Rut la extranjera
Jehová abre los ojos a los ciegos… levanta a los caídos… guarda a los extranjeros; al huérfano y a la viuda sostiene
(Salmo 146:8-9).
El primer versículo de Rut sitúa los acontecimientos de este libro “en los días que gobernaban los jueces”. El último versículo del libro precedente nos muestra que la época de los jueces se caracterizaba por dos rasgos. Primero, “en estos días no había rey en Israel”. Segundo, “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25).
En efecto, es muy delicada la condición de un país en el cual cada uno hace lo que bien le parece, ¡de manera que al final no se hace nada bueno! Su fin es el predominio de la voluntad propia, que rechaza todo límite y tolera todo desenfreno. Tal era la condición a la cual había llegado el pueblo de Dios durante el tiempo de los jueces. Desgraciadamente, bajo muchos aspectos, esta triste situación se encuentra en el mundo de hoy y en la cristiandad profesante1 . Los mismos principios están en vigor, produciendo los mismos resultados. La voluntad propia del hombre, que encuentra insoportable toda obligación, rechaza cada vez más cualquier forma de autoridad. Resulta que el conjunto del sistema mundial está en vías de desmoralización y cae rápidamente en la ruina y en el caos.
Pero mucho más grave aún es el hecho de que esos mismos principios, que siembran la confusión en el mundo, actúen entre el pueblo de Dios con los mismos resultados desastrosos. Por eso, vemos a ese pueblo dividido, dispersado, desintegrándose poco a poco. El ejercicio de la voluntad propia excluye la autoridad del Señor y rechaza la función directora de la Cabeza. Como el mundo, la gran masa de cristianos hace lo que bien le parece. Estos principios ya estaban en acción durante los tiempos del apóstol Pablo, ya que él debe advertir a los cristianos que no dejen de asirse de la Cabeza (Colosenses 2:19), y comprueba con dolor que “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21).
Desde el momento en que dejamos de buscar todos nuestros recursos en Cristo –la Cabeza exaltada de la Iglesia, la cual es su cuerpo–, desde que no actuamos más bajo la dirección del Señor y bajo el control del Espíritu Santo, nos ponemos a hacer lo que nos parece bien a nosotros mismos.
Desde el punto de vista moral, puede que no hagamos nada malo a los ojos del mundo; y hasta podemos ser activos en buenas obras, y perfectamente sinceros; pero si, en nuestras actividades, los derechos del Señor y la dirección de la Cabeza son ignorados, es simplemente nuestra voluntad propia la que actúa y hace lo que nos parece bien.
La triste consecuencia del miserable estado de Israel se halla descrita en el primer versículo de nuestro capítulo: “Hubo hambre en la tierra”. En el país que tendría que haber sido el lugar de la abundancia por excelencia –“la tierra que fluye leche y miel” (Deuteronomio 6:3)–, no había lo suficiente para satisfacer las necesidades del pueblo de Dios.
Desgraciadamente, los mismos males produjeron consecuencias similares en la cristiandad. Al no estar asidos firmemente de la Cabeza, y al no dar al Señor el lugar de autoridad que le es debido, los cristianos hicieron lo que mejor les parecía y formaron innumerables sectas en las cuales el pueblo de Dios está hambriento a causa de la falta de alimento espiritual. La casa de Dios, que debería ser un lugar de abundancia, llegó a ser, en las manos del hombre, un lugar de hambre.
- 1N. del Ed.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la Iglesia profesante– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).
La prueba por el hambre
Desde el punto de vista individual, un período de hambre es un período de prueba para el creyente. El hambre es una prueba de nuestra fe. Elimelec vivía en el país que Dios había asignado a Israel. Allí se encontraban el tabernáculo, los sacerdotes y el altar, pero en los caminos gubernamentales de Dios, el hambre también. Para Elimelec la prueba consistía en esto: ¿podría poner su confianza en Dios durante el tiempo de hambre y permanecer en el camino trazado por Dios a pesar de ello? Desgraciadamente, este hombre de Belén no estuvo a la altura de la prueba. Bien deseaba vivir en el país elegido por Dios, separado de las naciones de alrededor, durante los tiempos de abundancia, pero, bajo la presión del hambre, lo abandonó.
