Temas de doctrina cristiana I

Primera parte

Buenas nuevas

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna
(Juan 3:16).

Hay algunas porciones en las Sagradas Escrituras que, en una o dos líneas, parecen contener todo un volumen de las verdades más preciosas. El versículo que acabamos de copiar es una de ellas. Forma parte de la memorable conversación de nuestro Señor con Nicodemo, y contiene, en forma condensada, una afirmación muy completa de la verdad del Evangelio; una aserción que bien puede definirse como Buenas Nuevas.

Un Dios Salvador para un hombre perdido

Tanto los predicadores como los oyentes deben tener siempre en cuenta que el objetivo primordial del Evangelio es poner en contacto a Dios con el pecador, de una forma que pueda asegurarle al pecador la salvación eterna. Revela un Dios Salvador a un hombre perdido. En otras palabras, presenta a Dios ante el pecador como al único que puede satisfacer la necesidad del pecador. Un Salvador es precisamente lo que el perdido necesita, enteramente igual que uno que se ahoga necesita un salvavidas, un enfermo a un médico y un hambriento un trozo de pan. Lo uno encaja perfectamente con lo otro; y cuando se encuentran Dios como Salvador y el hombre como pecador perdido, todo el problema queda zanjado para siempre. El pecador es salvo porque Dios es Salvador. Es salvo conforme a la perfección que pertenece a Dios, cualquiera sea el carácter que revista o el oficio que desempeñe, y cualquiera sea la relación que asuma.

Poner en duda la salvación plena y eterna de un creyente equivale a negar que Dios es Salvador. Lo mismo ocurre respecto a la justificación. Dios se ha revelado a sí mismo como el que justifica; de ahí que el que cree es justificado conforme a la perfección que Dios posee como tal. Si pudiese detectarse la menor tacha en el título justificador del más débil creyente, sería una deshonra para Dios en cuanto que es el que justifica. Con tal que se admita que Dios es quien me justifica, afirmaré, frente a todo el que se oponga y me acuse, que estoy perfectamente justificado, y que no puede ser de otro modo.

Basándome en el mismo principio, si se admite que Dios se ha revelado a sí mismo como Salvador, afirmaré, con plena confianza y santo atrevimiento, que soy perfectamente salvo, y que no puede ser de otro modo. Esto no tiene ningún apoyo en mí mismo, sino sencilla y enteramente en la revelación que Dios ha hecho de sí mismo. Sé que es perfecto en todo y, por consiguiente, que es perfecto como Salvador mío. Por tanto, estoy perfectamente salvo, por cuanto está implicada en mi salvación la gloria de Dios. “No hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí”. ¿Qué, pues?

Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más
(Isaías 45:21-22).

Una sola mirada de fe de un pecador perdido a un Dios justo y Salvador asegura la salvación eterna. “¡Mirad!”. ¡Qué sencillo! No dice: «Obrad», «Haced», «Orad», «Sentid», no, simplemente: “Mirad”.

Y entonces, ¿qué? Salvación, vida eterna. Tiene que ser así, porque Dios es Salvador; y esa palabra pequeña, pero preciosa, «mirad» implica todo eso, por cuanto expresa el hecho de que la salvación que necesito se halla solamente en Aquel a quien miro. Ahí está toda ella, preparada para mí, y una sola mirada la asegura para siempre, me la asegura a mí. No es cosa de hoy o de mañana; es una realidad eterna. El baluarte de la salvación tras del cual se refugia el creyente ha sido erigido por Dios mismo, el Dios Salvador, sobre la base segura de la obra expiatoria de Cristo; y no hay poder en la tierra ni en el infierno que pueda sacudirlos. “Por tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no será confundido” (Isaías 28:16; 1 Pedro 2:6).

Dios se ha revelado para que le conozcamos como nuestro Salvador

Pero volvamos a la porción que constituye el tema especial del presente artículo. De seguro que en ella escuchamos la voz de un Dios Salvador, la voz de Aquel que descendió del cielo para revelar a Dios de un modo en que jamás había sido revelado antes. Es una bendición maravillosa el hecho de que Dios se haya revelado plenamente en este mundo para que nosotros, el escritor de estas líneas y el lector, le conozcamos en toda la realidad de lo que él es; le conozcamos cada uno por sí mismo, con la mayor certeza posible, y tratemos con él en toda la intimidad bienaventurada de una comunión personal.

¡Piense usted en esto! Piense, le rogamos, en este admirable privilegio. Usted puede conocer por sí mismo a Dios como a su Salvador, suPadre, su Dios. Puede tratar con él; puede apoyarse en él, aferrarse a él, andar con él, vivir, moverse y existir en Su presencia adorable, a la luz esplendorosa de Su rostro amoroso, bajo la mirada directa de Sus ojos.

Se puede ser religioso, líder religioso o teólogo y no tener la vida

Esto es vida y paz. Es mucho más que mera teología sistemática. La teología tiene su valor, pero no se olvide que un hombre puede ser un teólogo profundo y capaz, y, con todo, vivir y morir sin Dios y condenarse eternamente. ¡Qué pensamiento tan solemne, tan tremendo, tan abrumador! Un hombre puede bajar al infierno, a la negrura y oscuridad de una noche eterna, sabiéndose al dedillo todos los dogmas de la teología. Puede sentarse en la cátedra del profesor, plantarse en el púlpito y en su escritorio; puede ser considerado como gran maestro y predicador elocuente: quizá sean centenares los que se sienten a sus pies para aprender; pueden ser millares los que están pendientes de sus labios y extasiados; y, después de todo, él mismo puede bajar al abismo y pasar una eternidad lúgubre y miserable en compañía de los seres más profanos e inmorales.

Pero no es eso lo que le sucede al que conoce a Dios según es revelado en la faz de Jesucristo. Este tal ha conseguido la vida eterna. Cristo dice,

está es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado
(Juan 17:3).

No consiste la vida eterna en saber teología, pues alguien puede dedicarse a estudiar teología como podría estudiar leyes, medicina, astronomía o geología, sin que por eso sepa nada de Dios y, por consiguiente, hallándose sin vida divina y abocado a perderse eternamente.

Lo mismo ocurre con la mera religiosidad. Uno puede ser el mayor devoto que haya en el mundo. Puede desempeñar con diligencia todos sus oficios, asistir asiduamente a todas las ordenanzas de un sistema religioso, puede ayunar y orar, oír sermones y recitar plegarias, llevar una vida devota y ejemplar; y, con todo eso, no saber nada de Dios en Cristo; más aún, puede vivir y morir sin Dios y hundirse en el infierno para siempre.

