El gozo de la salvación
Hallará en las Escrituras que, si usted es salvo por la obra de Cristo y está seguro de ello por la Palabra de Dios, va a conservar el gozo de la salvación por el Espíritu Santo que mora en cada creyente.
Conviene tener presente que toda persona salva todavía tiene en sí «la carne», esto es, la naturaleza pecaminosa en que ha nacido, la que empezó a manifestarse desde sus más tiernos años. El Espíritu Santo en el creyente resiste a «la carne» y se ve entristecido por cualquier manifestación de ella, ya sea de pensamiento, de palabra o de obra.
Cuando el creyente anda como es digno del Señor, el Espíritu Santo produce en el alma su fruto, que es: “amor, gozo, paz…” (Gálatas 5:22). Si anda en camino carnal o mundano, el Espíritu se entristece y esos frutos menguan en mayor o menor proporción.
Expondré su situación como creyente de la siguiente forma:
La obra de Cristo juntamente subsisten
y su salvación o se vienen abajo.
Su modo de andar juntamente subsisten
y su gozo o se vienen abajo.
Si la obra de Cristo se viniera abajo (lo cual es imposible, gracias a Dios), su salvación caería juntamente con ella. Si su modo de andar no es bueno (¡ande con cuidado, porque esto es muy posible!), entonces la alegría también se irá.
En los Hechos de los Apóstoles se dice que “las iglesias”, es decir, los primeros cristianos, andaban “en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo” (Hechos 9:31). También vemos que “los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hechos 13:52).
Mi gozo espiritual es proporcional a la conducta que observe después de mi conversión.
¿Ve ahora en qué consiste su equivocación? Usted confunde el gozo de la salvación con la seguridad de la misma; estas dos cosas son enteramente diferentes. Cuando, por seguir su propia voluntad, por un espíritu mundano o por dejarse llevar de la ira entristeció al Espíritu Santo y, por consiguiente, perdió el gozo, creyó haber perdido también su salvación. Pero no es así. Una vez más le repito:
Su salvación depende de la obra que Cristo hizo por usted.
Su certeza depende de lo que la Palabra de Dios dice con respecto a usted.
El gozo de la salvación depende de no entristecer al Espíritu Santo que habita en usted.
Si usted, como hijo de Dios, entristece al Espíritu Santo, su comunión con el Padre y el Hijo quedará interrumpida, a lo menos por algún tiempo. Y solo cuando reconozca y confiese su pecado, el gozo de aquella comunión le será devuelto.
Lazos familiares
Veamos el siguiente ejemplo: Su hijo le ha desobedecido. El semblante del niño manifiesta que ha hecho algo que no debía. Media hora antes disfrutaba paseando con usted en el jardín, admirando lo que usted admiraba, alegrándose con aquello con que usted se alegraba. En otras palabras, estaba en comunión con usted; sus sentimientos y gustos eran iguales a los suyos. Pero al desobedecer, todo ha cambiado; el niño permanece en un rincón, con una cara que refleja la tristeza de su corazón. Usted le asegura que lo perdonará tan pronto como confiese su falta; pero el orgullo y la terquedad del niño no le permiten hacerlo.
¿Qué sucedió con la alegría que gozaba media hora antes? Ha desaparecido por completo. Y ¿por qué motivo? Porque la comunión que existía entre usted y su hijo se ha interrumpido.
Y el parentesco que existía media hora antes entre usted y su hijo, ¿ha desaparecido también? ¿Se ha roto o se ha interrumpido? Claro que no. Su parentesco depende de su nacimiento. Su comunión con usted depende de su conducta. El desenlace de esta escena lo prueba. Al cabo de un momento el niño deja su rincón, con una voluntad quebrantada y un corazón humilde; le confiesa toda su culpa, de tal modo que usted comprende que él aborrece la desobediencia tanto como usted. Entonces lo toma en sus brazos y lo cubre de besos. ¡Ve qué cambio se ha producido en el rostro del niño! Ha recobrado el gozo porque la comunión ha sido restaurada.
Cuando David pecó tan gravemente en el caso de la mujer de Urías, no dijo a Dios: «Vuélveme tu salvación», sino: “Vuélveme el gozo de tu salvación” (Salmo 51:12).
Continuemos nuestra supuesta historia y llevemos el caso un poco más allá. Supongamos que mientras su hijo se quedaba en el rincón de la habitación, sin muestras de arrepentimiento, se oyera alrededor de su casa clamar a sus vecinos: –¡lncendio, incendio!– ¿Qué sucedería con su hijo? ¿Lo dejaría en la casa para que fuera consumido por el fuego? ¡Increíble!
Lo más probable es que él sea la primera persona que usted saque y ponga a salvo. No hay duda; usted sabe perfectamente que el amor paternal o maternal es una cosa y que el gozo de la comunión es otra muy distinta.
Ahora bien, cuando el creyente peca, la comunión con el Padre se interrumpe temporalmente, y el creyente carece de gozo hasta que con corazón arrepentido se vuelva al Padre y le confiese su pecado. Entonces, creyendo en la Palabra de Dios, sabe que es perdonado, porque la Palabra declara terminantemente que “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
El lazo indestructible y el lazo quebradizo
Pues bien, amado hijo de Dios, tenga presente estas dos cosas: no hay ningún lazo más fuerte que el del parentesco, y nada hay tan delicado como el lazo de la comunión. Todo el poder y el consejo de la tierra y del infierno reunidos no pueden anular el primero, mientras que un deseo torpe o una palabra frívola basta para romper el segundo.
