Las dos naturalezas del creyente

La victoria de la nueva naturaleza

¿Cuál es el secreto de nuestro poder?

Recordemos la historia de la gallina y de su nidada de patitos. Su desesperación representa el estado de alma de un gran número de creyentes. ¿A qué se debía la angustia de la pobre gallina? Sencillamente a la imposibilidad de cambiar los patitos en lo que según su instinto polluelos de gallina debían ser. Además, se volvieron cada vez más cabezudos; cuanto más crecían, más estaban deseosos de echarse al agua. Es cierto que algunas veces iban a descansar debajo de las alas de la gallina; entonces ella se imaginaba quizás que por fin había ganado la victoria, que había logrado mejorarlos. Pero, ¡ay!, las decepciones continuaban; ellos iban de mal en peor. Un día, cuando la campesina oyó el angustioso cacareo, mandó a su hija para impedir que los patitos se echaran en el estanque, porque veía que la inquietud de la gallina por ellos perjudicaba seriamente el cuidado de los otros polluelos.

Al instante, la presencia de la niña produjo un verdadero sosiego en la pobre gallina, pues, aunque no lograba mejorar las inclinaciones de los pequeños vagabundos, ahora contaba con un poder para controlarlos.

¿Qué nos enseña este ejemplo en cuanto a las preguntas que nos preocupan? Todo el que ha nacido del Espíritu de Dios posee instintos propios de la nueva naturaleza. Estos instintos se deleitan en la ley de Dios y en la obediencia a su Palabra (Romanos 7:22). Pero uno descubre que también permanecen los instintos y deseos de un carácter del todo opuesto, es decir, los que son propios de la vieja naturaleza. Así la Palabra nos enseña que hay “las cosas de la carne” y “las cosas del Espíritu” (Romanos 8:5). Los gustos y anhelos de estas dos naturalezas están en absoluta oposición.

Pero, el verdadero problema que turba al recién convertido es que no logra que la carne sea conforme a lo que, según la Palabra de Dios, un alma nacido de nuevo debería ser. Y aunque se deleite en la ley, ella no le da ninguna fuerza. En otras palabras, intenta cumplir algo que Dios declara que es del todo imposible, es decir, intenta sujetar la carne a Su santa ley (cap. 8:7-8). Comprueba que la carne con toda fuerza quiere ocuparse de las cosas de la carne, que en sí misma es enemistad contra la ley de Dios e incluso contra Dios mismo.

Ya que las cosas son así, cuanto más uno se esfuerce por lograr este imposible, tanto más grande será su desamparo. En efecto, aplicar la ley a la carne, intentando así poder dominarla, no produce otra cosa que evidenciar cada vez más su desesperada iniquidad. Si usted echa agua a la cal viva, en lugar de enfriarla, evidencia el fuego que ella oculta. Lo mismo pasa con la carne; aplique usted la ley de Dios y sólo logrará que se manifieste “la enemistad” que la carne encerraba ya anteriormente.

Por medio de la ley es el conocimiento del pecado
(Romanos 3:20).

Si bien es cierto que el creyente posee la nueva naturaleza que “quiere hacer el bien”, se da cuenta de que el mal está en él (cap. 7:21). Tan sólo viene la liberación cuando reconoce que de nada sirve luchar y, apartando la mirada de sí mismo, exclama: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará?” En este momento puede dar gracias a Dios por Jesucristo (cap. 7:24-25).

Ha aprendido lo que cada hijo de Dios debe aprender para experimentar la verdadera liberación:

1. “la carne” es una cosa sin valor alguno, en ella no mora el bien, ni tampoco se la puede mejorar (cap. 7:18; 8:7);
2. aun en la nueva naturaleza, con sus excelentes deseos, no existe poder eficaz, ni para hacer el bien, ni para evitar el mal.

El Espíritu Santo es el único poder de la nueva vida

¡Alabado sea Dios!, él mismo nos ha provisto de este poder en la Persona del Espíritu Santo. El Espíritu de Dios hace más que dar vida a un pecador muerto; también es el poder de esta nueva vida. El Espíritu Santo –como persona distinta– viene a hacer morada en el recién convertido. Lo sella para “el día de la redención”, es decir, de la redención del cuerpo (Efesios 1:13 y 4:30). (Véase Romanos 8:9-16 y las palabras del Señor en Juan 14:17). Según 1 Corintios 6:19-20, el cuerpo del creyente viene a ser “templo del Espíritu Santo”. No se pertenece más a sí mismo, porque ha sido “comprado por precio”.