Miremos a Nicodemo. ¿Dónde se puede hallar un ejemplo de religiosidad mejor que él? Fariseo, principal entre los judíos, maestro de Israel; un hombre, además, que parecía discernir en los milagros de nuestro Señor las pruebas claras de Su misión divina; con todo, el mensaje para él fue:

Os es necesario nacer de nuevo
(Juan 3:7).

De seguro que no necesitamos ir más lejos para demostrar que un hombre puede ser, no solo religioso, sino un guía y maestro de otros; y, con todo, no tener en sí la vida divina.

Conocer al Dios revelado en Cristo es la vida eterna

No es ese el caso del que conoce a Dios en Cristo. Ese tal tiene vida y propósito. Tiene al mismo Dios como su porción de incalculable valor. Esto es algo divino, y en ello consiste el fundamento mismo del cristianismo personal y de la religión verdadera; está por encima, y más allá, de todo. No es, repetimos, mera teología o religiosidad; es Dios mismo, a quien se conoce, en quien se confía y de quien se disfruta. Es una realidad grandiosa e inequívoca. Es el alma y el cimiento de la teología, la vida de la verdadera religión. No hay en todo este mundo nada como esto. Es algo que hay que experimentarlo para poder conocerlo. Es conocimiento de Dios, confianza en él y disfrute de él.

Es posible que el lector pregunte: «¿Cómo puedo poseer este tesoro inestimable? ¿Cómo puedo conocer por mí mismo a Dios de ese modo vivo, salvífico, poderoso? Si es cierto que, sin este conocimiento personal de Dios, he de perecer eternamente, ¿cómo, pues, he de obtenerlo? ¿Qué debo hacer, cómo debo ser, para conocer a Dios?». La respuesta es: Dios se ha revelado a sí mismo. Si no lo hubiese hecho, podríamos afirmar decididamente que ninguna cosa que pudiésemos hacer o ser, nada en nosotros o de nosotros, sería suficiente para facilitarnos el conocimiento de Dios.

Si Dios no se hubiese manifestado, habríamos permanecido para siempre ignorándole y pereciendo después en nuestra ignorancia. Pero, viendo que él ha salido de la densa oscuridad y se ha manifestado, podemos conocerle conforme a la verdad de su revelación y hallar en ese conocimiento vida eterna y una fuente de bendiciones donde abrevar nuestras almas sedientas a través de los áureos siglos de la eternidad.

No sabemos de ninguna otra cosa que tan clara y convincentemente pruebe la total incapacidad del hombre para procurarse la vida, como el hecho de que la posesión de esa vida esté basada en el conocimiento de Dios; y este conocimiento de Dios se apoya necesariamente en la revelación de Dios. En una palabra, conocer a Dios es vida; ignorarle, muerte.

¿Dónde hallar al Dios Salvador?

El Dios Salvador no se reveló en la creación

Pero, ¿dónde hay que conocerle? Esta es, en realidad, una pregunta solemne. Más de uno ha tenido que gritar, como Job:

¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!
(Job 23:3).

¿Dónde se puede hallar a Dios? ¿Tendré que buscarle en la creación? Sin duda que se puede ver ahí Su mano; pero, ¡ah!, eso no me basta. Un Dios Creador no encaja con un pecador perdido. La mano del poder no le sirve a un pobre, culpable y miserable como yo. Yo necesito un corazón de amor.

El Dios Salvador no se reveló en la providencia

Sí, necesito un corazón que pueda amarme en toda mi culpa y miseria. ¿Dónde puedo hallarlo? ¿Me fijaré en el vasto imperio de la providencia, en esa esfera ampliamente extendida del gobierno de Dios? ¿Se ha revelado Dios de ese modo, para encontrarse conmigo, pobre y perdido? ¿Servirá de algo la providencia y el gobierno a quien se sabe pecador que merece el infierno? ¡Claro que no! Si me fijo en estas cosas, solo puedo ver lo que me pone perplejo y confuso. Soy miope e ignorante, y enteramente incapaz de explicar los pros y los contras, los factores y los efectos, el cómo y el por qué, de un solo suceso de mi vida o de la historia de este mundo.

¿Puedo yo explicar todo acerca del naufragio del barco de pasajeros inglés London? ¿Puedo dar alguna razón del hecho de que una vida de las más valiosas queda cortada prematuramente, mientras se prolonga otra vida claramente inútil? Ahí tenemos un marido y padre de una familia numerosa; parece completamente indispensable para su círculo familiar; sin embargo, su vida es cortada en un momento, y quedan en pesadumbre y desamparo sus familiares. Por otra parte, más allá yace inválida en su lecho una pobre criatura que ha sobrevivido a todos sus familiares y depende enteramente de la parroquia o de la benevolencia privada. Allí ha estado tendida durante varios años, siendo una carga para algunos y de ninguna utilidad para nadie. ¿Puedo dar alguna razón de eso? ¿Soy competente para interpretar la voz de la Providencia en este caso tan profundamente misterioso? ¡Por cierto que no! No tengo en mí ni en mi poder ninguna cosa con la que enhebrar el hilo que me guíe por los rincones del laberinto de lo que llamamos providencia. No puedo hallar ahí a un Dios Salvador.

El Dios Salvador no se reveló en la ley

Entonces, ¿me volveré a la ley, a la dispensación mosaica, al ceremonial levítico? ¿Hallaré allí lo que necesito? ¿Podrá servirme de algo un Legislador, sobre la cima de un monte ardiente, rodeado de oscuridad y densas tinieblas, lanzando truenos y relámpagos, o escondido tras de un velo? ¡Ay de mí! No puedo ir a su encuentro; no puedo satisfacer sus demandas ni cumplir las condiciones. Se me dice que tengo que amarle de todo corazón, con toda mi mente y con todas mis fuerzas; pero no le conozco. Estoy ciego y no puedo verle. Soy ajeno a la vida de Dios y enemigo suyo por mis obras malvadas. El pecado me ha cegado la mente, me ha embotado la conciencia y me ha endurecido el corazón. El diablo ha pervertido completamente mi ser moral y me ha conducido a un estado de franca rebelión contra Dios.

