La Iglesia o Asamblea: Lo que es
Introducción
El título que hemos elegido para este estudio se encuentra en 1 Timoteo 3:15. Allí el apóstol Pablo da la razón por la cual escribe esta primera epístola a Timoteo:
Para que sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad.
Qué maravillosa expresión es esta: “La iglesia del Dios viviente”, la casa de Dios, la columna y el baluarte de la verdad. El Dios viviente tiene una Iglesia que es su casa y el lugar de su morada en la tierra. Deseamos considerar esta Iglesia y descubrir cuál es el pensamiento de Dios en lo concerniente a ella.
En nuestro mundo de hoy hay mucha confusión y poco entendimiento de lo que realmente es la Iglesia. Oímos los nombres de varias iglesias y denominaciones diferentes; el creyente sincero quiere saber cuál es la correcta para pertenecer o afiliarse a ella.
La Palabra de Dios es la única fuente apropiada a la cual uno puede dirigirse para buscar la respuesta. En ella leemos acerca de una Iglesia cuya bendita unidad vale para todos los países. Pero no hallamos iglesias cuyas denominaciones estén vinculadas a nombres de personas o a determinadas tendencias o dogmas, como lo oímos en nuestros días. Esta Iglesia es la del Dios viviente y la única que Dios posee y reconoce y a la que cada verdadero creyente en Cristo ya está unido por el Espíritu de Dios, como nuestros siguientes estudios lo mostrarán. Recurrimos, pues, a las Escrituras para averiguar lo que Dios tiene que decir acerca de su Iglesia, “la Iglesia del Dios viviente”.
La Iglesia no existía antes de Pentecostés
La palabra «iglesia» que se emplea en la Biblia corresponde, en las escrituras griegas originales, a la palabra «ecclesia», que quiere decir «asamblea de personas llamadas a salir». Esta palabra se encuentra solamente en el Nuevo Testamento. En efecto, ninguna palabra o expresión hebrea con semejante significado puede ser hallada en el Antiguo Testamento. Esto nos demuestra que la Iglesia o Asamblea no existía en aquellos tiempos.
En el Antiguo Testamento, Dios tenía un pueblo, Israel, con el cual mantenía una relación basada en un pacto. Esto no es la Iglesia, pues ella tiene una relación mucho más íntima y bendita con Cristo que la que tenía Israel.
La Palabra solo hace referencia una vez a Israel como “la congregación en el desierto” (Hechos 7:38). Entonces era, en un sentido, una asamblea llamada a salir de Egipto, pero que ofrece gran contraste con la Asamblea neotestamentaria y la verdadera Iglesia.
En el Antiguo Testamento hay figuras y sombras de la Iglesia, tales como las esposas de José y de Moisés y el tabernáculo en el cual Dios moraba; no obstante, la Asamblea de Dios como tal no existía en aquel tiempo.
Sin embargo, la Iglesia siempre estuvo en el pensamiento y los propósitos de Dios desde antes de la creación del mundo. Era
el misterio escondido desde los siglos en Dios
(Efesios 3:9).
Ese misterio había sido “mantenido oculto desde tiempos eternos, pero… (ha sido) manifestado ahora” (Romanos 16:25-26).
La palabra “iglesia” o «ecclesia» se encuentra por primera vez en Mateo 16:18, cuando el Señor se refiere a ella al decirle a Pedro: “Tú eres Pedro («petros», en griego, significa «piedra»), y sobre esta roca («petra» = «roca», la cual es el Señor Jesús mismo) edificaré mi iglesia”.
En aquel momento la Iglesia era todavía futura; aún no estaba edificada, ya que el Señor dice: “edificaré” y no «he edificado» o «estoy edificando». El texto griego indica una acción futura, tal como lo hacen constar los eruditos y las traducciones más autorizadas, aunque algunos pretendan darle otro significado.
La siguiente referencia a la Iglesia está en Mateo 18:17 donde se proporciona instrucción referente a pecados personales y a disciplina. Esta mención tiene, por supuesto, un sentido futuro; si no fuera así, la ofensa de parte de un hermano habría sido resuelta por el Señor mismo, ya que Él estaba todavía con sus discípulos.
No hay otras referencias bíblicas acerca de la Iglesia hasta el día de Pentecostés (Hechos 2), momento en que ella nace. Mientras el Señor estaba en la tierra no formaba la Iglesia, sino que se presentaba a Israel en su condición de verdadero Rey y Mesías. Él reunía un remanente de verdaderos creyentes y discípulos a su alrededor, mientras los líderes de Israel le rechazaban más y más.
