La Esposa de Cristo
Llegamos ahora a la tercera figura de la Iglesia de Dios en las Escrituras. Se encuentra en Efesios 5:21-32, donde Pablo muestra que la Iglesia es la Esposa de Cristo. Muestra también que la naturaleza de esta relación bendita e íntima entre Cristo y su Iglesia, es modelo para la relación y el comportamiento de los cónyuges.
Si empezamos nuestra lectura en el versículo 25 tenemos:
Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado (o purificándola) en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la Iglesia.
El afecto, la intimidad y la asociación
Bajo esta figura de la Esposa tenemos a la Iglesia presentada como el objeto de los más estrechos y tiernos afectos de Cristo y de su solicitud amorosa. Como un esposo leal ama y cuida a su esposa; pero aquí lo celestial es más bien el ejemplo para lo terrenal.
Esta figura también da a conocer la relación más íntima que existe entre Cristo y la Iglesia, la más estrecha posible, la tierna intimidad de un esposo y una esposa que se aman. También presenta el pensamiento de estrecha asociación en el futuro con Cristo en su dominio y gloria venidera, como Eva estaba asociada a Adán, al tener este su lugar de cabeza o jefe de la creación entera. Más adelante veremos esto detalladamente con la ayuda de otros pasajes de las Escrituras.
La Iglesia del Dios viviente es, por lo tanto, la Esposa de Cristo, a la cual amó con un amor infinito. La compró para sí mismo, con su propia sangre preciosa, la cual dio para redimirla del pecado y de la destrucción. Esto es lo que hizo por ella en el pasado, a fin de tenerla para siempre consigo como el objeto de sus profundos afectos, y para compartir con ella toda su gloria y dominio en el día venidero.
En el presente, su amor inagotable está cuidando de ella constantemente. Lo hace nutriéndola y guardándola con afecto, purificándola y santificándola en el lavamiento del agua por la Palabra. Por esta aplicación del poder purificador de la Palabra de Dios por el Espíritu, ella es puesta en un estado moral adecuado a fin de estar asociada a Él en toda su gloria soberana. En el futuro, el amor de Cristo por la Iglesia –la desposada– será manifiesto cuando se la presente a sí mismo como una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga. Entonces estará con Él, con su esposo amado, para siempre. Como otro autor ha dicho: «Él es el único que puede presentársela a sí mismo, por ser el autor de su existencia, de su belleza y de la perfección con la cual ella tiene que aparecer en el cielo. Estas condiciones la harán digna de tal novio y de la gloria que allí hay».
Tal es la porción bendita de la Iglesia como Esposa de Cristo y tal el amor que todo miembro de ella debe gozar ahora. El amor del que gozaremos en ese esplendor inmaculado y eterno es el mismo amor con que nos ama ahora, aun en medio de las tinieblas que nos rodean. ¡Ojalá descansen nuestros corazones en su amor precioso!
Nuestros afectos y nuestra fidelidad
Mientras nosotros, su Esposa, gozamos de su amor, los afectos de nuestro corazón deberían brotar –y de veras brotarán– para Él. Desearemos intensamente a nuestro Esposo y procuraremos asiduamente serle fiel aquí en este mundo que lo rechazó. Hemos de recordar las palabras de Pablo a los corintios y darnos cuenta de que se aplican a todo creyente.
Os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo
(2 Corintios 11:2).
Como cristianos somos desposados, prometidos a Jesucristo, y hemos de serle fieles y auténticos. Hemos de guardarnos como una virgen pura para Él, limpios de las manchas del mundo que lo crucificó. Es nuestro privilegio y nuestro deber darle a Él todo nuestro amor y afecto, y no al sistema mundano manejado por el enemigo de nuestro amado. Por lo tanto, brindémosle nuestro amor y amistad. Rindámosle servicio fiel, y vivamos para Él con la esperanza gozosa de su venida en busca de nosotros. A este suceso le seguirán “las bodas del Cordero”. Esta es la responsabilidad que resulta de esta relación tan íntima con Cristo.
La sujeción
Es necesario agregar que el pasaje de Efesios 5 nos recuerda que esta relación bendita lleva consigo los pensamientos de jefatura y de sujeción, como debieran aparecer en la unión matrimonial.
Cristo es Cabeza de la Iglesia, la cual es su Cuerpo, y Él es su Salvador. Así que, como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo
(Efesios 5:23-24).
Ya hemos hablado de Cristo como Cabeza de la Iglesia, por eso será suficiente mencionar a grandes rasgos la sujeción de la Iglesia como esposa del Señor, su Cabeza.