Necesito ser renovado en lo íntimo de mi ser, antes que pueda hacer lo que la ley exige. ¿Cómo podré ser renovado? Solamente por el conocimiento de Dios. Pero Dios no se revela a sí mismo en la ley. No, está oculto, escondido detrás de una nube impenetrable, de un velo tupido. Por eso no puedo verle ahí. Me veo forzado a retirarme de ese monte ardiente, de ese velo sin rasgar y de toda esa vieja dispensación de la cual estos son los rasgos distintivos, los objetos prominentes que todavía me hacen exclamar: “¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!” (Job 23:3).

En una palabra, pues: ni en la creación, ni en la providencia ni en la ley, es revelado Dios como “un Dios justo y Salvador”. Veo un Dios de poder en la creación; un Dios de sabiduría, en la providencia; un Dios de justicia, en la ley; un Dios de amor, solamente en la faz de Jesucristo.

Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo
(2 Corintios 5:19).

Queremos que el lector preste la más seria atención a este hecho estupendo, en el caso de que sea uno de los que no conocen a Dios todavía. Es de la mayor importancia que vea claro en este asunto. Sin esto, no puede haber nada a derechas. Conocer a Dios es el primer paso. No se trata meramente de saber algunas cosas acerca de Dios. No es el caso de que una naturaleza no regenerada se vuelva religiosa, trate de cumplir mejor o se esfuerce por observar la ley. No, no es ninguna de estas cosas. Es Dios, conocido en la faz de Jesucristo. “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestro corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). Este es el secreto profundo y bendito de todo el asunto.

El conocimiento de Dios es luz y vida

En lo que concierne a su condición natural, el lector se halla en un estado de tinieblas. No posee ni siquiera un rayo de luz espiritual. En el plano espiritual y moral, está igual que estaba físicamente la creación antes que saliese de los labios del Creador Todopoderoso la frase sublime e imperiosa: “Sea la luz”. Todo es oscuridad y caos, porque

el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios
(2 Corintios 4:4).

Aquí tenemos dos cosas: por una parte, el dios de este mundo cegando las mentes y tratando de impedir que brillen los preciosos y vivificantes rayos de la luz de la gloria de Dios; y, por otra parte, Dios en su maravillosa gracia, resplandeciendo en los corazones, para impartir la luz del conocimiento de Su gloria en la faz de Jesucristo. Todo, pues, gira en torno de esta realidad grandiosa del conocimiento de Dios. ¿Hay luz? Es porque Dios es conocido. ¿Hay tinieblas? Es porque Dios no es conocido.

No cabe duda de que hay varios niveles en la experiencia y en la manifestación de esta luz; pero si hay luz es porque hay conocimiento de Dios. Igualmente, puede haber varias formas de oscuridad; algunas más siniestras que otras; pero hay tinieblas porque Dios no es conocido. El conocimiento de Dios es luz y vida; la ignorancia de Dios es oscuridad y muerte. Un hombre puede enriquecerse con todos los tesoros de la ciencia y de la literatura; pero si no conoce a Dios, está en las tinieblas de la noche primitiva. Por otra parte, un hombre puede ignorar profundamente todos los conocimientos humanos, pero si conoce a Dios, camina en la luz del mediodía.

Dios amó al mundo y dio a su Hijo

En la porción de la Escritura que ocupa nuestra atención, Juan 3:16, tenemos una ilustración muy notable del carácter de todo el Evangelio de Juan, y especialmente de los primeros capítulos. Es imposible meditar en ella sin comprender este interesante hecho. En esa porción, somos conducidos al mismo Dios en ese aspecto admirable de su carácter y de su naturaleza que es su amor al mundo y darnos a su Hijo. También hallamos ahí, no solo el “mundo” en su conjunto, sino también al pecador individual en el vocablo más amplio posible y más satisfactorio: “todo aquel”.

De este modo, Dios y el pecador tienen su mutuo encuentro: Dios, amando y dando; el pecador, creyendo y teniendo. No es Dios juzgando y exigiendo, sino amando y dando. Lo primero era ley; lo segundo, gracia. Aquello era judaísmo; esto es cristianismo. En lo primero, vemos a Dios exigiendo obediencia para tener vida; en lo segundo, vemos a Dios dando vida como la única base de la obediencia. En lo primero, vemos al hombre bregando para conseguir vida, pero sin llegar jamás a obtenerla; en lo segundo, vemos al hombre recibiendo la vida como dádiva gratuita, mediante la fe en el Señor Jesucristo. Tal es el contraste entre los dos sistemas: un contraste que nunca puede ponderarse con demasiada profundidad.

La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo
(Juan 1:17).

Pero tomemos nota de la forma en que esto queda explanado en nuestro texto. “De tal manera amó Dios al mundo”. Aquí tenemos el amplio aspecto del amor de Dios. No está limitado a una nación, tribu, casta o familia en particular. Abarca al mundo entero. Dios es amor y, por serlo, no se trata de la aptitud o de la valía del objeto de Su amor. Se trata de lo que él es. Él es amor y no puede negarse a sí mismo. El amor es la energía misma y la verdadera actividad de su naturaleza.

El corazón puede albergar muchas preguntas y examinarse mucho a sí mismo respecto a su estado y condición delante de Dios, y está muy puesto en razón que así sea. El Espíritu mismo puede producir esos ejercicios de conciencia y hacer surgir esas preguntas; pero, después de todo, la verdad grandiosa que brilla en todo su fulgor es que “Dios es amor”. No importa lo que nosotros seamos ni lo que el mundo sea; eso es lo que Dios es; y sabemos que la verdad acerca de lo que Dios es, constituye el hondo y rico fundamento que sostiene el sistema entero del cristianismo.

El alma puede pasar por conflictos graves y penosos al sentir su propia miseria; pueden surgir dudas y temores; pueden aparecer muchas nubes densas y oscuras. En lo interior de la conciencia, se pueden pasar semanas, meses o años bajo la ley; y eso, además, mucho tiempo después que el intelecto haya prestado su asentimiento a los principios y doctrinas de la fe evangélica. Pero, después de todo, tenemos que ser puestos en contacto personal directo con Dios mismo –con lo que él es– con su naturaleza y carácter, según se ha revelado a sí mismo en el Evangelio. Tenemos que familiarizarnos con él, y él es amor.

