Acerca de la oración

Carta sobre las reuniones de oración

Querido hermano:

Deseo presentarle algunos pensamientos con relación a las reuniones de oración.

Al principio es preciso insistir en que la oración en común es la primera manifestación de la vida entre los hijos de Dios. En Hechos 1:14, aun antes que el Espíritu Santo fue dado para formar la Asamblea, todos los discípulos “perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos”. Aquí no se trata, como en Mateo 18:19, de ponerse de acuerdo con el propósito de pedir algo en especial, aunque las peticiones especiales no estén en ninguna manera ausentes de la oración en común (Colosenses 4:3; 1 Tesalonicenses 5:25; Hebreos 13:18; 2 Tesalonicenses 3:1; Hechos 12:5, 12), sino de perseverar unánimes en algo general, la oración. No es necesario, pues, tener un propósito especial al reunirse para orar.

Dios crea en nosotros individualmente, en la vida diaria, necesidades traídas a nuestras almas mediante las circunstancias que atravesamos, y nos da la posibilidad de expresarlas por medio de la oración. Igualmente, cuando estamos reunidos, nos trae los asuntos sobre los que debemos hablarle. Nosotros esperamos en Él y Él nos los comunica. Al igual que la oración individual, la oración en común sube a Él, para presentárselos, y su potencia desciende en favor nuestro para respondernos. Sin embargo, existe una diferencia: la oración en común no debe expresar nuestras necesidades personales. Huelga decir que las oraciones en nuestra habitación no solo conciernen nuestros propios asuntos, sino que pueden abarcar toda clase de necesidades. Es ahí donde podemos y debemos orar por nuestro estado personal, donde confesamos nuestros pecados, según 1 Juan 1:9, y donde buscamos la fuerza para resistir a las tentaciones, para cumplir nuestro servicio diario, para glorificar al Señor en nuestro ministerio, etc. No podemos introducir en las reuniones de oración esas necesidades individuales. Sin embargo, si resultan ser las mismas que las de nuestros hermanos, podremos expresarlas en la reunión de asamblea con tanta más fuerza cuanto que nosotros mismos hemos pasado por esa experiencia. Pero, lo repito, lo que nos concierne individualmente no es un asunto que debemos exponer en la reunión de oración.

La prueba de que no hay necesidad de un asunto en especial para congregarnos con la intención de orar en común, la hallamos, como ya lo he hecho observar, en Hechos 1:14. Se ha dicho que estos santos oraban con vistas al Espíritu Santo prometido (Lucas 24:49). Que ellos lo hicieran, no lo dudo, pero este no era en absoluto el único objeto de sus oraciones, pues, tras el don del Espíritu Santo, los discípulos siguieron haciendo exactamente lo mismo: “Y perseveraban… en las oraciones” (Hechos 2:42). En general, cuando es cuestión de perseverar en la oración, se trata de la oración en común. Además de los dos pasajes citados, mencionaría aún Hechos 6:4 donde los doce apóstoles perseveraban en la oración y Romanos 12:12 donde la perseverancia en la oración forma parte de la acción común en la asamblea; Colosenses 4:2-3, pasajes en los cuales a la perseverancia en la oración, como cosa general, se añaden aún las peticiones especiales del apóstol. ¿Hay necesidad de afirmar que la oración en común era practicada habitualmente en las asambleas, ya sea en general, ya sea con un propósito especial? Además de los pasajes citados, observemos todavía Hechos 4:24, 31; 20:36; 21:5.

Si usted pregunta cuáles son los temas de la oración en común, cuando esta no tiene un propósito especial, he aquí algunos:

“Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:1-4).

Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos
(Efesios 6:18).

“Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6).

En consecuencia, vemos que el dominio en el que se ejerce la oración en común es ilimitado. No quiero decir que el de la oración individual sea más limitado, sino que en la oración en común o de asamblea hay una bendición y un poder especial para recibir lo que se pide, por el hecho de que el Señor está en medio de los que están reunidos a su nombre. Esto sobresale de una manera maravillosa en el capítulo 4 de los Hechos de los Apóstoles (v. 24-31).