Del mismo modo, en la historia de la Iglesia, muchos se mostraron dichosos de estar unidos al pueblo de Dios y al testimonio del Señor cuando los incrédulos se convertían por millares, cuando todos los que creían eran un corazón y un alma, cuando “gran poder… y abundante gracia era sobre todos ellos” (Hechos 4:33). Pero cuando los cristianos profesantes comenzaron a hacer lo que bien les parecía, cuando todos buscaron sus propios intereses, mientras el gran apóstol Pablo se encontró en prisión y el Evangelio en aflicción, entonces apareció el hambre. Con el hambre vino el tiempo de la prueba, y bajo la presión que siguió, la fe de muchos fue quebrantada, al punto que Pablo debió decir: “Me abandonaron todos los que están en Asia” (2 Timoteo 1:15) y “porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21).
Asimismo, hoy tampoco escapamos a la prueba del hambre. Dios, en su misericordia, una vez más mostró a numerosos creyentes el verdadero terreno de la reunión para los suyos, y muchos, atraídos por el ministerio de la Palabra, aceptaron con gozo el camino de la separación. Pero cuando viene la prueba, cuando el número disminuye, cuando la debilidad exterior se manifiesta, y el alimento espiritual mengua, entonces estiman que ese terreno es demasiado estrecho para ellos, la debilidad es demasiado pesada, la lucha demasiado ruda. Bajo la presión de las circunstancias, abandonan el lugar y se extravían en otros de su propia elección, donde esperan escapar a la prueba y encontrar una tregua al combate.
Tal es el caso de Elimelec. Notemos que su nombre significa: «cuyo Dios es el rey». Tal vez sus padres eran personas piadosas que, viendo que no había rey en Israel, deseaban que Dios fuese rey en la vida de su hijo. ¡Desgraciadamente, como tantas veces, negamos nuestro nombre de cristianos! Cuando viene la prueba, Elimelec yerra al no obedecer a su rey. No obstante, si Dios es rey, puede mantener a los suyos tanto en los días de hambre como en los días de abundancia. Pero la fe de Elimelec no está a la altura del significado de su nombre, y entonces no puede resistir a la presión de las circunstancias. Su mujer y sus dos hijos naturalmente lo siguen.
Al abandonar el país de Dios, llegan al país que ellos eligen. Peor aún, al llegar a los campos de Moab, “se quedan allí” (Rut 1:2). En realidad, es más fácil persistir en una posición falsa que en una posición correcta. El lugar elegido por Elimelec es significativo. Sin duda alguna, los países que rodean la tierra prometida son una imagen del mundo bajo sus diferentes formas. Egipto representa el mundo con sus tesoros y sus placeres culpables, sobre todo la servidumbre a Satanás que lleva a la búsqueda del placer. Babilonia simboliza el mundo religioso corrompido. Moab presenta aún otro aspecto del mundo. El profeta Jeremías ofrece una clave de su significado espiritual en el capítulo 48:11: “Quieto estuvo Moab desde su juventud, y sobre su sedimento ha estado reposado, y no fue vaciado de vasija en vasija”. Así, Moab evoca una vida de facilidad, que pasa tranquilamente sin grandes cambios, en la cual uno procura proteger esta quietud de toda forma de intrusión. Para utilizar el lenguaje del profeta, nunca sufrió ningún trasvase.
Ni Egipto con sus groseros placeres, ni Babilonia con su religión corrompida atrajeron a Elimelec. Pero Moab, que ofrecía sus bienestares y confortables descansos, ejerció sobre él un atractivo considerable como medio para escapar de las luchas y pruebas. Cuando reina el hambre, Moab constituye aún hoy una trampa temible para aquellos que un día aceptaron el terreno elegido por Dios para su pueblo. En los tiempos de hambre, pueden parecerles demasiado pesado el combate para mantener un camino de separación, demasiado penoso el constante movimiento en ese camino; están tentados de abandonar “la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12) para instalarse tranquilamente en algún valle retirado de Moab, para no sufrir el trasvase y estancarse así en sus propios negocios. Pero, como Elimelec, a menudo debemos conocer a través de amargas experiencias las consecuencias de la deserción.