Si usted está entristecido sin saber la causa, humíllese delante de Dios, escudriñe sus caminos. Y cuando descubra al ladrón que le ha robado el gozo, sáquelo de una vez a la luz, es decir, confiese su pecado a Dios, su Padre; júzguese por la escasa vigilancia que usted ha ejercido sobre su alma, la cual ha permitido que el enemigo entrara. Pero no confunda nunca su salvación con el gozo de la misma.
Con todo, no se imagine que Dios juzga con más suavidad el pecado del creyente que el del que no cree. Dios no tiene dos procederes distintos para tratar el pecado. Él no puede pasar por alto los pecados del creyente más ligeramente que los pecados de aquellos que rechazan a su Hijo. Pero la gran diferencia es que Dios conocía todos los pecados del creyente, y los puso todos sobre el Cordero que él mismo proveyó, quien cargó con todos ellos en la cruz del Calvario. Allí fue discutida y resuelta la gran cuestión de la culpabilidad del creyente, desde su punto de vista penal. El castigo que él merecía cayó sobre su bendito sustituto, “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24).
El que rechaza a Cristo debe sufrir el castigo de sus propios pecados en su cuerpo para siempre, en el lago de fuego (Apocalipsis 20:15). En cambio, cuando el que está salvo cae en falta, la cuestión del pecado, en su aspecto penal, no puede ser planteada contra él, ya que el mismo Juez (Jesús) la resolvió de una vez para siempre en la cruz. Pero la cuestión de la comunión se plantea en el creyente, por el Espíritu Santo, cada vez que lo entristece.
La luna y el lago
Permítame, para concluir, que me valga de otro ejemplo. En una hermosa noche de luna llena, dos hombres están mirando atentamente una laguna en cuyas aguas se ve reflejada la luna. Uno de ellos le dice a su amigo:
–¡Qué brillante y redonda está la luna esta noche! ¡Qué silenciosa y majestuosamente sigue su curso!
Pero apenas acaba de pronunciar estas palabras, su amigo arroja una piedra a las aguas. Entonces el primero exclama:
–¿Qué es esto? ¡La luna se ha hecho pedazos y sus fragmentos chocan unos con otros!
–¡Qué tontería! –replica el que arrojó la piedra–. ¡Mírala allá arriba! La luna no ha sufrido cambio alguno. Solo cambiaron las condiciones de las aguas que la reflejan.
Creyente, aplique a su caso esta sencilla figura. La laguna es su corazón. Cuando en él usted no da cabida al mal, el Espíritu de Dios le revela las perfecciones y glorias de Cristo para su consuelo y gozo. Pero cuando usted acoge un mal pensamiento o cuando sale de su boca una palabra ociosa sin que sea juzgada, el Espíritu de Dios empieza a turbar las aguas; sus felices experiencias son hechas pedazos; permanecerá turbado e intranquilo interiormente, hasta que con espíritu quebrantado ante Dios, le confiese el pecado que perturbó su tranquilidad. De esta manera se restaurará la calma de su corazón y disfrutará nuevamente el gozo de la comunión.
Pero, mientras su corazón se halla intranquilo, ¿ha sufrido algún cambio la obra de Cristo? De ninguna manera. Su salvación, por lo tanto, tampoco ha cambiado.
¿Ha cambiado la Palabra de Dios? Por cierto que no. Entonces la certeza de su salvación tampoco ha sufrido en lo más mínimo. ¿Qué es, pues, lo que ha cambiado? Es la acción del Espíritu Santo en usted; en vez de enseñarle las glorias de Cristo y llenar su corazón del sentimiento de su dignidad, se entristece al tener que abandonar este oficio precioso para llenar su conciencia del sentimiento de su pecado y de su indignidad.
Él lo priva de consuelo y gozo hasta que usted juzgue y condene lo que él reprueba. Cumplido esto, la comunión con Dios está restablecida.
¡El Señor nos ayude a desconfiar cada vez más de nosotros mismos, a fin de que no contristemos “al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”! (Efesios 4:30).
Jesucristo es el mismo… por los siglos
Querido lector, por más débil que sea su fe, tenga la seguridad de que el bendito Salvador en quien ha depositado su confianza jamás cambiará. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).
La obra que él acabó no cambiará jamás. “Todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá” (Eclesiastés 3:14).
La palabra que él pronunció jamás cambiará: “La hierba se seca, y la flor se cae; mas la Palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24-25).
Así, pues, el objeto de su confianza, el fundamento de su seguridad, la base de su certeza son por igual eternamente invariables.
El amor que por él siento es inestable.
Y mi gozo mengua o crece sin cesar;
Mas la paz que tengo en Dios es inmutable,
La Palabra de mi Dios no ha de cambiar.
Yo varío; pero él nunca ha variado.
Y jamás el Salvador podrá morir;
En Jesús, y no en mí mismo, estoy fiado;
Su bondad es la que me ha de bendecir.
Al terminar, permítame que le pregunte una vez más:
–¿En qué clase va viajando? Vuelva su corazón hacia Dios y respóndale a él mismo.
* * *
“Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4).
“El que recibe su testimonio, este atestigua que Dios es veraz (dice la verdad)” (Juan 3:33).
Quiera Dios que la gozosa certeza de poseer esta “salvación tan grande” (Hebreos 2:3) llene su corazón ahora y hasta que Jesús venga.