Acerca de la oración

Acerca oracion

La oración en su lugar adecuado

Existe una fuerte tendencia en la mente humana a percibir un solo lado de las cosas, y esto es algo de lo que deberíamos guardarnos con todo cuidado. Sería una muestra de sabiduría de nuestra parte ver siempre las cosas según nos las presenta Dios en su santa Palabra. Deberíamos poner las cosas donde Él quiere que estén y dejarlas allí. Si prestáramos a esto la debida atención, entenderíamos la verdad con mayor claridad, y nuestras almas estarían mejor instruidas. Dios ha designado un lugar determinado para cada cosa, por lo cual deberíamos evitar poner las cosas buenas en lugares impropios, así como dejarlas completamente a un lado; lo uno puede hacer tanto daño como lo otro. Si algo que Dios ha instituido se pone fuera del lugar destinado por Él, a la fuerza quedará destituido de su capacidad para alcanzar el objetivo que Dios le asignó. Seguramente, todos estarán de acuerdo en que está mal poner las cosas en un lugar diferente al que Dios quiso que ocuparan.

La importancia de tener cada cosa en su sitio crece con la importancia misma del objeto. Esto tiene especial validez con respecto al santo y valioso ejercicio de la oración. Resulta difícil imaginar cómo puede alguien, con la Palabra de Dios en sus manos, tener la presunción de quitarle valor a la oración, pues la oración es una de las funciones más altas y uno de los privilegios más importantes de la vida cristiana. Tan pronto como el Espíritu Santo ha implantado la nueva naturaleza, mediante la fe en Cristo, está se expresa en los dulces acentos de la oración.

La oración es la respiración anhelante del nuevo hombre, producida por la obra del Espíritu Santo, quien mora en todos los verdaderos creyentes. De ahí que hallar a alguien orando es verlo manifestando la vida divina en una de sus características más hermosas y conmovedoras: la dependencia. Es posible que, tanto en el carácter como en el objeto de la oración, se muestre una gran ignorancia; no obstante, el espíritu mismo de la oración es, sin duda alguna, divino. Quizás un niño pida muchas cosas insensatas; pero ciertamente no podría pedir nada si no tuviera vida. La capacidad y el deseo de pedir son pruebas infalibles de vida. Tan pronto como Saulo de Tarso pasó de la muerte a la vida, vemos que el Señor dice de él:

¡He aquí, él ora!
(Hechos 9:11).

Sin duda, como “fariseo” había dicho muchas “oraciones largas”; pero, solo después que “vio al Justo y escuchó Su voz”, pudo decirse de él: “¡Mira, él ora!”.

Decir oraciones y orar son dos cosas totalmente distintas. Un fariseo, quien busca su propia justicia, puede sobresalir en la primera, pero solo un convertido puede disfrutar de la segunda. El espíritu de oración es el espíritu del hombre nacido de nuevo; el lenguaje de la oración es la expresión distintiva de la nueva vida. En el momento en que un alma nace a la nueva creación, viene a ser dependiente de la fuente de su nacimiento. ¿Quién se atrevería a calmar o impedir el grito de un bebé que acaba de nacer? Se le permitirá desahogarse, animándole suavemente, pero no se le tapará la boca con ruda ignorancia. El llanto mismo que la ignorancia intentaría sofocar llega como suavísima música a los oídos de sus padres, porque es prueba de la vida; muestra la existencia de un nuevo ser en torno al cual se entretejen los afectos del corazón de los padres.

Todo esto es suficientemente claro. Quien piense ahogar los acentos de la oración, ignora por completo los misterios preciosos de la nueva creación. Quizás el entendimiento del que ora necesite instrucción; pero el espíritu de la oración no debe ser apagado. Que brillen sobre la conciencia que lucha los rayos de la revelación divina con su poder libertador, pero que no sea sofocada la respiración de la nueva vida.

