Tito

Estudio sobre la epístola a

Capitulo 2

Versículos 1-10: “Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina. Que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia. Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte; no calumniadoras, no esclavas del vino, maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada. Exhorta asimismo a los jóvenes a que sean prudentes; presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable, de modo que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros. Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador”.

“Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina”. Como ya lo hemos hecho notar, todo el orden de la casa de Dios, todas las relaciones cristianas de los miembros de esta casa entre sí, están basadas en la “sana doctrina”, enseñada y mantenida en la Iglesia y sin la cual solamente reinaría la confusión y el desorden. ¿No es acaso esto lo que explica, en gran parte, las aberraciones de la cristiandad en las cosas que son especialmente expuestas en la epístola a Tito en cuanto a los dones y los cargos, en cuanto al papel de los ancianos y el lugar de las mujeres –ancianas o jóvenes– y en cuanto a las relaciones de los servidores con sus patronos?

Hay cosas que no convienen a la sana doctrina y en vano las buscaríamos en la Palabra de Dios. Una doctrina, por elevada que sea según el hombre, no sería sana si no impulsara a los cristianos a una vida de santidad y de justicia práctica que honre al Señor. Esta enseñanza alcanza a todas las clases de la familia de Dios, pero, ante todo, debemos aplicarla a nosotros mismos en nuestra vida, nuestra conducta y nuestra esperanza.

La salud del cuerpo siempre va unida al equilibrio de las diversas partes que lo componen; por eso las cosas que Tito debía anunciar concernían a todas las clases de aquellos que pertenecían al cuerpo de Cristo y a la casa de Dios.

Virtudes de los ancianos

Como es justo, el apóstol empieza por los ancianos, por los que ocupan una posición venerable y, en consecuencia, particularmente responsable de dar ejemplo en la familia de Dios:

Que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia (v. 2).

Templados o sobrios generalmente tiene relación con las bebidas o los alimentos. Así, en su vejez, Isaac carecía de sobriedad, lo que, añadido a la debilidad física propia de su edad, turbaba su visión espiritual; pero aquí, como en la primera epístola a Timoteo, se trata más bien de sobriedad en sentido figurado, de un espíritu que no se deja embriagar por la pasión, porque tiene el sentimiento de la presencia de Dios.

“Sanos en la fe”: Su salud moral debía mostrarse en la inteligencia de los objetos de la fe que una sana doctrina les había presentado, pues la fe, aquí, no es la recepción del testimonio divino en el alma, sino las verdades que la Palabra de Dios presenta a la fe. La salud supone, como lo hemos dicho, un gozoso equilibrio en todas las cosas. El cristiano experimentado debe tener cuidado de no dar en la enseñanza un lugar desproporcionado a ciertas cosas de las que constituyen la fe. Por no mencionar más que cosas capitales, podríamos poner por ejemplo el acento sobre la posición celestial del cristiano, sin insistir sobre su marcha y su conducta, o viceversa.

“Sanos… en el amor”: Ese mismo equilibrio moral debe mostrarse en el amor fraternal. Hacer distinciones o conceder preferencias a tal o cual miembro de la casa de Dios en perjuicio de los demás (pues aquí no se trata del amor hacia Cristo, porque éste no puede medirse), es no estar sano en el amor.

“Sanos… en la paciencia”: Aquí la falta de salud podría revelarse por una cierta indiferencia en la prueba –cosa común en los ancianos– o por tener los sentidos embotados en cuanto a la próxima venida del Señor.

Todo esto, unido a la gravedad y a la prudencia da la impresión de una gran ponderación por la vida práctica de los ancianos y no podría ser realizada sin la sobriedad que debe ser la base de toda su conducta. Vienen a resultar así hombres de experiencia a los cuales se consulta y que contribuyen a la salud y buen orden de toda la familia de Dios.

Virtudes de las ancianas

“Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte”: Deben tener en todas las cosas, sea en la impresión que causen, en su manera de acoger a los demás, en su exterior, un adorno moral conveniente, lo cual debe caracterizar a toda mujer, pero se precisa que este aspecto sea el reflejo de su carácter interior de santidad. Esta recomendación corresponde a lo que nos es dicho de la mujer cristiana en 1 Timoteo 2:9-10 y 1 Pedro 3:2-5. La ausencia de toda influencia mundana debe caracterizarles en primer lugar.

“No calumniadoras”: Deben tener la lengua sujeta, evitar hablar mal del prójimo, lazo particularmente peligroso en las mujeres.

“No esclavas del vino”: Es un peligro positivo para las mujeres de edad que recurren a este medio a causa de su salud declinante y que, por no velar bastante sobre sí, caen en esa servidumbre de la cual el Enemigo usará para su ruina moral y para impedirles ejercer a su alrededor una influencia saludable. Este caso es tanto más peligroso para la mujer, por cuanto, cuando su conciencia le muestre lo impropio de tales hábitos, los realizará en secreto, con lo cual caerá en la hipocresía.

