina. Dios ha sido glorificado en cuanto al pecado. Ha ejecutado su juicio sobre él. Los derechos de Su trono han sido perfectamente justificados en cuanto al pecado. El insulto inferido a su divina majestad se volvió contra la cara del enemigo. Si la dulce historia del perdón de los pecados nunca hubiera caído en un oído humano o entrado en un corazón humano, la gloria divina de todos modos habría sido perfectamente mantenida.

El Señor Jesucristo, por su preciosa muerte, borró la mancha que el enemigo procuró arrojar sobre la gloria eterna de Dios. En la cruz fue dado un testimonio a toda inteligencia creada, en cuanto a los pensamientos de Dios sobre el pecado. Allí puede verse, con la mayor claridad posible, que ni el más mínimo rastro de pecado puede jamás entrar en la presencia divina. Dios es “de ojos demasiado puros para mirar el mal”, y no puede “contemplar la iniquidad” (Habacuc 1:13, V. M.). El pecado, dondequiera que se halle, debe enfrentar el juicio divino.

El sufrimiento de Cristo bajo la ira de Dios en la cruz

¿Dónde resalta más fuertemente todo esto? Sin duda en la cruz. Escuchemos ese grito tan misterioso y solemne: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). ¿Qué significado tiene esta maravillosa pregunta? ¿Quién es el que habla? ¿Es uno de los hijos caídos de Adán? ¿Es un pecador? Seguramente que no; porque si lo fuera, la pregunta carecería absolutamente de toda fuerza moral. Nunca hubo un pecador sobre la faz de esta tierra que no mereciera de sobra ser abandonado por un Dios santo que aborrece el pecado. Esto no debe olvidarse nunca. Algunas personas mantienen las más disparatadas nociones sobre este punto. Conforme a su vana imaginación, inventaron un dios adaptado a su gusto: un dios que no castigará el pecado; que es tan benigno, tan benévolo y tan amoroso, que hará la vista gorda al mal y lo pasará por alto como si no fuera nada.

Ahora bien, no hay nada más cierto que ese dios de la imaginación humana es un dios falso, tan falso como cualquiera de los ídolos de los paganos. El Dios de la Biblia, el Dios del cristianismo, el Dios a quien vemos en la cruz, no guarda ninguna similitud con este. Que los hombres razonen como les plazca; pero el pecado debe ser condenado: no puede enfrentarse más que con el justo e inflexible juicio de un Dios que aborrece el pecado.

Repetimos la pregunta: ¿Quién pronunció las palabras con que comienza el Salmo 22? Si no fue un pecador, ¿quién fue? Es maravilloso decirlo: E único Hombre inmaculado, perfectamente santo, puro y libre de pecado que jamás haya pisado esta tierra. Y no solo eso. Era además el Hijo eterno del Padre, objeto de las delicias inefables de Dios, que había morado en Su seno desde toda eternidad,

el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia
(Hebreos 1:3).

Sin embargo, ¡Dios lo abandonó! Sí, abandonó a ese santo y perfecto Ser, que no conoció pecado, cuya naturaleza humana era absolutamente libre de toda traza de pecado, que nunca tuvo un solo pensamiento, nunca pronunció una sola palabra, nunca hizo un solo acto que no estuviese en la más perfecta armonía con la mente de Dios; Aquel cuya vida entera, desde Belén hasta el Calvario, fue un perfecto sacrificio de olor grato que ascendía hasta el corazón de Dios. Una y otra vez vemos los cielos abiertos sobre él, y oímos la voz del Padre expresando su infinita complacencia en el Hijo de su seno. Y sin embargo, es el mismo cuya voz se oye en aquel amargo lamento: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46).

¡Qué pregunta maravillosa! Se mantiene única en los anales de la eternidad. Jamás tal pregunta se había formulado antes; jamás tampoco se ha formulado después; jamás podrá formularse otra vez. Si consideramos quien fue Aquel que preguntó, Aquel a quien se dirigió la pregunta, y la respuesta, debemos admitir que es absolutamente única. El hecho de que Dios abandonara a tal Persona, es el misterio más profundo y maravilloso que pueda llamar la atención de hombres y ángeles. La razón humana no puede sondear sus profundidades. No está dentro del alcance de ninguna criatura inteligente comprender esto.

Pero ahí está –un hecho estupendo a los ojos de la fe–. El propio Señor nuestro nos asegura que era absolutamente necesario.

Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese
(Lucas 24:46).

Pero ¿por qué fue necesario? ¿Por qué el único Hombre perfecto, sin pecado y sin mancha, debía sufrir? ¿Por qué debía ser abandonado por Dios? La gloria de Dios, los eternos consejos del amor redentor, la condición culpable, arruinada e irremediable del hombre, todas estas cosas hacían indispensable que Cristo sufriera. No había otra manera en que la gloria divina pudiese ser mantenida; las exigencias del trono de Dios satisfechas; la Majestad Celestial vindicada; los eternos propósitos del amor cumplidos; el pecado totalmente expiado, y finalmente borrado de la creación de Dios; los pecados perdonados; Satanás y todos los poderes de las tinieblas derrotados; Dios ser justo y el que justifica a cualquier pecador, aun al más miserable e impío; quitarle a la muerte su aguijón y a la tumba su victoria. No había otra manera en que se hubieran podido lograr estos magníficos resultados salvo por los sufrimientos y la muerte de nuestro adorable Salvador, nuestro Señor Jesucristo.

Pero, bendito sea por siempre su santo Nombre, él lo soportó todo. Pasó bajo las encrespadas olas y ondas de la ira de la justicia de Dios contra el pecado. Tomó el lugar del pecador, sufrió el juicio, pagó la pena, padeció la muerte, resolvió toda cuestión, satisfizo toda demanda, venció a todo enemigo, y, habiendo acabado todo, subió a los cielos y se sentó en el trono de Dios, donde está ahora coronado de gloria y de honra como el divino y glorioso Consumador de toda la obra de la redención del hombre.

Esta es, pues, la base de «la gran comisión». ¿Nos pueden asombrar los términos de la gran comisión, cuando contemplamos la base? ¿Puede haber algo más excelente, más grandioso y más glorioso que ver que Dios ha sido plenamente glorificado en la muerte de Cristo? Aquella muerte preciosa proporciona una base divinamente justa sobre la cual nuestro Dios puede dar rienda suelta al profundo y eterno amor de su corazón y perdonar todos nuestros pecados. Esa muerte ha quitado toda barrera que impedía que todo el torrente del amor redentor pudiera fluir por un canal perfectamente justo, hacia el más vil pecador que se arrepiente y cree en Jesús.

Un Dios Salvador ahora puede proclamar un pleno e inmediato perdón de pecados a toda criatura debajo del cielo. No hay absolutamente ningún obstáculo. Dios ha sido glorificado en cuanto a la cuestión del pecado; y pronto llegará el tiempo cuando todo rastro de pecado será borrado para siempre de Su bella creación, y entonces aquellas palabras de Juan el Bautista tendrán su completo cumplimiento:

He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
(Juan 1:29).

Mientras tanto, a los heraldos de la salvación se les manda que vayan hasta los confines de la tierra y proclamen, sin obstáculo y sin limitación, pleno perdón de pecados a toda alma que cree. El corazón de Dios se goza en perdonar pecados; y corresponde que en el Nombre de Aquel que llevó el juicio del pecado en la cruz, el perdón de los pecados sea libremente proclamado, plenamente recibido y continuamente disfrutado.

Los que rechazan el mensaje del Evangelio

Pero ¿qué sucede con los que rechazan este glorioso mensaje, los que cierran sus oídos y apartan sus corazones de él? Esta es una pregunta solemne. ¿Quién puede contestarla? ¿Quién puede intentar expresar el destino eterno de los que mueren en sus pecados, como de hecho habrán de morir todos aquellos que rechazan la única base de perdón divina? Los hombres podrán razonar y argumentar como les plazca; pero todos los razonamientos y argumentos del mundo no pueden anular la Palabra de Dios, la cual nos asegura –en diversos lugares, y en términos tan simples que no dejan lugar a la duda– que todos los que mueren en sus pecados –todos los que mueren sin Cristo– inevitablemente habrán de perecer eternamente; deberán sufrir las consecuencias de sus pecados,

en el lago que arde con fuego y azufre
(Apocalipsis 21:8).

