La entera satisfacción de Dios: ¡un Sustituto!
Un marinero asistió a una reunión en la cual se predicaba el Evangelio. Lo que escuchó le interesó vivamente y, cuando la reunión terminó, fue a hablar con el predicador. Pero aunque se le presentaba el Evangelio de una manera sencilla, siempre respondía con estas palabras: «No me doy por satisfecho». Entonces el predicador le contestó:
–Mi querido amigo, poco importa que usted no esté satisfecho; la gran cuestión es esta: ¿Está Dios satisfecho?
Vamos a suponer que yo fuera un deudor obligado por la justicia a pagar cierta cantidad de dinero. Poco importaría que yo estuviese satisfecho o no; lo importante sería que la persona a quien le debo el dinero quedara satisfecha con el pago… La gran cuestión es esta: ¿Está Dios satisfecho? Él tiene que ajustar cuentas con nosotros, pero Jesús murió para pagarlas. ¿Está Dios satisfecho? Sí, Dios está eternamente satisfecho y lo probó resucitando de los muertos a Jesús, nuestro Señor, y coronándole de gloria y honra.
Permítame insistir sobre este punto. Para aclararlo un poco más, usaré una comparación. Supongamos que estoy a punto de ir a la cárcel por una deuda que no puedo pagar. Un amigo mío, sabiendo que tengo muchas obligaciones con mi familia, se presenta y me dice generosamente: «Me ofrezco a ir a la cárcel en tu lugar». Yo acepto con gratitud su generosa oferta y guardo constante recuerdo de mi buen amigo.
Después de un tiempo me lo encuentro en la calle y exclamo sorprendido: «¡La deuda ya está completamente pagada!». ¿Cómo lo sé? «Pues porque usted vio a su amigo en la calle», me dirá usted, y agregará aun más: «Bien sabe que las leyes de la nación no le habrían permitido la libertad si no hubiera dado completa satisfacción o no hubiera liquidado la deuda». Tiene razón, ¡ha hecho usted una muy buena observación! Sé, pues, que la deuda ha sido pagada porque he visto a mi amigo fuera de la cárcel, en completa libertad.
Si aplico esta comparación a la realidad, diré que yo, lo mismo que cada una de las personas que lean este folleto, habíamos contraído una gran deuda con Dios; pero el Señor Jesús dijo: «Seré yo el Sustituto, moriré en la cruz, sufriré de manos de un Dios justo y santo toda la sentencia que se les iba a aplicar a ustedes»; en efecto, el Señor Jesús caminó hasta la cruz. Al morir exclamó: “Consumado es”, y su cuerpo fue puesto en el sepulcro. Al sepulcro le corresponde la figura de la cárcel; pero la piedra que lo cubría fue removida y quitada de su lugar, no para que el Salvador pudiera salir, sino para que pudiésemos mirar dentro del sepulcro y ver que ¡el Salvador resucitó!
La tumba abierta: una puerta a la felicidad eterna
El Señor salió del sepulcro a pesar del sello que había puesto el gobernador romano. La piedra fue quitada para que pudiésemos mirar, y mirando, se desvanecieran nuestras dudas y recelos; de modo que ahora podemos exclamar triunfantes: «¡El Señor ha resucitado verdaderamente!».
Él resucitó por la potencia de Dios y por su propio poder. ¿Qué conclusión sacamos, pues, de la resurrección del Señor Jesús? Lo vemos en libertad y decimos que la deuda está pagada. La justicia está satisfecha, puesto que Jesús ha resucitado; este es el punto central del cristianismo. Cristo Jesús no solo murió por nuestros pecados, sino que
resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras
(1 Corintios 15:4);
de su muerte y resurrección depende nuestra salvación.
Llevemos nuestra comparación un poco más allá. Al dirigirme a mi amigo, para decirle lo contento que estoy de verle de nuevo, me doy cuenta de que mi antiguo acreedor, es decir, la persona a quien yo debía el dinero, también le sale al encuentro. El corazón me da un salto y comienzo a preguntarme si efectivamente todo está cancelado y terminado. Pero luego me doy cuenta de que se saludan y empiezan una amigable conversación. Desde aquel instante quedo convencido, adquiero la certeza de que mi deuda está totalmente cancelada, completamente pagada, no solo porque mi amigo está en libertad, sino porque mi acreedor habla con él como si fueran amigos desde hace mucho tiempo.
