Tito

Estudio sobre la epístola a

Capitulo 3

Versículos 1-2: “Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres”.

Una conducta sumisa y amable

“Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades”: Los “gobernantes y autoridades” son a menudo nombrados en las epístolas. En Efesios 1:21 vemos al Señor resucitado, sentado a la diestra de Dios “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero”.

Estos principados y autoridades se dividen en tres clases, como parte de los seres celestiales, terrenales e infernales de Filipenses 2:10.

Efesios 3:10 nos habla de los principados y autoridades celestiales. Efesios 6:12 de los principados y potestades satánicos.

Colosenses 1:16 de los principados y autoridades celestiales y terrenales instituidos por Dios. Colosenses 2:10 de principados y autoridades celestiales. Colosenses 2:15 de principados y potestades satánicos.

Nuestro pasaje, finalmente, de principados y potestades terrenales. Día llegará en que todos estos poderes doblarán la rodilla ante él, como parte de todos los seres que pertenecen ya sea a la esfera celestial, ya sea a la terrenal, ya sea a la infernal.

Resumamos en algunas palabras todos los pasajes que acabamos de citar. Hay principados y potestades o jerarquías celestiales y terrenales por medio de los cuales Dios ejerce su gobierno. Ellos han sido creados por Cristo. Él está y estará eternamente por encima de todos. Una parte de los principados y potestades celestiales cayó bajo el poder de Satanás cuando éste se rebeló contra Dios. Están, pues, bajo la dirección del Diablo. Además, como príncipe de este mundo, él se vale de los principados terrenales para hacer la guerra a Cristo. Las autoridades celestiales o angélicas que no cayeron y que Dios ha mantenido en su pureza primitiva, están al abrigo de las empresas diabólicas, no obstante el Señor se sirve incluso de las autoridades satánicas y del mismo Satanás para cumplir Sus propios designios. Tal es el caso de Job. De la misma manera el Señor tiene su mano levantada sobre toda decisión de los principados y autoridades terrenales que instituyó y se sirve de ellos, como lo hace con Satanás, para el cumplimiento de Su voluntad. Satanás y los poderes satánicos en lugares celestiales ya han sido vencidos y despojados en la cruz, y el cristiano puede considerar al Diablo como un enemigo que no tiene poder alguno sobre él y al cual basta con resistirle para que huya. El tiempo en que Satanás será lanzado del cielo y precipitado a la tierra está aún por venir (Apocalipsis 12:9). Y al final, el Dios de paz lo aplastará bajo nuestros pies.

En nuestro pasaje (cap. 3:1) los principados y potestades son los poderes a los cuales el Señor ha confiado el gobierno de la tierra. Han venido a caer bajo el poder de Satanás, el cual se sirve de ellos para hacer la guerra a Cristo, pero el cristiano es exhortado a reconocerlos como establecidos por Dios en su carácter primitivo, pues por medio de ellos el Señor, en su gobierno, contiene aún el pleno desarrollo del mal (2 Tesalonicenses 2:6). Por malo que sea el carácter de ellos, por muy serviles que sean a Satanás, el creyente ve a Dios en la autoridad y se somete a los principados y potestades terrenales como provenientes de Dios, aun cuando el ejercicio de esta autoridad estuviera en las manos más abyectas y hostiles a los creyentes.

Siete puntos importantes

En estos versículos 1 y 2, Tito tenía que recordar diversas cosas a los cristianos de Creta. Éstas eran siete; de igual modo, también en el versículo 3 las cosas que les caracterizaban antes de su conversión eran de igual número. El número siete, como lo hemos señalado ya, indica la plenitud espiritual, sea de lo bueno, sea de lo malo.

1.    Lo primero que Tito debía recordarles era la sumisión a las autoridades instituidas por Dios en este mundo. La sumisión es mencionada varias veces en esta epístola, y muy a menudo en otras partes de la Escritura. La sumisión a la autoridad consiste en no sustraernos a su yugo y a reconocer sus derechos sobre nosotros como dados por Dios. De ahí que el Señor dice a Pilato: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba” (Juan 19:11). Acepta ser entregado al magistrado y al poder del gobernador. En los capítulos 4 y 5 de los Hechos, sus discípulos siguen el mismo camino. Rinden testimonio, ante los principales, de su fe en el Señor Jesús, pero no protestan contra la autoridad que los ha detenido injustamente. Así la autoridad sea justa o injusta, debemos guardar siempre, en relación con ella, el mismo carácter. Ante todo, debemos ser sumisos a Aquel que está ensalzado a la diestra de Dios y al cual ángeles, autoridades y potestades le están sujetos (1 Pedro 3:22). En cuanto a nosotros, “por causa del Señor” debemos someternos a “toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” (1 Pedro 2:13-14). En esta epístola de Pedro, como en la nuestra, se recomienda a los criados que sean sumisos (cap. 2:18), al igual que a las mujeres (cap. 3:15) y a los jóvenes en relación con los ancianos (cap. 5:5). Finalmente, a los cristianos dice: “Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:21).

