El conocimiento de la salvación
Abra ahora la Biblia y lea usted el versículo que muestra cómo el creyente puede saber que tiene la vida eterna: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Juan 5:13).
Algunos lo entienden en su imaginación así: «Estos sentimientos gozosos os he dado, a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sintáis que tenéis vida eterna». ¿Notó usted la diferencia entre este supuesto texto con el auténtico de la inmutable Palabra de Dios? Que pueda decir como David: “Aborrezco a los hombres hipócritas; mas amo tu ley” (Salmo 119:113).
Dos casos opuestos
La Sagrada Escritura relata un acontecimiento que viene muy al caso para explicar cómo podemos estar seguros de la salvación, según el verso anteriormente citado: es la salida del pueblo de Israel de la tierra de Egipto (Éxodo 12).
¿Cómo podían estar seguros de su salvación los primogénitos de Israel durante la terrible noche de la Pascua mientras Jehová había pronunciado la sentencia de muerte sobre los primogénitos de cada casa en Egipto? Ahora, imaginariamente trasladémonos a ese tiempo; visitemos dos casas de los israelitas y oigamos lo que allí se dice.
En una de ellas encontramos a los miembros de la familia temblando de miedo y llenos de dudas.
–¿Por qué están ustedes tan asustados y pálidos? –les preguntamos. El primogénito nos dice que el Ángel Heridor pasará por toda la tierra de Egipto, matando a los primogénitos y que, por lo tanto, no sabe qué será de él en tan terrible noche. Y agrega:
–Cuando el Heridor haya ido más allá de nuestra casa y la noche del castigo haya terminado, entonces sabré que he sido salvo. Pero mientras tanto, no puedo estar perfectamente seguro. Nuestros vecinos dicen que están seguros de ser salvos, pero creemos que son muy presumidos. Lo único que puedo hacer es dejar pasar esta larga y triste noche esperando que me vaya bien.
Entonces lo interpelamos nuevamente:
–¿Acaso el Dios de Israel no ha provisto un medio para dar seguridad a su pueblo?
–Claro que sí, y nosotros ya lo hemos puesto en práctica. Rociamos debidamente la sangre de un cordero de un año, sin mancha ni defecto, sobre el dintel y los dos postes de la puerta de nuestra casa; pero a pesar de esto, no estamos seguros del todo de salir librados.
Dejemos a estas gentes atribuladas por la duda y entremos en la casa vecina. ¡Qué contraste se ofrece allí! La paz se refleja en todos los rostros. Los vemos listos para marchar, ceñidos sus vestidos, bastón en mano y comiendo de pie el cordero asado.
Entonces les preguntamos:
–¿Cuál es la causa de su alegría y tranquilidad en una noche tan sombría como esta?
–Estamos aguardando de parte del Señor las órdenes de partir; entonces daremos para siempre el último adiós al látigo del cruel capataz y a la dura esclavitud en Egipto.
–Pero, ¿olvidan que esta noche el Ángel de Dios recorre la tierra hiriendo a los primogénitos?
–No, no lo olvidamos, pero sabemos que nuestro primogénito está seguro. Rociamos la sangre del cordero conforme al mandato de nuestro Dios.
–En la casa vecina también lo hicieron, sin embargo, allí todos están tristes porque dudan de su seguridad.
–Pero, además de la sangre rociada, tenemos el testimonio que Dios mismo nos dio por medio de su Palabra inmutable. Dios dijo: “Veré la sangre y pasaré de vosotros” (Éxodo 12:13). Él está satisfecho con ver la sangre allí afuera, y nosotros descansamos seguros en su Palabra aquí adentro. La sangre rociada nos da la salvación. La palabra que Dios pronunció nos da la seguridad de ella.
¿Qué diferencia hay entre los dos casos?
Ahora bien, ¿cuál de estas dos familias le parece que estaba más salva? Tal vez diga que la segunda, cuyos miembros gozaban de la tranquilidad que les daba la confianza en Dios.