Obsérvese que no dice meramente que Dios es amoroso, sino que es amor. No es solo que el amor sea una perfección de su carácter, sino que es la actividad misma de su naturaleza. No leemos que Dios es justicia o santidad, aunque él es justo y santo. Pero decir que Dios es amoroso no expresaría la verdad plena y bendita. Él es mucho más, es el amor mismo. De ahí que, cuando el pecador –no importa quien sea– es conducido a ver su ruina total y absoluta, su miseria irremediable, su culpabilidad inexcusable, la completa vanidad e inutilidad de todo lo que hay dentro de él y en torno de él (y no hay nada en el mundo entero que pueda satisfacer su corazón, y nada en su corazón que pueda satisfacer a Dios e incluso a su propia conciencia), cuando todas estas cosas son descubiertas en alguna medida ante sus ojos, entonces es cuando le sale al encuentro esta verdad grandiosa y sustancial de que “Dios es amor”, y que “de tal manera amó al mundo que ha dado a Su Hijo Unigénito”.

Aquí hay vida y reposo para el alma. Aquí hay salvación, plena, libre y duradera para el perdido, pobre, necesitado y culpable –una salvación que no se apoya en nada que esté en el hombre o sea del hombre; en nada de lo que el hombre es o puede ser; en nada de lo que ha hecho o puede hacer, sino simplemente en lo que Dios es y ha hecho–. Dios ama y da; el pecador cree y tiene. Esto va mucho más allá de la creación, el gobierno de Dios o la ley. En la creación, Dios habló y fue hecho. Sacó a la existencia al mundo por medio de la palabra de Su boca. Pero, a lo largo de todo el informe de la creación, no oímos nada de un Dios que ama y da.

Lo mismo en cuanto al gobierno de Dios. Le vemos gobernando con sabiduría inescrutable, entre los ejércitos celestiales y entre los hijos de los hombres; pero no le podemos comprender. Respecto a este tema, solo podemos decir que:

De maneras misteriosas suele Dios aún obrar,
Puede así sus maravillas por los suyos efectuar;
Él cabalga sobre nubes, vientos y la tempestad,
En abismos insondables con destreza y gran saber
Atesora sus designios, efectúa su querer.

Finalmente, en cuanto a la ley, es, de punta a cabo, un sistema perfecto de mandamientos y prohibiciones –un sistema perfecto en su acción de poner a prueba al hombre y poner de manifiesto su total extrañamiento de Dios–. “La ley obra ira” (Romanos 4:15). Y de nuevo: “Por la ley el conocimiento del pecado” (Romanos 3:29). Pero, ¿qué podría hacer tal sistema en un mundo de pecadores? ¿Acaso podría dar vida? ¡Imposible! ¿Por qué? Porque el hombre no podría cumplir sus santas demandas.

Si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley
(Gálatas 3:21).

Pero no; la ley era un ministerio de muerte y de condenación (véase 2 Corintios 3:7, 9). El único efecto de la ley, para cualquiera que esté bajo ella, es la presión que ejerce la muerte sobre el alma, y la que ejercen la culpa y la condenación sobre la conciencia. No puede ser de otra manera para toda alma honesta bajo la ley.

¿Qué, pues, se necesita? Simplemente, el conocimiento del amor de Dios y de la preciosa dádiva que ese amor ha impartido. Este es el fundamento eterno de todo: El amor y dádiva del amor. Porque téngase bien en cuenta y no se olvide jamás que el amor de Dios nunca habría podido llegar hasta nosotros, si no fuese por medio de esa dádiva. Dios es santo, y nosotros somos pecadores. ¿Cómo podríamos llegarnos hasta él? ¿Cómo podríamos morar en su santa presencia? ¿Cómo podrían habitar juntos el pecado y la santidad? ¡Imposible! La justicia exige la condenación del pecado; y si el amor ha de salvar al pecador, tiene que ser nada menos que a costa de darnos a su Hijo Unigénito.

Darío amaba a Daniel y se esforzó de recio por salvarle del foso de los leones; pero su amor fue impotente a causa de la ley irreversible de los medos y los persas. Pasó la noche apesadumbrado y en ayunas. Pudo llegar a llorar junto al foso de los leones; pero no pudo salvar a sus amigos. Su amor no era poderoso para salvar. Si se hubiese entregado a los leones en lugar de su amigo, habría sido moralmente glorioso; pero no lo hizo. Su amor se expresó en lágrimas y lamentos inútiles. La ley del reino persa fue más poderosa que el amor del rey persa. La ley, en su severa majestad, triunfó sobre un amor impotente, que solo tenía lágrimas inútiles que derramar sobre su objeto.

Pero el amor de Dios no es como ese –¡eterna y universal alabanza a su nombre!–. Su amor es poderoso para salvar. Reina por medio de la justicia (Romanos 5:21). ¿Cómo puede ser eso? Porque “de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a Su Hijo Unigénito”. La ley había declarado en términos de tremenda solemnidad:

El alma que pecare, esa morirá
(Ezequiel 18:20).

¿Era esta ley menos severa, menos majestuosa, menos estricta, que la ley de los medos y los persas? De seguro que no. ¿Cómo, pues, podía ser derogada? Tenía que ser engrandecida, mantenida con honor, vindicada y confirmada. Ni una jota ni una tilde de la ley podían ser abrogadas. ¿Cómo, pues, podía resolverse la dificultad? Había que hacer tres cosas: La ley había de ser mantenida en alto; el pecado tenía que ser condenado; el pecador tenía que ser salvado. ¿Cómo podían alcanzarse estos grandiosos resultados? Tenemos la respuesta en dos líneas audaces y vívidas de uno de nuestros poetas:

En la cruz de Jesús, este memorial está grabado:
Sea condenado el pecado, y el pecador salvado.

¡Preciosa inscripción! ¡Ojalá la lean y la crean muchos pecadores angustiados! Tal fue el asombroso amor de Dios, que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Romanos 8:32). Su amor le costó nada menos que el Hijo de Su seno. Cuando fue el caso de crear el mundo, no le costó más que una palabra de Su boca; pero cuando fue el caso de amar al mundo pecador, le costó Su Hijo Unigénito. El amor de Dios es un amor santo, un amor justo, un amor que actúa en armonía con todos los atributos de Su naturaleza y con todas las demandas de Su trono.

La gracia reina por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro
(Romanos 5:21).

El alma no puede jamás ser puesta en libertad hasta que no haya echado mano de esta verdad. Quizás abrigue ciertas vagas esperanzas en la misericordia de Dios y alguna medida de confianza en la obra expiatoria de Jesús, aun cuando esto es también cierto y verdadero; pero la verdadera libertad del corazón no se puede disfrutar mientras no se vea y se entienda que Dios se ha glorificado a sí mismo en la manera con que nos ha amado. La conciencia no podría ser sosegada, ni Satanás silenciado, si el pecado no hubiera sido perfectamente juzgado y removido. Pero “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito”. ¡Qué profundidad y qué poder en esa breve expresión “de tal manera”!