Es posible que el recién convertido se halle en gran oscuridad. Es posible que la fría neblina del legalismo envuelva su espíritu. Quizá aún no sea capaz de descansar totalmente en Cristo y en su obra acabada. Quizá su conciencia, aunque despertada, no haya hallado la respuesta pacificadora en la sangre preciosa de Jesús. Pueden turbarle las dudas y los temores. Quizá no conozca bien la importante doctrina de las dos naturalezas y el conflicto continuo que existe entre ellas. Esa alma está abatida por el sentimiento humillante del pecado que mora en su interior y no ve todavía la amplia provisión que el amor redentor hizo, precisamente para eso, en el sacrificio y la intercesión –la sangre y la abogacía– del Señor Jesucristo. Puede ser que se haya disipado el gozo que sintió en los primeros momentos de su conversión. Quizá los rayos del Sol de Justicia se hallan escondidos tras las densas nubes que surgen de su interior y de su entorno. No está como en días pasados; se sorprende del triste cambio que experimenta y hasta lo asaltan dudas de si en realidad se convirtió.

¿Nos resulta extraño que tal persona dirija su llanto, a grito pelado, a Dios? En realidad, lo extraño sería que hiciese cualquier otra cosa. ¿Cómo, pues, lo trataremos? ¿Vamos a decirle que no ore? ¡Dios no lo permita! Eso sería hacer la obra de Satanás, quien odia de todo corazón la oración. Expresar una sola sílaba que se entendiera como un menosprecio a un ejercicio enteramente divino equivaldría a oponerse a todo el libro de Dios, a negar el ejemplo de Cristo mismo e impedir los gemidos indecibles que el Espíritu Santo pone en el alma del recién convertido.

Las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento rebosan de exhortaciones y admoniciones alentadoras a orar. Citar las porciones llenaría un volumen. Nuestro adorable Señor y Maestro ha dejado a los suyos un ejemplo sobre el ejercicio incesante de un espíritu de oración. Él no solo oraba, sino que también enseñó a sus discípulos a orar. Lo mismo hizo el Espíritu Santo en los apóstoles (véase los siguientes versículos: Lucas 3:21; 6:12; 9:28-29; 11:1-13; 18:1-8; Hechos 1:14; 4:31; Romanos 12:12; 15:30; Efesios 6:18; Filipenses 4:6; Colosenses 4:2-4; 1 Tesalonicenses 5:17; 2 Tesalonicenses 3:1-2; 1 Timoteo 2:1-3; Hebreos 13:18; Santiago 5:14-15).

Si miramos y ponderamos dichas porciones, tendremos una visión recta del lugar que ocupa la oración en la vida cristiana. Veremos que se exhorta a los creyentes a orar, y solo a ellos. Veremos que la oración es un ejercicio prominente en la familia de Dios y que debemos pertenecer a esa familia para ejercitarnos en la oración. Comprenderemos que la oración es la expresión indudable de la vida nueva y que, por consiguiente, esa vida debe existir para poder expresarse así. Veremos que la oración es un importante privilegio del creyente, y que de ninguna manera es el medio sobre el cual fundamenta su paz.

De este modo, podremos poner la oración en su debido lugar. ¡Qué importante es que el investigador angustiado vea que el fundamento profundo y sólido de su paz presente y perpetua fue puesto en la obra de la Cruz hace casi veinte siglos! ¡Qué importante es que la sangre de Cristo esté ante nosotros en un relieve claro y pronunciado, en su grandeza sin par, como el único fundamento del descanso del pecador! Un alma puede buscar ansiosamente la salvación y estar clamando por ella, sin percatarse en todo ese tiempo de que la tiene al alcance de la mano. Se le pide que acepte una salvación gratuita, completa, personal, presente y eterna, pues Cristo ha provisto todo eso. Una copa desbordante de salvación está delante de él y solo necesita tomarla con fe y beberla. El Evangelio de la gracia que Dios regala apunta hacia el velo rasgado, la tumba vacía y el trono ocupado arriba (Mateo 28; Hebreos cap. 1 y 10). ¿Qué nos declaran esas cosas? ¿Qué dicen a los oídos del pecador angustiado? ¡Salvación! ¡Salvación! El velo rasgado, la tumba vacía, el trono ocupado, todos ellos gritan: ¡Salvación!