2.    Ser obedientes: La obediencia difiere de la sumisión. Esta última es pasiva y la primera es activa. Tiene que ver con mandamientos y órdenes positivas. Esta exhortación tiene en vista toda autoridad que, teniendo el derecho de mandar, a fin de establecer el orden entre los hombres, debe ser escuchada y obedecida. Aquí, la frase “que obedezcan” no alude a los magistrados más que a otra autoridad; es más bien un carácter que toda nuestra conducta debe observar, sin que se relacione con alguna autoridad determinada o con alguno de sus actos particulares. Así se dice de los hijos que son obedientes sin tener a la vista una prueba especial. Es preciso que sea manifiesto a todos que estamos prestos a responder al orden de Dios por cualquier intermediario a través del cual le plazca hacérnoslo llegar.

A menudo se ha confundido la sumisión con la obediencia, para gran detrimento de las almas durante el terrible conflicto que ensangrentó al mundo (la guerra mundial de 1914-1918). Tales pasajes no implican de ninguna manera la obediencia del cristiano a las autoridades militares para usar armas mortíferas en la guerra. En esto, el creyente es responsable directo ante Dios. “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). La idea de que el soldado que mata sólo es responsable ante su jefe y que este último lo es ante Dios, es un miserable subterfugio por el cual se procura soslayar un mandamiento positivo del Señor. “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios” (Hechos 4:19).

3.    “Que estén dispuestos a toda buena obra”: Es Dios (y no nosotros) quien prepara de antemano las buenas obras para que andemos en ellas; pero la parte del creyente es la de estar pronto a hacerlas, sean cuales fueren, cuando Dios se las presenta. No debe ser hallado desprevenido, ocupado con cosas que le impidan hacer aquéllas inmediatamente.

4.    “Que a nadie difamen”: Esta recomendación es de gran importancia. La injuria puede ser proferida tanto en presencia como en ausencia de la persona injuriada. En la epístola de Judas se habla de los soñadores de los últimos tiempos que “blasfeman de las potestades superiores”. Es el carácter de la anarquía moderna que blasfema a las dignidades reconocidas por Dios. El apóstol va más lejos aun y dice: “A nadie”. En los días que estamos atravesando, en los cuales personas culpables se entregan a toda suerte de actos de falsedad y violencia, la indignación podría fácilmente manifestarse entre los cristianos mediante la injuria. Jamás el odio contra el mal, ni una indignación legítima, debe degenerar así. Una cólera según Dios no tenía otro efecto, en nuestro amado Salvador, que abrir las esclusas de su gracia (Mateo 17:17-18).

5.    “Que no sean pendencieros”: Esta cualidad es negativa como la precedente. Los Proverbios están llenos de recomendaciones al respecto. Vemos allí que la maldad, el odio, el orgullo, la cólera, la burla, producen querellas. No solamente en el mundo, sino también en la familia de Dios, los espíritus agitados, desprovistos de comunión con el Señor, buscan pendencias. ¡Cuán importante para nosotros, pues, es evitar todo conflicto que pudiera despertar esta tendencia natural de los corazones!

6.    “Sino amables” (moderados o apacibles): Es el carácter de un hombre dulce y humilde que no reivindica sus derechos. El Señor Jesús ¿no manifestó esta virtud con perfección cuando “como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” ante aquellos que le despojaban de todos sus derechos y dignidades, de suerte que fue “suprimido y no tendrá nada”? (Daniel 9:26 – versión Darby). Este carácter era también el de Abraham respecto de Lot, después que el patriarca hubo hecho en Egipto una amarga experiencia consigo mismo. Entonces abandonó todos sus derechos antes que hacer una elección que fuera en detrimento de su hermano. Esta misma amabilidad es recomendada a los ancianos en 1 Timoteo 3:3, unida, como aquí, a la ausencia de un espíritu de querella. En efecto, nada engendra más pendencias que la insistencia de los hombres sobre sus derechos. Esta misma moderación corresponde, en Santiago 3:17, a la “sabiduría que es de lo alto”, la cual presenta siete rasgos característicos, tal como el pasaje que estamos estudiando. En 1 Pedro 2:18, esta cualidad es atribuida (y cuán necesaria es) a los amos en relación con sus criados.

7.    “Mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres”: Esta mansedumbre es uno de los atributos de la gracia que, en la persona de Cristo, “se ha manifestado… a todos los hombres” para atraerlos a sí. ¿No dijo él mismo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”? (Mateo 11:29).

Lo que éramos antes

Versículo 3: “Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros”.

