Las dos naturalezas del creyente

Dos naturalezas en pelea

“El pecado” y “los pecados”

El principio malo, que existe en nosotros por naturaleza, con frecuencia es llamado sencillamente “el pecado”, mientras que las acciones, palabras y los pensamientos malos resultados de esta naturaleza corrompida, son llamados “los pecados”. Nótese esta distinción hecha en 1 Juan 1:8-9: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos…” y:

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados.

Esta distinción es de suma importancia, porque si la Escritura nos enseña que Dios perdona nuestras acciones pecaminosas (es decir, nuestros pecados) por el derramamiento de la sangre de Cristo, también nos enseña que Dios jamás perdona el pecado en la carne (la naturaleza pecadora), sino que lo “condena” o lo juzga. Me explicaré:

Supongamos que usted tiene un hijo de temperamento natural violento. Un día el muchacho, en un arrebato de cólera, echa un libro a su hermano y rompe la ventana. Luego se arrepiente, confiesa su mala acción y usted le perdona. Pero, ¿qué piensa del mal genio que le ha impulsado a cometer este acto? ¿Lo perdonará? ¡Imposible! Usted lo odia, lo condena por completo; lo haría desaparecer si pudiera.

Pues bien, en este ejemplo el mal genio (aunque no sea más que uno de los rasgos de la vieja naturaleza) corresponde al pecado que mora en nosotros, en tanto que las malas acciones (herir al hermano y romper el cristal) corresponden más bien a los pecados. Así, aunque Dios perdona liberalmente los pecados del creyente, no perdona jamás el pecado que mora en él. La única solución justa es condenarlo; sólo la muerte puede liberar del pecado. Romanos 8:3 lo muestra claramente: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado (es decir, como sacrificio por el pecado) condenó al pecado en la carne”.

Los primeros capítulos de la epístola a los Romanos hablan de la liberación de los pecados. El último versículo del capítulo 4, por ejemplo, habla de Cristo como quien fue “entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. La consecuencia bendita de este hecho es que todos los que creemos en él somos perdonados justamente, es decir, “justificados”, y tenemos “paz con Dios” (cap. 5:1). Luego, el capítulo 6 trata un asunto del todo diferente: la redención del pecado. “Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (v. 7).

El leproso de Levítico 14 y Naamán

Usted podrá formarse una idea de la diferencia entre la liberación de los pecados y la redención del pecado al comparar la purificación del leproso como está descrita en Levítico 14:1-7, con la de Naamán, igualmente leproso, en 2 Reyes 5:10-14.

En el primer pasaje, la pobre persona leprosa, totalmente incapaz de hacer algo para purificarse a sí misma, debía estarse quieta, viendo todo lo que el sacerdote hacía por ella. La avecilla “viva y limpia” era bañada en la sangre de la avecilla que había sido degollada, luego el sacerdote la soltaba por los campos. El leproso inmundo veía pues a alguien “limpio” descender a la muerte por él. Luego, el sustituto, mojado en la sangre, se iba volando, y el leproso era declarado limpio por boca del sacerdote.

Asimismo,

Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios
(1 Pedro 3:18).

Por consiguiente, ninguna mancha se halla sobre nosotros, no hay ninguna acusación contra los que creemos en él. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). En Cristo “es justificado (de todas las cosas) todo aquel que cree” (Hechos 13:39).

Pasemos ahora al caso del leproso Naamán. Aquí no vemos que alguien descienda a la muerte por él; es necesario que él mismo se sumerja en el Jordán, figura de la muerte. No me extenderé sobre el resultado de ello; basta con observar que, en figura, todo lo que él había sido como leproso, desapareció en las aguas del Jordán. Así que las Escrituras no solamente nos enseñan que Cristo descendió a la muerte por el creyente, sino también que el creyente mismo, como Naamán, entró en la muerte. “Habéis muerto” (Colosenses 3:3).

Sin embargo, notemos de paso que hay una gran diferencia entre nuestra liberación y la de Naamán. Él fue librado de la presencia de la lepra, mientras que nosotros nunca seremos librados de la actual presencia del pecado que mora en nosotros. Sólo seremos librados cuando salgamos de este mundo, ya sea que pasemos por la muerte o que el Señor venga por nosotros.