La oración en común es, pues, la primera manifestación de la vida en la asamblea; incluso precede a la realización del culto, como en Hechos 1:14. Además de su contestación, tiene un resultado infinitamente precioso: produce la actividad en el servicio de la Palabra, sea en la asamblea, sea fuera de ella. Esto es de una gran importancia. Un hermano que no ora en la asamblea es incapaz de hacer un servicio público; una asamblea que no ora es azotada por la inactividad; la inercia se apodera de ella; los dones no pueden ejercerse allí; el celo por el Evangelio no la anima; muy pronto cae en un sueño que se asemeja más a la muerte que a la vida. La experiencia muestra que tal asamblea sufre la incapacidad.

En Marcos 9:28 los discípulos que permanecieron abajo del monte se lamentaban por no poder echar fuera un espíritu inmundo (v. 25); sin embargo, la autoridad sobre los espíritus inmundos les había sido otorgada (cap. 6:7), y ya habían echado fuera muchos demonios (cap. 6:13). ¿Por qué, pues, tal incapacidad en este caso? ¿Ya no poseían el poder conferido? Este no les había sido retirado, en absoluto, sino que les faltaban tres cosas para ejercitarlo: la fe (comp. con Mateo 17:20), la oración y el ayuno (Marcos 9:29). Su incapacidad era tanto más humillante por cuanto otros, que no caminaban con ellos, podían ejercer esta potencia y echaban a los demonios en el nombre de Cristo (cap. 9:38). Si bien los discípulos seguían al Señor y ocupaban una posición privilegiada, ¡eran otros quienes hacían los milagros!

Estos hechos muestran las causas de la falta de resultados en nuestra obra. Lo que nos falta, es la fe; es el ayuno, que rechaza traer alimentos a la naturaleza pecaminosa; es por fin la oración, expresión de la confianza en Dios, el Todopoderoso, nuestro único recurso, y consecuencia de la desconfianza en nosotros mismos. También es la expresión de la dependencia de Dios, sin la cual nada podemos hacer.

Todo esto nos explica por qué, sin la oración, una asamblea de cristianos está reducida a la incapacidad.

En Marcos 11:24-26, encontramos la alianza de la oración con la fe. La fe basta para recibir todo lo que pidamos por la oración: “Creed que lo recibiréis, y os vendrá”. Hallamos a continuación, en este mismo pasaje, que sin la mutua comunión, la oración no tendría efecto.

Así, pues, las reuniones de oración pueden tener lugar sin un propósito especial; incluso deben ser un hábito y tener lugar a hora fija (además de otras reuniones que fuesen convocadas para un asunto en particular). Para los judíos, había “una hora de la oración”; los apóstoles se juntaban allí (Hechos 3:1; 16:13), reconociendo así la legitimidad de esta institución. Sin duda, era una práctica instituida bajo el régimen de la ley; pero ¿no deberíamos nosotros ser igualmente celosos en participar de algo perteneciente ahora al régimen de la gracia y donde la libertad del Espíritu se puede manifestar plenamente?

Observe usted bien que al decir todas estas cosas, paso voluntariamente por alto el asunto tan capital de la oración individual. Esta última es mencionada continuamente en las Escrituras y forma parte de la vida de los creyentes, tanto en el antiguo pacto como en el Nuevo Testamento. Es inútil citar aquí pasajes de la historia de Israel, hablar “de las oraciones de David”, las cuales son recomendadas por el Señor mismo a sus discípulos, de aquellas con las que los santos son continuamente exhortados en las epístolas. De esto, como en todas las cosas, el Señor ha sido el ejemplo perfecto. El evangelio de Lucas, en particular, contiene numerosas oraciones de nuestro Salvador. Sin embargo, la oración en común no era extraña en el Antiguo Testamento (véase por ejemplo Nehemías 4:9; 1 Reyes 8:44; 2 Crónicas 7:14). Pero quisiera insistir sobre el hecho de que la oración de asamblea es un deber, un privilegio bajo el régimen de la gracia, y el no asistir es realmente conocer muy poco en qué consiste la vida de asamblea. Apenas formada, ella ora, al igual que rinde culto. Tales son los dos secretos de su fuerza y su gozo.

Ahora deseo hacer notar lo que se opone a la realización de las reuniones de oración, pues ahí es donde en parte reside nuestra debilidad y el poco interés en asistir a estas reuniones.

