Las dos naturalezas del creyente

Dos naturalezas

Hechos divinos, no sentimientos

Los hechos divinos y nuestros sentimientos y experiencias

Desde el momento en que Dios establece un hecho en su Palabra, debemos creerlo y aceptarlo, aun cuando nuestra razón no pueda comprenderlo, o aquello no concuerde con nuestra experiencia o nuestros sentimientos. Dios es su propio intérprete y, a su tiempo, aclarará todo al que pacientemente espera en él. Y aunque no lo haga, nuestro deber siempre es creer, puesto que Dios no se equivoca.

Antes de empezar el tema, permítanme expresar mi pensamiento por medio de un ejemplo. En Juan 3:35-36 encontramos cuatro hechos positivos y establecidos por Dios:

1. “El Padre ama al Hijo”;
2. “Todas las cosas ha entregado en su mano”;
3. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”;
4. “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.

Pues bien, lo repito, he aquí cuatro hechos que no son simples opiniones humanas basadas en las experiencias personales, sino hechos inalterables. La manera en que estas verdades hacen efecto al creerla es otro asunto, que depende de los sentimientos individuales o de las experiencias personales.

La noticia de la entrada victoriosa de las fuerzas armadas en la capital del país adverso producirá, sin duda, diferentes reacciones en las personas de ambos países; el hecho es el mismo, aunque afecte de diferente forma a la población. La noticia produce una reacción personal, pero eso no afecta ni cambia el hecho en sí.

Un joven que se apoya en sus sentimientos

Veamos otro ejemplo. Un joven debe recibir una gran fortuna; para ello la única condición que se le exige es ser mayor de edad. Una mañana el padre le dice:

–¡Te felicito, hijo mío!, desde hoy eres mayor de edad.
–Perdón –le contesta el joven– creo que estás equivocado.
–¿Cómo dices? –pregunta el padre sorprendido.
–Bueno, por tres motivos. Primero, porque no siento que tenga los veintiún años1 . Segundo, porque acabo de mirarme en el espejo y estoy convencido de que no tengo aspecto de tener esa edad. Y tercero, muchos de mis amigos están convencidos de que no tengo más de dieciocho o diecinueve años. ¿Cómo, pues, habré llegado a la mayoría de edad? Mis amigos no lo creen, yo mismo no lo siento, y no parece que los tuviera.

En tal caso, ¿qué hará el padre? Le mostrará su registro de nacimiento; y si el padre no logra convencer a su hijo por lo que está escrito en él, no lo conseguirá de ningún otro modo.

Pero, dirá usted, ¿quién sería tan tonto para pensar así? Pues bien, tenga cuidado de no cometer un disparate peor. Hoy día multitudes de cristianos que profesan creer en Cristo argumentan de la misma manera, y esto en presencia de los hechos más evidentes de la Palabra de Dios.

Mas si el testimonio del registro de nacimiento basta para convencer al hijo de su verdadera edad, no importan los sentimientos que él tenga a ese respecto. Con mayor razón, la “palabra que sale de la boca de Dios” debe bastar para darnos la plena seguridad de nuestra bendición eterna. En Mateo 4:4 Cristo relaciona estas dos expresiones: “Escrito está” y “la boca de Dios”. La fe siempre considera lo que está escrito en la Biblia como viniendo de la boca de Dios.

  • 1Edad de la mayoría; ésta varía según el país.

Lo que Dios ha hecho

Examinemos ahora los cuatro hechos de Juan 3:35-36 mencionados anteriormente:

1. “El Padre ama al Hijo”.
–¿Cree usted este hecho?
–¡Pues, sí! –dirá usted– lo creo.
–Pero, ¿siente usted que el Padre ama al Hijo?
–No se trata de lo que yo piense o sienta –contestará usted–, tengo plena seguridad de ello, porque la Palabra de Dios así lo dice. Éste es un hecho y lo creo como tal.

2. “Todas las cosas ha entregado en su mano”.
–Sí –responde–, también lo creo firmemente.
–Pero, ¿cree esto porque lo siente o porque ve que Dios ha puesto todas las cosas en las manos del Hijo?
–Ni lo uno ni lo otro –responde usted– estoy plenamente convencido de ello porque Dios lo declaró así.

Antes del tercer punto, veamos el cuarto:

4. “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.
Entonces le pregunto: –¿Cree usted que la ira de Dios está sobre el incrédulo? Tal vez me responda afirmativamente. Pero supongamos que el incrédulo no lo sienta.