¿Cómo puedo saber yo que este amor, y el don de este amor, son para mí?

Al llegar a este punto, quizá sea menester dar satisfacción a una dificultad que se presenta con frecuencia a las almas angustiadas respecto a la cuestión de la aplicación personal. Son millares los que se han sentido molestos y perplejos por esta cuestión en una u otra de las etapas de su vida espiritual; y es probable que muchos de los que lean estas páginas se alegren de oír algunas palabras sobre este tema. Quizá se sientan muchos inclinados a preguntar: «¿Cómo puedo saber yo que este amor, y el don de este amor, están destinados para mí?¿Qué garantía tengo yo para creer que la “vida eterna” es para mí? Conozco el plan de la salvación; creo en la plena suficiencia de la expiación de Cristo para el perdón y la justificación de todos los que crean de verdad; estoy convencido de la verdad de todo lo que la Biblia declara. Creo que todos somos pecadores y, además, que no podemos hacer nada para salvarnos a nosotros mismos; que necesitamos ser lavados en la sangre de Jesús, y que tenemos que ser instruidos y guiados por el Espíritu Santo, antes de poder agradar a Dios en esta vida, y morar con él en la otra. Todo esto lo creo plenamente y, sin embargo, no estoy seguro de ser salvo, y necesito saber qué me autoriza a creer que están perdonados mis pecados y que tengo vida eterna».

Si es así como expresa el lector, de alguna manera, su dificultad, queríamos, en primer lugar, rogarle que fije su atención en dos palabras que se hallan en nuestro precioso texto (Juan 3:16): “mundo” y “todo aquel”. Es del todo imposible que alguien rehúse aplicarse esas dos palabras. Porque, ¿cuál es el significado de la palabra “mundo”? ¿Cuánto abarca? O, más bien, ¿qué es lo que no abarca? Cuando nuestro Señor declara que “de tal manera amó Dios al mundo”, ¿qué fundamento puede tener el lector para excluirse a sí mismo de la extensión, del objetivo y de la aplicación de este amor divino? Ninguno, en absoluto, a menos que pueda probar que solo él no pertenece al mundo, sino a cualquier otro lugar de vivientes. Si se declarase que “el mundo” está condenado sin remedio, ¿podría alguien que perteneciese a ese mundo evitar que se le aplicase a él la sentencia? ¿Podría excluirse a sí mismo de ella? ¡Imposible! ¿Cómo, entonces, y por qué razón ha de excluirse a sí mismo, cuando se trata del amor gratuito de Dios y de la salvación por medio de Jesucristo?

Pero, además, querríamos preguntar: ¿Cuál es el significado y la fuerza de la expresión “todo aquel”? De seguro que significa “cualquiera”; y si es cualquiera, ¿por qué no el lector? Es infinitamente mejor y seguro, y más satisfactorio, hallar en el Evangelio la expresión “todo aquel”, que hallar allí mi propio nombre, por cuanto podrían hallarse en el mundo miles de personas que tienen el mismo nombre que el mío; pero “todo aquel” se aplica a mí tan distintivamente como si yo fuese el único pecador sobre la faz de la tierra.

Así pues, las palabras mismas del mensaje del Evangelio –los vocablos mismos usados para expresar las buenas nuevas–, son tales que no dejan ningún fundamento posible para una dificultad respecto a su aplicación. Si escuchamos a nuestro Señor en los días de su carne, le oímos decir palabras como las siguientes: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. De nuevo, si le escuchamos después de su resurrección, oímos lo siguiente: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Finalmente, si escuchamos la voz del Espíritu Santo, enviado por el Señor resucitado, ascendido y glorificado, oímos palabras como estas:

El mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo
(Romanos 10:12-13).

En todos estos textos encontramos dos palabras: una de alcance general –“todo aquel”– y la otra personal –“el que”– y ambas conjuntamente ofrecen el mensaje de salvación de modo tal que nadie puede rechazar su aplicación. Si el alcance del precioso Evangelio de Cristo es “el mundo” entero, y el objetivo es “toda criatura”, ¿cómo pues podría alguien excluirse? ¿Con qué justificación puede un pecador decir que las buenas nuevas de salvación no son para él? No hay ninguna. La salvación es tan gratuita como el aire que respiramos, como las refrescantes gotas de rocío, como el sol que brilla sobre nuestro camino; y si alguien pretende limitar su aplicación, no está en armonía con la mente de Cristo ni en consonancia con el corazón de Dios.

La doctrina de la elección y el Evangelio

Pero quizás haya entre nuestros lectores quienes, al llegar a este punto, se sientan inclinados a preguntar; “¿Y cómo se las arregla usted con el tema de la elección?”. A eso respondemos: «Muy sencillamente, dejándolo donde Dios lo ha colocado: como un lindero en la heredad del Israel espiritual, no como un tropezadero en la senda del buscador angustiado». Creemos que este es el verdadero modo de tratar la doctrina profundamente importante de la elección.

Cuanto más ponderamos este tema, más convencidos quedamos de que es una equivocación por parte del evangelista o del predicador del Evangelio restringir su mensaje, enmarañar su tema o dejar perplejos a sus oyentes, con la doctrina de la elección o de la predestinación. En el desempeño de su glorioso ministerio, su atención ha de estar puesta en los pecadores perdidos. Ha de salir al encuentro de ellos en el lugar donde se hallan, sobre el ancho terreno de nuestra común ruina, de nuestra común culpabilidad, de nuestra común condenación. Les sale al encuentro con un mensaje de salvación plena, gratuita, presente, personal y eterna –un mensaje que viene con frescor, fervor y ardor del seno mismo de Dios–. Su ministerio es, como le declara el Espíritu Santo en 2 Corintios 5, “ministerio de reconciliación”, cuyas gloriosas características son: “Dios en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”; y cuyo maravilloso fundamento es que Dios ha hecho que Jesús, que no conoció pecado, fuese hecho pecado por nosotros, a fin de que llegásemos a ser justicia de Dios en él.