Esta sujeción a Cristo es otra responsabilidad muy importante que proviene del privilegio de pertenecer al Cuerpo de Cristo. Esto quiere decir que hemos de obedecer a su Palabra aquí en la tierra y no hacer nuestra propia voluntad ni seguir nuestros propios deseos. Hemos de seguir las instrucciones que Él nos ha dado en la Biblia. No debemos obrar como mejor nos convenga ni en lo personal ni en lo colectivo; por el contrario, debemos escudriñar las Escrituras para descubrir los pensamientos de Cristo. Entonces deberemos actuar a impulso de ellas, sujetos al Señor como nuestra Cabeza. De ahí que la Iglesia no deba enseñar ni establecer reglas, doctrinas, etc. Su lugar es el de permanecer sujeta a todos los principios, reglas, enseñanzas y doctrinas que Cristo ha enunciado en su Palabra. El Señor enseña y predica por medio de los dones que ha dado a la Iglesia, presentando su Palabra bajo la dirección y el poder del Espíritu. El lugar de la Iglesia es, pues, el de permanecer sujeta a Cristo y no usurpar el derecho de enseñar y regir, como la iglesia de Roma y otros grupos lo han estado haciendo hasta ahora.
Si la Iglesia no hubiera olvidado esto ni perdido de vista su alta vocación como Esposa de Cristo, qué diferentes serían las cosas hoy día. No existirían tantas denominaciones y grupos con sus diferentes modos de proceder, variadas doctrinas, etc. No existirían, ya que si todos estuvieran sujetos a Cristo, la unidad de pensamiento y la senda para su Iglesia serían halladas en su Palabra. El Espíritu nos enseñaría a todos la misma cosa. Cada creyente andaría obedientemente en la única senda de la voluntad del Señor. En tal caso todos estarían unidos en la bendita unidad del Espíritu como la esposa sujeta a Cristo.
¡Qué bendito sería esto y qué testimonio daría la Iglesia respecto de Cristo! Así fue en el principio de la historia de la Iglesia, y así sería ahora si todos estuvieran sujetos a Cristo como Cabeza y lo conocieran en verdad como su esposo. La causa, pues, de todas las divisiones y la confusión de hoy entre el pueblo de Dios, reside en que la Iglesia no ha permanecido completamente sujeta a Cristo. Tampoco lo está ahora. La voluntad del hombre ha estado trabajando, por eso vemos tanta ruina a nuestro alrededor.
Pero aunque colectivamente la Iglesia ha fracasado en cuanto a sujeción, todavía conviene a cada creyente, en lo individual, estar sujeto a la voluntad y a la Palabra de Cristo. Esto se ve en los mensajes del Señor a las siete iglesias de Asia, los cuales hablan de una manera profética de la historia de la Iglesia y del hecho de alejarse ella de su Palabra. En la conclusión de cada uno de los siete mensajes se dice: “El (el individuo) que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Apocalipsis 2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22). Ojalá cada lector oiga, obedezca y camine separado de todo aquello que no esté de conformidad con su Palabra y la sujeción debida a Él.
La esperanza y el destino
Hemos considerado el afecto, la intimidad y la asociación con Cristo de la Iglesia verdadera, compuesta por creyentes que han nacido de nuevo, así como su responsabilidad de ser fiel y de permanecer sujeta a Cristo. Ahora podemos considerar la esperanza y el destino de esta Iglesia. Como la Iglesia es la Esposa de Cristo, la naturaleza de tal vínculo da a entender que la esperanza y el perfecto deseo de ella es llegar a unirse con Él y estar siempre a su lado. Estar unida a Cristo y participar de toda su gloria, son la única verdadera esperanza y el destino de la Iglesia.
Esto se insinúa en Efesios 5 en los versículos ya considerados, donde se dice que Cristo se presentará la Iglesia a sí mismo como una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga. Esto será cumplido en el día nupcial, y esta unión debe ser la expectativa y el anhelo de la Iglesia como Esposa de Jesús. Entonces le verá tal como Él es, y será semejante a Él, pura y sin mancha (1 Juan 3:2-3). Nada más que esto puede satisfacer los deseos nupciales que deben hallarse en la Iglesia.
Fue el mismo Jesús quien dio a la Iglesia su esperanza bendita en las palabras bien conocidas y muy apreciadas de Juan 14:2-3. Aquí les dice a los creyentes que va a preparar lugar para ellos en la casa de su padre. Además, dice que vendrá otra vez y los tomará a sí mismo, así donde Él esté, ellos también estarán. Esto le ha prometido el Esposo a su Esposa y ha declarado también que el deseo de su corazón es que, donde Él esté, ella también pueda estar.
El anhelo ferviente de Cristo para su Esposa se expresa de manera conmovedora en su oración de sumo sacerdote al Padre, como se encuentra en Juan 17:24. Allí lo encontramos orando de la siguiente manera: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria”. Este es el propósito y la meta suprema del Señor para su Iglesia: que ella esté con Él en su gloria. También este debe ser el anhelo y la esperanza de su Esposa. La Iglesia es de origen celestial, nacida de lo alto. Está unida a Cristo, su Cabeza en la gloria. Por consecuencia aquí en la tierra debe ser celestial en carácter, puesto que su “vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3). Su destino es el de estar casada con Cristo en el cielo y de compartir su gloria para siempre. Todas las promesas hechas a la Iglesia son celestiales mientras que todas las promesas hechas a Israel son terrenales; por lo tanto, estos dos pueblos no deben ser confundidos.
