La Iglesia del Dios viviente n°1

¿Qué es la Iglesia?

El Cuerpo de Cristo

El Cuerpo de Cristo se presenta en varias de las epístolas; por ejemplo, en Efesios 1:22-23. Aquí el apóstol habla de la resurrección de Cristo, su glorificación y exaltación en el cielo. Dice que Dios

sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo.

La muerte, resurrección y glorificación de Cristo en el cielo es el fundamento de la Iglesia. Ella no pudo ser Cuerpo de Cristo hasta que Él estuviera en el cielo como hombre, hombre resucitado. Y no solo como hombre, sino también como Cabeza del Cuerpo; todo esto mediante la obra de redención completada a favor del hombre pecaminoso. Obviamente, antes de que pueda existir un cuerpo, ha de haber una cabeza. De modo que tenemos primero a Cristo Jesús exaltado en el cielo como Cabeza sobre todas las cosas, luego su Cuerpo formado en la tierra por el Espíritu Santo, el cual fue enviado desde el cielo por aquella Cabeza glorificada.

La Iglesia es, pues, el Cuerpo de Cristo en la tierra, su complemento. Ella es la que le corresponde; completa al Hombre glorificado en el cielo. De la misma manera, Eva fue necesaria para realizar plenamente los designios de Dios para con el primer Adán. Como miembros del Cuerpo de Cristo, los creyentes están unidos a él, su Cabeza bendita que está a la diestra de Dios. Deberían dar prueba de su carácter celestial, puesto que la Cabeza de la Iglesia es celestial. Esta es una verdad muy importante; sin embargo, solo el asirse de ella en la práctica –⁠de esta unión con un Cristo ascendido– producirá este carácter celestial.

Al escribir a los corintios, el apóstol Pablo les dijo por inspiración: “Así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:12-13).

Esta porción y los versículos que siguen nos presentan la Iglesia en la figura del cuerpo humano, el cual, con sus muchos miembros particulares, forma un cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Aunque hay muchas y diversas partes en el cuerpo humano, existe una unidad maravillosa en todo. Los numerosos miembros constituyen un solo cuerpo. “Así también es Cristo” (V. M.), dice el apóstol. Adviertan ustedes que estas palabras “es Cristo” significan Cristo y su Cuerpo, la Iglesia. El cuerpo humano, por lo tanto, con su unidad –y no obstante con su diversidad en los miembros– es una ilustración de Cristo y su Iglesia, el cuerpo espiritual.

Solo un cuerpo

La Iglesia de Cristo es un solo cuerpo aunque sus miembros sean muchos, –cada uno diferente del otro– y estén esparcidos por todo el mundo. “Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros”, escribió Pablo a los romanos (Romanos 12:5). Así también escribió a los corintios:

“Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo
(1 Corintios 10:17).

Y a los efesios les dijo: Hay “un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4). Esta es la verdad de Dios tocante a los que pertenecen a la Iglesia del Señor Jesucristo. Por un solo Espíritu han sido bautizados en un Cuerpo en el momento de la conversión, sin importar cuál sea su raza o ciudadanía. Ahora son “un cuerpo en Cristo”. Esto era un hecho en el tiempo de los apóstoles y todavía es la verdad divina en el día de hoy. La Palabra de Dios no dice: «había un cuerpo» ni «habrá un cuerpo», sino “hay un cuerpo”.

A pesar de los muchos cuerpos religiosos que existen en la cristiandad, Dios todavía ve a sus hijos verdaderos como un Cuerpo en Cristo. Así los ve aunque pertenezcan a cuerpos u organizaciones eclesiásticas por esparcidos y divididos que estén. Tales divisiones son tan solo para vergüenza de ellos, ya que los numerosos sistemas religiosos que se oponen los unos a los otros no encajan con los propósitos de Dios. Lo que Dios reconoce y tiene como suyo en la tierra es el Cuerpo de Cristo y tan solo esto aprecia.

Los muchos sistemas religiosos de los hombres, con su multitud de personas no regeneradas –miembros espiritualmente muertos– no han sido originados por Dios. Fueron ideados por los hombres y Dios no los reconoce. No obstante, sí reconoce y tiene por suyo a todo hijo de Dios con vida espiritual, aun si se encuentra todavía dentro de estos sistemas. Los ve como pertenecientes al Cuerpo de Cristo, cuerpo formado por el Espíritu Santo.