Hallamos aquí la contrapartida de lo que Tito debía recordar a los creyentes de Creta. No tenemos la descripción de los rasgos morales del paganismo, como en Romanos 1:29-31, ni tampoco los de la cristiandad en los últimos días (2 Timoteo 3:1-5), sino la descripción de lo que nosotros éramos en otro tiempo. Nosotros –dice el apóstol, sin distinguir entre judíos y naciones– no éramos diferentes de los demás hombres. Este hecho hace a los cristianos capaces de mostrar toda mansedumbre hacia todos. Podemos decirles: Lo que sois, nosotros lo éramos en otro tiempo. La gracia que nos ha llamado y nos ha salvado, os llama también hoy para que seáis salvos de la misma manera. Ella es accesible a todos. Es la filantropía de Dios; podéis ser salvos de la misma manera que nosotros.

Este versículo 3 es un cuadro completo del estado de todos los hombres y, por consiguiente, del nuestro en el pasado. Por eso es resumido en estos siete caracteres, lo mismo que anteriormente lo ha sido el estado producido por la enseñanza de la gracia.

1.    “Insensatos”: Esta palabra describe, en primer lugar, el estado del hombre ante Dios. Dice en su corazón: “No hay Dios”. Este carácter del hombre pecador es tan manifiesto que dos salmos (14 y 53) lo describen. No es la boca del hombre, sino su corazón el que habla de tal manera. Todas sus acciones prueban que Dios está excluido de su vida, pues, si no fuera así, ¿cómo no tendría miedo de cometerlas? Esto hace a los hombres:

2.    “Rebeldes”: Cuando no se tiene en cuenta a Dios, sus órdenes y sus mandamientos no tienen ninguna influencia sobre el corazón, y la conciencia queda indiferente ante la expresión positiva del pensamiento de Dios contenido en la Palabra.

3.    “Extraviados” (Hebreos 3:10): Es salir de los caminos de Dios o ignorarlos, y la desobediencia conduce a ello. La oveja perdida no puede hallar su camino; para ella no existe otra posibilidad que ser encontrada por Aquel mismo a quien ella abandonó.

4.    “Esclavos de concupiscencias y deleites diversos”: Librada a sí misma, el alma perdida que había creído gozar de su libertad lejos de Dios, al perder a Dios y todo vínculo moral con él, viene a convertirse en esclava de lo que Satanás le sugiere, concupiscencias que a veces revisten formas más o menos groseras y deleites diversos cuyo principal carácter es la satisfacción de los deseos de la carne (2 Timoteo 3:4).

5.    “Viviendo en malicia y en envidia”: El corazón del pecador halla una satisfacción en seguir sus malos instintos. Vive; es una de sus razones de ser. La envidia que siente por los demás cuando alcanzan mejores resultados que él y le impiden aventajarlos, le inclinan a ejercer su maldad contra ellos.

6.    “Aborrecibles”: De una manera general, dignos de ser odiados (y según Romanos 1:30, también “aborrecedores de Dios”). Es una raza imposible de ser amada y, sin embargo, a ella debemos mostrarle toda mansedumbre, pues en otro tiempo pertenecíamos a ella.

7.    “Aborreciéndonos unos a otros”: Aquí el odio es mutuo. El hombre natural no odia por sentimiento de honestidad y de justicia; no conoce el “perfecto odio” del creyente en relación con los que se levantan contra Cristo (Salmo 139:21-22), pues para ellos el Señor es un extraño. Ve el mal en los demás y, en cambio, permanece ciego para ver el mal que hay en su propio corazón. También su prójimo le odia con la misma intensidad.

La obra regeneradora y renovadora

Versículos 4-7: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres (su filantropía), nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna”.

La conclusión del versículo 3 es que estábamos perdidos. ¿Cómo, pues, hemos llegado a un estado en el que no tenemos necesidad, como en los versículos 1-2, de ser exhortados a reproducir en nosotros el carácter de Cristo? Es en virtud de la salvación, como lo hemos visto en el capítulo 2:11-14 y como nos lo repite este pasaje: “Nos salvó” (v. 5). El capítulo 2 nos ha hecho considerar la gracia incondicional que trae salvación y que se manifestó en la persona de Cristo; aquí es la bondad y la filantropía de Dios las que se manifiestan. El Dios de bondad y de amor ha tenido piedad de seres aborrecibles y perdidos, tales como nosotros; y estos dos caracteres de Dios se han manifestado en una persona: el Dios Salvador. Este Dios Salvador es Jesucristo, llamado “nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (cap. 2:13), para señalar bien que este hombre –en quien la gracia se manifestó para salvación– es nada menos que Dios, el gran Dios. Notad que el apóstol le llama siempre “nuestro Dios Salvador”. Sólo los que se hallan bajo el beneficio de su obra pueden llamarlo “nuestro”. Es el Dios Salvador para todos; quiere que “todos los hombres sean salvos”, pero nadie, excepto los que lo son, pueden llamarle nuestro Dios Salvador. ¡Asunto serio, por cierto, y que se dirige a todos los lectores de estas líneas! ¿Podéis decir: Mi Dios? Si no lo podéis, le sois aún extraños. La aparición es el hecho de que un objeto, invisible hasta entonces, es hecho visible. Así la bondad y el amor de Dios hacia los hombres no aparecieron hasta que el hombre Cristo Jesús vino aquí abajo.