Bajo una dirección enteramente nueva

Hace unos meses vi el siguiente anuncio al frente de un gran edificio que parecía ser un hotel: «Esta casa se abrirá de nuevo al público en breve, bajo una dirección enteramente nueva». Supuse que dicho hotel había cambiado de dueño y que éste había puesto un nuevo director. El anuncio me hizo pensar en el pasaje que acabamos de citar (1 Corintios 6:19-20). La casa era la misma de antes; las ventanas, las puertas, la chimenea y las habitaciones tampoco habían cambiado; pero había un nuevo propietario y por consiguiente también «una dirección enteramente nueva».

Sucede igual con el creyente: sigue siendo el mismo individuo, con las mismas facultades que antes de su conversión; quizás sigue haciendo el mismo oficio; las mismas circunstancias sociales le rodean, pero ha pasado a ser propiedad personal de otro. Es “de Cristo”, y como tal ahora está bajo una «dirección enteramente nueva». Esto quiere decir que el Espíritu Santo entra en su cuerpo, hace allí su morada para en lo sucesivo «gobernar la casa» de acuerdo a los principios celestiales.

¡Qué inmensa bendición! En ello está la fuerza del creyente para toda actividad según Dios. Aquí está su poder para resistir a la carne, a fin de hacer “morir las obras de la carne” (Romanos 8:13). Otra vez recordemos la hija de la campesina: se opuso a la propia voluntad (las inclinaciones naturales) de los patitos, por lo que la gallina logró controlarlos. En Gálatas 5:17 se nos dice:

El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.

Debemos tener mucho cuidado en no “contristar” al que ha venido para «tomar la dirección», o sea, al Espíritu Santo de Dios, “con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).

Recordemos dos cosas importantes en relación con el poder:
1. Hace falta descubrir por experiencia propia que en nosotros mismos no tenemos ningún poder;
2. Solamente en la absoluta dependencia de Cristo el poder del Espíritu se hace efectivo en nosotros. Podemos decir que nuestro poder está en la debilidad que se aferra a Cristo.

Pero –preguntará usted–, si la naturaleza mala sigue estando presente en la persona convertida, siempre lista a imponerse, ¿cómo puede decir la Palabra que cualquiera que es nacido de Dios no peca?

De hecho, hemos leído en 1 Juan 3:9 que:

“Todo aquel que es nacido de Dios… no puede pecar”

Observemos que con el “no puede pecar” no se trata de una cosa extraordinaria que sólo se realiza en unas pocas personas que, como se dice, «tienen fe por ello». Esta afirmación abarca a todos los que han nacido de nuevo: “Todo aquel que es nacido de Dios…”

–Pero –dirá usted– lo que declara este versículo parece contradecir completamente lo que experimento en mí mismo, o lo que veo en otros.

Efectivamente, pero miremos, con oración, las cosas un poco más de cerca. Tengamos siempre en cuenta que el primer paso para comprender la Palabra de Dios es creerla: “Por la fe entendemos” (Hebreos 11:3).

Citaré un ejemplo muy usado por un siervo de Dios que ahora está con el Señor: el del injerto de un buen manzano en un manzano silvestre. Sin duda, usted sabe que esta operación empieza «decapitando» el manzano silvestre y dejándole sólo el tronco; luego, cuidadosamente se hace una hendidura en la corteza en la que se introduce un pequeño tallo cortado en un manzano bueno. Se lo protege con una capa de resina o de arcilla colocada alrededor de la juntura y se le deja crecer y desarrollar durante la primavera y el verano.