La unidad visible

En los días de los apóstoles, los creyentes en Cristo eran, en un sentido exacto, un cuerpo visible en la tierra. Dios, al igual que el hombre, podía verlos como un cuerpo. No había divisiones entre ellos. Todos los creyentes de una localidad se reunían en un mismo lugar. Estaban unánimes, felices y en comunión con todos los cristianos de otras partes de su provincia. Hasta tenían comunión con los de otros países, tal como los Hechos y las epístolas lo testifican. De manera que resultaba muy claro para todos que estos cristianos de todas partes eran “un cuerpo en Cristo”. Constituían un organismo vivo y activo que actuaba bajo la dirección y el poder del Espíritu Santo. Esta era la voluntad de Dios. Tendría que haber continuado así, pero, lamentablemente, esta unidad feliz y visible al poco tiempo fue desfigurada y hecha pedazos. Muchos profesantes inconversos y pervertidos entraron encubiertamente (Judas 4).

La Iglesia en la tierra llegó a ser una casa grande1 con utensilios para usos “honrosos, y otros para usos viles” (2 Timoteo 2:20-21). Más tarde ocurrieron divisiones y hubo corrupciones. Muchos se apartaron de la Palabra de Dios. Como consecuencia, la unidad del Cuerpo de Cristo dejó de ser visible. Sin embargo, todavía seguía existiendo. La ruina, las divisiones y la confusión son defectos característicos y universales de la cristiandad de hoy en día. Revelan cuánto nos hemos alejado de la mente y la voluntad de Dios: que exista un solo cuerpo de creyentes.

Aunque esta unidad del Cuerpo de Cristo no es visible en nuestros tiempos, sin embargo existe. La veremos claramente cuando el Señor recoja a todos los suyos en el cielo. Y cuando Él venga a reinar en la tierra, la Iglesia será presentada con Él en toda su maravillosa unidad. Alguien ha dicho, y con razón, que «la unidad del Cuerpo de Cristo es como una cadena extendida a lo ancho de un río. Podemos ver los dos extremos de la cadena, pero el resto, por su peso, se sumerge en el agua en medio del río. Como no la vemos, nos da la impresión de que no existe. Esto es lo que sucede con la Iglesia de Cristo. Se veía como unidad en el principio, y se verá como unidad en el futuro. A los ojos de Dios es una unidad, aunque esta verdad no sea visible ahora a los ojos de los hombres» (C. H. M.).

  • 1Se hablará más en detalle de este aspecto en la sección titulada «La Casa de Dios».

La responsabilidad

El hecho de que hoy existan tantas divisiones y diferentes organizaciones religiosas no nos excusa de la responsabilidad de dar testimonio práctico de la verdad gloriosa del único Cuerpo de Cristo. No nos dispensa tampoco de confesar, visiblemente y a través de nuestras acciones, la unidad de la Iglesia de Cristo. Es nuestra obligación sostener el hecho y la verdad de que somos un cuerpo. Más aun, somos exhortados a dar expresión práctica a esa verdad bendita en nuestra comunión cristiana y testificar contra todo aquello que la niegue.

Digamos, usando las palabras de otro autor, que «el primer paso para confesar la unidad de la Iglesia de Dios es salir de las divisiones de la cristiandad. Por el momento no cabe preguntarnos cuál debe ser el segundo paso. Dios nunca da su luz al mismo tiempo para dos pasos. ¿Es verdad que no hay más que un cuerpo? Indudablemente, porque Dios así lo dice. Pues bien, las sectas y las divisiones de la cristiandad son claramente opuestas a la mente, a la voluntad y a la Palabra de Dios. ¿Qué, pues, debemos hacer? ¡Salir de ellas! Esto, ciertamente, es el primer paso en el camino recto».

«Es imposible hacer una confesión efectiva de la unidad de la Iglesia de Dios mientras pertenezcamos a lo que, en la práctica, la niega. Puede suceder que entendamos y creamos en teoría la verdad de un solo Cuerpo, pero que, a la vez, la neguemos al asociarnos con quienes la rechazan. No obstante, si deseamos confesar la verdad de un solo Cuerpo, nuestro primer deber tiene que ser el de una total separación de todas las sectas y cismas de la cristiandad».

«¿Y qué entonces? Puestos los ojos en Jesús, seguir así hasta el fin. ¿Quiere decir esto formar una nueva secta, o unirse a un nuevo cuerpo? ¡En absoluto! Quiere decir simplemente huir de las ruinas que nos rodean para encontrar nuestros recursos en la suficiencia completa del nombre de Jesús. Quiere decir tener puestos los ojos en Él hasta que lleguemos con seguridad al puerto de descanso y gloria eternos» (C. H. M.).