Hay una ligera diferencia entre estar dominado por el vino o darse a la bebida. Dado denota, tal vez, una inclinación que uno no se preocupa en ocultar, muy diferente de embriagarse (Efesios 5:18), lo que es una degradación. En 1 Timoteo 3:8 la palabra “mucho”, omitida para los ancianos en el versículo 3, es añadida a la exhortación dirigida a los diáconos. Esta pequeña palabra nos enseña que, cuanto más importantes son las funciones en la casa de Dios, tanto más grande es la responsabilidad de evitar todo obstáculo a una sana apreciación de todo lo que concierne al gobierno de la misma.

“Maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes”: Ahora son las mujeres de edad las que han de enseñar. Enseñarán en el único terreno en el cual la mujer puede hacerlo: el de la casa. Deben enseñar buenas cosas, cosas honorables, pero no a los hombres. Su círculo de acción en la casa es mucho más variado que la enseñanza, pues puede dirigirse a todos: hombres, ancianos, mujeres, niños, enfermos, pobres, desheredados, etc., pero, cuando se trata de la enseñanza, ésta se encuentra restringida para las mujeres. “No permito a la mujer enseñar” –dice el apóstol– “ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio” (1 Timoteo 2:12). La enseñanza de las mujeres de edad tiene por objeto conducir a las jóvenes a dar en sus vidas un testimonio completo de la enseñanza de la Palabra. Con la palabra «completo» aludimos a las siete cosas que son recomendadas a las mujeres jóvenes. El número siete es repetido continuamente en esta epístola y ya hemos explicado su sentido. En la Palabra siempre significa algo completo en el dominio de lo espiritual, tanto si es bueno como si es malo.

Siete recomendaciones a las mujeres jóvenes

Las mujeres jóvenes deben ser, pues, enseñadas a “amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada”. La enseñanza a las mujeres jóvenes recomienda en primer lugar el amor, amor que se ejerce con prioridad en el restringido círculo familiar. El marido ocupa el primer lugar en la legítima afección de la mujer. Puede suceder, en el hogar cristiano, que el afecto de la mujer por sus hijos prepondere sobre el que debe a su marido y a veces hasta lo suprima. La sana enseñanza sitúa cada cosa en su lugar.

“Que sean prudentes”: Esta palabra significa moderación, retención, discreción, dominio de sí mismas. En efecto, podría existir falta de moderación en los más íntimos afectos, lo que podría comprometer el carácter según Dios de los afectos familiares.

“Castas”: La pureza es el acompañamiento necesario o, más bien, la consecuencia de la moderación, pues aquí se trata de las relaciones de la mujer joven en su círculo íntimo. La pasión carnal no tiene lugar en relación con el marido; y, en cuanto a los hijos, una estricta vigilancia debe ejercerse sobre ellos para que ninguna tendencia impura sea tolerada.

“Cuidadosas de su casa”: La casa –como lo hemos dicho– es el lugar asignado a la mujer. Este dominio es infinitamente variado, pero prohíbe absolutamente a la mujer cristiana invadir el dominio público. Perdería así (y cuán frecuente es hoy en día) su carácter propio, según los principios del gobierno de Dios. Por doquier, pues, cuando se trata de la casa, en la más vasta acepción del término, la mujer tiene su lugar: cuidados temporales y espirituales, oración, lectura, exhortación, evangelización y hasta enseñanza incluso –si no sale de sus límites–, orden material y moral, beneficencia, cuidado de los ancianos, de los niños, de los enfermos, y muchas cosas más pertenecen a la esfera propia de la mujer. En nuestro pasaje se trata, ante todo, para la mujer joven, de los cuidados de su propia casa. El círculo se irá agrandando con la edad, así como el círculo del hombre joven. Tenemos un ejemplo en las santas mujeres que seguían al Señor y lo asistían con sus bienes (Lucas 8:1-3). Los “cuidados de la casa” son aquí los materiales y acabamos de ver que no tienen prelación sobre los demás; pero, desde el punto de vista cristiano, están muy lejos de ser indiferentes. El orden en la casa de Dios no implica el desorden en la de sus hijos. Hay una regla según Dios a la cual, bajo la dirección de la mujer, hijos y sirvientes deben someterse: se trata de mantener, distribuir y reparar las ropas, proveer de alimentos a todos según las diversas necesidades de este diminutivo de la casa de Dios. En todas estas cosas, la mujer virtuosa de Proverbios nos es ofrecida como ejemplo (Proverbios 31:10-31).

“Buenas”: La bondad, hecha de compasión, de consagración en favor de los demás, de pensamientos caritativos, es citada aquí como correctivo del egoísmo que podría engendrar el cuidado de su propia casa. La bondad, en efecto, se dirige indistintamente a todos y se las ingenia para socorrerlos.