Citar los pasajes que prueban la solemne verdad del castigo eterno, equivaldría a escribir un libro. No podemos intentarlo aquí, ni es necesario, pues ya hemos tratado el tema varias veces en otros lugares.

Aquí solo haremos una pregunta que surge naturalmente de nuestra presente tesis: ¿Fue Cristo juzgado, quebrantado y abandonado en la cruz –visitó Dios a su amado Hijo unigénito con todo el peso de su justa ira contra el pecado– y escaparán los pecadores impenitentes? Sometemos solemnemente y con instancia esta pregunta a consideración de todos aquellos a quienes corresponda. Los hombres dicen que es incompatible con la idea de bondad, ternura y compasión divinas, que Dios envíe a cualquiera de sus criaturas al infierno. Contestamos: ¿Quién ha de ser el juez? ¿Es el hombre competente para decidir qué es lo que moralmente corresponde a Dios hacer? Preguntamos, además: ¿Cuál ha de ser la vara del juicio? ¿Algo que la razón humana puede comprender? Seguramente que no. ¿Cuál entonces?: La cruz en la cual el Hijo de Dios murió, el Justo por los injustos –esta, y solo esta, es la gran medida por la cual se debe juzgar la cuestión sobre lo que el pecado merece–.

¿Quién puede escuchar aquel amarguísimo lamento que emanó del corazón quebrantado del Hijo de Dios –“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”– y cuestionar el castigo eterno de todos los que mueren en sus pecados? ¡Hablar de benevolencia, benignidad y compasión! ¿Dónde resplandecen de un modo más intenso y bendito estas cosas? Seguramente en «la gran comisión», que proclama el pleno y gratuito perdón de pecados a toda criatura debajo del cielo. Pero ¿sería justo, bueno o compasivo permitir que escape aquel que rechaza a Cristo? Si queremos ver la bondad, la benevolencia, la misericordia y la compasión de Dios, debemos mirar a la cruz. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (Romanos 8:32; Isaías 53:10; 2 Corintios 5:21).

Si los hombres rechazan todo esto, y continúan en sus pecados, en su rebelión, en sus razonamientos infieles y especulaciones impías, ¿qué, entonces? Si mantienen que el sufrimiento por el pecado no es necesario, y que hay otro modo de solucionar este asunto, ¿qué, pues? Nuestro Señor declaró a oídos de sus apóstoles que

fue necesario que el Cristo padeciese
(Lucas 24:46),

que no había ningún otro modo posible de resolver esta gran cuestión. ¿A quién hemos de creer? ¿La muerte de Cristo fue gratuita? ¿Fue quebrantado su corazón sin motivo alguno? ¿Fue la cruz una obra de supererogación? ¿Quebrantó Jehová a su Hijo y lo sometió a padecimiento para lograr un fin que se podía alcanzar de alguna otra forma?

¡Qué monstruosos son los razonamientos, o más bien los delirios, de la infidelidad! Los maestros infieles comienzan por lanzar al agua la Palabra de Dios –esa incomparable y perfecta revelación–; y luego, cuando nos han privado de nuestra guía divina, se presentan con singular audacia ante nosotros, y pretenden señalarnos un camino más excelente; y cuando queremos averiguar de qué se trata, nos encontramos con miles de sutiles teorías, de las cuales no existen dos que estén de acuerdo en nada excepto en excluir a Dios y su Palabra.

Es cierto que hablan de Dios de una manera muy plausible; pero es un Dios de su propia imaginación –un Dios que hará la vista gorda al pecado– que les permitirá complacerse en sus concupiscencias, pasiones y placeres, y luego los llevará a un cielo del que realmente no saben nada. Hablan de misericordia, de benevolencia y de bondad; pero rechazan el único canal a través del cual estas pueden fluir, a saber, la cruz de nuestro Señor Jesucristo. No hablan de justicia, de santidad, de verdad ni del juicio venidero. Quieren hacernos creer que Dios se ha puesto en un gasto innecesario al entregar a su Hijo. Ignoran ese suceso maravilloso y único en toda la historia de los caminos de Dios: la muerte expiatoria de su Hijo. En una palabra, el gran objetivo del diablo en todas las teorías escépticas, racionalistas e infieles que alguna vez han sido propuestas en este mundo, es excluir completamente la Palabra de Dios, al Cristo de Dios y a Dios mismo.

Instamos solemnemente a todos nuestros lectores, sobre todo a nuestros jóvenes amigos, a que consideren esto. Nuestra profunda convicción es que abrigar una sola sugestión infiel es el primer paso en el camino que conduce al oscuro y terrible abismo del ateísmo –a “la negrura de las tinieblas para siempre” (Judas 1:13, V. M.)–.

Tendremos ocasión de retomar esta serie de pensamientos cuando consideremos la autoridad con que llega a nosotros «la gran comisión». Nos vinieron a la mente por el triste hecho de que, de todas partes, y respecto de cualquier tema, somos atacados por los razonamientos desdeñables de la infidelidad; y nos sentimos imperativamente llamados a advertir a todos aquellos con quienes estamos en contacto, contra libros, conferencias y teorías infieles en todas sus formas. ¡Que la inspirada Palabra de Dios sea más y más preciosa a nuestros corazones! ¡Que andemos en su luz, que sintamos su sagrado poder, que nos inclinemos a su divina autoridad, que la atesoremos en nuestros corazones, que nos alimentemos de sus tesoros, que reconozcamos su absoluta supremacía, que confesemos su plena suficiencia, y que rechacemos de plano toda enseñanza que ose tocar la integridad de las Sagradas Escrituras!

La importancia de la resurrección

Hemos visto que la base de «la gran comisión» es la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Esto nunca debe perderse de vista.

Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día
(Lucas 24:46).

Es un Cristo resucitado el que envía a sus heraldos a predicar “el arrepentimiento y el perdón de pecados” (Lucas 24:47). La encarnación y la crucifixión son grandes verdades fundamentales del cristianismo; pero solo tienen valor para nosotros por la resurrección. La encarnación –aunque es un misterio precioso y de inestimable valor– no podría formar el fundamento del perdón de los pecados, puesto que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Somos justificados por la sangre, y reconciliados por la muerte de Cristo.

Pero todo esto cobra valor para nosotros en la resurrección. Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25; 5:9-10).

Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras
(1 Corintios 15:3-4).

Es, pues, de la mayor importancia que todos los que quieren llevar a cabo la comisión de nuestro Señor, conozcan en sus propias almas y presenten en su predicación, la gran verdad de la resurrección. El vistazo más superficial a la predicación de los primeros heraldos del Evangelio bastará para mostrar el lugar prominente que le dieron a este glorioso hecho.

La resurrección en la predicación de los apóstoles

Escuchemos a Pedro en el día de Pentecostés, o más bien al Espíritu Santo, a quien el Salvador resucitado, ascendido y glorificado envió a la tierra: “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella… A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:22-33).

Así también en Hechos 3: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando este había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos… A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad… Hablando ellos al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes con el jefe de la guardia del templo, y los saduceos, resentidos de que enseñasen al pueblo, y anunciasen en Jesús la resurrección de entre los muertos” (cap. 3:13-26; 4:1-2).

Su predicación se caracterizaba por el lugar prominente que le asignaba al hecho glorioso, poderoso y significativo de la resurrección. Es cierto que había una declaración plena y clara de la Encarnación y la crucifixión, con los grandes efectos morales de estos hechos. ¿Cómo podía ser de otra manera? El Hijo de Dios tuvo que hacerse hombre para morir, a fin de que, por su muerte, pudiese glorificar a Dios en cuanto a todo el asunto del pecado; destruir el poder de Satanás; privar a la muerte de su aguijón, y a la tumba de su victoria; quitar de en medio para siempre los pecados de su pueblo, y asociarlos consigo en el poder de la vida eterna en la nueva creación, donde todas las cosas son de Dios, y donde nunca puede entrar un solo rastro de pecado o de dolor. ¡Alabado sea su nombre sin par en todo el universo y por toda la eternidad!