¿Usurpa esto, en el menor grado, la bendición y la firmeza de la clara verdad de la elección? De ningún modo. La deja, en toda su integridad y en su pleno valor, como verdad grandiosa y fundamental de la Sagrada Escritura, exactamente donde Dios la ha colocado: no como una cuestión preliminar que hay que solucionar antes que el pecador venga a Jesús, sino como un consuelo y un aliento de los más preciosos para el pecador que ya se ha llegado a Jesús. En eso está toda la diferencia.

Si el pecador es exhortado a que solucione de antemano la cuestión de su elección, ¿cómo va a poder hacerlo? ¿A qué lado se va a volver en busca de una solución? ¿Dónde hallará una garantía divina para creer que es uno de los elegidos? ¿Puede hallar una sola línea de la Biblia donde basar su fe con respecto a su elección? No puede hallarla. Puede hallar docenas de pasajes donde se le declara que es un pecador perdido y muerto y se le asegura que es totalmente incapaz de hacer nada respecto a su salvación –cientos de pasajes que descubren el amor soberano de Dios, el valor y la eficacia de la expiación de Cristo, y aseguran al pecador una cordial bienvenida para que venga tal como es y haga suya la salvación que Dios le ofrece–. Pero si necesitase solucionar primero la cuestión de su predestinación y de su elección, sería entonces un caso perdido y, si persiste, caería en la desesperación.

Y ¿no es esto lo que les ocurre actualmente a millares de personas por la mala aplicación de la doctrina de la elección? Creemos que sí, y de ahí nuestra ansia de ayudar a nuestros lectores poniéndoles delante este tema en lo que juzgamos ser la verdadera luz. Creemos que es de la mayor importancia para el buscador angustiado saber que el punto de vista desde el que se le llama a contemplar la cruz de Cristo no es el de la elección, sino el de la conciencia de su ruina. La gracia de Dios le sale al encuentro como a un pecador culpable, perdido, muerto; no como a un elegido. Esta es una misericordia inefable, por cuanto él sabe que es un pecador, pero no puede saber que es un elegido hasta que le haya llegado el Evangelio con poder. “Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección”. ¿Cómo lo sabía él?

Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre
(1 Tesalonicenses 1:4-5).

Pablo predicó a los tesalonicenses como a pecadores perdidos; y después que el Evangelio los agarró como a perdidos, pudo escribirles como a elegidos.

Esto coloca la elección en su debido lugar. Si el lector se fija por un momento en Hechos 17, verá cómo desempeñó Pablo su ministerio como evangelista entre los tesalonicenses: “Pasando por Anfípolis y Apolonia, llegaron a Tesalónica, donde había una sinagoga de los judíos. Y Pablo, como acostumbraba, fue a ellos, y por tres días de reposo discutió con ellos, declarando y exponiendo por medio de las Escrituras, que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien yo os anuncio, decía él, es el Cristo”. Igualmente, en la porción con que se abre el capítulo 15 de 1 Corintios: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (v. 1-4).

Por este pasaje, y muchos otros que podrían citarse, sabemos que el apóstol no predicaba meramente una doctrina, sino una persona. No predicaba la elección. La enseñaba a los creyentes, pero nunca la predicaba a los inconversos. Este debería ser el modelo para los evangelistas en todos los tiempos. Ni una sola vez hallamos a los apóstoles predicando la elección. Predicaban a Cristo; declaraban la bondad de Dios: Su gran misericordia, su amor perdonador, su disposición benévola a recibir a todos los que vengan a él en su cualidad y condición de pecadores perdidos. Tal era su modo de predicar o, más bien, tal era el modo como el Espíritu Santo hablaba por medio de ellos; y tal era también el modo del mismo adorable Maestro.

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar
(Mateo 11:28).

“Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).

Aquí no hay piedras de tropiezo en el camino de los buscadores angustiados, no hay cuestiones preliminares que solucionar, ni condiciones que cumplir ni dificultades teológicas que resolver. No, el pecador es acogido en su propio terreno –tal como es, aquí y ahora–. Hay descanso para el fatigado, bebida para el sediento, vida para el muerto, perdón para el culpable, salvación para el perdido. ¿Tocan estas generosas invitaciones la doctrina de la elección? De seguro que no. Y lo que es más, la doctrina de la elección no las toca a ellas.

En otras palabras, un evangelio completo y gratuito deja sin tocar en modo alguno la verdad tan grande e importante de la elección; y la verdad de la elección, en su debido lugar, deja el evangelio de la gracia de Dios en su base amplia y bendita, y en toda su divina largura, anchura y plenitud. El Evangelio nos sale al encuentro como a perdidos, y nos salva; y después, cuando sabemos que somos salvos, viene la preciosa doctrina de la elección para establecernos en el hecho de que jamás podemos perdernos.

Nunca fue el propósito de Dios que las pobres almas angustiadas fuesen molestadas con cuestiones teológicas o puntos de doctrina. No; sea por siempre bendito Su nombre, es Su deseo benévolo que el bálsamo curativo de Su amor perdonador y la eficacia purificadora de la sangre expiatoria de Jesús se apliquen a las heridas espirituales de cada alma enferma por el pecado.

Y en cuanto a las doctrinas de la predestinación y de la elección, las ha revelado en su Palabra para consolar a sus santos, no para confundir a los pobres pecadores. Brillan como piedras preciosas en las páginas inspiradas, pero nunca fue la intención de Dios que fuesen piedras de tropiezo en la senda de los afanosos buscadores de la vida y de la paz.

Están depositadas en la mano del maestro para ser expuestas en el seno de la familia de Dios, pero no tienen su destino en la mano del evangelista, cuya gloriosa misión es salir a las encrucijadas y a los rincones de un mundo perdido. Son para nutrir y confortar a los hijos, no para turbar ni hacer tropezar a los inconversos.

Queremos decir con la mayor seriedad a todos los evangelistas: No enredéis vuestra predicación con cuestiones teológicas de ninguna clase. Predicad a Cristo. Declarad el amor profundo y eterno de un Dios Salvador. Procurad llevar a la presencia misma de un Dios perdonador al pecador culpable y convicto por su propia conciencia. Dirigíos, si queréis y así lo sentís, a la conciencia, alzad la voz contra el pecado, proclamad en voz alta las realidades tremendas del gran trono blanco, del lago de fuego y de sus eternos tormentos; pero procurad llevar la conciencia herida por la culpa, a que repose en las virtudes expiatorias de la sangre de Cristo.