Un filántropo, ¡de verdad!

Los hombres hablan mucho de filantropía. Un filántropo estima siempre que los hombres son susceptibles a la bondad, desgraciados sin duda, a menudo culpables, pero susceptibles de ser elevados moralmente y mejorados, como pueden serlo materialmente. Sin embargo, aquello de lo que el filántropo no dudará un instante es de su propia bondad, y la estima que tiene de sí mismo le sostiene en la obra que emprendió. A menudo, no obstante, viendo que sus ensayos son infructuosos, termina por sentir hastío de la humanidad, pero sin modificar en nada, obviamente, la opinión que tiene de sí. Pero si él leyera nuestro versículo 3, vería que Dios no admite excepciones y que nos presenta, pintado por él mismo, el cuadro de todos los hombres, odiándose y no amándose el uno al otro, y en este cuadro están también incluidos los filántropos. Para no ser aborrecible ni aborrecer, es preciso, como vamos a verlo, ser salvo y haber recibido, por el nuevo nacimiento, la naturaleza de Dios. Entonces se puede amar, pero, aun poseyendo la naturaleza divina, el creyente tiene necesidad de las exhortaciones de la gracia, tales como son formuladas en los versículos 1 y 2. Finalmente, es capaz de mostrar “toda mansedumbre para con todos los hombres”. Si los filántropos se sometieran a la Palabra de Dios, ¿hallarían en ella el cuadro de lo que pretenden practicar? Dios dice: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Romanos 3:12). La conclusión es que no existe hombre inconverso que sea filántropo a los ojos de Dios. (Al hablar así, no excluimos de ninguna manera los sentimientos naturales de piedad y de compasión por los sufrimientos ajenos que hallamos aun allí donde el cristianismo no ha ejercido nunca su benéfica influencia. Es así que en los Hechos 28:2 se nos habla de la humanidad (filantropía) fuera de lo común que los bárbaros usaron en favor de Pablo y sus compañeros.)

Y, sin embargo, existe un filántropo: ¡Dios mismo! “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres (su filantropía), nos salvó”.

Dios ha sido desde la eternidad el Dios de amor, pero, en un momento dado, este amor apareció, fue manifestado. Así como la gracia apareció en la persona de Cristo (cap. 2:11), el amor de Dios hacia los hombres apareció en el don de Cristo. ¿Qué eran, pues, los hombres de los cuales se habla aquí? Volvamos a leer nuevamente el versículo 3: “Esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros”. En favor de tales hombres Dios usó de “bondad” y en su escuela los nacidos de él han aprendido a mostrar ese mismo amor hacia los hombres. No pueden ya odiarles, porque han reconocido, desde su conversión, que eran aun más odiosos que los demás. Job dijo: “Me aborrezco y me arrepiento en polvo y en ceniza”. El más grande de los filántropos de este mundo nunca podrá tener de sí un concepto semejante, pues –razón concluyente– no tiene necesidad de ser salvo para ser filántropo. Contrariamente, la filantropía de Dios se reveló por la salvación que ha operado en nuestro favor.

En el versículo 5 hallamos el medio que Dios empleó para salvarnos, pero lo hace preceder por la indicación del medio que, a despecho de todos los pensamientos del hombre, Dios no empleará jamás para la salvación del mismo: “No por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho”. Las “obras de justicia” son las que el hombre realiza para obtener la salvación, mientras que las “buenas obras” son la consecuencia de la salvación obtenida. Las primeras jamás han procurado a los hombres lo que sólo la gracia puede darles; ellos pretenden poder hacerlas, mientras que la obra de Dios es la que Él ha hecho.

Al quedar excluidas nuestras obras –tema importantísimo en las epístolas a los Romanos y a los Gálatas– sólo nos queda como recurso la obra de Dios. Ahora bien, en este pasaje hallamos no el aspecto de esta obra operada fuera de nosotros, sino la que Dios opera en nosotros para salvarnos. En cierta medida es la diferencia que hay entre la parábola del hijo pródigo y las otras dos que le preceden en Lucas 15.

“Sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo”. La salvación se basa, pues, sobre el principio de una sola cosa: Su propia misericordia; pero Dios emplea dos cosas indispensables para procurárnosla: el lavacro de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo.