En primer lugar, se debe a la poca realidad de nuestras oraciones. En la oración de asamblea no debemos presentar asuntos que el Espíritu Santo no haya puesto en nuestros corazones. Dios a menudo se sirve de comunicaciones, orales o escritas, para hacer llegar a la asamblea alguna noticia, sea de la obra o de los obreros, sea sobre las necesidades individuales de los santos, etc., comunicaciones que pueden presentarse al principio o en el curso de la reunión, y dan objetividad a nuestras peticiones. Es posible que una reunión de oración, bajo la dirección del Espíritu Santo, sea consagrada a una sola necesidad individual, como en el caso del apóstol Pedro (Hechos 12:5, 12). No era solo un hermano, sino toda la asamblea la que hacía ardientes oraciones por él. Lo mismo sucederá en cuanto a la obra. Si, por ejemplo, Dios presenta a la asamblea las necesidades de la obra en la China, no es con el fin de que todos los países en los que la obra del Evangelio se lleva a cabo sean sistemáticamente repasados. Tal manera de obrar a menudo es prueba de una falta de realidad en nuestras peticiones; ello pronto produce fatiga y cansancio, y el poder de Dios no desciende allí para responder.

Si se nos dijera: Dios no tiene necesidad de nuestras oraciones para llevar a cabo su obra, responderíamos: Sin duda, pero no olvidemos que Él atribuye a nosotros el resultado producido, es decir, a la fe que nos ha dado. Se place en dispensarla como una consecuencia de las obras hechas para Él, pues las oraciones forman parte de las buenas obras.

Cuando hay realidad, el interés de la asamblea siempre está alerta, el corazón, los deseos y los sentimientos entran en juego. La respuesta será dada y toda la asamblea volverá a la reunión de oración, porque ha experimentado, no la fatiga de peticiones estériles, sino preciosos otorgamientos.

En segundo lugar, existe el hábito demasiado común entre los santos reunidos de orar en voz baja, tan baja, que nadie oye sus oraciones sino uno mismo. ¿Es así como se es la boca de la asamblea? ¿Se puede decir amén a la oración cuando no se sabe lo que ha sido dicho? ¿Cuántas veces ha sido presentada esta exhortación entre nosotros? pero, ¡ay, con pocos resultados! ¿Cómo asombrarse de que las almas poco afirmadas –cuyo estado nuestro amor debería tener en cuenta– se cansen y abandonen las reuniones de oración?

Una tercera y muy grave falta, sobre la que nunca se podrá insistir lo bastante, aunque ya se ha dicho en varias ocasiones, es la no-participación de todos los hermanos en la oración. No digo que en cada reunión de oración deben orar todos los hermanos, sino que ninguno, sea joven o anciano, puede eximirse de hacerlo. El único motivo para no hacer oír uno su voz en una reunión de oración es cuando él carece de vida y de actividad espiritual, provocado por la mundanalidad, por un estado de corazón no juzgado ante Dios, por un pecado positivo. En estos casos, es necesario que tal hermano guarde silencio. El no guardarlo sería hipocresía, mientras que no participar, vendrá a ser para él un potente medio de juzgarse a sí mismo.

A menudo se argumenta la propia timidez para callarse. ¡Mala razón! El Espíritu no es tímido y nos ayuda a superar esta debilidad. El Espíritu desata el corazón y la lengua.

Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad
(2 Corintios 3:17).

Lejos estoy, querido hermano, de haber expuesto toda la lista de nuestras faltas. No he hablado de oraciones interminables, de vanas repeticiones, de silencios angustiosos, frutos de la carne, de oraciones en las que parece que se tiene miedo de pronunciar el nombre de aquellos de quien se presentan las necesidades. Todos estos asuntos han sido señalados por otros; pero ¿no debemos atribuir lo poco que son frecuentadas las reuniones de oración a nuestras propias faltas, y humillarnos ante Dios para evitarlas de ahora en adelante?

¿Cómo no hablar, para terminar, de asambleas totalmente desprovistas de reuniones para la oración? Me hacen pensar en un hombre que tuviera la pretensión de vivir sin respirar; ¡moriría ahogado! ¡Que el Señor dé a estas asambleas el libre ejercicio de sus pulmones espirituales, sin lo cual una muerte pronta las amenaza!

Al decir estas cosas no olvido que los lamentos no remedian el mal. El verdadero remedio es el de despertarnos a la vida espiritual, y el medio de aplicar este remedio consiste en la oración en sí misma: oración individual y oración en común; oración de la fe y oración por el Espíritu. ¿Acaso no se nos ha dicho “velad y orad”? (Mateo 26:41).

Su hermano
H. Rossier