“Sujetas a sus maridos”: La sumisión viene en último lugar como coronamiento de las cualidades de la mujer joven. Este bello equilibrio en todas las cosas no puede subsistir sin el renunciamiento de sí misma y la dependencia de la autoridad a la cual la mujer se debe, y esto de parte de Dios. Si podemos decirlo así, por intermedio del marido –cabeza de la mujer– ésta se sujeta a Dios, a quien aquél está sujeto a su vez. Todas estas cosas reunidas impiden que la mujer dé preponderancia a una de ellas en detrimento de la vida cristiana, como fue el caso de Marta, quien “se preocupaba con muchos quehaceres” y descuidaba la comunión con el Señor y su Palabra. Es, pues, en pocas palabras, lo que da a la mujer la fuerza para mantener el equilibrio en todas las partes de su testimonio.

“Para que la palabra de Dios no sea blasfemada”: Todo este orden, aun siendo material, forma parte, como se ve, del testimonio cristiano. El mundo, que es el espectador de él, no halla en el desorden del hogar cristiano una ocasión de blasfemar la Palabra de Dios, haciéndola responsable de este mal. La autoridad de esta Palabra no puede ser puesta en duda cuando se comprueban los frutos. Por eso vemos reaparecer constantemente en este capítulo la gran verdad de que la sana doctrina es la base de toda la práctica de la vida cristiana.

Un ejemplo para los jóvenes

“Exhorta asimismo a los jóvenes a que sean prudentes”: La exhortación a los hombres jóvenes no es trabajo de las mujeres de edad, sino que es confiada a Tito. La única cosa recomendada a los jóvenes (en contraste con la séptupla recomendación hecha a las mujeres jóvenes) es la sobriedad, es decir, la moderación y el dominio de sí mismos, porque, como vamos a verlo, tenían para todo un modelo en Tito y en su conducta en medio de ellos. Por eso se dice de él: Mostrándote en todo como ejemplo de buenas obras. Se precisaba que nada faltara –lo que era mucho decir– en la vida práctica del delegado de Pablo. Nos hemos ya extendido sobre lo que significan “las buenas obras”. Son la manifestación exterior de la fe y del amor, como lo vemos en 1 Tesalonicenses 1:3. La exhortación de Tito –joven él también– a los otros jóvenes, debía estar acompañada por el ejemplo dado por él, sin el cual la exhortación hubiese sido nula. Pero, además del ejemplo, era llamado a enseñar.

La enseñanza de Tito

“Presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable; de modo que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros”:

La enseñanza de Tito debía tener tres caracteres: 1. La pureza de la doctrina. Es importante que la doctrina no esté mezclada con elementos dudosos o extraños, cuya mala calidad podría conducir a los que oyen a rechazar las partes sanas o bien a recibirlo todo sin discernimiento y llegar a ser propagadores del error. Este último peligro es mucho más grave cuando la autoridad del que enseña es menos contradicha. 2. La enseñanza debe ser grave. Esta cualidad es la que a menudo falta actualmente en la predicación, en la cual, para llamar la atención, se busca producir el efecto, hablar a la imaginación, despertar la curiosidad. Tales prácticas, palabras ligeras o fuera de lugar, destruyen el efecto saludable de la verdad, le quitan su carácter divino, descalificando, en fin, al que se sirve de estos elementos, y así pierde el derecho a ser considerado “oráculo de Dios” por quienes le oyen. 3. “Palabra sana e irreprochable”. Quien enseña hallará siempre, y frecuentemente entre las filas de los hermanos expectables, adversarios que espían sus palabras para acusarlas de contrarias a la sana doctrina. El “maestro” no debe dar ocasión a la oposición. Tal palabra, mal ponderada e insuficientemente apoyada con citas, proviene a menudo del deseo de presentar novedades que ponen de relieve a la persona que habla. Y, al contrario, entre las manos de los malintencionados viene a ser una arma para combatir y comprometer al que enseña. Pero, si la palabra es “sana”, lleva la virtud en sí misma; nadie condena un remedio que sana a los que lo toman. Quien ataca nuestros discursos entonces se ve obligado a retirarse con vergüenza, sin haber hallado un pretexto plausible a su oposición.

La actitud de los siervos

Versículos 9-10: “Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador”.

Además de los jóvenes, Tito debía exhortar a los siervos. No se le ordenaba que exhortara a los ancianos, fueran hombres o mujeres. Notemos bien con cuánto cuidado la Palabra observa las conveniencias en sus más mínimos detalles. La conducta de los siervos tenía por objeto adornar en todo la doctrina de nuestro Dios Salvador. Quien tiene conciencia de haber sido salvado (¡y a qué precio!) por Dios mismo, quien conoce a semejante Dios, sólo tiene un deseo: ser enseñado por él y llevar frutos que estén en relación con la doctrina recibida. Era necesario que, al ver la conducta de los siervos, pudiera decirse de ellos: Sirven de ilustración a lo que han aprendido de su excelente Maestro; se ve en su conducta la escuela que han frecuentado; en todo honran esa enseñanza. La doctrina “de Dios nuestro Salvador”, recibida en el corazón, tiene para los siervos cuatro resultados:

1.    La sumisión a sus propios amos: Existe alguna diferencia entre sumisión y obediencia, y es importante no olvidarlo cuando se trata de autoridades. La obediencia está en relación con las órdenes dadas; es atribuida lo mismo a los niños que a los siervos. La sumisión es más bien la aceptación de una autoridad superior, bajo la cual uno está obligado a inclinarse. Es, de una manera exclusiva, la actitud recomendada a la mujer, mientras que el siervo debe unir la obediencia a la sumisión.