–¡Ah! –exclamará usted– no por eso la ira de Dios dejaría de estar sobre él. Siéntalo o no, la verdad es la misma. Es un hecho que está en la Palabra, y “la Palabra del Dios nuestro permanece para siempre” (Isaías 40:8). Pero yo no soy un incrédulo, verdaderamente creo en el Hijo de Dios.

Bien, entonces pasemos al tercer punto, que omitimos a propósito:

3. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”.
En el versículo 33 leemos: “El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz”. Por una parte, Dios ha dado un testimonio claro con relación a su muy amado Hijo. Por otra, establece firmes hechos en relación con los que creen verdaderamente en él.

«Si solamente pudiera creer que soy salvo, lo sería –decía una persona de edad–; pero todavía no tengo suficiente fe».

Por muy humilde que parezca este lenguaje, no es el del Evangelio. Dios no dice: «Si tienen suficiente fe para creer, tendrán vida eterna». Esto sería hacer de nuestra fe un salvador y excluir a Cristo. Pero si creo en su Hijo, Dios declara en mi favor un simple hecho: que tengo vida eterna; por mi parte, tan sólo me resta afirmar que “Dios es veraz”.

Si la ira de Dios está sobre el incrédulo, lo sienta o no, de igual forma el creyente tiene vida eterna, lo crea o no.

Lo que Dios establece y nuestras experiencias

Muchos creyentes pasan por grandes angustias porque continuamente están escudriñando sus propios corazones, pensando encontrar en él la evidencia de su conversión a Dios. Se puede que tal persona diga:

«Mi problema no es ése; no dudo, ni por un solo instante, que el creyente posea actualmente la vida eterna; pero comparando mi experiencia diaria con otras verdades muy claras de la Palabra de Dios, dudo mucho de que yo haya nacido de nuevo. En la primera epístola de Juan, por ejemplo, hay tres hechos absolutos que caracterizan al que es “nacido de Dios”, y por más que me esfuerce, no logro cumplir ni con uno solo:

1. “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado… y no puede pecar” (1 Juan 3:9).
2. “Lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5:4).
3. “El maligno no le toca” (1 Juan 5:18).

Estos pasajes a menudo me dejan perplejo, y hasta me alarman en vista de mis propias experiencias. Pues me veo obligado a confesar que:

•   Sí, puedo pecar, y de hecho, cometo pecados.
•   En lugar de vencer al mundo, él constantemente me vence a mí.
•   El enemigo sí que me toca, pues me derrota sin cesar».

Realmente, lo que le sucede no me sorprende. Pero con el fin de animarle, permítame decirle que los que están “muertos en sus pecados” jamás sienten semejante conflicto. Sólo los convertidos anhelan responder a los pensamientos y a los deseos de Dios. El inconverso no quiere “el conocimiento de sus caminos” (Job 21:14). Porque “no hay temor de Dios delante de sus ojos” (Romanos 3:18).

Volvamos a nuestro tema. Usted acaba de mencionar una imposibilidad: “El que es nacido de Dios… no puede pecar”. Añadiremos un segundo ejemplo: “Por cuanto el ánimo carnal es enemistad contra Dios; pues no está sujeto a la ley de Dios, ni a la verdad lo puede estar; y los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:7-8 V. M.). Fíjese bien en estas importantes oposiciones:

•   El que está “en la carne” (o, es “nacido de la carne”) – “no puede agradar a Dios”
•   El que es “nacido de Dios” – “no puede pecar”.

Nótese que en la Escritura la palabra carne tiene dos significados:

1. Se usa para hablar del cuerpo físico: “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Pablo, escribiendo a los Colosenses, dice: “Y para cuantos no han visto mi rostro en la carne” (Colosenses 2:1, V. M.)
2. También se usa para hablar de la naturaleza mala y caída de todos los descendientes de Adán, la naturaleza envenenada por el pecado que en ella mora. Esta “carne” es fuente de todas las malas acciones que comete el hombre. “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu…” (Gálatas 5:17).

Dos naturalezas distintas en una misma persona

Cada ser humano nace con una naturaleza mala, tan mala que Dios declara que le es imposible someterse a Su santa ley. Ella no puede “agradar a Dios”. “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”, dice el salmista David (Salmo 51:5).