Que todos los predicadores recuerden el lugar que tiene la resurrección en la predicación y la enseñanza apostólica: “Con gran poder los apóstoles daban testimonio” ¿De qué? ¿De la Encarnación o de la crucifixión simplemente? No, sino

de la resurrección del Señor Jesús
(Hechos 4:32).

Este fue el hecho estupendo que glorificó a Dios y a su Hijo Jesucristo. Lo que dio testimonio, a los ojos de todas las inteligencias creadas, de la complacencia divina en la obra de la redención. Lo que demostró, del modo más maravilloso, la completa y eterna destrucción del reino de Satanás y de todos los poderes de las tinieblas. Lo que declaró la plena y eterna liberación de todos los que creen en Jesús: su liberación, no solo de todas las consecuencias de sus pecados, sino “del presente siglo malo” (Gálatas 1:4), y de todos los lazos que los unían a aquella vieja creación que “yace bajo el poder del maligno” (1 Juan 5:19, LBLA).

No es de extrañar, pues, que los apóstoles, llenos del Espíritu Santo como estaban, presentaran continua y poderosamente la magnífica verdad de la resurrección. Escuchémoslos otra vez ante el concilio –un concilio que estaba compuesto por los grandes líderes religiosos y guías del pueblo–:

El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero
(Hechos 5:30).

Ellos se oponían a Dios sobre la cuestión tan fundamental de Su Hijo. Ellos lo habían matado, pero Dios lo levantó de entre los muertos. “A este, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (v. 31).

Así también en el mensaje de Pedro a los gentiles, en la casa de Cornelio, hablando de Jesús de Nazaret, dice: “A quien mataron colgándole en un madero. A este levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos” (Hechos 10:39-41).

El Espíritu Santo presenta con sumo cuidado el hecho importante y, para nosotros, profundamente interesante, de que Dios levantó “a su Hijo” Jesús (Hechos 3:26). Este hecho tiene un doble aspecto. Prueba que Dios está en disputa con el mundo, porque ha levantado, exaltado y glorificado al mismo a quien ellos mataron colgándole en un madero. Pero, bendito sea su santo Nombre a través de todas las edades, prueba además que Él ha hallado reposo y satisfacción eternos en cuanto a nosotros, y a todo lo que era o podía estar contra nosotros, porque levantó a Aquel que tomó nuestro lugar y cargó con todos nuestros pecados y culpas.

Todo esto estará más claro al continuar con nuestras pruebas.

La resurrección en la predicación del apóstol Pablo

Escuchemos un momento el mensaje de Pablo en la sinagoga de Antioquía: “Varones hermanos, hijos del linaje de Abraham, y los que entre vosotros teméis a Dios, a vosotros es enviada la palabra de esta salvación. Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús, ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las cumplieron al condenarle. Y sin hallar en él causa digna de muerte, pidieron a Pilato que se le matase. Y habiendo cumplido todas las cosas que de él estaban escritas, quitándolo del madero, lo pusieron en el sepulcro”.

“Mas Dios le levantó de los muertos. Y él se apareció durante muchos días a los que habían subido juntamente con él de Galilea a Jerusalén, los cuales ahora son sus testigos ante el pueblo. Y nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús; como está escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy. Y en cuanto a que le levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: Os daré las misericordias fieles de David. Por eso dice también en otro salmo: No permitirás que tu Santo vea corrupción. Porque a la verdad David, habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios, durmió, y fue reunido con sus padres, y vio corrupción. Mas aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción”.

Luego sigue el poderoso llamado que, aunque no se relaciona con nuestra presente línea de argumento, no podemos omitirlo aquí. “Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree. Mirad, pues, que no venga sobre vosotros lo que está dicho en los profetas: Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y desapareced; porque yo hago una obra en vuestros días, obra que no creeréis, si alguien os la contare” (Hechos 13:26-41).

Terminaremos nuestra serie de pruebas de los Hechos de los Apóstoles con una breve cita del mensaje de Pablo en Atenas: “Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres. Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:29-31).

Este es un pasaje muy notable y profundamente solemne. La prueba de que Dios va a juzgar al mundo con justicia –prueba ofrecida a todos– es que Él ha levantado de entre los muertos al Varón a quien designó. Pablo no menciona aquí al Hombre; pero en el versículo 18 se nos dice que algunos atenienses consideraban al apóstol, predicador de nuevos dioses, “porque les predicaba á Jesús y la resurrección” (RV 1909).

De todo esto resulta perfectamente claro que el bendito apóstol Pablo le daba un lugar muy importante en todas sus predicaciones a la gloriosa verdad de la resurrección. Si se dirigía a una congregación de judíos en la sinagoga de Antioquía, o a una asamblea de gentiles en la colina de Marte en Atenas, él presentaba a un Cristo resucitado. En una palabra, Pablo se caracterizaba por el hecho de que no predicaba simplemente la encarnación y la crucifixión, sino la resurrección; y esto, además, con todos sus poderosos efectos morales:

  • Su efecto sobre el hombre en su estado individual y su destino;
  • Su efecto sobre el mundo en su conjunto, en su historia en el pasado, su condición moral en el presente, y su terrible destino en el futuro;
  • Su efecto sobre el creyente, probando su absoluta, completa y eterna justificación delante de Dios, y su plena liberación de este presente mundo malo.

Debemos tener en cuenta que en la predicación apostólica la resurrección no era presentada como una mera doctrina, sino como un hecho vivo, significativo y moralmente poderoso, cuya magnitud sobrepasa las fronteras de la comprensión y expresión humanas. Los apóstoles, al llevar a cabo «la gran comisión» de su Señor, urgieron el magnífico hecho de que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos –había resucitado al Hombre que fue clavado en la cruz y enterrado en el sepulcro–. En resumen, ellos predicaron un evangelio de resurrección. Su predicación se regía por estas palabras:

Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día
(Lucas 24:46).

La resurrección en las Epístolas

Volvamos nuestra atención por unos momentos a las Epístolas, y veamos la maravillosa manera en que el Espíritu Santo despliega y aplica el hecho de la resurrección. Pero antes de hacerlo, queremos llamar la atención del lector sobre un pasaje que lamentablemente es mal entendido y mal aplicado. El apóstol, al escribir a los corintios, dice:

Predicamos a Cristo crucificado
(1 Corintios 1:23).

Estas palabras son continuamente citadas con el propósito de entibiar a aquellos que tienen fervientes deseos de progresar en el conocimiento de las cosas divinas. Pero basta prestar una seria atención al contexto para advertir lo que el apóstol verdaderamente quiere decir. ¿Acaso se limitó al hecho de la crucifixión? La mera idea –ante el conjunto de pruebas bíblicas que hemos citado– es simplemente absurda. El hecho es que, la gloriosa verdad de la resurrección brilla en todos sus discursos.

¿Qué es, pues, lo que el apóstol quiere decir cuando declara “Predicamos a Cristo crucificado”? Simplemente esto: que el Cristo a quien él predicaba era Aquel a quien el mundo crucificó –un Cristo rechazado, desechado, a quien el mundo llevó al patíbulo de los malhechores–. ¡Qué hecho para los pobres corintios, tan llenos de vanidad y amor por la sabiduría de este mundo! Un Cristo crucificado era el que Pablo predicaba, “para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1:23-25).

¡Notables palabras! Palabras divinamente adecuadas para personas propensas a jactarse de la pretendida sabiduría y grandeza de este mundo –de los vanos razonamientos e imaginaciones de la pobre mente humana, que fenecen en un momento–. Toda la sabiduría de Dios, todo su poder, toda su grandeza, toda su gloria, todo lo que él es, en una palabra, se vuelve patente en un Cristo crucificado. La cruz confunde al mundo, vence a Satanás y a todos los poderes de las tinieblas, salva a todo el que cree, y forma el sólido fundamento de la gloria eterna y universal de Dios.