Pues, si así lo cree, está en un error. Ambas familias estaban igualmente a salvo; en ambas la salvación dependía de que Dios viera la sangre afuera, y no de los sentimientos de quienes vivían adentro. Y si usted también quiere estar seguro de su propia salvación, no escuche el testimonio fluctuante de sus emociones interiores, sino el testimonio infalible de la Palabra de Dios: “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
De las dudas a la certeza
A fin de aclarar este punto, me serviré de un ejemplo tomado de la vida diaria. Cierto ganadero, no teniendo suficientes pastos para su ganado, pide en arrendamiento un hermoso pastizal próximo a su finca. Pasa algún tiempo sin recibir contestación del propietario. Entre tanto, un vecino suyo lo visita y procura animarlo, diciendo:
–Estoy seguro de que te arrendará el pastizal. ¿No te acuerdas de que en la Navidad pasada, su propietario te regaló unos productos de su finca, y días después, al pasar frente a tu casa, te saludó amablemente?
Estas palabras parecen dar ánimo al ganadero. Pero, al siguiente día se encuentra con otro de sus vecinos, quien le dice:
–¡Me temo que no te arrendará el pastizal! El señor B. también lo solicitó, y ya sabes cuánta amistad lo une con el propietario.
Y las esperanzas del pobre ganadero se desvanecen como pompas de jabón.
Por fin recibe una carta y, al reconocer la letra del propietario del pastizal, la abre con viva ansiedad, la cual va convirtiéndose en satisfacción a medida que avanza en la lectura.
–Todo está arreglado –dice a su esposa–. ¡Se acabaron las dudas y los temores! El dueño del pastizal me arrienda el campo por todo el tiempo que lo necesite, y en condiciones ventajosas para mí; esto me basta. ¡Qué me importa ahora lo que digan los demás! La palabra del dueño contenida en esta carta me asegura la posesión.
¡A cuántas personas les sucede lo del ganadero! Al escuchar las opiniones de otros o los sentimientos del propio corazón engañoso, se dejan llevar de acá para allá, perplejas y afligidas, cuando bastaría recibir la Palabra de Dios como siendo Su Palabra; entonces la seguridad pasaría a ocupar el puesto de las dudas.
La Palabra de Dios dice que el que cree es salvo, y el que no cree está condenado. Ambos casos son seguros porque Dios es quien habla. “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos” (Salmo 119:89); y para el creyente de corazón sencillo, su Palabra lo decide todo.
“El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Números 23:19).
Más pruebas no hay que exigir
Ni más demostración.
Pues sé que Cristo al morir
Cumplió mi salvación.
Una fe verdadera
Tal vez el lector diga: «¿Cómo puedo estar seguro de que tengo la verdadera fe?».
A esta pregunta solo cabe responder de la siguiente manera: ¿Confía usted en el verdadero Salvador, es decir, en el bendito Hijo de Dios?
No se trata de saber si su fe es grande o pequeña, fuerte o débil, sino de saber si la Persona en quien ha confiado es digna de confianza. Hay quien se aferra a Cristo con la fuerza del que se está ahogando; otro apenas toca el borde de su túnica; con todo, ambos son igualmente salvos. Los dos han comprendido que en ellos mismos no hay nada digno de confianza, pero que pueden confiar plenamente en Cristo, contar con Su Palabra y descansar en la obra perfecta y de eficacia eterna que él hizo en la cruz. Esto es lo que significa creer en él.
Hay cosas que no salvan
Para la salvación de su alma, cuídese bien de confiar en sus propósitos de enmienda, en sus buenas obras, en sus prácticas o sentimientos religiosos, o en su educación moral recibida desde su infancia. Puede confiar firmemente en estas cosas y, sin embargo, perderse eternamente. La fe más débil en Jesucristo lo salva por toda la eternidad, mientras que la fe más firme en cualquier otra cosa que no sea Jesús mismo, no es más que el fruto de un corazón engañado y engañador; es el ramaje con el que el enemigo cubre la trampa de la eterna perdición.
En su Palabra, Dios sencillamente le presenta al Señor Jesucristo y le dice: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Le dice que usted puede confiar en el Señor Jesús con toda seguridad, pero confiar en usted mismo es un peligro mortal.
¡Bendito, eternamente bendito seas tú, Señor Jesús! ¿Quién no confiará en ti y ensalzará tu nombre?
Una joven y su problema
–Creo verdaderamente en él –me dijo con cierta tristeza una joven–; sin embargo, no me atrevo a decir que soy salva por temor a mentir.
Esta joven era hija de un carnicero y su padre había ido aquel día a la feria.
–Supongamos –le dije– que cuando tu padre vuelva a casa, le preguntes cuántos carneros compró en la feria, y él te conteste que ha comprado diez. Poco después llega un hombre y te pregunta cuántos carneros compró tu padre en la feria. ¿Acaso le responderías que no quieres decirlo por temor a mentir?