2.    “Que agraden en todo”: En la escuela del Dios Salvador se aprende a no complacerse a sí mismo. ¿No siguió el Señor personalmente el mismo camino ante su Dios? El siervo debe velar siempre para descubrir las cosas con las cuales puede complacer a su patrón.

3.    “Que no sean respondones”: Sería dejar su posición subordinada si buscara hacer prevalecer su opinión y oponerla al pensamiento o a las órdenes de un amo que tiene autoridad sobre su siervo.

4.    “No defraudando”: Este peligro está ligado a la condición servil –la que es acompañada por ciertas restricciones, a menudo injustificadas– de la cual la condición de hijo está exenta. Vemos en el caso de Onésimo (Filemón 18) esta infidelidad en un siervo inconverso que abusa de la confianza de su amo. En cambio, el siervo cristiano debía mostrar toda lealtad, una lealtad escrupulosa en lo que le era confiado.

Jesucristo, nuestro Salvador

Notemos aquí cuántas veces Dios nos es mostrado en esta epístola como el Dios Salvador. El capítulo 1:3 nos ha presentado ya el mandamiento de nuestro Dios Salvador, y a continuación leemos: el Señor Jesucristo, Salvador nuestro. En el versículo que acabamos de considerar (cap. 2:10), es “la doctrina de Dios nuestro Salvador”. El versículo 13 de este mismo capítulo nos habla de “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. En el capítulo 3:4, “se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres” para salvarnos. En fin, en el versículo 6 del mismo capítulo, “el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador”.

Es así cómo, en la obra de salvación, Jesucristo jamás está separado de Dios y siempre permanece en unión divina y perfecta con él. Dios ordena, enseña y aparecerá como gran Dios en la persona de Cristo. En esta misma persona su amor se ha manifestado y nos ha salvado. Esperamos aún ver aparecer su gloria en esta misma persona. Mientras esperamos, poseemos el Espíritu Santo, derramado sobre nosotros por el mismo Jesucristo, nuestro Salvador. En pocas palabras, la adquisición de la salvación, el don del Espíritu Santo, la gloria futura, todo ello depende de Cristo Salvador, imagen del Dios invisible, Salvador nuestro. Y esperando esta gloria, la gracia nos enseña (v. 11).

La diferencia entre la epístola a Tito y las dos dirigidas a Timoteo es muy notable bajo muchos aspectos, de los cuales sólo quiero revelar el siguiente. La primera epístola a Timoteo nos habla más bien del Dios creador y conservador; la segunda –que nos presenta la ruina de la casa de Dios y el camino del fiel en medio de estos escombros– insiste muy particularmente sobre el señorío de Cristo. El Señor: tal es el título dominante que Jesucristo toma en esta segunda epístola (cap. 1:2, 8, 16, 18; 2:7, 14, 19, 22, 24; 3:11; 4:8, 14, 17-18, 22). El desconocimiento de los derechos absolutos del Señor sobre nosotros es, en efecto, lo que caracteriza a los hombres en los últimos días. Al hablar de este mismo período, el apóstol Pedro dice: “Negarán al Señor que los rescató” (2 Pedro 2:1). Ahora bien, nosotros, creyentes que atravesamos los tiempos del fin, somos convocados a proclamar la sumisión a esta autoridad. Ella no puede ser probada más que por la sumisión a su Palabra. Es notable que en la epístola a Tito –en la cual se muestra al cristiano como situado a cada paso bajo la enseñanza de esta Palabra y experimentando la autoridad de ella sobre sí– el nombre de Señor no se mencione ni una sola vez.

Llegamos ahora al segundo gran tema de la epístola. Lo hemos señalado en nuestra Introducción, definiéndolo así: «La enseñanza de la gracia en cuanto a nuestra marcha y a nuestra conducta en este mundo».

La gracia

Versículos 11-14: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”.

En este maravilloso pasaje hallamos:

1. Lo que es la gracia.
2. Lo que ella aporta.
3. A quién se dirige.
4. Lo que enseña.

En relación con todo el contenido de esta epístola, este pasaje insiste en forma particular sobre este último punto: la enseñanza de la gracia. Él tiene, por lo demás, tal riqueza que nos sería difícil, no de agotarlo, pues la Palabra es inagotable, sino aun de presentar sus grandes rasgos sin exponernos a importantes omisiones. Limitémonos, pues, a expresar humildemente lo que el Espíritu de Dios da a nuestros corazones en cuanto a las palabras que acabamos de citar.