Vamos a considerar ahora brevemente un bello pasaje en Romanos 4, en el cual el inspirado escritor presenta el tema de la resurrección de una manera que nos resulta muy edificante. Hablando de Abraham, dice: “El creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad” –la cual siempre está destinada a dudar– “de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios” –como la fe siempre hace– “plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por justicia” (v. 18-22).

Y luego, para que nadie diga que todo esto se aplicaba solamente a Abraham –que era un hombre muy fiel, santo y notable–, el Espíritu inspirador, con singular gracia y dulzor, agrega: “Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que” –¿qué? ¿Que dio a su Hijo? ¿Que quebrantó a su Hijo en la cruz? No simplemente esto, sino– “que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro” (v. 23-24).

Aquí está el gran punto del bendito y poderoso argumento del apóstol. Para tener una paz inquebrantable, debemos creer en Dios como Aquel que levantó a Jesús de entre los muertos, y que, al hacerlo, se mostró amigo de nosotros, y demostró también su infinita satisfacción en la obra de la cruz. Jesús, quien fue “entregado por nuestras transgresiones” (v. 25), no podría estar ahora donde está, si uno solo de esos pecados quedara sin expiar. Pero, bendito sea siempre el Dios de toda gracia, Él levantó de entre los muertos a Aquel que fue entregado por nuestras transgresiones; y a todo aquel que creen en él, le será contado por justicia (v. 22). “Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día” (Lucas 24:46). ¡Véase cómo este glorioso tema –la base de la gran comisión–, se extiende ante nuestras miradas a medida que continuamos con su estudio!

Concluiremos este punto con una breve cita más. En Hebreos 13:20 leemos:

Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno.

Esta porción es extraordinariamente bella. El Dios de juicio se encontró con Aquel que llevó el pecado en la cruz, y allí, con Él, se ocupó enteramente de la cuestión del pecado y la zanjó definitivamente. Entonces, como prueba gloriosa de que todo estaba hecho –el pecado expiado; la culpa quitada; Satanás silenciado; Dios glorificado; todo divinamente cumplido– “el Dios de paz” entró en la escena, y levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, “el gran pastor de las ovejas” (Hebreos 13:20).

Querido lector, ¡qué glorioso es todo esto! ¡Qué emancipador para todos los que simplemente creen! Jesús ha resucitado. Sus sufrimientos se han acabado para siempre. Dios lo ha exaltado. La justicia eterna ha coronado Sus sienes benditas con una diadema de gloria; y –maravilloso hecho–, esa misma diadema es la demostración eterna de que todo aquel que cree, es justificado de todas las cosas, y aceptado en un Cristo resucitado y glorificado. ¡Eternas aleluyas sean dadas en todo el universo al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!

La autoridad para llevar a cabo la gran comisión

Escrito está.

Vamos a considerar ahora el importante tema de la autoridad para llevar a cabo la gran comisión. Esta se nos presenta en esa frase imponente y de tan vasto alcance: “Escrito está”; frase que debería quedar grabada de un modo indeleble en el corazón de todo cristiano.

Nada puede ser más interesante y edificante que advertir la manera en que nuestro bendito Señor, en toda ocasión y circunstancia, exalta las Sagradas Escrituras. Aunque él era

Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos
(Romanos 9:5)

y, como tal, Autor de toda la Escritura, no obstante, tomando su lugar como hombre en la tierra, expuso claramente cuál es el deber imperioso de todo hombre: ser absoluta, completa y permanentemente gobernado por la autoridad de la Escritura. Veámoslo en conflicto con Satanás. ¿Cómo lo enfrenta? Simplemente como cada uno de nosotros debería enfrentarlo: con la Palabra escrita. No habría sido un ejemplo para nosotros si nuestro Señor lo hubiese derrotado con un despliegue de poder divino. Desde luego que él, allí y entonces, podía haberlo relegado al abismo sin fondo o al lago de fuego, pero no habría sido ningún ejemplo para nosotros, puesto que así no podríamos vencer. Pero, por otro lado, cuando vemos al Bendito refiriéndose a la Santa Escritura, cuando lo vemos una y otra vez apelando a aquella divina autoridad, cuando lo encontramos ahuyentando al adversario simplemente con la Palabra escrita, aprendemos de la manera más impresionante el lugar, el valor y la autoridad de las Santas Escrituras.

La autoridad humana carece de valor

Es de la mayor importancia que esta gran lección se grabe en nuestros corazones hoy. Si hubo un momento en la historia de la Iglesia de Dios cuando convenía que los cristianos rindiesen todo su ser moral a esta lección, es precisamente ahora. En todos los terrenos, se pone en duda la autoridad divina, la integridad, la inspiración plenaria y la plena suficiencia de las Escrituras. La Palabra de Dios es abiertamente insultada y echada a un lado. Su integridad es cuestionada, y eso, además, en lugares donde menos lo esperaríamos. En las escuelas y universidades, nuestros jóvenes son continuamente hostigados por ataques incrédulos contra la bendita Palabra de Dios. Hombres que están en completa ceguera espiritual, y que, por tanto, no pueden saber absolutamente nada sobre las cosas divinas y son completamente incompetentes para dar una opinión acerca de la Santa Escritura, ¡tienen la fría audacia de insultar el sagrado Volumen, de decir que los cinco libros de Moisés son una impostura y de afirmar que Moisés nunca los escribió!

¿Qué valor tiene la opinión de tales hombres? No tienen el peso de una pluma. ¿Quién iría a pedirle opinión a un hombre que nació en una mina de carbón y que nunca vio el sol, acerca de las propiedades de la luz o del efecto de los rayos del sol sobre el ser humano? ¿A quién se le ocurriría acudir a un ciego de nacimiento para que le dé su opinión sobre los colores o sobre el efecto de la luz y la sombra? Seguramente nadie en la plenitud de sus sentidos. Pues bien, con cuánta más fuerza moral podemos preguntar: ¿Quién iría a pedirle a un inconverso –a un hombre muerto en delitos y pecados, un hombre espiritualmente ciego, totalmente ignorante de las cosas divinas, espirituales y celestiales– su opinión sobre el importante tema de la Santa Escritura? Y si ese hombre, en su ignorante arrogancia, tuviese la osadía de ofrecer una opinión sobre el tema, ¿qué persona en su sano juicio le prestaría la más mínima atención?

Quizás se diga que el ejemplo no se aplica en este caso. Sin embargo, su aplicación moral no puede ser pasada por alto. ¿No es un axioma comúnmente aceptado entre nosotros que nadie tiene derecho a opinar sobre un tema del cual es totalmente ignorante? Sin duda. Pues bien, veamos qué dice el apóstol en cuanto al hombre inconverso. Citaremos todo el contexto, cuyo interés y valor en este momento son indescriptibles:

“Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe” –notemos bien estas palabras– “no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”.

“Sin embargo, hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y sabiduría, no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que perecen. Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria. Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu” –pues no podrían conocerse de otro modo– “porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros” –todos los verdaderos creyentes, todos los hijos de Dios– “no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” –o comunicando cosas espirituales por medios espirituales–. “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender” –por más sabio y erudito que sea– “porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:1-16).

No nos atrevemos a hacer una apología por esta larga cita de la Palabra de Dios. La consideramos de inestimable valor, no solo porque demuestra que únicamente por la enseñanza divina pueden comprenderse las cosas, sino también porque arrasa completamente todas las pretensiones humanas de emitir juicio sobre la Escritura. Si el hombre natural no puede conocer las cosas del Espíritu de Dios, entonces está muy claro que todos los ataques de la incredulidad contra la Palabra de Dios, no merecen que les prestemos la más mínima atención. De hecho, todos los escritores incrédulos, por muy inteligentes, sabios y cultos que sean, quedan excluidos; no los debemos atender ni por un momento. El juicio de un hombre inconverso sobre las Santas Escrituras tiene menos valor que el que puede tener un labriego poco ilustrado sobre el uso del cálculo diferencial o la veracidad de las teorías de Copérnico. Nada sabe sobre el asunto. Sus pensamientos son absolutamente inútiles.