Entonces podréis entregar los frutos de vuestro ministerio a los ya capacitados por Dios, para que sean instruidos en los misterios más hondos de la fe cristiana. Podéis estar seguros de que el desempeño fiel de vuestro ministerio como evangelistas, nunca os conducirá a violar las fronteras del dominio de una teología sana.

Y al buscador angustiado queremos decirle con la misma seriedad: Que no se interponga en vuestro camino ninguna cosa que os impida venir a Jesús en este mismo momento. Sea cual fuere la voz de la teología, usted tiene que escuchar la voz de Jesús, que dice: “Venid a mí”. Esté seguro de que ahí no hay ningún obstáculo, ninguna dificultad, ninguna cuestión ni condición. Usted es un pecador perdido, y Jesús es un Salvador completo. Ponga su confianza en él, y será salvo para siempre. Crea en él, y sabrá que su lugar está entre los “escogidos de Dios”, los que están

predestinados a ser hechos conformes a la imagen de Su Hijo
(Romanos 8:33, 29).

Traiga sus pecados a Jesús y él los perdonará, los borrará con su sangre y le vestirá a usted con la vestidura sin mancha de la justicia divina. ¡Que el Espíritu de Dios le guíe ahora mismo a echarse sencilla y enteramente en los brazos de ese Salvador precioso y plenamente suficiente!

Males que resultan de una mala aplicación de la doctrina de la elección

Ahora descubriremos, en breves momentos, tres distintos males que resultan de una mala aplicación de la doctrina de la elección:

1. El desaliento de almas realmente sinceras, a las que se debe prestar ayuda por todos los medios posibles. Si tales personas se echan para atrás por la cuestión de la elección, el resultado ha de ser desastroso en extremo. Si se les dice que las buenas nuevas de la salvación son solo para los elegidos –que Cristo murió solamente por ellos y, por tanto, solamente ellos pueden ser salvos–; que, a no ser que sean de los elegidos, no tienen derecho a aplicarse a sí mismos los beneficios de la muerte de Cristo; si, en una palabra, se les retira de Cristo y se les envía a la teología: del corazón de un Dios amoroso y perdonador, a los dogmas fríos y marchitos de la teología sistemática, es imposible predecir a dónde irán a parar; quizá se refugien, por una parte, en la superstición o, por otra parte, en la incredulidad. Quizá vayan a parar a una iglesia alta, a una iglesia ancha, o a ninguna en absoluto. Lo que realmente necesitan es a Cristo; al viviente, precioso y plenamente suficiente Cristo de Dios. Él es el alimento verdadero para las almas angustiadas.

2. Pero, en segundo lugar, las almas negligentes se vuelven todavía más negligentes con una falsa aplicación de la doctrina de la elección. Cuando a tales personas se les hace ver su estado y lo que les espera, se cruzan de brazos y dicen: «Usted sabe que no puedo creer si Dios no me da el poder para ello. Si soy de los elegidos, de seguro que seré salvo; si no lo soy, no puedo hacer nada, sino esperar a que llegue la hora de Dios». Todos estos razonamientos falsos y fútiles deben ser sacados a la luz y destruidos; no pueden tenerse en pie ni por un momento a la luz del tribunal de Cristo. Allí aprenderá cada uno que la elección no suministraba ninguna excusa, por cuanto nunca fue destinada por Dios a ser una barrera en el camino de la salvación del pecador. La Palabra dice: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”. La misma forma de expresión y el mismo estilo de lenguaje que retiran la piedra de tropiezo de los pies del buscador angustiado, arrancan la excusa de los labios del rechazador negligente. A nadie se le cierra la puerta; todos quedan invitados. Ni hay barrera por un lado, ni queda excusa por el otro. Todos son bienvenidos, y todos son responsables. De ahí que, si alguien tiene la presunción de excusarse por rehusar la salvación de Dios, la cual es tan clara como la luz del sol, basándose en los decretos de Dios, los cuales están enteramente ocultos, verá que se halla fatalmente equivocado.

3. Y ahora, en tercero y último lugar, hemos visto a menudo con gran pesadumbre de corazón al evangelista sincero, amoroso y de ancho corazón, entibiado y tullido por una falsa aplicación de la doctrina de la elección. Esto debe ser evitado con la mayor diligencia. Sostenemos que no es tarea del evangelista predicar la elección. Si le han instruido debidamente, la afirmará; pero si le han dirigido correctamente, no la predicará.

En una palabra, pues: la preciosa doctrina de la elección no ha de ser un tropezadero para el angustiado, ni una excusa para el negligente ni un entibiador del evangelista fervoroso. ¡Que el Espíritu de Dios nos conceda sentir el poder equilibrador de la verdad!

Después de haber tratado de resolver cualquier dificultad que surja de un mal uso de la preciosa doctrina de la elección, y de mostrar al lector, “quienquiera” que sea, que no hay absolutamente nada que le impida aceptar plenamente y de todo corazón la dádiva generosa de Dios, el don inefable de su Hijo Unigénito, solo nos resta considerar el resultado, en cada caso, de esta aceptación, conforme lo expresan las palabras de nuestro Señor Jesucristo: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.

Qué implica «perderse»

Aquí tenemos, pues, el resultado en el caso de todo aquel que cree en Jesús. Jamás perecerá, sino que posee vida eterna. Pero, ¿quién puede intentar descubrir todo lo que se incluye en esa palabra «perderse»? ¿Qué lengua mortal podrá expresar los horrores del lago que arde con fuego y azufre (Apocalipsis 21:8),

donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga
(Marcos 9:44, 48)?

Creemos de seguro que nadie puede hacerlo, excepto Aquel que usó ese vocablo en su conversación con Nicodemo; pero nos sentimos llamados a dar nuestro testimonio firme e inequívoco respecto a lo que él ha enseñado sobre la verdad solemne del castigo eterno. Ya nos hemos referido incidentalmente a esto, pero creemos que exige mayor atención; y puesto que el verbo «perderse» aparece en la porción que ha estado ocupando nuestros pensamientos, no podemos hacer cosa mejor que llamar la atención del lector para que se fije en él.

Es un hecho serio y lamentable que el enemigo de las almas y de la verdad de Dios está conduciendo a millares, tanto en Europa como en los Estados Unidos, a poner en duda la realidad importantísima del castigo eterno de los impíos. Lo hace apoyándose en diversas bases y por medio de varios argumentos, adaptados a la mentalidad, la condición moral y el punto de vista intelectual de los individuos. A algunos les trata de convencer de que Dios es demasiado bueno como para enviar a nadie a un lugar de tormentos; que es contrario a su mente benévola y a su naturaleza benéfica hacer padecer a ninguna de sus criaturas.