El lavamiento de la regeneración

El lavamiento (griego: loutrón) es el agua del baño en la cual uno es inmerso. Este lavamiento, tal como diversos tipos de la Escritura nos lo presentan, significa la muerte por la cual uno es purificado del pecado y librado del viejo hombre: tal el Jordán, en el cual Naamán es purificado de su lepra; tal el bautismo, en el cual “hemos sido bautizados en Cristo Jesús… en su muerte”. En efecto, en su muerte el viejo hombre tiene su fin y nosotros somos “muertos al pecado”. Aquello en lo cual el pecador existía, lo que le calificaba (sus hábitos, sus pensamientos), todo eso ha finalizado a los ojos de Dios en la muerte de Cristo. Dios nos ha salvado purificándonos de estas cosas. No se puede entrar en relación con él sin esta purificación y es lo que Dios ha hecho con nosotros al sumergirnos, por así decirlo, en la muerte de Cristo. Esta misma palabra es empleada en Efesios 5:25-26 para la purificación de la Asamblea, pues “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra”.

El baño de la purificación tuvo lugar una vez para siempre y no se renovará jamás: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies” –la purificación diaria– “pues está todo limpio”. El lavacro del cual hablamos tiene su antitipo en el agua o el baño de la fuente de bronce. Hay una diferencia entre la fuente de bronce y el agua que contiene. El bronce representa la capacidad de Cristo para encargarse del pecado; sea para expiarlo por el sacrificio de sí mismo, como en el altar de bronce, o bien para abolirlo en la muerte, como en el baño de la fuente de bronce. En este último caso, el hombre es situado ante Dios, por la muerte de Cristo, en un estado de pureza que corresponde a la santidad de Su naturaleza.

La fuente de bronce estaba construida con los espejos de bronce de las mujeres que velaban a las puertas del Tabernáculo del testimonio (Éxodo 38:8). Por este hecho, esas mujeres reconocían, en figura, su pecado y la capacidad de Cristo, el único para llevar la responsabilidad por el pecado. Ellas se despojaban de lo que había servido a su vanidad. Sus zarcillos habían sido empleados para fundir el becerro de oro (Éxodo 32:2-3). Ahora estaban humilladas y en lo sucesivo no podrían complacerse a sí mismas considerando sus rostros naturales. Tenían ante sus ojos un objeto compuesto de todos esos espejos fundidos en uno, objeto único capaz de aglutinarlos. Es así cómo todos los creyentes reconocen su vida de vanidad y de concupiscencias soportada por Cristo, el único capaz de cargar con la responsabilidad derivada de esa conducta. Pero, al mismo tiempo, hallan en él el agua de la purificación que brotó del costado de un Cristo muerto.

Purificación inicial y diaria

Este lavacro, como lo hemos dicho, ha tenido lugar una vez para siempre por la Palabra, la cual nos presenta la muerte de Cristo poniendo fin a nuestro estado de hombres pecadores y manchados. Pero, para la marcha y para todo acto de servicio sacerdotal, hay necesidad, además de la purificación inicial, de una purificación diaria. Es el lavado de los pies, del cual nuestro pasaje no nos habla, porque sólo trata de la salvación.

Consideremos ahora lo que significa este término: el lavado de la regeneración. La regeneración es el pasaje de nuestro antiguo estado a otro nuevo; de nuestra vida en la carne a una vida de resurrección; del estado de Cristo muerto al estado de Cristo resucitado; de la vieja creación a una nueva. La regeneración no es una nueva naturaleza (lo que veremos en la “renovación en el Espíritu”) como tuvo lugar en el nuevo nacimiento en que uno es nacido “del agua y del Espíritu”. La regeneración es una posición de bendición en la cual somos conducidos ahora por el poder divino en Cristo y en la cual seremos establecidos públicamente cuando venga en gloria. Esta posición nos la apropiamos ahora por la fe. Somos librados del poder de las tinieblas y trasladados al reino de su amado Hijo (Colosenses 1:13). En esto consiste la regeneración, pero no tendrá su plena manifestación sino en la gloria. Por eso el Señor dijo a sus discípulos: “En la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19:28). Por el lavacro de la regeneración somos salvos (1 Pedro 3:20). Uno puede estar convertido o vivificado, como Cornelio, antes de ser salvo, es decir, conducido al estado cristiano, tal como nos es revelado en el Nuevo Testamento.

El lavacro es, pues, el de la regeneración. Tiene que ver con mi antigua vida, la que finalizó en la muerte de Cristo.

“La renovación en el Espíritu Santo” tiene que ver con mi nueva vida. El creyente es renovado, adquiere esta vida nueva por el Espíritu Santo. Este poder divino produce en él pensamientos, hábitos y nuevos deseos, en contraste con todo lo que pertenecía a su viejo hombre, al hombre en la carne, al hombre pecador y perdido.

Versículo 6: “El cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador”.