Hemos visto en las Escrituras que la sola esperanza y el solo destino verdaderos para la Iglesia como Esposa o desposada de Cristo es la unión y la asociación con Él en la gloria celestial. Es el ser conformada a su imagen. Por eso, evidentemente es erróneo y no bíblico el pensamiento popular que dice que la esperanza de la Iglesia es mejorar al mundo y convertirlo a Cristo.
La misión de la Iglesia, sin discusión alguna, es representar y manifestar a Cristo en este mundo y proclamar el Evangelio a los inconversos. Pero las Escrituras nunca le dan la esperanza de mejorar o convertir al mundo entero. Al contrario, la Palabra de Dios muestra de manera precisa que “los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor” (2 Timoteo 3:13) y que, para poner fin a toda maldad del hombre, Dios tendrá necesidad de intervenir con juicio y castigo. La esperanza y el destino de la Iglesia, pues, es el de ser arrebatada al cielo con Él, como se ve en 1 Tesalonicenses 4:13-18. No es el de mejorar o convertir al mundo entero.
Volvamos ahora a unos versículos del libro del Apocalipsis que nos hablan más del destino futuro de la Iglesia en su unión y asociación con Cristo. El arrebatamiento tendrá lugar, sin duda, cuando ella oiga las últimas palabras de Apocalipsis 4:1. La Iglesia constituye parte del grupo de redimidos que adoran (véanse capítulos 4 y 5), representado por los veinticuatro ancianos. Durante todo el tiempo en que los juicios de Dios serán ejecutados sobre la cristiandad apóstata y sobre este malvado mundo –como está anunciado en los capítulos 6 a 19– la Iglesia, compuesta por todos los verdaderos creyentes, estará segura con su amante Salvador en la gloria.
En Apocalipsis 19 leemos sobre las bodas del Cordero.
Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. A ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos (v. 7-8).
La esposa falsa, la iglesia apóstata, ha sido juzgada en el capítulo 17, y la Esposa verdadera se ha preparado. Las gloriosas bodas de Cristo y su Iglesia, comprada por sangre, finalmente pueden efectuarse. Luego Él viene a la tierra con su Esposa para juzgar a las naciones y para reinar con ella sobre la tierra (Apocalipsis 19:11 a 20:6).
En Apocalipsis 21:9-27, la desposada, la esposa del Cordero, se describe minuciosamente en toda su gloria como “la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios”. (Tenga el lector la bondad de leer todos los versículos). Ella será entonces la celestial metrópoli del reino terrenal de Jesucristo y reinará con Él mil años.
Apocalipsis 21:1-8 describe la escena y el estado eternales después de que hayan terminado los mil años de reinado de Cristo. Los describe luego de que el primer cielo y la primera tierra hayan pasado. Habrá entonces un cielo nuevo y una tierra nueva. Aquí leemos: “Yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo” (v. 2-3).
Este es el destino eterno de la Iglesia, la Esposa de Cristo. Es todo a la vez: la santa ciudad del milenio (v. 9-27), así como el tabernáculo o morada eterna de Dios (v. 2-3), una esposa ataviada para su esposo. ¡Cuán glorioso es el porvenir de la “Iglesia del Dios viviente”! Ojalá que con esto se deleite aun más nuestro corazón y que ello nos inspire un devoto y creciente afecto para nuestro precioso Esposo. Él es aquel que nos aseguró toda esa bienaventuranza cuando puso su vida por nosotros en el Calvario.
Resumen
Al concluir nuestro primer fascículo sobre lo que es la Iglesia del Dios viviente, volvemos a exponer algunos de los pensamientos principales que hemos tenido presentes durante el desarrollo de este tema.
Hemos visto, a través de la Palabra de Dios, que la Iglesia comenzó el día de Pentecostés. Hemos visto también que está compuesta por creyentes, los cuales han nacido de nuevo y han sido bautizados por un solo Espíritu en un cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Además, han sido unidos por el mismo Espíritu a su Iglesia, de la cual Él, Cristo, es la Cabeza en el cielo. Estos mismos creyentes constituyen una asamblea de personas llamadas fuera, separadas del mundo. Personas que, a pesar de todas las divisiones que existen entre los que componen la Iglesia –el Cuerpo de Cristo–, son consideradas por Dios como un solo organismo.
La Iglesia de Cristo nos es presentada bajo tres aspectos: como el Cuerpo de Cristo, como la Casa de Dios y como la Esposa de Cristo.
Como Cuerpo de Cristo, hay sus varios miembros con la responsabilidad de funcionar para él en los lugares que el Señor, la Cabeza, les haya asignado y para lo cual les haya capacitado. Recordemos que la obra de cualquier miembro siempre ha de estar bajo la dirección de Cristo.
Como Casa de Dios, la Iglesia es su morada aquí en la tierra. Tiene la responsabilidad de guardar y sostener el orden y la santidad de Dios.
Como Esposa de Cristo, la porción, la esperanza y el destino de la Iglesia es el afecto, la intimidad, la fidelidad, la sujeción, la compañía y asociación eternas con Jesús en toda su gloria.