Trasladémonos en pensamiento al huerto en donde el árbol en cuestión ha sido transplantado, y hablemos con el cultivador:

–¿Cómo llama usted este árbol? –le preguntamos;
–Un manzano –nos contesta sencillamente;
–Pero, este árbol ha sido injertado. ¿Por qué no dice usted que es en parte manzano silvestre y en parte manzano bueno?;
–A ningún agricultor se le ocurriría decir algo semejante. Es verdad, antes era un manzano silvestre en el bosque; pero ahora es un buen manzano en el huerto. Es el mismo árbol, pero al ser decapitado, su historia como manzano silvestre terminó. Y a partir del momento en que el injerto empezó a dar señales de vida, su nueva historia como buen manzano también comenzó;
–Pero, ¿sigue produciendo este árbol manzanas silvestres?;
–¡No!, y aún más, no puede. Tan imposible es que el buen manzano produzca manzanas silvestres, como que el manzano silvestre produzca buenas manzanas;
–¿Quiere usted decir con esto que en este árbol ya no hay absolutamente nada de la naturaleza del manzano silvestre?;
–No, claro que no, pero afirmo que todo lo que es del silvestre ha sido completamente condenado como tal. Y si diera señales de vida echando retoños del tronco viejo, inmediatamente los cortaría y no perdonaría el más pequeño retoño.

El manzano silvestre representa a un hombre en su estado natural, antes de haber nacido de Dios. A su segundo nacimiento, una nueva naturaleza, semejante a la del injerto del buen manzano, es producida en él por el Espíritu y la Palabra.

En sus epístolas, el apóstol Juan considera las cosas por lo general de una manera muy categórica. Así como el agricultor afirmaba que el árbol era un buen manzano, el apóstol Juan considera al creyente sólo en relación con la nueva naturaleza, con la naturaleza divina que posee al haber nacido de Dios. Entonces, así como es imposible que un manzano injertado lleve frutos silvestres, (y esto, porque es un manzano bueno), igualmente es imposible que el que es nacido de Dios practique el pecado. “La simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). ¿Cómo podría pecar una naturaleza divina?

De hecho, esta naturaleza divina fue la que Cristo manifestó en el feliz curso de su vida terrenal. Por eso, él no pecó. ¿Cómo hubiera podido pecar? Él venció al mundo. El maligno no podía tocarle. “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). Ahora bien, como ya lo hemos visto, estas mismas cosas son atribuidas a los que han nacido de Dios, de tal forma que el apóstol puede decir: “Cosa que es verdadera en él (Cristo) y en vosotros” (1 Juan 2:8, V. M.).

¡Qué maravilloso! Bien podemos exclamar en santa adoración: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él” (cap. 3:1).

No obstante, aunque el apóstol habla de la naturaleza divina de una manera abstracta y absoluta, no por eso ignora la existencia de la naturaleza pecadora en el creyente. Así en 1 Juan 1:8 dice:

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.

Luego, en 1 Juan 2:1, se nos exhorta a no pecar; pero si caemos en pecado, tenemos a un Abogado junto al Padre, Jesucristo el Justo, quien nos hace volver a encontrar la comunión con el Padre, y así reconocer, como hijos suyos extraviados, nuestra locura y confesar nuestros pecados.

Tenemos, además, en 1 Juan 1:9, la seguridad consoladora que “si confesamos nuestros pecados, él (Dios) es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. ¿Por qué se dice que es “fiel y justo”? Al perdonar los pecados del que los confiesa, Dios se muestra “fiel y justo” con respecto a la obra cumplida por Su Hijo: Jesucristo el Justo nos hizo plena justicia una vez para siempre, cuando derramó su preciosa sangre en la cruz.

Liberación de la antigua posición en Adán

En las epístolas de Pablo, el Espíritu Santo nos presenta la completa liberación del creyente de su antigua posición en Adán, y nos da a conocer su nueva posición: completamente justificado y perfectamente aceptado en Cristo. Nos enseña que, aunque realmente existen dos naturalezas diferentes en el creyente, éste tiene el privilegio de dar por terminada, una vez para siempre, su antigua posición de «manzano silvestre». Así es, judicialmente ante Dios, porque en la cruz, él “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3) en la persona de su propio Hijo. El Espíritu nos enseña además que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, que hemos sido desvestidos enteramente del “cuerpo de la carne” (Colosenses 2:11, V. M.) y que ya no somos considerados como estando “en la carne”. Por eso el apóstol puede hablar del tiempo en que nos hallábamos en la carne, y afirma sencillamente: “Vosotros… no estáis en la carne, sino en el espíritu” (Romanos 7:5; 8:9, V. M.). Esto se puede comparar con el árbol que, si pudiera hablar, diría: “Yo no he perdido mi individualidad como árbol, pero mientras que en el pasado yo era un manzano silvestre ahora soy un manzano bueno y puedo fructificar en el huerto”.