¿Desea usted realmente la salvación? Entonces, ¿por qué no la toma como un don gratuito de Dios? ¿Está usted mirando a su corazón para ser salvo, o a la obra acabada de Cristo? Piénselo bien, ¿es necesario esperar a que Dios haga alguna cosa más para su salvación? Si es así, la obra de Cristo no está cumplida; el rescate no se pagó por completo. Pero Cristo dijo: “Consumado es” (Juan 19:30). Y Dios dice que “halló redención” (véase Job 33:24; Mateo 20:28). Y si usted tuviera que hacer, decir o pensar una sola minucia para completar la obra de la salvación, Cristo no sería un Salvador total y perfecto.

Además, sería negar claramente lo que dice Romanos 4:5: “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”. Tenga usted cuidado, no sea que esté mezclando sus pobres oraciones con la obra gloriosa de la redención, cumplida en la cruz por el Cordero de Dios. La oración es algo muy precioso, pero recuerde que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6). Si usted tiene fe, tiene a Cristo; y teniendo a Cristo, lo tiene todo. Si usted está clamando por misericordia, la Palabra de Dios le señala con el dedo la corriente copiosa de misericordia que fluye del sacrificio ya consumado. Todo lo que necesite su corazón angustiado, lo encuentra en Jesús. Él es el don gratuito de Dios para usted, ahora, tal como usted es y donde está. Si tuviera que ser algo diferente de lo que es, o ir a cualquier otro lugar, la salvación no sería “por gracia, por medio de la fe” (Efesios 2:8). Entonces, puesto que está ansioso de obtener la salvación, y Dios desea que la tenga, ¿por qué va a estar sin ella ni un momento más? Todo está preparado. Cristo murió y resucitó. El Espíritu Santo da testimonio. La Palabra es clara: “Cree solamente” (Marcos 5:36).

¡Ojalá el Espíritu de Dios guíe a toda alma angustiada para que encuentre en Jesús un reposo permanente! ¡Ojalá Él la lleve a desviar sus ojos de cualquier otra cosa, y a mirar directamente a una expiación del todo suficiente! Que Él dé a todos claridad de percepción y sencillez de fe. Que a todos los que enseñan y predican, los dote de modo especial con la habilidad para “usar bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15), a fin de que no apliquen al pecador inconverso, ni a la persona ansiosa de encontrar la salvación las porciones de la Escritura que se refieren únicamente al creyente. Con un trazo inexperto y la aplicación incorrecta de la Palabra, se puede hacer un daño muy serio a la verdad de Dios y a las almas de los hombres.

Antes de que haya actividad espiritual, tiene que haber vida espiritual; y el único modo de obtener la vida espiritual es creer en el nombre del Hijo de Dios1) (Juan 1:12-13; 3:14-16, 36; 5:24; 20:31). Por lo tanto, si los preceptos de la Palabra de Dios son aplicados a personas en quienes la vida espiritual no actúe, el resultado será la confusión. Los preciosos privilegios del cristiano son cambiados en pesado yugo para los inconversos. Se expone un sistema extraño de medio-ley, medio-evangelio, con el que se le roba al cristiano su gloria característica, y las almas de los hombres se hunden en la neblina y la perplejidad. La necesidad de exponer con claridad el fundamento verdadero de la paz del pecador es urgente. Cuando las almas son convictas de pecado y tienen la vida, pero no gozan de la liberación, necesitan un Evangelio pleno, claro y sin nubes. Las exigencias de una conciencia que ha sido despertada por Dios solo pueden ser satisfechas por la sangre de la cruz. Si a la obra acabada de Cristo se le añade algo, no importa lo que sea, forzosamente se ha de llenar el alma de dudas y oscuridad.

Quiera Dios otorgarnos la gracia de conocer mejor el lugar verdadero y el valor genuino de la fe sencilla en el Señor Jesucristo, y de la oración ferviente con la ayuda del Espíritu Santo.

C. H. Mackintosh