Jesús es tentado en el desierto

Pero ¡cuán verdaderamente delicioso y refrescante es volverse de las indignas nociones del hombre, y ver la manera en que nuestro bendito Señor Jesucristo apreció y utilizó las Santas Escrituras! En su conflicto con Satanás, le contesta con tres citas al libro del Deuteronomio. “Escrito está” es Su única respuesta sencilla e incontestable a las sugerencias del enemigo. Él no discute con Satanás. No arguye ni da explicaciones. No hace referencia a Sus propios sentimientos, pruebas o experiencias personales. No razona a partir de los grandes hechos –preciosos y reales como eran– de los cielos que se abrieron, del Espíritu que descendió sobre Él, de la voz del Padre. Simplemente se apoya sobre la divina y eterna autoridad de las Santas Escrituras, y de aquella porción de las Escrituras en particular que los incrédulos modernos audazmente han atacado. ¡Él usa como Su autoridad lo que ellos no temen declarar como una impostura! ¡Qué terrible cosa para ellos! ¿Cuál será su final, a menos que se arrepientan?

No solo el Hijo de Dios –aunque era Dios, y Autor de cada línea de la Santa Escritura– usó la Palabra de Dios como Su única arma contra el enemigo, sino que también hizo de ella la base y el material de su ministerio público. Cuando el combate en el desierto finalizó, “volvió en el poder del Espíritu a Galilea, y se difundió su fama por toda la tierra de alrededor. Y enseñaba en las sinagogas de ellos, y era glorificado por todos. Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer” (Lucas 4:14-16). Su costumbre era leer las Escrituras públicamente.

“Y se le dio el libro del profeta Isaías” –aquí pone Su sello sobre el profeta Isaías, como antes lo había puesto sobre la ley de Moisés– “y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:17-19).

El rico y Lázaro

Volvámonos ahora a aquella solemne parábola del hombre rico y Lázaro, al final de Lucas 16, donde tenemos un testimonio solemne de los propios labios del Maestro a la integridad, el valor y la sobresaliente importancia de “Moisés y los Profetas” –las mismas porciones de la Palabra divina que los incrédulos atacan impíamente–. El hombre rico, estando en tormentos –¡ay!, ya no era más rico, sino miserable y eternamente pobre– ruega a Abraham que envíe a Lázaro para que advierta a sus cinco hermanos, a fin de que no vayan ellos también a ese lugar de tormento. ¡Observemos la respuesta! ¡Que todos los incrédulos, racionalistas y escépticos la observen! ¡Todos los que están en peligro de ser engañados y disuadidos por las insolentes y blasfemas sugerencias de la incredulidad!

“Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos” (v. 29). ¡Sí, “óiganlos”! Oigan esos mismos escritos que los incrédulos nos dicen que no son divinamente inspirados, sino que son documentos espurios que nos impusieron fraudulentamente impostores que los hicieron pasar por inspirados. Seguramente el rico sabía mejor que nadie la verdad. El propio diablo lo sabe. No existe el menor intento de poner en duda la autenticidad de “Moisés y los profetas”; pero tal vez “si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán”. Oigamos la solemne réplica:

Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos
(v. 29-31).

Debemos confesar que nos llena de inmenso regocijo la grandeza de este testimonio. Nada puede ser más claro ni más elevado en cuanto a la autoridad suprema y la divina integridad de “Moisés y los Profetas”, ni nada puede confirmarlo mejor. Es el propio Señor el que pone su sello a las dos grandes divisiones de las Escrituras del Antiguo Testamento; de ahí que podemos encomendar nuestras almas, con toda la confianza posible, a la autoridad de estos Sagrados Escritos; y no solo a Moisés y los Profetas, sino a todo el canon del inspirado Libro, puesto que Moisés y los Profetas son tan extensa y constantemente citados en todas partes, y están tan íntima e indisolublemente ligados a cada parte del Nuevo Testamento, que todo queda juntamente en pie o juntamente cae por tierra.

En el camino a Emaús

Debemos dejar esto atrás y saltar al último capítulo de Lucas, donde se encuentra esa preciosa porción que contiene «la gran comisión» de la que venimos hablando. Podríamos referirnos con provecho y bendición a aquellas ocasiones en que nuestro bendito Señor, en sus entrevistas con los fariseos, los saduceos y los intérpretes de la ley, apela siempre y únicamente a las Sagradas Escrituras. En resumidas cuentas, ya sea en conflicto con hombres o demonios, hablando en privado o en público, para su ministerio público o para su andar privado, siempre encontramos al Hombre perfecto, al Señor del Cielo, dando la mayor honra a las escrituras de Moisés y los Profetas, encomendándolas así a nosotros en toda su divina integridad, y dándonos el más pleno y bendito aliento para encomendar nuestras almas, con absoluta confianza, a aquellas incomparables escrituras, para el tiempo presente y para la eternidad.

En Lucas 24 escuchamos las inflamadas palabras dirigidas a oídos de los dos azorados viajeros a Emaús: palabras que constituyen el remedio seguro y bendito para toda desorientación –la solución perfecta para toda dificultad honesta–; la respuesta divina y plenamente satisfactoria para toda pregunta recta. No citamos las palabras de los discípulos perplejos; pero he aquí la respuesta del Señor: “Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!” (Lucas 24:25).

¡Lamentablemente, si hoy día un hombre cree todo lo que los profetas han dicho, es considerado un necio! En muchos círculos académicos, y en no pocos círculos religiosos también, el hombre que confiesa –como todo verdadero hombre de fe debiera hacerlo– su sincera creencia en cada línea de las Escrituras, casi con seguridad se encontrará con una risa burlona. Es considerado inteligente dudar de la autenticidad de las Escrituras –¡una inteligencia fatal y detestable, de la cual quiera el buen Señor librarnos!–; y esa inteligencia seguramente conducirá al alma que tiene atrapada al oscuro y lúgubre abismo del ateísmo, y al abismo más oscuro y lúgubre del infierno. De toda esa inteligencia, otra vez lo decimos desde lo más profundo de nuestro ser moral, ¡quiera Dios, en su gracia, librarnos a nosotros y a todos nuestros jóvenes!

¿No tenemos muchas razones para bendecir al Señor por estas palabras dirigidas a estos pobres hombres perplejos en su camino a Emaús? Pueden parecer severas; pero es la severidad necesaria de un amor puro, perfecto y divinamente sabio. “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y” –¡observemos estas palabras!–

comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían
(Lucas 24:25-27).

Él –¡todo homenaje sea a su gloriosa Persona!– es el centro divino de todas las cosas contenidas de un extremo al otro en las Escrituras. Es la cadena de oro que une en un todo maravilloso y magnífico todas las partes del inspirado Volumen, de Génesis a Apocalipsis.

Por eso la persona que toca una sola sección del sagrado canon, es culpable del atroz pecado de intentar socavar la Palabra de Dios; pero aun el espíritu más caritativo tiene que admitir que tal hombre no conoce ni al Cristo de Dios ni a Dios mismo. El hombre que se atreve a entrometerse de cualquier forma con la Palabra de Dios, ha dado el primer paso en el camino que conduce inevitablemente a la perdición eterna. Guárdense, pues, los hombres de hablar en contra de las Escrituras; y si alguno quiere hablar, que los demás se guarden de lo que escuchan.

Si no hubiera oyentes incrédulos, habría pocos expositores incrédulos. ¡Qué terrible es pensar que debe haber lo uno o lo otro en esta tierra tan favorecida! ¡Quiera Dios tener misericordia de ellos y abrir sus ojos antes de que sea demasiado tarde! Cinco minutos en el infierno acabarán para siempre con todas las teorías incrédulas que alguna vez fueron propuestas en este mundo. ¡Oh, qué inmensa locura la de la incredulidad!