Como lo vimos, Elimelec no solo llegó al país de Moab con su mujer y sus dos hijos, sino que “se quedaron allí”. No hubo restauración para Elimelec. El país de Moab vino a ser para él el valle de sombra de muerte. Intentó escapar de la opresión mortal del hambre, pero ello fue solo para lanzarse en los brazos de la muerte en el país de Moab. Las medidas mismas que tomó para evitar el desenlace fatal lo condujeron allí. Un mal paso, en lugar de alejarnos de los disturbios, nos hunde directamente en los problemas que procuramos evitar. Además, buscar el reposo en el mundo, aun en lo que no es moralmente malo en sí mismo, es buscar el descanso en objetos que la muerte puede arrancarnos, o quitarnos. La sombra de muerte está presente en la tierra hasta en las escenas más hermosas. Pero Cristo resucitó, la muerte ya no tiene poder sobre Él, y vale mucho más sufrir el hambre con Cristo resucitado que estar rodeado de la abundancia del mundo en compañía de la muerte.
Elimelec muere. Las tristes consecuencias de su mal paso no se limitan solo a él. A ejemplo de Noemí, su esposa, sus dos hijos lo siguieron a Moab. Estos se unen en casamiento a dos mujeres de Moab e infringen de este modo la ley de Dios. Diez años pasan. La muerte reclama su derecho sobre los dos hijos, y Noemí, privada de su marido y de sus hijos, se encuentra viuda y sola en un país extranjero. Por supuesto, Dios la abatió y afligió, pero no la abandonó. La mano que golpeó a esta mujer dolorosamente abatida es movida por un corazón que la ama. La disciplina del Señor prepara el camino de su restauración.
Apartarse de las falsas asociaciones
Si Elimelec ilustra el camino de la caída, en Noemí vemos el de la restauración. Lejos del país de Jehová durante unos diez largos años, ella buscó su bienestar en el país de Moab y encontró solo la aflicción. Pero, finalmente, la disciplina del Señor llega a su meta, porque leemos: “Entonces se levantó con sus nueras, y regresó de los campos de Moab” (Rut 1:6). ¿Qué la obliga a volver? ¿Los sufrimientos y las dolorosas pérdidas? No. Las buenas nuevas de la gracia del Señor la atraen. Cuando ella oye decir que “Jehová había visitado a su pueblo para darles pan”, se levanta para volver al país.
Las penas no nos incitarán a volver a Dios, aunque pueden enseñarnos cuán amargo es alejarse, y preparar así nuestros corazones para recibir las buenas nuevas concernientes al Señor y su gracia hacia los suyos. No fueron la miseria y las privaciones, la esclavitud cruel, las algarrobas y el hambre sufridos en el país lejano los que trajeron al hijo pródigo a la casa paterna, sino el recuerdo de la abundancia en la casa; la gracia del corazón de su padre lo llevaron a decir: “Me levantaré e iré a mi padre” (Lucas 15:18). No fue la miseria del país lejano la que lo rechazó, sino que la gracia del corazón del padre lo atrajo de nuevo a casa. Es lo mismo para Noemí: En el país de Moab donde todo le fue tomado, oye hablar del país de Judá y de lo que Dios da allí a su pueblo. Y porque ella tiene ante sus ojos a Dios, puede levantarse por encima de todas sus faltas y ponerse en marcha para volver a su país.
Su primer paso en el camino del regreso es liberarse de sus falsas asociaciones con Moab. “Salió, pues, del lugar donde había estado” (Rut 1:7). Este acto particularmente práctico influye de repente sobre otros. Sus dos nueras salen “con ella”. Testificar contra una posición falsa quedándose en ella no ejerce ninguna influencia sobre los demás. Si la posición es falsa, lo primero que hay que hacer es apartarse.
Es lo que hace Noemí. Se vuelve, ella y sus dos nueras. Rompen con sus malas asociaciones teniendo delante de sí la meta correcta, porque “comenzaron a caminar para volverse a la tierra de Judá”.
La profesión de Orfa
No obstante, el hecho de apartarse de una posición errónea y proponerse volver a una posición correcta no implica necesariamente un ejercicio real en el corazón de todos los que dan ese paso. De las tres mujeres, Noemí es una creyente descarriada pero está en el camino de la restauración; Rut es el testigo de la gracia soberana de Dios y se caracteriza por la fe y un abnegado afecto, mientras que Orfa se contenta con una profesión aparente pero vacía, y jamás alcanzará la tierra prometida.