Los distintos miembros

Ahora consideremos los distintos miembros del Cuerpo de Cristo y sus funciones, tal como se nos presentan en 1 Corintios 12. Ahí leemos acerca de varias partes del cuerpo humano, tales como el pie, la mano, el oído y el ojo, sus funciones y las necesidades que tienen el uno del otro. En el versículo 28 el apóstol dice: “A unos puso Dios en la Iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas”. Estos son unos de los diversos dones o miembros específicos del cuerpo espiritual, los cuales se encontraron en la Iglesia primitiva.

En Efesios 4:9-11 leemos que Cristo subió por encima de todos los cielos y dio dones a los hombres: “a unos apóstoles; a otros profetas; a otros evangelistas; a otros pastores y maestros”. Estos, sin duda, son los dones permanentes hallados en la Iglesia; dones que permanecerán hasta que Cristo venga, como el versículo 13 lo indica.

Estos miembros del cuerpo –los dones especiales arriba mencionados– son los más prominentes y públicos, por decirlo así, dados “para la edificación del cuerpo de Cristo”. La naturaleza de estos dones y sus funciones serán considerados más tarde, cuando examinemos el ministerio de la Iglesia. El apóstol en 1 Corintios 12 enfatiza la importancia y necesidad de los miembros menos honorables del Cuerpo, los que no son tan prominentes ni manifiestos como los que se mencionan en Efesios 4:9-11. Ningún miembro puede decir a otros: “No tengo necesidad de vosotros. Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios”, dice el escritor inspirado. “Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él” (v. 24-26).

Estas consideraciones muy prácticas están conectadas con nuestra condición de miembros del Cuerpo de Cristo. Conciernen nuestra vida diaria y nuestras relaciones el uno con el otro, tanto en las cosas materiales como en las espirituales. Es necesario que consideremos diariamente la práctica aplicación de la verdad dada a conocer en los versículos ya mencionados.

Hay otra escritura importante, que trata del cuerpo y sus miembros menores. En Efesios 4:15-16 se dice:

La cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.

Este versículo nos recuerda que aun un miembro tan pequeño como una coyuntura tiene su función. Toda parte tiene que obrar eficazmente si el cuerpo ha de funcionar bien y crecer. Sabemos que esta es la ley del cuerpo humano y que es también la ley del cuerpo espiritual de Cristo.

El lugar asignado por Dios

“Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso” (1 Corintios 12:18). Así vemos la soberanía de Dios para colocar a los creyentes en el Cuerpo de Cristo. La vemos también al darle a cada miembro un lugar y una función especiales tal como Él quiere. A nadie permite escoger su lugar ni decir lo que quiere hacer en el Cuerpo. Dios da a cada uno un lugar y lo capacita para desempeñar su obra especial como miembro particular del Cuerpo.

Debemos recordar que si se nos da un lugar en el Cuerpo de Cristo, esto significa que somos colocados ahí con un propósito bien definido y para una obra específica. Este es el lado práctico de la verdad. La realización de esta verdad manifestará que somos miembros específicos del Cuerpo de Cristo. Si esto es así, pues, “a cada uno su obra”. Estas son las palabras del Señor en Marcos 13:34, cuando contó la parábola de un hombre que “yéndose lejos, dejó su casa y dio autoridad a sus siervos”.

La Cabeza dirige a los miembros

Resulta de esto que los nombramientos y las aspiraciones humanas para ciertos empleos y oficios en la Iglesia de Dios son enteramente erróneos. Nadie tiene el derecho de escoger el oficio de predicar o de enseñar, etc., ni de nombrar a otro para hacerlo. Debe ser llamado por el Señor para esto. Si recibe este llamamiento, debe estar seguro de que ese es su lugar en el Cuerpo de Cristo. Si tal es su lugar, será dotado y adecuado para esta obra. Su don será manifiesto a la Iglesia. Es responsable ante el Señor para desempeñar su don en dependencia de Cristo, la Cabeza, quien lo ha llamado.

Es la responsabilidad de cada uno (él o ella) aprender del Señor, mediante la comunión y experiencia personales, cuál es su lugar en el Cuerpo de Cristo. En consecuencia, aprenderá luego cuál es la obra que le corresponde hacer. En el cuerpo humano, la cabeza es la que dirige los movimientos y las funciones del cuerpo. Asimismo es Cristo, la Cabeza de su cuerpo espiritual (la Iglesia), quien tiene que dirigir los movimientos y las obras de sus varios miembros.