Esta frase forma un pequeño paréntesis. Las palabras que siguen: “Para que justificados por su gracia”, se relacionan no con “Jesucristo nuestro Salvador”, sino con “Dios nuestro Salvador” del versículo 4.

El Espíritu Santo no se ha limitado a comunicarnos una vida nueva, pues Dios lo ha derramado ricamente (o abundantemente) sobre nosotros, y Jesucristo, nuestro Salvador, es Aquel de quien lo obtenemos directamente. Es él quien, “habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:33). Lo ha derramado abundantemente, sin medida, “pues Dios no da el Espíritu por medida” (Juan 3:34), y ahora tenemos la vida en abundancia (Juan 10:10).

Resultado: la herencia

Versículo 7: “Para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna”.

Resultado: la herencia

La palabra “para” se relaciona a la vez con “lavamiento” y “renovación”, y es la consecuencia de ello. Por estas dos cosas –la purificación y el don del Espíritu Santo– venimos a ser herederos según la esperanza de la vida eterna. Habiendo sido justificados por la gracia del Dios Salvador (no por obras de justicia) y poseyendo la vida eterna en virtud de la salvación que obtuvo para nosotros por el lavacro y la renovación, somos herederos según la esperanza de esta vida eterna de la cual el apóstol habló en el capítulo 1:2. (Hay que morir en Cristo para tener parte en el reino del Dios Salvador, y esto es lo que corresponde al lavacro de la regeneración; pero se precisa haber recibido el poder de una nueva vida para ser heredero según la esperanza de la misma, y es lo que corresponde a la renovación del Espíritu Santo. El lavacro de la muerte en Cristo nos separa enteramente de nuestra antigua posición; la resurrección con Cristo y la nueva vida que poseemos en él, nos introducen en una nueva posición como herederos de Dios y coherederos con Cristo.)

En los versículos 5 a 7 hemos pasado revista a los siete caracteres que pertenecen a la salvación, mientras que en los versículos 1 y 2 lo hemos hecho con los siete que son característicos de los hijos de Dios, y en el versículo 3 con los siete por los cuales el mundo se distingue. Los siete caracteres de la salvación son, pues, los siguientes:

1.    Las obras de justicia están excluidas de ella.
2.    Depende de la misericordia del Dios Salvador.
3.    Tiene lugar por el lavacro de la regeneración y
4.    “por la renovación del Espíritu Santo”.
5.    Este Espíritu ha sido derramado abundantemente sobre nosotros.
6.    Somos justificados por la gracia del Dios Salvador.
7.    Hemos sido hechos herederos de la vida eterna.

Esto es tan cierto que en esta epístola, por no hablar sino de ella, el número siete es la cifra de las cosas completas, a las cuales es imposible añadir algo más.

Versículo 8: “Palabra fiel es ésta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres”.

Palabra fiel: es decir, la palabra de la misericordia de Dios que salva y justifica, y que da, a los que han creído, la vida eterna como herencia: el goce de sus plenos resultados en la gloria.

La palabra de la ley ha sido firme: ha tenido por resultado una “justa retribución” (Hebreos 2:2). La palabra de la gracia es fiel, o cierta. Cuando este término es empleado, siempre se trata de gracia, y las “palabras fieles” son muy frecuentes en las epístolas a Timoteo y Tito.

En 1 Timoteo 1:15 la “palabra fiel y digna de ser recibida por todos” es que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores.

En el capítulo 3:1 de esta misma epístola, es “palabra fiel” que “si alguno anhela obispado, buena obra desea”. Aspirar a este cargo es desear ser irreprochable (v. 2) para conducir a los demás en el mismo camino, para gloria de Dios, función que, ciertamente, no es indiferente sino que tiene gran valor, pues se trata de todo el testimonio práctico de la casa de Dios aquí en la tierra. Por eso esta función es llamada “una buena obra”.

En 1 Timoteo 4:8 el apóstol dice que “la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera”, y añade: “Palabra fiel es ésta, y digna de ser recibida por todos”. El apóstol acentúa así, como en el capítulo 1:15, la certidumbre de la palabra que estimula a la piedad según la enseñanza divina. El apóstol añade que él trabajaba y soportaba el oprobio en vista de ello. Para enseñar la piedad a los demás, es preciso que uno sea un modelo de piedad, esperando en el Dios vivo que es el conservador de todos los hombres, y especialmente de los fieles.

En 2 Timoteo 2:10-12 hallamos una “palabra fiel” que abarca toda la obra de la redención: “La salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna”; la muerte y la vida con él; los sufrimientos y el reino con él. ¿No es acaso un programa de plena certidumbre?

Aquí, en Tito 3:8, la “palabra fiel” tiene mucha relación con la de 2 Timoteo 2:11, pues se trata de la salvación, de la obra por la cual ella nos ha sido adquirida, del don del Espíritu Santo, de la vida y de la herencia eternas. Éste también es un programa completo.