Tanto Orfa como Rut dan pruebas de abnegación para con Noemí. Ambas declaran que desean ir con Noemí a su pueblo y comienzan a caminar hacia la tierra de Dios. Pero, como siempre, lo que se afirma es puesto a prueba. Noemí dice: “Andad, volveos cada una a la casa de su madre” (cap. 1:8). Se le ofrece a cada una la oportunidad de volverse atrás. Esta prueba pondrá de manifiesto si lo más profundo de sus pensamientos concuerda con lo que profesan. Si añoran el país de donde salieron, entonces tienen la posibilidad de volver (compárese con Hebreos 11:15). El pensamiento íntimo de Orfa se manifiesta de inmediato. Su corazón queda apegado al país de su nacimiento. Veremos que Rut, al contrario, desea “una patria… mejor” (Hebreos 11:14-16). Cierto es que Orfa hace una hermosa profesión, pero no pasa de allí. Está muy emocionada, a tal punto que alza su voz y llora (Rut 1:9). Sus afectos son conmovidos, puesto que besa a su suegra (v. 14) y sus palabras no faltan de belleza: “Ciertamente nosotras iremos contigo a tu pueblo” (v. 10). Pero llama la atención que solamente Rut menciona al Dios de Noemí; Orfa se contenta con hablar de Noemí y del pueblo de Noemí. Así, a pesar de sus declaraciones, de sus lágrimas y besos, deja a Noemí, al Dios de Noemí y al país de la bendición para volver “a su pueblo y a sus dioses” (v. 15), y al país de sombra de muerte.
El apego de Rut
¡Cuán diferente es la historia de Rut! Esta joven será el testigo de la gracia de Dios. Como Orfa, Rut hace una profesión notable. También expresa bellas palabras, y se muestra tan conmovida como su cuñada, porque alza su voz y llora con ella. Pero en Rut hay más. En ella se encuentran las “cosas… que pertenecen a la salvación”, la fe, el amor y la esperanza (Hebreos 6:9-12).
En Orfa, el amor se reduce a una simple manifestación exterior de afecto. Puede besar a Noemí para despedirse, como en cierta medida lo hizo más tarde Judas al traicionar al Señor con un beso. La Biblia no nos dice que Rut besara a su suegra; aunque la expresión exterior esté ausente, la realidad puede ser otra, porque se nos dice que “Rut se quedó con ella” (o “estrechóse con ella”, Rut 1:14, V. M.). El amor real no renuncia a su objeto, y la compañía de la persona amada le es indispensable. Por eso Rut agrega: “No me ruegues que te deje, y me aparte de ti” (v. 16).
Además, la fe de Rut está a la altura de sus afectos. La energía de la fe la hace capaz de vencer los lazos naturales de su país natal, de la casa de su madre, de su pueblo y de sus dioses. Rut toma resueltamente el camino del peregrino, ya que declara: “A dondequiera que tú fueres, iré yo”. Acepta sufrir el destino del extranjero, diciendo: “Dondequiera que vivieres, viviré”. Se identifica con el pueblo de Dios mediante estas palabras: “Tu pueblo será mi pueblo”. Finalmente, y sobre todo, ella pone su confianza en el verdadero Dios, porque no solamente hace suyo el pueblo de Noemí, sino que agrega: “y tu Dios mi Dios” (v. 16). Ni siquiera la muerte la hace volver atrás, porque exclama: “Donde tú murieres, moriré yo, y allí seré sepultada”. Tanto en la muerte como en la vida, se identifica con Noemí, y, como consecuencia, reivindica para sí misma al pueblo y al Dios de Noemí; y todo esto cuando, a la vista de los hombres, Rut no tenía ante sí sino a una mujer anciana quebrantada. Como lo dijo alguien, Rut unió su destino al de Noemí «a la hora de su viudez, de su exilio y de su pobreza».