Vemos pues que todo lo que somos por naturaleza, como también todo lo que hemos hecho, ya ha sido juzgado en la cruz. El que llevó allí nuestra condenación dijo: “Consumado es”. ¿Quién, pues, nos condenará? Mejor dicho: ¿Queda algo por condenar? Nada. Si Satanás nos presenta nuestros pecados, no intentaremos negárselos, ni excusarlos; sencillamente responderemos por la fe: “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15:13). Y si procura turbarnos a causa de nuestra naturaleza pecaminosa, con fe contestaremos: “Yo también he muerto”.

¿Creer que estamos muertos con Cristo o sentirlo?

Esta es una dificultad práctica para muchas personas. Una vez oí a un creyente orar con insistencia pidiendo a Dios que le hiciera sentir que él estaba muerto con Cristo. ¿Acaso Dios nos habla de sentir que estamos muertos? ¡Lejos de esto! Él nos dice: “Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6:11).

Tenemos que creer que estamos muertos con Cristo, sencillamente porque así lo dice Dios, y no porque lo sintamos, pues nunca lo sentiremos. Dios mismo nos dice que a sus ojos así es, y quiere que lo creamos tan sencillamente como creemos en el hecho de que Cristo murió por nuestros pecados. Dios cuenta la muerte de nuestro sustituto como si fuera la nuestra, y los cálculos de la fe siempre están de acuerdo con los de Dios.

En la cruz nuestra antigua condición de hijos del Adán caído se acabó ante Dios; o como dice la Escritura:

Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él (v. 6)

y ahora nos hallamos en relación de vida con el postrer Adán, Cristo resucitado; o, dicho como en Romanos 7:4, somos “de otro, a saber, de Aquel que fue resucitado de entre los muertos” (V. M.).

Como creyentes, hemos entrado en una posición enteramente nueva. Aquel que sobrellevó nuestra condenación, habiendo sido hecho pecado por nosotros en la cruz, está ahora resucitado de la muerte. Dios nos ve “en él”; somos “hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Por consiguiente estamos al abrigo de la condenación.

El pecado que mora en mí”, ¿impide mi comunión con Dios?

Alguien podría preguntar: ¿Cómo es posible que la misma presencia de algo tan malo como lo es la carne no sea un impedimento para la comunión del creyente con Dios? Procuraré explicar esto por medio de otro ejemplo:

Un niño que acaba de regresar del bosque entra en la habitación donde está su padre y pone sobre la mesa unas bayas. El padre enseguida las reconoce, las condena como siendo un terrible veneno y ordena que las tire inmediatamente. Si el hijo confía en su padre y considera que esos frutos del bosque son peligrosos, la sola presencia del mal fruto no habrá causado la menor ruptura de comunión entre el padre y el hijo. Pero si, engañado por la hermosa apariencia de estos frutos, el hijo se niega a aceptar la sentencia de su padre y trata de conservar las bayas, se pone en desacuerdo con su padre y pierde la comunión con él. Además si se atreve a probarlas, sufrirá las consecuencias. No obstante, si más tarde él reconoce su error y confiesa humildemente su terquedad, recuperará la comunión perdida.

Cuando el creyente descubre que el pecado aún mora en él y que la vieja naturaleza es peor que nunca, puede tomar partido con Dios contra ella en lugar de intentar mejorarla inútilmente. Entonces considera al pecado como un enemigo mortal del que siempre debe cuidarse y al que jamás debe tolerar. Sabe que Dios lo condenó por completo en la cruz de Cristo, y por consiguiente él mismo también lo condena. Se considera como muerto al pecado, mas “vivo para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

¿Espera Dios algo bueno de la carne?

Qué consolación saber que Dios no espera de la carne nada bueno, sino que la puso de lado para siempre como una cosa mala e incurable y nos pide que hagamos lo mismo. Ella ya no tiene ningún derecho legítimo sobre nosotros. No somos más deudores a la carne “para que vivamos conforme a la carne” (Romanos 8:12). Aunque nuestra responsabilidad es vigilar para no dejarla obrar, Dios, por medio de la muerte y la resurrección de Cristo, nos permite considerarla como no teniendo lugar alguno en nuestra nueva condición ante él. La cruz de Cristo rompió para siempre el lazo que nos unía al primer Adán, caído, y el Espíritu Santo trajo a nuestras almas la vida del postrer Adán, resucitado.

Dios no nos considera ni nos ve “en la carne”, sino “en el Espíritu”; ante él, la única vida que ahora poseemos es la vida de Cristo. De manera que el apóstol podía decir:

He sido crucificado con Cristo; sin embargo vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí; y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí
(Gálatas 2:20, V. M.)