Volvamos a nuestro capítulo, donde tenemos una prueba más todavía del lugar que nuestro Señor le dio a las Santas Escrituras. Después de haberse manifestado con infinita gracia y con un poder tranquilizador a sus angustiados discípulos, de mostrarles Sus manos y Sus pies, y de disipar toda duda en cuanto a Su identidad personal comiendo en presencia de ellos, “les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito” (Lucas 24:44-46).

Aquí vemos de nuevo al Señor poniendo su sello divino sobre todas las grandes divisiones del Antiguo Testamento. ¡Cuánto anima y fortalece esto a todos los piadosos amantes de la Escritura! Ver a nuestro Señor mismo en todas las ocasiones y en todas las circunstancias, haciendo referencia a la Escritura, usándola en todo tiempo y para todo propósito, alimentándose Él mismo de ella y encomendándola a los demás, empuñándola como la espada del Espíritu, inclinándose a su santa autoridad en todas las cosas, apelando a ella como la única norma perfecta, la prueba y la piedra de toque para todo, la única guía infalible para el hombre en este mundo, la única luz infalible en medio de las tinieblas morales que nos rodean: todo esto nos anima y fortalece en sumo grado, y llena nuestros corazones de profunda gratitud y alabanza al Padre de misericordias, quien ha provisto para todas nuestras necesidades y debilidades.

Discurso de Pablo ante Félix

Podríamos concluir aquí esta división de nuestro tema, si no fuera porque nos sentimos obligados a ofrecer a nuestros lectores dos ilustraciones más, extraordinariamente bellas, de nuestra tesis (una de los Hechos y otra de las Epístolas). En Hechos 24, el apóstol Pablo, en su defensa ante Félix, se expresa de la siguiente manera en cuanto al fundamento de su fe: “Pero esto te confieso, que según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres, creyendo todas las cosas que en la ley y en los profetas están escritas” (Hechos 24:14). Así que, él creía reverentemente en Moisés y los Profetas. Aceptaba plenamente las Escrituras del Antiguo Testamento como el sólido fundamento de su fe y como la autoridad divina para toda su carrera. Ahora bien, ¿cómo sabía Pablo que las Escrituras fueron dadas por Dios? De la única manera en que uno puede saberlo: por la enseñanza divina.

Solo Dios puede dar el conocimiento de que las Sagradas Escrituras son su propia revelación al hombre. Si Él no lo da, nadie lo puede hacer; si Él lo da, nadie lo necesita hacer. Si exijo pruebas humanas que acrediten la Palabra de Dios, ella no es para mí la Palabra de Dios. La autoridad sobre la cual la recibo, es más elevada que la Palabra misma. Supóngase que, por medio de la razón o los humanos conocimientos, pudiera llegar a la conclusión racional de que la Biblia es la Palabra de Dios, entonces mi fe estaría fundada meramente en la sabiduría del hombre, y no en el poder de Dios (véase 1 Corintios 2:5). Esa fe carece de valor; no me une con Dios, y, por lo tanto, me deja sin salvación, sin bendición y sin certeza. Me deja sin Dios, sin Cristo y sin esperanza. La fe que salva es la fe que cree lo que Dios dice porque Dios lo dice, y esta fe es producida en el alma por el Espíritu Santo. La fe intelectual es una fe fría, sin vida, sin valor, que solo engaña y se hincha; nunca puede salvar, santificar ni satisfacer.

“Las Sagradas Escrituras”

Vayamos ahora a 2 Timoteo 3:14-17. El anciano apóstol, al término de su maravillosa carrera, desde su prisión en Roma, volviendo la mirada a todo su ministerio, viendo a su alrededor el fracaso y la ruina tan tristemente evidente por todas partes, mirando adelante a la terrible consumación de los “últimos días”, y mirando sobre todo “la corona de justicia, la cual le dará el Señor, juez justo, en aquel día” (2 Timoteo 4:8); se dirige así a su amado hijo: “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto [completo], enteramente preparado para toda buena obra” (cap. 3:14-17).

Todo esto es inefablemente precioso para todos los verdaderos amantes de la Palabra de Dios. El lugar que aquí se le asignan, y las virtudes que se le atribuyen, a las Sagradas Escrituras, son de inestimable valor. En una palabra, es absolutamente imposible sobreestimar el valor y la importancia de la cita precedente. Es profundamente conmovedor ver al venerado y amado anciano, en todo el poder del Espíritu Santo, recordando a Timoteo los días de su niñez, cuando, en las rodillas de su piadosa madre, bebió en la fuente pura del inspirado Libro. ¿Cómo sabía el querido niño que estas Sagradas Escrituras eran la Palabra de Dios? De la misma manera que el bendito apóstol: por el poder divino y el efecto que ellas ejercieron en su corazón y conciencia mediante el Espíritu Santo.

¿Necesitaban las Sagradas Escrituras credenciales humanas? ¡Qué insulto a la dignidad de la Escritura imaginar que un sello o una garantía humanos son necesarios para acreditarlas al alma! ¿Necesitamos la autoridad de la Iglesia, el juicio de los Padres, los decretos de los concilios, el consentimiento de los doctores, la decisión de las universidades, para acreditar la Palabra de Dios? ¡Lejos esté de nosotros tal pensamiento! ¿A quién se le ocurriría sacar una lamparilla al mediodía para demostrar que el sol alumbra? ¿Qué hijo entregaría la carta de su padre a un ignorante barrendero para que la acredite y explique a su corazón lo que quiso decir su padre?

Estas figuras son sumamente endebles cuando se utilizan para ilustrar la monstruosa locura de someter las Sagradas Escrituras al juicio de cualquier mente humana. No, la Palabra de Dios habla por sí misma y lleva consigo sus propias cartas credenciales. Sus propias evidencias internas son ampliamente suficientes para todo piadoso, recto y humilde hijo de Dios. No necesita ninguna carta de recomendación de parte de los hombres. Sin duda, las evidencias externas tienen su valor y su interés. Al testimonio humano habría que darle el crédito merecido. Podemos estar seguros de que cuanto más minuciosamente sean analizadas todas las pruebas humanas, y más se acerque todo testimonio humano a la verdad, más plena y claramente coincidirán todos en demostrar la autenticidad e integridad de nuestra preciosa Biblia.

Además, debemos declarar nuestra profunda y firme convicción de que ninguna teoría incrédula puede sostenerse ni por un instante; ningún argumento incrédulo puede ser aceptado por una mente honesta. Invariablemente encontraremos que todos los ataques incrédulos contra la Biblia se vuelven contra sus propios perpetradores. Los escritores incrédulos hacen el ridículo, y dejan el divino Volumen donde siempre ha estado y donde siempre seguirá estando, como una roca inexpugnable, contra la cual se estrellan las olas de los pensamientos de la incredulidad con despreciable impotencia.

La Palabra de Dios sigue en pie en su divina majestad, en su celestial poder, en su bella simplicidad, en su gloria incomparable, en sus profundidades insondables, en su infalible frescura y poder de adaptación, en su maravillosa extensión, en la inmensidad de su alcance, en su perfecta unidad, en su absoluta singularidad. La Biblia se mantiene única. No hay nada como ella en el vasto mundo de la literatura; y si algo más fuera necesario para demostrar que ese libro que llamamos «la Biblia» es en verdad la viva y eterna Palabra de Dios, lo podemos hallar en los incesantes esfuerzos del diablo por demostrar que no lo es.

Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos
(Salmo 119:89).

¿Qué nos queda? Pues esto: “Dentro de mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11, V. M.). Así es, bendito sea su santo Nombre; y cuando tenemos Su Palabra atesorada en lo profundo de nuestro corazón, las teorías y los argumentos, los razonamientos o los delirios, los cuestionamientos y las conclusiones de los escépticos, los racionalistas y los incrédulos, no tendrán para nosotros más peso que el golpeteo de la lluvia sobre la ventana.