La mención del Dios Salvador (v. 10) que tanto resalta en esta epístola, lleva necesariamente con ella la mención de la gracia y le da el primer lugar.

La gracia no es la bondad de Dios, ni aun su amor; es, eso sí, este amor que desciende hasta los pecadores perdidos para salvarlos. La gracia es aquí una persona (como en Juan, capítulo 1, la Palabra hecha carne), una persona llena de gracia. No es ni un principio, ni una abstracción; es el Dios Salvador en la persona de un hombre, apareciendo de tal manera que todo hombre ha podido verla y recibirla. No ha aparecido para exigir algo del hombre, sino para traerle una cosa inestimable: ¡la salvación! Lo que da a la gracia este valor es que ella es la gracia de Dios. Es, pues, soberana y perfecta; una gracia inferior a la de Dios sería imperfecta y temporal. La gracia de Dios es eterna como él lo es. La gracia de Dios trae la salvación. No pide ni exige nada al hombre para salvarle, como lo hacía la ley, sino que todo lo da sin pedir nada en cambio. ¿Qué le trae?: la salvación.

Antes de considerar lo que es la salvación, esta “salvación tan grande”, notemos que este pasaje nos habla de dos apariciones: en primer lugar, la aparición de la gracia, descendida a la tierra para traer la salvación; a continuación, la aparición de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. La primera aparición nos trae la salvación en gracia; la segunda, la salvación en gloria. La salvación en gracia ha sido perfectamente cumplida en el pasado; la salvación en gloria lo será en un porvenir tan próximo que, para la fe, es como presente (Filipenses 3:20-21).

Una salvación universal

El carácter de la gracia es absoluto. No se nos dice que traerá o que ha traído, sino que trae. Esto hace de la salvación, perfectamente cumplida, una cosa actual, inmutable, que no puede cambiarse ni revocarse. Pero, además, aparece a todos los hombres. Su alcance es universal y nadie queda excluido de ella.

Esta gratuidad de la salvación contradice todos los pensamientos del hombre desde su caída. Su orgullo nunca podrá aceptar que el don de Dios no le cueste nada. Aceptaría fácilmente un Dios Salvador que le diera la tarea de conquistar la salvación, o bien que le ofreciera su ayuda para lograrla, o también que le enseñara los medios para adquirirla. Comprenderá una salvación que sea el resultado de su celo por las buenas obras, pero jamás una salvación completamente gratuita. El hombre querría ofrecer algo, aunque fuera poca cosa, a fin de obtenerla y poder jactarse a continuación. En efecto, ¿dónde está el hombre que, habiendo comprado a bajo precio algo muy precioso, no se jacte de ello?

Pero volvamos a la salvación misma. Hemos dicho que es algo inmenso, cuya medida no podemos tomar aquí abajo, ya que precisaremos la bienaventurada eternidad para recorrer su extensión.

Para el creyente, la salvación no es solamente el perdón de los pecados que ha cometido. En su inmensa mayoría, los cristianos se detienen en esta primera verdad y pasan su vida sin haber conocido la verdadera liberación. Ésta consiste no precisamente en el perdón de los pecados, sino en la absoluta liberación del pecado, de la raíz que hay en nosotros, a la que también se llama la carne y el viejo hombre y que lleva todos esos malos frutos que son los pecados. Esta liberación es operada porque Cristo, habiendo sido hecho pecado en lugar de nosotros, nuestra vieja naturaleza –“el pecado en la carne”– ha sido condenada y crucificada en su persona. En lo sucesivo, por lo tanto, podemos tenernos por muertos al pecado y

Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús
(Romanos 8:1).

Y por este hecho, todas las consecuencias del pecado –la esclavitud de Satanás, la muerte y el juicio– han sido reducidas a la nada para siempre.

Pero, por grande que sea esta liberación, la salvación es aun más grande que todo esto. No solamente es la liberación del pecado y de todas las consecuencias pasadas, presentes y futuras: es la introducción actual del creyente en la presencia de Dios, su recepción –según la entera aceptación de Cristo por parte de Dios– en virtud de su obra, aceptación públicamente declarada por el hecho de que Dios resucitó de entre los muertos a Jesús y le hizo sentar a su diestra. Los resultados de esta introducción del creyente ante Dios nos son descriptos en pasajes tales como Juan 20:17, Romanos 5:1-2, Efesios 1:2-6, etc.

Finalmente, la salvación es la introducción, aún futura, en el perfecto e ininterrumpido gozo de todo lo que nosotros sólo poseemos todavía en esperanza y que será manifestado en la gloria (Filipenses 3:20-21).

Tal es la salvación que la gracia nos da. ¿No tenemos razón cuando decimos que ésta no tiene límites?