Dios desea que no nos consideremos más en relación a la vida condenada del primer Adán, sino a la vida de resurrección de Cristo, el postrer Adán. “Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3).

Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús
(Romanos 8:1).

¿Qué naturaleza satisfacer?

Hemos visto la convivencia de dos naturalezas que, debido a su diferencia de origen, tienen gustos completamente distintos; existen, pues, “las cosas de la carne” y “las cosas del “Espíritu” (v. 5). No olvidemos que estas dos naturalezas reclaman a diario ser satisfechas, conforme a sus respectivas necesidades. Tomemos un ejemplo de la naturaleza: Observe estos dos pajarillos en un nido de gorriones. Uno es un cuclillo1 que, apenas roto el cascarón, grita: “Denme de comer”; el segundo, un pequeño gorrión, hace lo mismo. Igual sucede con las dos naturalezas: ambas piden de comer. La sola diferencia es que los dos pajaritos de distintas especies se nutren con el mismo alimento, mientras que en el creyente, lo que nutre la vieja naturaleza no tiene ningún valor nutritivo para la nueva, y lo que es alimenticio para la nueva, repugna absolutamente la vieja.

Por eso se nos exhorta en Romanos 13:14:

No proveáis para los deseos de la carne;

y en 1 Pedro 2:11: “Que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma”. Por otro lado se nos anima: “Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis…” (v. 2).

Velemos, pues, como centinelas alertos, y sometemos al siguiente test todo lo que hagamos, digamos, leamos y pensemos: Esta cosa, ¿será alimento para la nueva naturaleza o hará prosperar a la carne?

¡Cuántas dificultades serían resueltas por esta simple pregunta! No dejemos entrar nada de lo que nutre a la carne. El apóstol Pedro nos advierte que son los deseos carnales los que “batallan contra el alma”. No olvidemos que el que “siembra para la carne”, y el que “siembra para el Espíritu”, recogerán ya en esta vida (aquí no se trata de la eterna salvación del alma) los frutos correspondientes a su siembra. “Pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Por lo tanto, si sembramos para la carne, lo único que podemos esperar es segar la corrupción (v. 8).

No obstante, e insistimos en ello, jamás debemos permitir que la mano del Padre en gobierno (o disciplina) menoscabe nuestra confianza en el amor del corazón del Padre.

  • 1Ave europea, poco menor que una tórtola. La hembra suele poner uno o más huevos suyos en los nidos de otras aves. Estas últimas nutren al pajarillo extraño al mismo tiempo que los suyos.

La disciplina del Padre

Aunque sea un asunto distinto al que este folleto pretende presentar, quiero decir unas palabras respecto al gobierno del Padre sobre nosotros, sus amados hijos en Cristo y por Cristo. En su insondable amor por nosotros, el Padre se ve en el deber de castigarnos y azotarnos a menudo. Pero, si lo hace, lo hace “para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10).

De esta manera somos llevados a hacer morir lo terrenal en nosotros (Colosenses 3:5-7). Porque si la carne se manifiesta, negamos de un modo práctico lo que somos en Cristo ante Dios. Dejar obrar la carne es tan malo como dejar sin cortar los retoños que brotan en el viejo tronco del manzano injertado; éstos pondrían en peligro su injerto. De la misma manera, si dejamos obrar la carne, no podremos manifestar la nueva naturaleza que está en nosotros.

Si no nos juzgamos a nosotros mismos y no condenamos todo lo que en nosotros sea contra Dios, el Padre tendrá que hacerlo, porque nos ama y nos quiere vivos en el Espíritu.

¡Que nos sea concedido el ser caracterizados por una conciencia más sensible y por una mayor desconfianza de nuestra vieja naturaleza! ¡Que el Señor sea cada vez más nuestro alimento diario y su preciosa Palabra de vida sea nuestra delicia!