Todo eso, respecto al hecho tan importante de «la autoridad» para llevar a cabo la gran comisión. La inmensa importancia del tema, así como el carácter especial del momento por el que estamos pasando, explica la inusual extensión de este artículo. Nos sentimos profundamente agradecidos por la oportunidad de dar nuestro débil testimonio al poder, autoridad, plena suficiencia y gloria divina de “las Sagradas Escrituras”.

¡Gracias a Dios por su don inefable!
(2 Corintios 9:15).

La esfera o ámbito de la gran comisión

La esfera o ámbito de «la gran comisión» se nos presenta en esa expresión de tan vasto alcance: “En todas las naciones” (Lucas 24:47), y está en perfecta consonancia con todo lo que hemos venido examinando.

Tal debía ser el vasto dominio de aquellos heraldos a quienes el Señor enviaba a predicar “el arrepentimiento y perdón de pecados”. La suya era, categóricamente, una misión de extensión universal. En Mateo 10 encontramos algo muy diferente. Allí, cuando el Señor envió a los doce apóstoles, “les dio instrucciones, diciendo: Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis” (Mateo 10:5).

Esta debía ser una misión exclusivamente dirigida a la casa de Israel. No había ningún mensaje para los gentiles, ninguna palabra para los pobres samaritanos. Si estos mensajeros se acercaban a una ciudad de incircuncisos, bajo ningún concepto debían entrar en ella. Los caminos de Dios –sus caminos dispensacionales– demandaban un ámbito limitado para los doce apóstoles enviados por el Mesías en los días de Su carne. Los objetos particulares de su ministerio debían ser “las ovejas perdidas de la casa de Israel”.

Pero en Lucas 24 todo ha cambiado. Las barreras dispensacionales ya no habían de interferir con los mensajeros de la gracia. Israel no es olvidado, pero los gentiles deben oír las buenas nuevas. El sol de la salvación de Dios derrama ahora sus rayos de vida sobre “todo el mundo”. Nadie es excluido de la luz bendita. Todas las ciudades, pueblos, aldeas, calles, veredas y pasillos, encrucijadas y rincones, han de recorrerse y visitarse con diligencia y afectuosidad, para que “toda criatura debajo del cielo” oiga las buenas nuevas de una salvación plena y gratuita.

¡Cuán característico es todo esto de nuestro Dios! ¡Cuán digno de su gran corazón de amor! Es el deseo de Dios que la corriente de Su salvación fluya de un polo al otro y desde el río hasta los confines de la tierra. Su justicia es para todos, y la dulce historia de Su amor perdonador tiene que ser llevada en volandas a lo largo y ancho de un mundo perdido y culpable. Tal es Su propósito lleno de gracia, por más tardos que puedan ser sus siervos para llevarlo a cabo.

Es de la mayor importancia tener una visión clara sobre este ramo de nuestro tema. Nos revela el carácter de Dios en una magnífica luz, y deja al hombre totalmente sin excusa. La salvación es enviada a los gentiles. No hay absolutamente ningún límite ni ningún obstáculo. Como el sol en el cielo, brilla sobre todos. Si un hombre se empeña en esconderse en una mina o en un túnel para no ver el sol, no podrá quejarse de nadie, sino de sí mismo. Si no todos disfrutan de sus rayos, no es porque el sol no esté allí. Él brilla para todos. De la misma manera “la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11). Nadie tiene que perecer por ser un pobre pecador perdido, porque Dios

quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad,
no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento
(1 Timoteo 2:4; 2 Pedro 3:9).

Y para que nada falte para poner de manifiesto, con toda la fuerza y plenitud, la gracia regia que rezuma «la gran comisión», nuestro bendito Señor señala a sus siervos el notable lugar que debía ser el centro de su esfera. Les dice que debían empezar “desde Jerusalén”. Sí, Jerusalén, donde nuestro Señor fue crucificado; donde toda clase de indignidades que la malicia pudiera fraguar cayeron sobre su divina Persona; donde un ladrón y homicida fue preferido a “Dios manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16); donde la iniquidad humana alcanzó su punto culminante al clavar en la cruz de un malhechor al Hijo de Dios. Desde este lugar los mensajeros debían comenzar su bendita obra; debía ser el centro de la esfera de sus operaciones de gracia; y de ahí debían viajar hasta los confines de la tierra. Debían comenzar con los pecadores de “Jerusalén”, con los mismos asesinos del Hijo de Dios, y de ahí salir por todas partes a anunciar las gloriosas buenas nuevas, para que todos puedan conocer esa preciosa gracia de Dios que era suficiente para quitar la culpa carmesí de la misma Jerusalén.

¡Cuán glorioso es todo esto! Los asesinos culpables de la muerte del Hijo de Dios fueron los primeros en oír la dulce historia del amor perdonador, a fin de que todos los hombres puedan ver en ellos un modelo de lo que la gracia de Dios y la sangre de Cristo son capaces de hacer. La gracia que podía perdonar a los pecadores de Jerusalén, podía perdonar a cualquiera; la sangre que podía limpiar a los traidores y asesinos del Cristo de Dios, podía limpiar a cualquier pecador fuera del recinto del infierno. Estos heraldos de la salvación, a medida que iban de nación en nación, podían decir a sus oyentes de dónde habían venido; podían hablarles de la superabundante gracia de Dios que había comenzado a actuar en el punto más culpable en toda la faz de la tierra, y que era ampliamente suficiente para alcanzar al más vil de los hijos de Adán.

De la gracia soberana que sobre el pecado abunda
Los redimidos por todo confín las nuevas divulgan
Su profundidad no puede el mortal sondear
Su anchura y longura, ¿quién la podrá expresar?

¡Preciosa gracia de Dios! ¡Que sea anunciada con renovada energía y claridad a lo largo y ancho de la esfera que Dios le ha señalado! ¡Qué pena, que los que la conocen sean tan lentos para darla a conocer a otros! Esta lentitud, con toda seguridad, no es de Dios. Él se complace plenamente cuando su gracia perdonadora y salvadora es anunciada. Nos dice que son hermosos sobre los montes los pies del evangelista (véase Isaías 52:7). Nos asegura que la predicación de la cruz es olor grato a Su corazón. ¿No debería todo esto darnos mayor impulso en la bendita obra? ¿No deberíamos esforzarnos todo lo posible por cumplir el misericordioso deseo del corazón de Dios? ¿Por qué somos tan tardos? ¿Por qué tan fríos e indolentes? ¿Por qué nos desalentamos y nos echamos para atrás tan fácilmente? ¿Por qué estamos tan dispuestos a poner excusas para no hablar a la gente acerca de sus almas?

Aquí tenemos la gran comisión brillando en las eternas páginas de la Inspiración en toda su grandeza moral; sus términos, su base, su autoridad y su esfera. La obra todavía no ha terminado. Han pasado casi dos mil años desde que el Salvador resucitado envió a sus mensajeros; y todavía aguarda con dulce y paciente misericordia, “no queriendo que ninguno perezca”. ¿Por qué no estamos más dispuestos de corazón a cumplir el misericordioso deseo de Su corazón? No es para nada necesario que seamos grandes predicadores u oradores elocuentes, para llevar a cabo la preciosa obra de evangelización. Lo que necesitamos es un corazón en comunión con el corazón de Dios, con el corazón de Cristo, y ese seguramente será un corazón que suspirará por las almas. No creemos ni podemos creer que uno que no esté guiado por el amoroso deseo de salvar a las almas, realmente pueda estar en comunión con la mente de Cristo. No podemos estar en Su presencia y no pensar en las almas de los que nos rodean. Porque ¿quién se preocupó por las almas como Él? Reparemos en su maravillosa senda; en sus incesantes esfuerzos como maestro y predicador; en su sed por la salvación y bendición de las almas.

¿No nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21)? ¿Las seguimos en el asunto de dar a conocer el bendito Evangelio? ¿Tratamos de imitarlo en su fervoroso celo por buscar a los perdidos? Veámoslo en el pozo de Sicar; observemos toda su conducta; oigamos sus fervientes palabras de amor; notemos cómo se goza y se refresca su espíritu cuando ve que un pobre pecador recibe su mensaje. “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis… Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega. Y el que siega recibe salario, y recoge fruto para vida eterna, para que el que siembra goce juntamente con el que siega” (Juan 4:32-36).

