La paz con Dios
Dos amigos paseaban por una playa. Uno de ellos era cristiano y el otro no creyente. El primero dijo a su compañero: «Mira a ver si puedes borrar las huellas que has dejado en la arena». Así lo intentó el otro, pero su amigo le hizo notar: «Mientras estabas tapando las primeras huellas, con tus pies estabas haciendo otras. ¡Míralas!». El hombre reconoció que en verdad se le imponía un trabajo imposible. Continuaron su paseo, y un poco más tarde creció la marea. Al bajar esta de nuevo, se vio que el agua había hecho desaparecer las huellas.
Algunas horas después, mientras el cristiano y su amigo volvían a pasar por el mismo sitio, se inició otra conversación. El creyente dijo al incrédulo estas palabras: «Observa que lo que no pudiste hacer tú, lo hizo la marea». Y lo que usted, ansioso pecador, no puede hacer con sus esfuerzos, lo puede efectuar la preciosa sangre de Jesús. No podemos borrar ni un solo pecado. No podríamos vernos limpios de ellos aunque viviésemos tanto como Matusalén –es decir, 969 años (Génesis 5:27)– y empleáramos toda nuestra vida y nuestra inteligencia para tratar de hacerlo. No podemos, lo repito, quitar de nosotros ni un solo pecado; pero “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Sí, amigo lector, todo. ¡Todo!
Pesar trapos inmundos
Muchos creen que en el día del juicio sus buenas obras serán puestas en un platillo de la balanza sostenida por la Justicia, y sus pecados en el otro platillo, y que, en caso de que pesaran más las buenas obras, entrarán en el cielo. Si usted cree esto, le recomiendo que examine toda su vida pasada y sus obras (las que los hombres llaman «buenas»), y que las compare con la Escritura que dice: “Todas nuestras justicias (son) como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6). Usted y la gente las llaman «buenas obras» u «obras de justicia», pero la Escritura las llama trapo de inmundicia. ¿Quién tiene razón? ¿Ustedes o Dios? La persona no salvada no tiene ninguna obra buena para poner en el platillo de la balanza de la Justicia, pero al pecador salvado todos sus pecados le son perdonados por la fe en Jesús.
Como usted puede ver, mientras no se someta a Dios ni acepte a Cristo, está perdiendo la bendición que por gracia viene de parte de Dios para nosotros, y jamás podrá obtener la justificación. En Romanos, capítulo 3, versículos 22 y 23, leemos también: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. Y en el versículo 10 del mismo capítulo leemos: “No hay justo, ni aun uno”.
Carencia de fuerza propia para conseguir la paz
Un amigo mío entró cierto día en un vagón de ferrocarril en el cual se mantenía una acalorada discusión religiosa. Cuando mi amigo hubo tomado asiento, uno de los presentes le dijo, poniéndole amistosamente su mano sobre la rodilla: «Decíamos aquí que, para entrar en el cielo, es necesario ser bueno y practicar el bien». A lo que mi amigo contestó: «Pues, mi estimado señor, tengo un libro muy antiguo –en el cual creo mucho– que contradice rotundamente la afirmación que usted acaba de hacer. En ese libro del que le hablo hay dos afirmaciones que no concuerdan con lo que usted alega. Mientras usted dice: «Seamos buenos», el santo Libro dice: “Ninguno hay bueno, sino solo uno: Dios” (Marcos 10:18). Usted afirma también: «Hagamos lo bueno», y este Libro dice: “No hay quien haga lo bueno”. Sus afirmaciones, por lo tanto, están en completa oposición a lo que declara el Libro del que le hablo».
Hace poco dije que nadie podía hacer su paz con Dios. ¿Y por qué no? Por la sencilla razón de que no tenemos fuerza alguna. La Biblia dice:
Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos
(Romanos 5:6).
Una de las razones es que no tenemos fuerza alguna, y la otra es que la fuerza que por naturaleza poseemos tiende únicamente a cometer el mal. Toda la fuerza de una higuera silvestre solo sirve para producir higos amargos, así como todo el vigor del pecador tiende únicamente a producir pecados. Notamos que el mal trastorna nuestros pasos. ¿Cómo, pues, podemos nosotros hacer la paz?
¿Quién hará la paz? ¿Podrán hacerla los ángeles, esos seres inmaculados y santos que cubren sus rostros delante de Dios? ¿Podrían ellos hacer la paz? ¿Podría hacerla un arcángel? ¡No! ¿Quién pudo hacerla, entonces? Solamente hubo Uno que fue poderoso y capaz de hacerla: el bendito Señor Jesucristo, de quien leemos en las Santas Escrituras que él hizo la paz. ¿Cómo? Por “la sangre de su cruz”.
Expliquemos el caso con mayor claridad. No se nos manda que seamos hacedores de la paz, en el sentido de hacer nuestra paz con Dios, sino que se nos ordena que seamos aceptadores de esta paz. El Señor hizo la paz en la cruz, donde derramó su sangre. La obra está hecha: “Consumado es” (Juan 19:30).
El infinito precio de la liberación
Voy a servirme de una pequeña ilustración, pues estoy seguro de que contiene toda la sustancia del asunto. Un conocido predicador, empleando un lenguaje muy gráfico, comparaba este mundo con una descomunal cárcel de formidables murallas y pesadas puertas de hierro. La Misericordia –decía él– miró desde el cielo y le dio mucho pesar ver a los prisioneros. Descendió hasta aquel lugar y, cuando se disponía a abrir las puertas, la Justicia, con voz de trueno, le ordenó que no intentara hacer tal cosa, diciéndole con severidad: «Nadie puede salir de aquí mientras no se dé plena satisfacción a mis juicios». La Misericordia respondió: «Pero Dios es amor». A lo cual agregó la Justicia: «Pero Dios es luz». La Misericordia, aunque sabía que todo esto era verdad, comenzó a interceder por los desgraciados; pero la Justicia siguió diciendo: «Dios ha de ser justo, pues él es santo». La Misericordia vio que no podía oponerse a las exigencias de la Justicia y tuvo que retirarse.
Por fin el Hijo de Dios dijo: «Bajaré yo, y dejaré que la Justicia traspase mi costado con su espada vengadora y que apague su ardiente filo con la sangre de mi vida». Y, efectivamente, el Hijo de Dios descendió para cumplir su misión misericordiosa. La Justicia se situó ante la puerta, dispuesta a resistir a todos mientras no fuesen satisfechas sus justas exigencias.
El Hijo de Dios se presentó en el Calvario. Allí el Buen Pastor sufrió como lo había anunciado Zacarías el profeta (cap. 13:7): “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice el Señor de los ejércitos. Hiere al pastor”. La ardiente espada penetró en su costado. La Justicia hirió, y fue satisfecha. El Señor Jesús, al morir, exclamó: “Consumado es”. Entonces la Justicia envainó la espada, puesto que ya había recibido una satisfacción completa y, viendo que la Misericordia corría rápidamente a abrir las pesadas puertas, sonrió complacida.
Se reconoce en esta ilustración el resumen de todo el Evangelio. “Dios es luz”, y “Dios es amor”. Por un lado, las exigencias de la Justicia de Dios deben ser satisfechas; por el otro, su amor desea la felicidad del pecador.