Estos fieles creyentes del tiempo del Señor seguían a su Mesías individualmente. Llegaron a ser el núcleo1 de la Iglesia cuando esta fue formada el día de Pentecostés.
En tal oportunidad fueron bautizados –por el Espíritu descendido del cielo– en el cuerpo de Cristo, siendo así unidos a su Salvador glorificado en las alturas (1 Corintios 12:13). Aquéllos, entonces, dejaron de ser creyentes individuales, quedando integrados en un cuerpo, el Cuerpo de Cristo, siendo miembros los unos de los otros, unidos por el Espíritu de Dios que moraba en ellos. Este fue el principio de la Iglesia del Dios viviente.
Así es la Iglesia: un cuerpo de verdaderos creyentes en Cristo, bautizados por el Espíritu en el Cuerpo de Cristo y unidos al Señor y los unos con los otros mediante el mismo Espíritu. Esto es lo que consideraremos en detalle más adelante.
Merced a lo que acabamos de comentar, debe quedar muy claro que es errónea y sin fundamento bíblico la doctrina que afirma que la Iglesia comenzó con Juan el Bautista.
También resulta evidente que los edificios usados para realizar servicios religiosos no deberían ser llamados «iglesias» o «la iglesia». La Iglesia no es un edificio material, sino un cuerpo vivo constituido por creyentes (“piedras vivas”) que forman un templo santo en el Señor (Efesios 2:19-22; 1 Pedro 2:5). Los creyentes que se reúnen en un lugar determinado constituyen una verdadera iglesia. El edificio donde se reúnen no es más que un local de reunión.
- 1Nota del editor (N. del Ed.): Núcleo: grupo alrededor del cual se reúnen otros.
Los que son llamados a salir
Volvamos al significado de la palabra «ecclesia» y observemos que la Iglesia del Dios viviente es una agrupación de personas llamadas para que salgan. Son las que Dios ha llamado a sí mismo por el Evangelio de su gracia. Son aquellas que han recibido tanto ese Evangelio como al Salvador del cual habla ese mismo Evangelio. Son personas que, por haber sido llamadas a salir, están separadas del mundo. La Biblia las llama “los santificados en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:2). (“Santificados” quiere decir «puestos aparte»).
De acuerdo con esto tenemos las palabras de Jacobo en Hechos 15:14: “Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre”. Eso es la Iglesia: un pueblo tomado de entre las naciones para Su nombre, mediante la obra soberana del Espíritu Santo. Si la Iglesia se hubiera acordado de esto, no se habría aclimatado en el mundo ni asimilado una mente mundana. Habría quedado separada del mundo. Su carácter habría sido celestial cual fiel seguidora del Cristo rechazado que ahora está en la gloria.
La Iglesia comenzó el día de Pentecostés, cincuenta días después de la resurrección del Señor (Hechos 2). En ese día, ciento veinte creyentes estaban reunidos en un aposento alto y perseveraban unánimes en la oración, totalmente separados de los que crucificaron al Señor. El Espíritu Santo, enviado por el Señor glorificado, descendió del cielo y llenó a los ciento veinte. Como resultado de esto comenzaron a hablar en muchas lenguas respecto de las maravillas de Dios a las multitudes que estaban en Jerusalén. Luego Pedro les predicó acerca de Cristo exhortándoles a que se arrepintiesen y fueran bautizadas en el nombre de Jesucristo, así como a que se salvaran de esa perversa generación al tomar posición por Cristo y al separarse de la nación que le rechazó. Los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados y unas tres mil almas fueron añadidas a la agrupación de los ciento veinte creyentes. Más tarde unos gentiles fueron agregados a la Iglesia (Hechos 10). Estos se convirtieron en “miembros del mismo cuerpo” junto con los judíos que habían recibido al Señor Jesús como Salvador (Efesios 3:6).
Un error ultradispensacional
Algunos pretenden hoy en día que la verdadera Iglesia no empezó el día de Pentecostés, según Hechos 2, sino después del final de ese libro y del encarcelamiento de Pablo. Tenemos algo que decir respecto de esta enseñanza. El versículo 47 de Hechos 2 dice:
El Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.
Estas palabras declaran positivamente que la Iglesia había comenzado entonces y que estaba edificándose, ya que el Señor le añadía cada día nuevas almas.
Pero –según los ultradispensacionalistas– esa no sería “la iglesia, la cual es su cuerpo”, de la que luego nos habla Efesios 1:22-23. A esto contestamos que el Señor solo tiene una Iglesia y que la Iglesia de Hechos 2 es el mismo y verdadero Cuerpo de Cristo que aquel al cual se refiere Efesios. No hubo una Iglesia judía y luego una Iglesia de los gentiles o una de judíos y gentiles.