Rogamos encarecidamente al lector cristiano que considere este gran tema en la presencia divina. Sentimos profundamente su importancia. En medio de tanto leer y escribir, hablar y escuchar, ir y venir, notamos la lamentable falta de un trato serio, profundo y personal con las almas. ¿Cuántas veces nos conformamos con invitar a la gente a que vengan a escuchar la predicación, en vez de tratar de llevarlas directamente a Cristo? ¿Qué tan seguido nos contentamos con la predicación dominical, en vez de tratar sinceramente de convencer a las almas, durante toda la semana, para que huyan de la ira venidera? Sin duda es bueno predicar e invitar a la gente a que venga a escuchar la predicación; pero podemos estar seguros de que hay algo más para hacer que todo esto; y ese algo más se lo ha de buscar en la comunión íntima con el corazón y la mente de Cristo.

Hay quienes hablan con desprecio de la bendita y santa obra de evangelización. Tememos por ellos. Estamos persuadidos de que no están en armonía con el pensamiento del Maestro, y por eso rechazamos completamente sus pensamientos. Es de temer que sus corazones sean fríos respecto a un objeto que ocupa el corazón de Dios. Si es así, tendrían que humillarse en Su presencia, y buscar que sus almas sean llevadas nuevamente a la justa apreciación de la magnitud, importancia e interés de la gran cuestión que estamos considerando. Al menos que se cuiden de desalentar y poner trabas a aquellos en quienes el Señor ha puesto un especial interés por las almas preciosas e inmortales.

Este no es momento para suscitar dificultades ni ponerse a plantear cuestiones que solo pueden servir de piedras de tropiezo en el sendero de los obreros serios. Nos conviene, por todo medio lícito, tratar de fortalecer las manos de todos aquellos que se esfuerzan, según su medida, por anunciar las buenas nuevas y dar a conocer

las inescrutables riquezas de Cristo
(Efesios 3:8).

Procuremos hacerlo, en cuanto dependa de nosotros; y, sobre todo, nunca expresemos una sola frase que vaya a poner trabas a los que están ocupados en la bendita obra de ganar almas para Cristo.

El poder para llevar a cabo la gran comisión

Hay un punto más en nuestro tema que sentimos que no debe ser omitido: el poder para llevar a cabo «la gran comisión». Pasar esto por alto implicaría una pérdida enorme, y dejaría una gran laguna; y más deseosos estamos de notarlo, puesto que la forma especial en la cual fue comunicado el poder está notablemente relacionada con lo que hemos estado considerando. Si la esfera debía ser “todas las naciones”, el poder debía ser el adecuado para ello; y, bendito sea Dios, así lo fue.

Nuestro bendito Señor, después que terminó de comisionar a sus discípulos, dijo:

Vosotros sois testigos de estas cosas. Y he aquí que yo envío sobre vosotros la promesa de mi Padre; mas quedaos en la ciudad de Jerusalem hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto
(Lucas 24:48-49, V. M.).

Este poder fue comunicado en el día de Pentecostés, cuando se cumplió esta promesa. El Espíritu Santo descendió del Hombre ascendido y glorificado, a fin de preparar a sus siervos para la gloriosa obra a la que los había llamado. Ellos debían permanecer en la ciudad hasta que recibieran el poder. ¿Cómo podían salir sin él? ¿Quién sino el Espíritu Santo podía hablar adecuadamente del amor de Dios, de la persona, la obra y la gloria de Cristo? ¿Quién sino Él puede hacer capaz a alguien de predicar el arrepentimiento y perdón de pecados? ¿Quién sino Él puede tratar de la mejor manera posible todos los importantes temas comprendidos en «la gran comisión»? En una palabra, el poder del Espíritu Santo es absolutamente esencial en cada ramo del servicio cristiano, y todos los que salen a la obra sin él, encontrarán como resultado esterilidad, miseria y desolación.

Llamamos la especial atención del lector a la forma en que el Espíritu Santo descendió en el día de Pentecostés. Está llena del más profundo interés, y nos revela el precioso secreto del corazón de Dios de una manera muy conmovedora.

Vayamos a Hechos 2.

“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos” –¡instructivo y sugestivo hecho!–. “Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” –Él tenía plena posesión de sus corazones y mentes, completo dominio de todo su ser moral, ¡bendita condición!– “y comenzaron a hablar en otras lenguas” –no en la jerigonza absurda e ininteligible de astutos farsantes e ilusos fanáticos, sino– “según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo”.

“Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua” –¡cuán real y significativo!– “Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?” –no simplemente en la que fuimos educados– “Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de Africa más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (v. 1-11).

¡Qué maravilloso acontecimiento! ¡Qué coincidencia tan notable! Dios, en su sabiduría infinita y gracia perfecta, ordenó las cosas de tal manera que la gente que venía de todas las naciones de la faz de la tierra, se juntase en la ciudad de Jerusalén en el momento exacto para que –incluso en el caso de que los doce apóstoles fallaran en llevar a cabo su comisión– todos puedan oír, en la misma lengua en que sus madres susurraban en sus oídos infantiles esas palabras de amor maternal, las preciosas buenas nuevas de la salvación de Dios.

¿Puede haber algo de mayor interés que esto? ¿Quién puede dejar de ver en este hecho el amoroso deseo del corazón de Dios por alcanzar a toda criatura debajo del cielo con la dulce historia de su gracia? El mundo había rechazado al Hijo de Dios, lo había crucificado y matado; pero no bien se sentó a la diestra de Dios, el augusto Testigo, Dios el Espíritu, descendió para hablarle a todo hombre, no con palabras fuertemente condenatorias, no con fulminantes anatemas, sino con acentos de profundo y tierno amor, para hablarle de la plena remisión de los pecados por la sangre de la cruz.

Es cierto que llamó a los hombres a juzgarse a sí mismos, a arrepentirse, a tomar la única actitud verdadera y apropiada del pecador. ¿Por qué no? ¿Cómo podía ser de otra manera? El arrepentimiento –como ya lo hemos mostrado y reiterado en estos artículos– es una necesidad universal y permanente del hombre. Pero el Espíritu de Dios descendió para hablar cara a cara con el hombre, para hablarle en su propia lengua materna de las maravillosas obras de Dios. Él no habló a los hebreos en latín, ni a los romanos en griego; sino que habló a cada uno en su propia lengua “en la que había nacido”, demostrando así, de la manera más conmovedora, que era el misericordioso deseo de Dios llegar al corazón del hombre con la más profunda, rica y plena gracia. ¡Todo homenaje sea a su Nombre!

¡Qué diferente fue el caso cuando la Ley había de publicarse desde el monte Sinaí! Si se hubiesen reunido todas las naciones de la tierra alrededor de aquel monte ardiente, no habrían entendido ni una sola palabra –a menos que alguno supiese hebreo–. La ley se dirigió a un solo pueblo, vino envuelta en un solo idioma y fue encerrada en el arca. Dios no hizo ningún esfuerzo por publicar el informe del deber del hombre en cada lengua que hay bajo el cielo. Pero cuando la gracia debía ser proclamada, cuando las buenas nuevas de la salvación debían resonar por todas partes, cuando se debía dar testimonio de un Salvador y Señor crucificado, resucitado, ascendido y que viene otra vez, entonces ciertamente Dios el Espíritu Santo descendió con el objeto de volver aptos a Sus mensajeros para hablar a cada hombre en una lengua que pudiera entender.

Los hechos son argumentos poderosos, y sin duda los dos hechos expuestos con respecto a la Ley y el Evangelio, deben hablar a cada corazón, de la manera más convincente, de la incomparable gracia de Dios. Dios no envió heraldos a proclamar la ley a “todas las naciones”. No; salir a proclamar las buenas nuevas, fue reservado a «la gran comisión» sobre la cual hemos estado meditando, y que ahora recomendamos encarecidamente, con todos sus grandes temas, a la seria atención de cada uno de nuestros lectores.