Tito, modelo de piedad

“Y en estas cosas quiero que insistas con firmeza”: La enseñanza de Tito debía insistir particularmente, sin cesar, sobre las cosas que son el fundamento de la salvación. En el capítulo 2:15 debía anunciar las cosas enseñadas por la gracia que trae salvación a los hombres. Estas cosas tenían relación con toda la vida práctica del cristiano. Tito debía reproducir esta enseñanza. Aproximadamente tal es el caso aquí: Tito debía insistir sobre el mismo fundamento de la salvación, el que tiene por origen el amor de Dios y su misericordia en Cristo, así como sobre la obra que él cumple en el corazón de los creyentes.

El resultado de esta enseñanza era que los que creían en Dios debían aplicarse a ser los primeros en hacer buenas obras, resultado práctico en muy alto grado, sobre el cual nunca insistiremos lo suficiente al considerar en esta corta epístola los frutos prácticos de la buena doctrina y de la sana enseñanza en la casa de Dios. Por lo demás, así es cómo debería ser siempre el cristianismo. No somos creados de nuevo, justificados por gracia, herederos según la esperanza de la vida eterna para gozar simplemente de estos privilegios, sino para que éstos ejerzan una bendita influencia sobre nuestro andar y también en los menores detalles de nuestra conducta en el mundo. El conocimiento de estas cosas debe hacernos marchar a la cabeza en cuanto a buenas obras, sea en presencia de nuestros hermanos, sea ante el mundo. Cuanto más grande es el conocimiento de la obra de la gracia, más brillante debe ser el testimonio y más intensa la actividad cristiana. ¡Ojalá todos los hijos de Dios que están en la escuela de la gracia respondan a esta obligación!

No volveremos a tratar la cuestión de las buenas obras, consideradas ya en detalle. La cantidad de pasajes que las mencionan en el Nuevo Testamento nos muestran su importancia. Destaquemos solamente que una vida cristiana sin buenas obras es una vida inútil para Cristo. ¡Qué despertar para los creyentes que no han comprendido que quien vive la vida de Cristo no puede ya vivir para sí (2 Corintios 5:15) cuando descubran el insignificante papel desempeñado a favor de su Señor y Salvador durante su existencia!

“Estas cosas son buenas y útiles a los hombres”: Son buenas a los ojos de Cristo y a los de los fieles, pero, además, son útiles a los hombres. La obra de Cristo es útil a los hombres, pues su gracia apareció a todos, lo mismo que el amor de Dios hacia ellos (cap. 2:11; 3:4), pero ahora debemos continuar esta obra de gracia por medio de nuestra conducta entre los hombres, a fin de demostrarles el valor de ella. La obra de evangelización en este mundo, el anuncio del amor de Dios hacia los pecadores tiene una importancia ilimitada, pero la conducta de los cristianos es a menudo una evangelización mucho más poderosa que las palabras que podrían pronunciar (véase 1 Tesalonicenses 1:8). He aquí lo que Tito debía buscar; pero también tenía algo que evitar:

Cuestiones inútiles

Versículo 9: “Pero evita las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin provecho”.

Si las primeras cosas eran útiles, éstas eran inútiles: Las genealogías se refieren a doctrinas judeo-platónicas que muy temprano habían invadido el cristianismo (1 Timoteo 1:4). En esta misma categoría quedan insertas las cuestiones necias suscitadas por gentes de voluntad propia, que no sufrían ser contrariadas por los demás (2 Timoteo 2:23). Las contiendas eran la consecuencia de ello. Las disputas sobre la ley son minucias, juego de la inteligencia rabínica, la que trataba a la ley como materia de discusión en lugar de aplicarla a la conciencia. Esas disputas son sin provecho y vanas; el resultado para las almas es nulo, pues toda verdad que no conduce a los hombres al conocimiento de Dios y a una vida de santidad carece de valor. No es otra cosa que “vana palabrería” (1 Timoteo 1:6).

Vigilar y actuar

Versículos 10-11: “Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo, sabiendo que el tal se ha pervertido, y peca y está condenado por su propio juicio”.       

Tito debía evitar todas las cosas que preceden, sin ver en ellas –por reprobables que fuesen, o inútiles, o vanas– casos de exclusión. Era suficiente que evitara las cuestiones insensatas y que se mantuviera al margen para ver cómo se agotaría la corriente malsana que pretendía infiltrarse entre los santos. Había, sin embargo, casos en los que Tito, a quien el apóstol había conferido la autoridad para poner en “buen orden” el funcionamiento de la asamblea, debía usar de esta autoridad para impedir las sectas.