En nuestro cuerpo el control de los miembros se hace mediante el sistema nervioso que va de la cabeza a todo miembro y parte del cuerpo. En el cuerpo espiritual, este control y dirección de los miembros por parte de Cristo, la Cabeza, se hace mediante el Espíritu Santo. Este mora en cada miembro. Une el uno al otro y a la Cabeza en el cielo. En este aspecto podemos asemejar el Espíritu Santo al sistema nervioso del cuerpo humano. Él es el eslabón entre la Cabeza y el Cuerpo. Si el Espíritu no está contristado dentro de nosotros, ejercitará el corazón en cuanto a cierto servicio para el Señor. Lo guiará bajo la dirección de la Cabeza de la Iglesia. Todo esto significa que debemos someternos al Espíritu y no apagarlo.

Si el lector se vale de Hechos 13:1-5, encontrará un ejemplo de cómo la Cabeza dirige a sus obreros a través del Espíritu Santo. Ministrando en ciertos profetas y maestros de la iglesia de Antioquía,

dijo el Espíritu Santo: apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado.

La iglesia luego expresó su comunión con ellos mediante ayunos, oraciones e imposición de manos. Luego los envió a su misión. Sigue el mensaje diciendo que “ellos, entonces, enviados por el Espíritu Santo, descendieron a Seleucia”, etc. Tal fue la orden que en aquel entonces Él dio a los discípulos. Y tal es su orden para nosotros, su pueblo, en todo tiempo.

El cuerpo es un organismo vivo

Merced a lo que hasta ahora hemos tratado, debe quedar claro que la Iglesia de Dios no es una organización establecida por el hombre. Es un organismo vivo, compuesto por miembros vivos, habitado por el Espíritu viviente, unido con Cristo –la Cabeza viviente en el cielo– y controlado por Él. ¿Hay diferencia entre una organización y un organismo? Por supuesto que sí. El primer concepto se refiere a una sociedad formada por el hombre. El segundo se refiere a un ser viviente al que Dios ha venido formando.

El libro de los Hechos nos explica cómo funcionaba este organismo vivo, la Iglesia, en los días de su principio. Los diversos miembros del organismo salieron y llevaron a cabo la obra de Dios sin ninguna cabeza u organización en la tierra. Para hacer esto, su Cabeza en el cielo (Cristo) los llenó de energía y los guió mediante el Espíritu Santo. Todo estaba en armonía. Había tal unidad como nunca se podría obtener mediante la capacidad de organización y colaboración del hombre. Había, pues, “una unidad del Espíritu” que, aun hoy, Dios nos manda guardar.

Los creyentes de aquel entonces, miembros del Cuerpo de Cristo, dieron pruebas de que ese Cristo no era una cabeza nominal sin poder. Mostraron que Él era una viva realidad, suficiente para las necesidades de todo su pueblo. Cristo, siempre que se ha dependido de Él, se ha mostrado suficiente para su Iglesia en cualquier emergencia y dificultad durante todos los siglos. Así será hasta el fin. Por ello, esforcémonos en depender de nuestra Cabeza, suficiente y glorificada en el cielo.

El contraste con el tiempo actual

Al mirar a la cristiandad de hoy casi todo se ve en contraste notable con lo que leemos acerca de la Iglesia en los Hechos y en las epístolas. Aquella condición de la Iglesia primitiva, descrita con tanto detalle en los libros apostólicos, fue conforme al sentir de Dios. Pero ahora, en lugar de funcionar como un organismo vivo, se ven organizaciones eclesiásticas en todas partes, cada una con su cabeza. De estas dependen otros líderes, grandes y pequeños, con autoridad sobre otros, etc. Poco o nada se sabe o se ve de Cristo como Cabeza de la Iglesia que dirige a los miembros mediante el Espíritu Santo. En cuanto a que Cristo sea la Cabeza activa de la Iglesia, la mayoría –según parece– piensa de Él como cabeza nominal. Pocos parecen conocer al Espíritu Santo como una persona viva y poderosa, de la cual podemos depender. El Señor Jesucristo y el Espíritu Santo son prácticamente desplazados por la maquinaria de las organizaciones religiosas del hombre.

Amados, estas cosas no tendrían que ser así. Deberíamos preguntar: ¿qué dice la Escritura? y tener la convicción de que “así ha dicho el Señor” respecto de todo lo que practicamos y sostenemos. Todo aquello que no esté de conformidad con su Palabra es contrario a su voluntad y debe ser rechazado. Quiera el Señor, Cabeza de la Iglesia, que el lector y el autor sean ejercitados en cuanto a estas verdades preciosas relacionadas con el Cuerpo de Cristo, y que puedan andar en ellas, separados de todo lo que las niegan.