Para el hombre inteligente de este mundo, la elección de Rut es insensata. Dejar las comodidades de Moab, la ternura de su hogar y de su país natal, para empezar un viaje a través de regiones incultas, de las cuales se ignora todo, para llegar a un país desconocido, con la única compañía de una viuda en la miseria, parece ser el colmo de la locura. Pero este solo es el principio de la historia. El final no puede ser vislumbrado en este eslabón. Lo que Rut llegará a ser “aún no se ha manifestado” (cf. 1 Juan 3:2). La fe puede ser llevada a dar su primer paso en un contexto de debilidad y de miseria, pero, al final, será justificada, y recibirá su esplendente recompensa, en circunstancias de poder y de gloria. Al principio de nuestro relato, Rut se identifica de todo corazón con una mujer anciana y desolada; al final, es presentada a todos como la esposa del poderoso Booz. Aún más, su nombre, incluido en la genealogía del Señor, será transmitido a todas las generaciones futuras.
En su época, Moisés, dotado de todas las ventajas que la naturaleza puede dar, con todas las glorias del mundo a su alcance, fue también un ejemplo resplandeciente de esta misma fe. Dejando atrás los deleites del pecado y la opulencia de los faraones, “teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:26), hizo a un lado el mundo y todas sus glorias para encontrarse en el desierto con un pueblo pobre y sufriente. ¡Qué locura a los ojos del mundo! Pero la fe podía decir en ese momento: lo que será “aún no se ha manifestado”. La fe debía esperar dieciséis siglos antes de percibir lo que sería Moisés: entonces se le permite a la fe ver a este siervo de Dios aparecer en gloria sobre la montaña de la transfiguración en compañía del Hijo del hombre –visión efímera de una gloria que no pasará jamás– (Lucas 9:28-31). Y cuando, por fin, Moisés entre en las glorias del reino venidero en compañía del Rey de reyes, será evidente para todos que las glorias del mundo que Moisés rechazó eran insignificantes comparadas con el eterno peso de gloria que habrá obtenido.
Hoy en día no es distinto. El camino de la fe puede parecer el colmo de la inconsciencia a los ojos de este mundo. Rechazar la gloria que nos ofrece, identificarse con el pueblo de Dios pobre y despreciado, salir hacia Cristo fuera del campamento, llevando su vituperio, puede parecer, a simple vista, una locura para la razón natural del hombre. Pero la fe repite: “Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser”. La fe estima que
Esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria
(2 Corintios 4:17).
Y la fe recibirá su recompensa, porque cuando al fin raye el día de la gloria, y la fe sea cambiada en vista, cuando el gran día de las bodas del Cordero llegue, los cristianos, hoy pobres y despreciados, aparecerán con él y serán semejantes a él, como “la desposada, la esposa del Cordero” (Apocalipsis 21:9).
Además, si las cosas que pertenecen a la salvación –la fe, el amor y la esperanza– están activas en nosotros, nuestros corazones se verán profundamente resueltos. Así ocurrió con Rut. Sin consideración para el país que dejaba, libre de todo vano pesar, estaba “resuelta” a ir con Noemí. “Anduvieron, pues, ellas dos hasta que llegaron a Belén” (Rut 1:18-19). Qué beneficio para nosotros si, animados por la fe, el amor y la esperanza, olvidamos lo que queda atrás y nos extendemos a lo que está delante, prosiguiendo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús (véase Filipenses 3:13-14).
La restauración de Noemí
Esta parte de la historia de Rut termina naturalmente con el recibimiento del alma restaurada.
Vimos cómo la amargura envenena el sendero del corazón extraviado, y cómo el Señor lo restaura en su gracia. Ahora aprendemos que la respuesta correcta a un trabajo de restauración es la recepción del alma restaurada en el seno del pueblo de Dios. Con sus ojos dirigidos hacia el país y el pueblo de Dios, la creyente restaurada y la joven convertida prosiguieron su camino “hasta que llegaron a Belén; y aconteció que habiendo entrado en Belén, toda la ciudad se conmovió por causa de ellas” (Rut 1:19). ¡Qué pena! Debemos reconocer que hoy hay poco poder de restauración entre nosotros; ¿no será porque nos falta compasión hacia aquellos que caen? Un creyente puede caer, el mal ser juzgado, y el culpable tratado como conviene sin que seamos “conmovidos” por él, de manera que es raro que el creyente extraviado vuelva a encontrar su lugar entre el pueblo de Dios. El mundo está lleno de corazones tristes y quebrantados, de cristianos errantes; ¡cuán raramente son restaurados y cuán poco somos conmovidos por ellos!