Las divisiones podían ser ocasionadas en el seno de la Asamblea por las cosas mencionadas en el versículo 9: “Contenciones, y discusiones acerca de la ley”, etc., sin que la unidad del cuerpo de Cristo fuera atacada (1 Corintios 1:10; 11:18). Las sectas separaban a los hermanos de la misma asamblea, y el hombre que las producía debía ser tratado sin contemplaciones. Éste buscaba agrupar a su alrededor un cierto número de fieles, constituyéndose a sí mismo como centro de reunión. Al obrar así negaba prácticamente la unidad del cuerpo de Cristo y el único centro de esta unidad que es el mismo Jesús. Las doctrinas de tal hombre podían muy bien no ser antibíblicas, a las cuales habitualmente se les da el nombre de herejías. Era suficiente sacar una verdad de su lugar, dándole una importancia exagerada en el conjunto de las doctrinas bíblicas y reunir a los cristianos alrededor de ese principio –fuera verdadero o falso– y alrededor del hombre que lo encarnaba, para crear una secta que se separaría de la Asamblea de Cristo. Quien toma este lugar y viene a constituirse en cabeza de un partido, o de una “iglesia” a su manera, debe ser rechazado sin miramientos, pues ha roto la unidad y ultraja a Cristo, Cabeza del cuerpo; pero no debe ser rechazado sin una amonestación previa que tenga por objeto apartarlo de su erróneo camino y prevenir una ruptura en la Asamblea. Es preciso que la amonestación no se haga precipitadamente. La primera debe ser seguida de una segunda. Debe ser distinta una de la otra, y ambas solemnes. Tito sabía (v. 11), al obrar con autoridad pero con tacto, que el tal hombre estaba pervertido; su alma se había desviado del bien hacia el mal y, si no se arrepentía a la primera reprensión, era que él pecaba a sabiendas; y el pecado, la voluntad propia, es la condenación del hombre por sí mismo.

Versículos 12-15: “Cuando envíe a ti a Artemas o a Tíquico, apresúrate a venir a mí en Nicópolis, porque allí he determinado pasar el invierno. A Zenas intérprete de la ley, y a Apolos, encamínales con solicitud, de modo que nada les falte. Y aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras para los casos de necesidad, para que no sean sin fruto. Todos los que están conmigo te saludan. Saluda a los que nos aman en la fe. La gracia sea con todos vosotros. Amén”.

Cada palabra de las Santas Escrituras tiene importancia. Después de haber dado tantas pruebas de ello en este Estudio, tenemos un último ejemplo en los versículos que terminan esta epístola. En primer lugar vemos que las funciones de Tito en Creta, contrariamente a las aserciones de los teólogos, no tenían ningún carácter permanente. Una vez acabada su misión, en cuanto Artemas o Tíquico hubiesen llegado a él, Tito debía darse prisa para reunirse con el apóstol en Nicópolis, donde este último había resuelto pasar el invierno. Puede ser que se haga alusión a este viaje de Tito en 2 Timoteo 4:10, pero en este caso en ausencia del apóstol, quien, de nuevo prisionero en Roma, sabía que el tiempo de su partida había llegado.

En cuanto a Tíquico, siempre es presentado como enviado de Pablo para enterarse de las circunstancias de las asambleas y traer al apóstol noticias de tal estado. Zenas (el jurisconsulto o abogado, antes que doctor de la ley mosaica) y Apolos son mencionados como estando a punto de visitar a Creta. Ahora bien, Tito no debía limitarse a su misión especial, sino que también debía cuidar de ellos, de suerte que nada les faltase. Pablo muestra aquí una solicitud particular por aquellos que no estaban especialmente asociados con él en la obra. Pero si Tito debía mostrar este celo por los hermanos extranjeros que no formaban parte del entorno del apóstol, “los nuestros” también, dice él –es decir, todos los santos de Creta– debían aprender (y cómo no habrían aprendido teniendo tal ejemplo ante sus ojos) (véase cap. 2:6-7) a ser los primeros en buenas obras para los casos de necesidad. Estos “casos de necesidad” no eran solamente proveer a las necesidades de los pobres, sino a las necesidades de los fieles servidores de Cristo, de los cuales está dicho en otro lugar que eran “extranjeros” y que “salieron por amor del nombre de él” (3 Juan 7). Estas buenas obras eran una función que incumbía a todos los fieles y sin la cual ellos habrían carecido de frutos.

Vemos en el versículo 15 que el apóstol estaba aún rodeado, en este momento, de los hermanos que formaban su cortejo habitual, mientras que, en la segunda epístola a Timoteo, todos le habían abandonado, salvo Lucas, su fiel compañero y servidor (2 Timoteo 1:15; 4:10). El mismo apóstol saluda a los que le aman, en la común fe que une a los cristianos entre sí, así como con Dios y con Cristo. Su último deseo –que debería ser continuamente el nuestro– es que la gracia fuera con todos los santos.