De igual modo me hallo doblemente convencido de estar redimido de mis pecados. Primeramente, porque Cristo salió triunfante del sepulcro, y en segundo lugar, porque le veo, por fe, sentado a la diestra de Dios. Él y el gran acreedor que es Dios, son amigos. Dios está satisfecho, y esto es lo que da paz a mi alma. ¿Esta maravillosa certeza también da paz a su alma? ¿Duda todavía ante las patentes y seguras pruebas que Dios le da para que esté satisfecho de la obra de Cristo?
¿Qué puede hacer Dios ahora sobre la base de la obra consumada por la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo? Dios puede, querido amigo mío, justificar al pecador que cree: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.
Hay personas que dicen: ¡Ah, si yo pudiera sentirlo! La Biblia no dice: «Justificados, pues, por los sentidos»; ni tampoco: «Justificados, pues, por las obras»; lo que dice es: “Justificados, pues, por la fe”.
¿Qué hace Dios con los que creen en Aquel que resucitó de los muertos, a saber, en Jesús, Señor nuestro? Ponga mucha atención; he aquí la respuesta: ¡Les atribuye justicia divina! Sí, son justificados ante los ojos de Dios. Son, lo repetimos, justificados por la fe; la justicia les es contada por creer en Dios, el que resucitó a Jesús, Señor nuestro, como está escrito: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
El valle y el gigante
Voy a dar dos ejemplos de paz. Miremos un caso bíblico: el de David y Goliat (véase 1 Samuel 17). Fórmese un cuadro en su imaginación. Saúl, cuya cabeza y hombros sobresalían entre los demás, por su estatura, está entre sus guerreros, quienes forman el ejército de Israel. Sin embargo, todos tiemblan. ¿Por qué?
Goliat de Gat, varón de gran tamaño y formidable aspecto, hace ya cuarenta días que desafía al ejército de los israelitas, pidiendo que le manden uno para pelear con él. La propuesta es la siguiente: Cada uno de los contendores representará a su respectiva nación; el vencedor no será, según el trato, vencedor del hombre sino del pueblo por él representado. El que perdiere la pelea estará indicando así, que junto con él, está vencido todo su pueblo, y este, en consecuencia, pasará a ser esclavo del vencedor. Saúl es alto, el más alto del pueblo y, sin embargo, tiene miedo.
Aparece por fin el campeón que todos necesitaban en ese momento, el campeón ansiado en la persona del joven David. Era un muchacho hermoso que poco antes apacentaba las ovejas de su padre. Saúl le pone su armadura, pero David la rechaza diciendo: “No puedo andar con esto, porque nunca lo practiqué”.
Él no era más que un joven pastor, pero había tenido la oportunidad de probar el poder de Dios en el caso del león y el oso (1 Samuel 17:34-36), y por lo tanto dijo: «Llevaré mi zurrón, mi cayado, mi honda y unas pocas piedras, y confiaré en el Dios vivo». Y David, con su honda y su cayado, desciende al valle, mientras Goliat lo espera equipado con sus armas de guerra. El joven pastor lleva solo cinco piedras lisas en su zurrón; pero corre valientemente hacia el enemigo, porque confía en Dios; pone una piedra en la honda y dispara la piedra contra su enemigo.
Todavía le quedan cuatro más, pero no las necesita; una sola le basta. Dios la dirige hacia su destino. Hiere al gigante, se la clava en la frente y lo derriba. Este rueda por tierra mortalmente herido. Enseguida David corre hacia él, le quita la espada y con esa misma arma le corta la cabeza.
Ahora observe usted esto. Aquellos israelitas estaban llenos de dudas y temores; pero, al volver David de la pelea, ¿tuvieron paz y tranquilidad, o no? Sí, tuvieron paz, porque al volver, David traía en su mano el trofeo de su victoria: la cabeza del temido gigante.