La madre, que escuchaba la conversación, dijo con cierta indignación: «Eso sería como decir que tu padre es un mentiroso».
¿No cree usted que esta joven, a pesar de su buena intención, hacía a Jesucristo un mentiroso cuando decía: «Yo creo en el Hijo de Dios y, sin embargo, no me atrevo a decir que tengo vida eterna, por temor a mentir»? ¡Qué atrevimiento!
–Pero, ¿cómo puedo estar seguro de que verdaderamente creo? –dice otro–. Muchas veces me he esforzado por creer y he buscado en mi interior para ver si tengo fe, pero cuanto más busco, menos la hallo en mí.
Amigo mío, la manera en que mira estas cosas no puede darle otro resultado, y el decir que se esfuerza en creer demuestra claramente que anda equivocado.
¿A quién podemos creer?
Voy a presentar otro ejemplo para explicar mejor esta cuestión.
–Una tarde, estando usted en su casa entra un individuo y le dice que el jefe de la estación ferroviaria cercana acaba de morir arrollado por el tren. Pero dicho sujeto es conocido como el más atrevido embustero en toda la vecindad. ¿Creería usted, o se esforzaría siquiera en dar crédito a tal persona?
–Claro que no –me contesta.
–Y ¿por qué no?
–Porque conozco demasiado a ese individuo como para creer sus palabras.
–Pero, dígame, ¿cómo sabe que no le cree? ¿Acaso mirando en usted mismo, en su fe, en sus propios sentimientos?
–No, señor; me fijo en quien me anunció aquella noticia.
Luego entra un vecino y dice:
–Un tren de carga arrolló al jefe de la estación y lo mató en el acto.
Después de salir este último, usted dice prudentemente:
–Creo en parte lo que este hombre me contó, porque, por lo que recuerdo de él, solo me ha engañado una vez, aunque lo conozco desde muchacho.
De nuevo le pregunto: ¿Cómo sabe ahora que en parte da crédito a este hombre? ¿Acaso considerando su propia fe?
–No –contesta–; tengo en cuenta a quien me da aquel informe.
Apenas salido este hombre de su casa, entra un tercero. Este, que es un amigo cuya veracidad le inspira la confianza más absoluta, le anuncia las mismas tristes noticias. Entonces usted dice:
–Ahora, diciéndomelo usted, lo creo.
Insisto, pues, en mi pregunta que, como recordará, no es sino repetición de la suya:
–¿Cómo sabe que le cree con tanta confianza a su amigo?
Usted contestará:
–Es porque él nunca me ha engañado, ni lo creo capaz de engañarme jamás.
Pues bien, de igual manera sé que creo al Evangelio; es por Aquel que me trae las noticias. “Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo… El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo” (1 Juan 5:9-10). “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3).
En cierta ocasión, un hombre angustiado le dijo a un siervo de Dios:
–Señor, yo no puedo creer.
A lo que el cristiano contestó con gran acierto:
–¿De veras? ¿Y a quién es que no le puede creer?
Esta sencilla pregunta le abrió los ojos. Hasta entonces había pensado que la fe era alguna cosa misteriosa que debía sentir dentro de sí, y que sin sentirla no podía tener la seguridad de su salvación. Pero la verdadera fe no fija la mirada dentro de sí mismo, sino afuera, en Cristo y en su obra cumplida; escucha confiadamente el testimonio que un Dios fiel da de Cristo y de su obra.
Por mirar al exterior, al Salvador, tenemos la paz del alma, la paz interior. Cuando un hombre vuelve su rostro hacia el sol, no puede ver la sombra de su cuerpo detrás de él. Uno no puede mirar a sí mismo y a la vez mirar a un Cristo glorificado en el cielo.
Así, pues, vemos que el bendito Hijo de Dios gana mi confianza. Su obra cumplida me da la eterna seguridad de mi salvación. Y la palabra de Dios tocante a los que creen en él me da la firme certeza de tal seguridad. En Cristo y en su obra encuentro el camino de la salvación; en la Palabra de Dios hallo el conocimiento de esa salvación.
Quizás alguno de mis lectores diga: «Si soy salvo, ¿por qué experimento tantas fluctuaciones de ánimo? Pues a menudo pierdo la alegría y me siento tan desdichado y abatido como antes de mi conversión».
Esta pregunta me lleva a tratar el tercer punto: el gozo de la salvación.