Luego, en el momento en que nacemos espiritualmente (el nuevo nacimiento), recibimos por la obra soberana del Espíritu Santo, por medio de la Palabra (Juan 3:5; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23), una naturaleza enteramente diferente, una “naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). El Señor lo declaró en pocas palabras a Nicodemo: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).

El creyente posee, pues, dos naturalezas:
1. La que es “nacida de la carne”, que por su misma esencia no puede agradar a Dios, y
2. la que es “nacida del Espíritu”, la cual por su misma naturaleza “no puede pecar, porque es nacida de Dios”.

En la epístola de Pablo a los Romanos, capítulo 7, se habla claramente de estas dos naturalezas, una al lado de la otra. Veamos, por ejemplo el último versículo: “Así que, yo mismo con la mente (es decir, con el espíritu renovado o la nueva naturaleza) sirvo a la ley de Dios, mas con la carne (la vieja naturaleza) a la ley del pecado”. Y otra vez en los versículos 22-23: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente…”.

Una ilustración doméstica

La siguiente historia nos podrá servir de ilustración: Una campesina que deseaba tener patitos, puso a una gallina a empollar huevos de pata; después de una semana se dio cuenta de que un enemigo de la clueca había destruido la mayor parte de los huevos. Entonces decidió reemplazarlos por huevos de gallina.

Cuando los polluelos salieron del cascarón, la gallina fue madre de dos especies muy distintas de seres (pollos y patos). Al comienzo no se inquietó mucho; pero un día vio, muy espantada, cómo los patitos iban y se echaban en un estanque. Estaban tan contentos con su primera excursión por el agua que todos los cloqueos y apremiantes llamados de la madre resultaron inútiles para hacerlos salir. Los pollos, por el contrario, no mostraron el menor deseo de aventurarse en este elemento. Habrían sido muy desgraciados si se les hubiera obligado.

En este ejemplo encontramos dos naturalezas muy distintas, con gustos e instintos enteramente diferentes. El polluelo que salió del huevo de pata tenía la naturaleza de la pata; y el que salió del huevo de gallina, la naturaleza de la gallina, aunque los dos fueron empollados en el mismo nido. Así pues, todas las campesinas del mundo, aunque fuesen apoyadas por los científicos, jamás lograrán cambiar la naturaleza de un pato por la de un pollo. El pato seguirá siendo pato, y el pollo, pollo.

Pues bien, las dos naturalezas en el cristiano son mil veces más distintas. Esto se debe a la diferencia de su origen. Una viene del hombre, este hombre perdido, culpable, caído; la otra viene de Dios, caracterizado por la santidad de su naturaleza sin pecado. Una es humana y contaminada, la otra es divina y, por consiguiente, imposible de manchar. Así que todo mal pensamiento o acción impura de un creyente proviene de la vieja naturaleza. En cambio, todo buen deseo, toda acción aprobada por Dios se origina en la nueva naturaleza.

Ciertamente usted recuerda el día en que tuvo el deseo de retirarse a solas en su habitación para orar. Este deseo provenía de la nueva naturaleza. No obstante, al estar de rodillas quizás entró en su mente algún pensamiento malo, distraído. Éste provenía de la vieja naturaleza.

¿Puede la nueva naturaleza mejorar a la vieja?

Sólo existe una respuesta: Nada puede mejorar a la carne. Se ha intentado hacerlo de todas las maneras posibles, desde la caída de Adán en el Edén hasta la cruz de Cristo en el Calvario. Pero, ¿cuál ha sido el resultado? El hombre desobedeció voluntariamente la santa ley de Dios, cuando Dios, por ser justo, le pedía que le obedeciese. A su Hijo, quien en gracia vino a este mundo, le mataron cruelmente.

De hecho, la presencia de la vida divina, en lugar de mejorar la vieja naturaleza, pone de manifiesto la completa perversidad de ella. Si usted le regala una chaqueta nueva a un mendigo, ésta, en vez de embellecer su chaleco, sólo pone de relieve cuan viejo es, deshilachado y sucio.

–Bueno –dirá usted–, si mi vieja naturaleza no puede ser perdonada, ni mejorada, entonces surgen dos dificultades:
1. ¿Cómo puedo ser librado de ella?
2. ¿Cómo podré sujetarla a mí?

Al ocuparnos de estas dificultades, conviene que consideremos la importante diferencia que se halla en las Escrituras entre “el pecado en la carne” y “los pecados”.