Enseñándonos: La gracia ha comenzado por traer salvación a todos los hombres; a continuación nos enseña. El creyente en lo sucesivo se encuentra, no como Israel bajo la enseñanza de la ley, sino bajo la de la gracia. La gracia aparecida en Cristo reemplazó al primer conductor o ayo, el cual es puesto de lado (Gálatas 3:24). Este nuevo ayo no es dado al mundo. Es preciso, en primer lugar, que los hombres sean salvados por la fe; solamente entonces pueden ser enseñados. Los que han sido salvados, en lo sucesivo forman parte de una nueva familia que tiene necesidad de educación. La gracia se encarga de este cometido; por eso hallamos aquí esta pequeña palabra: nos enseña, la cual es de la mayor importancia. Dios no enseña al mundo, sino a los justos. Sin duda que él “enseñará a los pecadores el camino” (Salmo 25:8), es decir, a los que reconozcan sus transgresiones y apelen a su gracia y a su perdón. Cuando en esta condición se acercan a Dios y ponen su confianza en él, entonces son contados con los “humildes” (v. 9 del mismo salmo).

Jamás podrá existir una base de entendimiento entre el pecado y la gracia, pues son completamente opuestos el uno a la otra. La gracia no mejora al pecador, sino que le salva. El pecado separa al hombre de Dios; la gracia, en cambio, le conduce a él. El pecado hace al hombre esclavo de Satanás; la gracia lo libera de esta esclavitud. El pecado produce la muerte; la gracia da la vida eterna. El pecado conduce al hombre al juicio; la gracia le otorga la justicia. El pecado tiene por consecuencia la condenación; la gracia quita esta última para siempre.

Enseñanzas de la gracia

Veamos ahora en qué consiste la enseñanza de la gracia. Nos enseña en cuanto al pasado, en cuanto al presente y en cuanto al porvenir. En cuanto al pasado, nos enseña a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos; en cuanto al presente, nos enseña a vivir –en este siglo malo– pía, justa y santamente; en cuanto al porvenir, nos enseña a aguardar la esperanza bienaventurada.

Esta enseñanza de la gracia es, como se ve, enteramente práctica, lo cual, por lo demás, caracteriza a toda la “doctrina o enseñanza” de esta epístola. Hay enseñanzas que sitúan ante nosotros nuestra posición celestial y las riquezas insondables de Cristo, temas a menudo llamados “la fe”, pero aquí vemos que la gracia nos enseña en cuanto a nuestra conducta aquí en la tierra. Consideremos algo más de cerca los tres objetos de esta enseñanza.

1.    “Renunciando (o renegando) a la impiedad y a los deseos mundanos”: Renunciar (o negar) equivale a declarar que uno no conoce más a una persona o a un objeto que antes conocía. Pedro, al negar al Señor, es un ejemplo de ello. Prácticamente, el cristiano instruido por la gracia ha terminado con estas cosas del pasado, con el menosprecio que mostraba hacia Cristo y la indiferencia acerca de sus relaciones con Dios. La impiedad es vivir sin Dios en este mundo; las concupiscencias –la de los ojos, la de la carne y la soberbia de la vida– pertenecen al mundo y no a la nueva naturaleza. La cruz de Cristo, así como la gloria de Cristo, son incompatibles con estas cosas. Ahora bien, toda la marcha cristiana, enseñada por la gracia, se halla comprendida entre el punto de partida del creyente –la cruz– y su punto de llegada –la gloria. Esta marcha, en lo sucesivo, es distinta a todo lo que había caracterizado nuestra conducta lejos de Dios.

2.    “Vivamos en este siglo, sobria, justa y piadosamente”: En este siglo. Hemos sido retirados “del presente siglo malo” por el hecho de que Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados” (Gálatas 1:4). No pertenecemos, pues, a este mundo, ya que somos del cielo, una nueva creación. Las cosas viejas pasaron, pero, como cristianos, estamos siempre en peligro de conformarnos al presente siglo (Romanos 12:2) y aun, lamentablemente, de amarlo y abandonar, así como Demas, el testimonio de Cristo (2 Timoteo 4:10). Esto no quiere decir que no tengamos que vivir “en este siglo”, pero, al estar roto todo vínculo moral con el mundo, somos dejados en él para mostrar, por nuestra conducta como redimidos, que en lo sucesivo tenemos otros principios y otra marcha moral distintos de los de él.

“… sobria, justa y piadosamente”: Templados o sobrios en cuanto a nosotros, justamente en cuanto a nuestro prójimo, piadosamente en cuanto a Dios. Es lo que debe caracterizar toda nuestra vida entre tanto ésta se desenvuelve en el presente siglo, hasta que tenga su pleno desarrollo en el siglo venidero.