Si pudiéramos preguntar a los que componían el pueblo de Israel –desde el asustadizo niño hasta el valiente guerrero– si todavía sentían algún temor por el gigante, todos a una voz darían igual respuesta: dirían que no. Y si les dijéramos: «Ustedes se sintieron como una tímida y débil criatura ¿no es verdad?». «Sí –nos habrían contestado–, pero al gigante ya no le tememos, porque está muerto. David ha vuelto del campo con esa horrible cabeza en su mano».
El caso no admite dudas. Ahora, considere esta comparación: el Señor Jesús descendió al valle de la muerte, pero ¿cómo descendió?
Jesús dijo que el Padre podía darle más de doce legiones de ángeles si él las pedía; pero él no las pidió. No se hizo acompañar por un poderoso ejército angelical, sino que fue solo. Descendió al valle de la muerte sin armas, y allí resolvió la gran cuestión del pecado. Descendió pobre, humilde, manso. Los hombres le hicieron cuanto quisieron, pero esto es poco si se considera que Jesús fue desamparado por su Dios. Sin armas de ninguna clase, sin ayuda de nadie, él ganó la batalla. Volvió del valle, retornó de la muerte y nosotros, los cristianos, podemos decir: «Estamos seguros de que la victoria fue obtenida. Sabemos que la fuerza del pecado y Satanás fueron vencidos; nuestro Salvador volvió resucitado de los muertos y lo vemos sentado en el trono de Dios, coronado de gloria y de honra».
Libres de un diluvio judicial
Voy a presentar otro caso que ilustra la enseñanza que me propongo dar. Dice la Biblia que, cuando Noé y su familia estuvieron dentro del arca,
Jehová cerró la puerta (Génesis 7:16).
Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, y luego el agua comenzó a disminuir. Después de algún tiempo “quitó Noé la cubierta del arca, y miró, y he aquí que la faz de la tierra estaba seca”. Observó Noé que el cielo estaba claro –aquel cielo que durante tantos días había estado sombrío– y, mirando al suelo que tantos días había permanecido cubierto por las aguas del diluvio, vio que estaba seco. ¿Habrá sentido Noé algún temor del diluvio después de esto? Sin duda me dirá que no, ¡porque las aguas habían desaparecido y la tierra estaba seca!
Observe, pues, estimado amigo: Jesús es nuestra arca de salvación. ¿Confía usted en él? ¿Sabe que en Cristo tiene un refugio seguro? Todo el torrente de la justa ira divina contra el pecado cayó sobre nuestra Arca, nuestro Sustituto, el Señor Jesucristo, cuando estaba colgado en la cruz del Calvario. La tempestad acabó para nosotros, los cristianos, y ya podemos levantar la cubierta del arca y ver que la tierra está seca. ¿Qué quiero decir con esto? Noé, para saber de dónde venía el castigo, miró hacia arriba y no vio caer ni una sola gota, pues la sentencia había sido completamente ejecutada; no quedaba nube alguna y no caía ni una sola gota de agua. El castigo había pasado, el sol brillaba, la tierra estaba seca.
Confiemos en Jesús, nuestra Arca. Podemos dirigir la vista hacia atrás, a la cruz del Calvario, y ver allí el lugar en el cual la justicia de Dios cayó sobre la cabeza de nuestro Salvador. La ira de Dios se descargó sobre él y, así como Noé estaba seguro en el arca, de igual modo lo está el creyente que confía en Jesús. Después de la cruz del Calvario, ¿qué más vemos? El velo del templo rasgado de arriba abajo, los sepulcros abiertos, las rocas partidas, ¡pruebas estas de que la tempestad ha desaparecido para siempre!
Nuestro privilegio es elevar nuestros ojos al trono de Dios, hacia Aquel sobre quien cayó toda la condenación divina, al cual vemos coronado de gloria y honra. Y al contemplar esto decimos: «¡Gracias a Dios porque no quedó ni una sola gota de juicio por caer!». El firmamento que una vez estuvo oscurecido, por efecto del juicio, permanece despejado y sereno para nosotros. Jesús lo expió todo. Jesús pagó por todo. Él exclamó: “¡Consumado es!”. La tierra está seca y, mirando hacia arriba, vemos a Jesús sentado en el trono de Dios. ¿No le parece maravillosamente sencillo?