No hay nada que pueda completar mejor el trabajo de restauración en un alma que la compasión de los creyentes. Así ocurrió con Noemí. El amor con que ella fue recibida permitió a su corazón abrirse y expresar una confesión notable, que atestigua la realidad de su restauración.
- Ella reconoce que Dios no la abandonó jamás, cualquiera hayan sido sus faltas. En cuanto a sus años de extravíos, confiesa que “en grande amargura me ha puesto el Todopoderoso” (v. 20), admitiendo implícitamente que no cesó de ocuparse de ella. A veces nos despreocupamos de Dios, pero él nos ama demasiado para que cese de ocuparse de nosotros. Felizmente es así, porque como dice el apóstol: “Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos… Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (Hebreos 12:7-8).
- Por esta confesión, Noemí muestra aún que si el Señor se ocupa de los suyos extraviados, su manera de actuar será sentida como muy amarga. El apóstol nos lo recuerda también: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza” (Hebreos 12:11).
- Es necesario hacer notar la hermosa actitud de Noemí, que asume toda la responsabilidad de su alejamiento. Declara: “Yo me fui…” (Rut 1:21). No obstante, al principio del capítulo leímos: “Un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab” (v. 1). Noemí no hace ningún reproche a su marido. No atribuye la falta a otro para excusarse.
- Si, por un lado, Noemí asume la entera responsabilidad de su alejamiento, por el otro, y con razón, atribuye toda la certeza de su restauración a Dios. Puede decir: “Jehová me ha vuelto”. Soy yo la que me fui, pero Dios es el que me hizo volver. David puede declarar en ese mismo estado de espíritu en el Salmo 23:3: “Hará volver mi alma” (V. M.). Puede haber momentos en que, llenos de autosuficiencia y de confianza en nosotros mismos, pensamos poder volver al Señor cuando nos parezca bien; pero, en realidad, ningún creyente alejado podría volver al Señor si Él no tomara la iniciativa de restaurarlo. La oración del Señor a favor de Pedro antes de que caiga y la mirada del Señor en el momento de su falta quebrantaron el corazón del discípulo y lo condujeron a su restauración. Pedro había seguido de lejos, luego cayó; pero el Señor lo hizo volver.
- Noemí no solo dice que Dios la hizo volver, sino que la ha vuelto «a casa» (según la versión inglesa de J. N. Darby). Cuando el Señor hace volver a un creyente, siempre lo trae de nuevo al calor y al amor del círculo familiar. ¿Qué hace el Pastor cuando encuentra la oveja perdida? La trae a su casa. Es como si dijese: «Es lo único que conviene a mi oveja».
- Además, Noemí debe reconocer que si Dios la hizo volver a casa, ello fue “con las manos vacías”. Todo el tiempo que estamos alejados del Señor, no hacemos ningún progreso espiritual. Él bien puede, en su disciplina, despojarnos de muchas cosas que impiden a nuestras almas progresar. Junto con Noemí, debemos confesar: “Yo me fui llena, pero Jehová me ha vuelto con las manos vacías”. Como todos los que se alejan, Noemí debe sentir el sufrimiento. Es cierto, conoce una bendita restauración, vuelve a casa, al pueblo y al país de Dios, pero no encontrará a su marido y a sus hijos. Se fueron para siempre. Ella buscó el bienestar y quiso evitar las luchas y los ejercicios, pero encontró solo la muerte y las privaciones. Volvió con las manos vacías.
- Sin embargo, si el Señor nos trae con las manos vacías, quiere hacernos volver a un lugar de abundancia. Cuando Noemí llegó a Belén era al “comienzo de la siega de la cebada” (v. 22).
¡Qué consuelo para nuestros corazones saber que si faltamos en compasión los unos para con los otros, el Señor no falla jamás! Dentro de poco tiempo, el Señor traerá a su casa a sus pobres ovejas alejadas, y no faltará ni una. Entonces, en el amor de la casa eterna, gozaremos de la siega celestial: será el “comienzo” de una siega de gozo y bendición que nunca terminará.