Las tres cosas que la gracia nos enseña aquí, caracterizan en el fondo la vida práctica de todas las clases de creyentes que nos presenta esta epístola. Sobriamente: la sobriedad, la moderación en todo, la contención y el control de sí mismo caracterizan, nada más que en nuestro capítulo, a los ancianos, las ancianas, las mujeres jóvenes y los mancebos (v. 2, 5 y 6); en una palabra, a todos los que forman el conjunto de la casa de Dios. Justamente: Si la justicia práctica consiste en primer lugar en no dejar que el pecado se introduzca en nuestros corazones y en nuestro camino; en una palabra, si nos hace no tener piedad para con nosotros mismos, debemos también pagar por ella a cada cual lo que le es debido. La justicia debe reglamentar nuestras relaciones, sea con nuestros hermanos, sea con el mundo, y ésta es, pienso, la significación esencial de la palabra “justamente”. En todo sentido es igual a lo largo de esta epístola. El cuidado de los demás, la carencia de todo egoísmo, el otorgamiento de la honra debida a cada uno es lo que garantiza el orden en todas las relaciones de los miembros de la casa de Dios entre sí. Piadosamente: Ya hemos visto en el primer versículo de esta epístola lo que es la piedad y cómo es inseparable del conocimiento de la verdad. Aquí la piedad es el más elevado de los tres puntos. Vivir piadosamente es mantener las relaciones habituales de nuestra alma con Dios, en el amor, la deferencia, la obediencia, el temor a desagradarle. Estas cosas han caracterizado en todo tiempo a los fieles. ¡Cuántas veces la piedad es recomendada en las epístolas a Timoteo! ¡Cuántas veces las ventajas y las bendiciones que se desprenden de ella son puestas a la luz! (véase 1 Timoteo 2:2; 3:16; 4:7-8; 5:4; 6:3, 5-6, 11; 2 Timoteo 3:5, 12).

3.    “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”: Esto también forma parte de la enseñanza de la gracia. Nos enseña a esperar la venida del Señor para reunirnos con él. ¿Cómo, pues, no llamar bienaventurada a esta esperanza?

No está mezclada con temor ni aprehensión; ninguna nube se interpone, pues es para el rescatado el triunfo y la coronación de la gracia. Pero esta esperanza no se separa de la aparición de la gloria para aquel que es enseñado por la gracia. Las dos cosas, aunque separadas como dos actos en cuanto a la época, pertenecen a un mismo acontecimiento –la Venida– pero una es la venida del Señor en gracia y la otra su venida en gloria; la una cuando venga por sus santos, la otra cuando venga con sus santos; la una su venida visible sólo a ojos de los redimidos, la otra su venida a ojos del mundo; la una su venida para la bendición inefable de los suyos, la otra su venida para juzgar sin misericordia al mundo; la una su venida para introducirnos en las mansiones celestiales, la otra su venida para establecer en la tierra su reino de justicia y de paz; la una su venida para tomarnos consigo, la otra para manifestarnos en la misma gloria que él.

La aparición es la de la gloria “de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. ¡Nuestro gran Dios! ¡De qué suprema dignidad, de qué majestad será revestido Jesús cuando se manifieste! El mundo se lamentará y se golpeará el pecho cuando le vea venir en las nubes, pero nuestros corazones serán llenos de gozo inefable, pues diremos: ¡Este gran Dios es nuestro Dios, este gran Dios es nuestro Salvador Jesucristo!

El supremo sacrificio de Cristo

Desde que pronuncia este nombre de Salvador, el apóstol se siente transportado a la presencia de los sufrimientos de Cristo y considera el fin práctico de la obra que ha cumplido: se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.

¡”Se dio a sí mismo por nosotros”! ¡He aquí quién es nuestro Salvador y adónde le condujo su amor! No solamente es verdad que Dios dio a su Hijo unigénito y lo entregó por nosotros, sino que Jesús se dio íntegramente. Se dio él mismo por todos nosotros. Su muerte y sufrimientos tienen aun otros objetivos, como vamos a verlo; pero aquí el objetivo somos nosotros. ¡Maravilloso amor para quien sondeó ante Dios la profundidad de su degradación! Es la historia del tesoro y de la perla de gran precio (Mateo 13). Jesús estimó que nuestra adquisición valía su propia vida; por eso nos ha visto, no según lo que éramos, sino según las perfecciones de las que su amor nos quería revestir.

Enumeremos algunos otros pasajes en relación con el objetivo de su sacrificio:

  • Gálatas 2:20: “El Hijo de Dios el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Este pasaje, juntamente con el de Tito 2:14, puede que sea uno de los más preciosos para nuestro corazón: Se entregó ¿para adquirir a quién? A mí, un individuo. Así hubiese estado yo solo en el mundo, él se habría consagrado hasta sufrir la muerte por mí solo. En el capítulo 2 de Tito se trata de nosotros, el conjunto de los rescatados. Quiere tener aquí en la tierra un pueblo que le pertenezca. Romanos 5:8 muestra que murió por nosotros cuando aún éramos pecadores. ¡Cuánto exalta su amor este maravilloso hecho! Cuando no éramos otra cosa que pecadores, veía en nosotros el resultado de la obra que iba a cumplir. Nos consideraba a la luz de la redención, pero su amor halló, en el mismo pecado, un motivo para manifestar toda su medida.
  • 1 Corintios 15:3: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras”. Esta frase resume todo el Evangelio. Tal es el primer gran objetivo de la muerte de Cristo. Para poseernos, le fue preciso solucionar la cuestión de nuestros pecados.
  • Gálatas 3:13: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición”. ¿Podemos concebir al Santo y Justo identificándose a tal punto, en su amor, con seres malditos?
  • Gálatas 1:4: “Se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo”. Me pregunto: ¿Tienen los cristianos suficiente conciencia de que la finalidad de Cristo al morir para expiar nuestros pecados fue la de separarnos del mundo? ¿Concretan ese propósito en toda su conducta?
  • Juan 11:51-52: “Jesús había de morir… no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”. He aquí otro objetivo de su muerte. Quería reunir a los suyos en la unidad de la familia de Dios en esta tierra. Decimos «la familia» porque Juan no habla de la Iglesia, a la cual, sin embargo, este pasaje puede aplicarse muy bien. Aquí, lo señalamos aún: los cristianos no aprecian la finalidad de Cristo al morir más de lo que aprecian su finalidad en el primer capítulo de Gálatas.
  • 1 Pedro 3:18: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados… para llevarnos a Dios”. ¡Inmenso resultado de su sacrificio! “Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí”. Y también: “Nadie viene al Padre, sino por mí” (Éxodo 19:4 y Juan 14:6).
  • Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (2 Corintios 5:15). La apreciación de la muerte de Cristo destruye en nosotros el egoísmo que hace del hombre su propio centro, el objeto por el cual obra y al cual lo relaciona todo. Todas las cosas de las que nos hablan los apartados 3 a 7 no podrán ser realizadas a menos que tengamos continuamente ante los ojos la muerte y los sufrimientos de Aquel que se dio a sí mismo por nosotros.
  • Efesios 5:25-27: “Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella”. Cumplió este sacrificio de amor a fin de adquirir a su Esposa, el objeto más querido por su corazón, y después de haberla adquirido, la purifica durante el viaje por el desierto, a fin de que sea digna de él cuando entre en la gloria. Los cristianos ¿piensan en amar, no a sus miserables sectas, sino a la Iglesia, la Asamblea, porque Cristo la ama?

Volvamos ahora a nuestro pasaje. Al darse a sí mismo por nosotros, el Salvador tenía tres fines:

El primero, redimirnos de toda iniquidad; resultado que nos ha sido adquirido para siempre, por la Redención, mientras que la obra de la purificación diaria, destinada a restablecer con Dios la comunión perdida, se repite a todo lo largo de nuestra marcha aquí en la tierra: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad”.

El segundo fin es limpiar para sí mismo un pueblo adquirido. La adquisición de este pueblo tuvo lugar por Su sacrificio. La purificación tratada aquí tuvo lugar de una sola vez mediante su Palabra, pero ese pueblo adquirido, por el cual se dio a sí mismo, lo quiere para sí, tal como su obra lo ha hecho y su santidad lo desea. Toda esta obra tuvo lugar para formar aquí, como este pasaje nos lo muestra, una familia, un pueblo para Dios, una Esposa para Cristo.

Su tercera finalidad es que ese pueblo adquirido sea celoso de buenas obras. Ya hemos tratado el asunto de las buenas obras y tendremos aún ocasión de volver sobre ello, pero lo que resalta en este pasaje es que la intención del Señor en la Redención es la de ver celo y actividad en la vida práctica de sus muy amados. ¿Ha respondido nuestro celo al deseo de su corazón o bien el Señor se verá obligado a decirnos, como a Laodicea: “Sé, pues, celoso, y arrepiéntete”?

Resumen del ministerio de Tito

Hallamos en este último versículo de nuestro capítulo el resumen del ministerio de Tito. Debía anunciar estas cosas (cap. 2:1), exhortar (cap. 2:6) y reprender (cap. 1:13). La autoridad de ordenar debía caracterizar a su ministerio en medio de esta raza de “cretenses, siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos”. Hay casos en los cuales un acto de autoridad según Dios, realizado por aquellos a quienes el Señor designó para mantener el orden en su Casa, es lo único que puede contener el torrente del mal. Esto no quiere decir que ordenar sea lo principal. La dulzura, la gracia, la paciencia y el amor ganan los corazones; el acto de autoridad reprime el mal. El propio Señor hablaba con autoridad a los espíritus inmundos, pero éste no era el carácter esencial de su actividad y tampoco el del ministerio de Tito, delegado del apóstol.

“Soy manso y humilde de corazón”, dice el Señor. Su carácter de verdadero siervo no solamente es hacer secar el mar con su reprensión, sino “hablar palabras al cansado” (Isaías 50:2, 4). En cuanto al caso de Tito, no solamente era especial a causa del medio en que se desenvolvían sus actividades, sino también a causa de su edad. Al igual que Timoteo, probablemente era joven todavía y, como tal, era importante que se condujera de manera que no estuviese expuesto al menosprecio, el cual se habría reflejado sobre la Palabra de Dios que le había sido confiada. De ahí por qué el apóstol añade: “Nadie te menosprecie” (comp. 1 Timoteo 4:12).