La paz con Dios

El calvario y el fuego

En cierta ocasión, una partida de cazadores atravesaba una de las inmensas llanuras de América. Se hallaban a cierta altura cuando, de pronto, los expertos ojos del guía advirtieron un peligro muy común en aquellos paí­ses. A lo lejos resplandecía una gran llamarada. Quizá la arboleda se había secado debido a un sol muy intenso, o tal vez otros cazadores habían encendido una hoguera en medio de su campamento y después no tuvieron la precaución de apagarla. Lo cierto era que el viento, soplando con fuerza, había avivado esa hoguera, propagando las llamas con espantosa rapidez por el campo abierto, devorando todo lo que encontraba a su paso y sembrando destrucción. ¿Qué podían ha­cer los cazadores? Huir era imposible, pues el viento propagaba el fuego con una rapidez siniestra y devastadora; no había tiempo que perder.

El guía se bajó de su caballo y prendió fuego al bosque que tenía delante; el viento agran­dó y aumentó el pequeño fuego, y muy pronto vieron delante de ellos un espacio del que habían desaparecido hierbas y árboles, quedando solamente ceniza y troncos hume-antes. El guía dijo entonces: «Refugiémonos en este lugar quemado, y aquí no correremos ningún peligro». Todos obedecieron aquel consejo.

El primer fuego siguió su obra devastadora; pero, al llegar al lugar quemado, como no encontró elementos que lo alimentaran, pasó por su alrededor, dejando ilesos a los viajeros. ¿Por qué? Porque otro fuego se le había anticipado. La hierba y los árboles ya habían ardido en aquel sitio y, al llegar el fuego a él, le faltaron elementos para extenderse más. Quedó vencido. No tenía poder alguno sobre aquellos hombres. Se vio obligado a pasar alrededor de aquel negro círculo sin causarles daño alguno.

Dios está a punto de ejecutar su juicio sobre este mundo. Observe usted con atención. Si quiere salvarse, póngase en el sitio donde ya pasó el fuego, es decir, en el Calvario, donde murió Jesús. Confíe en este bendito Salvador; confíe en él ahora mismo; si así lo hace, quedará ileso cuando venga el juicio sobre este mundo. A Su lado no habrá combustible para arder. Si la condenación cayó sobre la cabeza de Cristo, jamás podrá tocarle a usted. Quédese en el sitio donde ya tuvo lugar el fuego. Confíe en Jesús, el Salvador, y estará libre; Dios mismo es quien se lo dice.

Una paz inmutable

Unas palabras más para explicar el último punto. Los hombres hablan de los problemas por los cuales pasa su paz. Mi deseo es grabar en su mente esta verdad de la Escritura: “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14). Es muy frecuente que, cuando alguien tiene deseos de obtener la paz, la busque en su propio corazón. Es un error:

Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso
(Jeremías 17:9).

Otros procuran encontrarla en la Biblia, buscando algún versículo tierno y consolador. Hacen muy bien quienes leen la Biblia, pero no es el hecho de leer el que da la paz. Le diré cómo se obtiene. Está arriba, en el cielo. Él es nuestra paz. ¿Dice que su paz es variable? ¿Acaso Cristo, nuestra paz, varía? ¡No! La Biblia dice: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. ¿Cómo puede variar su paz, si Cristo es su paz? ¡Nunca! Ha buscado la paz donde es imposible hallarla. La ha buscado en su corazón, en vez de buscarla en la gloria.

Supongamos que una mañana encuentro a un amigo en la calle, y le digo: –Buenos días, Fulano. ¿Cómo está usted? –Me siento perfectamente bien, sobre todo hoy. Al despertar me puse a cantar himnos. Mi corazón rebosa de alegría. El júbilo que siento me convence firmemente de que soy salvo. ¡Qué engaño! Este hombre funda su certeza en la satisfacción íntima que lo anima.

¿Hacia dónde mira usted?

Me despido de este amigo y, al doblar la esquina, me topo con Zutano, quien es uno de esos individuos melancólicos, de aspec­to taciturno y conversación pesimista; personas como esta abundan y todos las conocemos. Le saludo y le digo: –¿Qué tiene usted? ¡Su aspecto no es bueno! –Desperté hoy de muy mal humor –me contesta. El diablo me metió en la cabeza ideas que me quitan la tranquilidad.

Y después añade con una amarga sonrisa: –Lo que me consuela, en medio de mi infelicidad, es saber que el diablo no me causaría ningún sinsabor si yo no fuera convertido. Sí, tengo la seguridad de ser salvo, pues si no fuera así, no me vería tan atormentado.

¡Pobre hombre! ¡Basa la certeza de su salvación en las miserias que produce su corazón malo! ¡Ambos están igualmente equivocados, pues, para asegurarse de su paz miran adentro en vez de mirar arriba! Su paz varía según sus sentimientos; su barómetro espiritual oscila continuamente.

Estimado amigo, no se fíe de sus propios sentimientos, no fundamente su paz en ellos. ¿Cómo llegaría a saber que tiene paz con Dios? Ciertamente no lo sabrá mirando dentro de sí. Nosotros, quienes por naturaleza somos pobres, miserables e indignos pecadores, nada poseemos que nos recomiende al favor de Dios. Pero… ¡fíjese bien! Es verdad que no podemos hacer la paz con Dios. Ni siquiera podemos ayudar a hacerla. Pero el Señor Jesús la hizo. Él mismo la hizo por la sangre de su cruz. Él resucitó de los muertos, la corona ciñe su frente y las Escrituras dicen: “Él es nuestra paz”.

No mire, pues, hacia adentro; mire hacia arriba; mire la cruz del Calvario. ¿Qué palabras son aquellas que constituyen la noticia más grata? “Consumado es”; y son tan verdaderas hoy como en aquel tiempo. Y en la mañana de la resurrección, ¿cuál fue el nuevo saludo del Señor? “Paz a vosotros”. Que los ojos de su fe se eleven hasta la presencia de Dios y contemplen la faz de Cristo, el Inmutable, el que no cambia, el que ciñe victoriosa corona. Entonces podrá decir: «Cristo es mi paz; la cruz está desocupada; el sepulcro vacío, y él está sentado en el trono. ¡Él es mi paz!».

Pequeño resumen

Hay tres cosas que están íntimamente unidas:

  1. la obra de Cristo;
  2. la Palabra de Dios; y
  3. su salvación. “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16:31).

“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Gracias a Dios, esta es nuestra herencia mediante la fe.

Que Dios le guíe a depositar con sinceridad toda su confianza en la obra hecha por Cristo; a creer en Dios, quien le resucitó, y a saber que la paz desciende de aquel trono celestial hasta su corazón mediante Jesucristo, nuestro Señor. Que esta sea su dicha. Amén.