La Iglesia empezó en Pentecostés con los creyentes judíos y luego los gentiles fueron añadidos (Hechos 10), ambos reconciliados con Dios en un solo cuerpo, mediante la cruz, ambos en un solo y nuevo hombre (Efesios 2:14-16). Es verdad que todo esto no fue revelado inmediatamente y que las verdades específicas referentes a la Iglesia fueron proporcionadas más tarde por Pablo –el apóstol específico de la Iglesia– en sus epístolas escritas en la cárcel; no obstante, la Iglesia del Dios viviente empezó el día de Pentecostés.
El libro de los Hechos es un período de transición del judaísmo a la libertad y a la plenitud del cristianismo. Estos creyentes judíos no podían ser llevados directamente del judaísmo a la plena enseñanza de la Iglesia; por eso estas grandes y maravillosas verdades relativas a la Iglesia fueron gradualmente reveladas y plenamente dadas a conocer a su debido tiempo, mientras el apóstol estaba encarcelado.
Añadidos por el Señor
Es interesante notar que en aquel tiempo “el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47). Los hombres no se unían a la Iglesia por propia iniciativa, como lo hace la gente que se une a los grupos cristianos en la actualidad. Eran añadidos por el Señor mismo. Aquellos a quienes Él salvaba, Él los añadía a la Iglesia mediante su Espíritu. Tal era el poder y la santidad de la Iglesia del principio que los inconversos ni se atrevían a unirse a ella. Se daban cuenta de que no poseían aquello que tenían los que habían nacido de Dios. No obstante, en cuanto un alma era salvada, era añadida al Señor; no a hombres ni a organizaciones. Y simplemente se hallaba unida a los creyentes y añadida a la Iglesia de Dios.
Los mismos principios deberían ser válidos hoy día, ya que es verdadero ahora –como lo era también entonces– que el Señor añade a la Iglesia cada día los que son salvos. Si uno no es salvo, no puede unirse a la verdadera Iglesia de Dios. Puede asociarse a una iglesia en la tierra, pero nadie pertenece a la verdadera Iglesia si no ha nacido de nuevo. Esto tendría que ser verdadero hoy como lo era entonces, de tal forma que nadie que no fuera salvado no se atrevería a juntarse a la iglesia local de creyentes; empero, desgraciadamente, la Iglesia ha perdido su poder y ya no es como entonces.
Debe ser un consuelo para cada creyente saber que desde su conversión ha sido integrado por el Señor a la verdadera Iglesia, a la cual solamente pertenecen creyentes genuinos y salvados. Él forma parte de “la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos” (Hebreos 12:23). Debe regocijarse porque su nombre, que está escrito en el Libro de la Vida, nunca será borrado (Lucas 10:20; Apocalipsis 3:5). Esta es la única Iglesia a la cual uno puede pertenecer, de conformidad con las Escrituras. No leemos en la Biblia que se pueda pertenecer a alguna iglesia, sino a la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo. Tampoco leemos en sus páginas acerca de listas de miembros, sino de creyentes unidos al Señor y añadidos a la Iglesia por Él mismo. El único conjunto de miembros conocido en las Escrituras abarca a todos los creyentes del Cuerpo de Cristo.
Extraigamos algunas aplicaciones prácticas de estas verdades para el día de hoy: si uno es unido por el Señor a Su verdadera Iglesia –la única reconocida por Dios– ¿por qué tendría que vincularse a otra iglesia?
Los creyentes han de tener comunión los unos con los otros y unidos adorar y servir al Señor. Han de edificarse mutuamente como “miembros los unos de los otros” (Romanos 12:5) y orar juntos, pues están ya unidos en Cristo. Las Escrituras en ningún lugar nos dicen que formemos una organización eclesiástica, ni que nos reunamos con una agrupación ideada por el hombre. En Efesios 4:3 simplemente se nos exhorta a que guardemos “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”; es decir, debemos guardar la unidad de los verdaderos creyentes ya hecha por el Espíritu, y no crear nosotros mismos una unión de opiniones o de doctrinas. Hemos de reconocer esta unidad y obrar en base a ella. No debemos aceptar ni basarnos en alguna otra unidad.
La Iglesia se presenta en las Escrituras bajo tres figuras: la de un cuerpo, la de una esposa y la de un edificio. Hemos hecho brevemente referencia a dos de estas figuras, pero ahora, vamos a considerarlas detalladamente. Empezaremos con la Iglesia vista como un Cuerpo.