Ahora bien, a todos cuantos se apoyen, o parezcan apoyarse, en esta base para su argumentación, querríamos hacerles la siguiente pregunta: «¿Qué hay que hacer con los pecados de los que mueren sin arrepentirse y sin creer?».

Cualquiera que sea el sentido de la noción de que Dios es demasiado bondadoso para enviar pecadores al infierno, de cierto que es demasiado santo para permitir que el pecado entre en el cielo, pues Dios es

muy limpio de ojos para ver el mal
(Habacuc 1:13).

Dios y la maldad no pueden habitar juntamente. Esto está claro. ¿Qué solución, pues, tiene el caso? Si Dios no puede permitir que el pecado entre en el cielo, ¿qué hay que hacer con el pecador que muere en sus pecados? ¡Tiene que perderse! ¿Y qué significa eso? ¿Significa la aniquilación –es decir, la extinción total de su existencia misma en cuerpo y alma–? No, eso no puede ser. No hay duda de que a muchos les gustaría eso.

Lo de “comamos y bebamos, que mañana moriremos” les vendría bien, ¡ay!, a muchos millares de los hijos e hijas del placer, que solo piensan en el momento presente y que se tragan los pecados como exquisitos bocados. Hay millones sobre la faz de la tierra que están trocando su felicidad eterna por unas pocas horas de placer pecaminoso, y el astuto enemigo de la humanidad trata de persuadirles de que no hay tal lugar como el infierno, que no hay tal cosa como el lago que arde con fuego y azufre; y, para alcanzar pie donde asentar tan fatal sugerencia, la basa en la formidable y plausible noción de la bondad de Dios.

No crean ustedes al archiengañador. Recuerden que Dios es santo y no puede admitir el pecado en Su presencia. Si usted muere en sus pecados, deberá perderse, y este vocablo «perderse» implica, según el testimonio claro de la Sagrada Escritura, miseria y tormentos eternos en el infierno. Oigan lo que dice nuestro Señor Jesucristo, en su descripción solemne del juicio de las naciones: “Entonces dirá también el Rey a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25:41). Y mientras prestan atención a estos acentos terriblemente solemnes, recuerden que el vocablo «eterno» ocurre setenta veces en el Nuevo Testamento, y se halla conectado de los modos siguientes: «fuego eterno», «vida eterna», «castigo eterno», «condenación eterna», «moradas eternas», «el Dios eterno», «eterno peso de gloria», «destrucción eterna», «consolación eterna», «gloria eterna», «salvación eterna», «juicio eterno», «redención eterna», «el Espíritu eterno», «herencia eterna», «reino eterno», «fuego eterno».

Preguntamos ahora a cualquier persona sincera y juiciosa: ¿En qué se puede basar uno para decir que un vocablo significa eterno cuando se aplica al Espíritu Santo o a Dios, y temporal cuando se aplica al fuego del infierno o al castigo de los impíos? Si significa eterno en un caso, ¿por qué no también en el otro? Acabamos de echar un vistazo a una concordancia griega, y queremos preguntar: ¿Estaría bien señalar media docena de porciones en los que ocurre el vocablo «eterno», y escribir al lado: Aquí «eterno» significa «por algún tiempo»? Solo el pensarlo es una monstruosidad. Constituiría un insulto atrevido y blasfemo al inspirado Volumen. No, no. Esté usted seguro de que no puede alterar el sentido del vocablo «eterno» en un caso, sin alterarlo igualmente en todos los setenta casos en que aparece.

Es cosa peligrosa retorcer la Palabra del Dios viviente. Es infinitamente mejor inclinarse ante su sagrada autoridad; y es peor que inútil el intentar esquivar el significado claro y la fuerza solemne de ese verbo «perderse», aplicado al alma inmortal del hombre. Implica, fuera de toda duda, la realidad inefablemente terrible de arder para siempre en las llamas del infierno. Esto es lo que quiere decir la Biblia con el verbo «perderse».

El partidario del placer, o el amante del dinero, quizá trate de olvidarlo. Puede intentar ahogar tal pensamiento en el vaso o en el mercado de divisas. El sentimentalista puede desvariar acerca de la benevolencia divina; el escéptico puede objetar contra la posibilidad del fuego eterno. Pero tenemos un intenso afán de que el lector se levante de leer este tratado con la convicción firme y profunda y con la creencia de corazón de que el castigo de todos los que mueren en sus pecados será eterno en el infierno, tan de seguro como que la felicidad de todos los que mueren en la fe de Cristo será eterna en los cielos. Si no fuese así, el Espíritu Santo habría usado, con la mayor certeza, al hablar de lo primero, un vocablo diferente del que usa al hablar de lo segundo. Creemos que esto está fuera de toda duda.

Pero hay otra objeción que suele hacerse contra la doctrina del castigo eterno. Se dice a menudo: «¿Cómo podemos suponer que Dios vaya a infligir un castigo eterno por unos breves años de pecado?». Respondemos: Argüir de ese modo es comenzar por un extremo equivocado. No es una cuestión de tiempo, considerado desde el punto de vista del hombre, sino de la gravedad del pecado mismo, considerada desde el punto de vista de Dios. ¿Y cómo hay que solucionar esta cuestión? Solamente, mirando a la cruz.

Si quiere usted saber lo que es el pecado a los ojos de Dios, tiene que fijarse en lo que le costó a él quitarlo de en medio. Para obtener la justa medida del pecado, tiene usted que medirlo con la vara de medir del sacrificio infinito de Cristo, y con ella sola. Los hombres pueden comparar sus pocos años con la eternidad de Dios; pueden comparar ese breve palmo de vida con aquella ilimitada eternidad que se prolonga indefinidamente; pueden tratar de poner unos pocos años de pecado en un platillo de la balanza, y una eternidad de ayes y tormentos en el otro, intentando así llegar a una conclusión justa; pero de nada servirá argüir de esta manera. La cuestión es: ¿Se necesitó una expiación infinita para poder quitar de en medio el pecado? Si es así, el castigo del pecado tiene que ser eterno. Si fue necesario nada menos que un sacrificio infinito para librar de las consecuencias del pecado, esas consecuencias tienen que ser eternas.

En una palabra, pues, tenemos que considerar el pecado desde el punto de vista de Dios y medirlo con la medida de Dios; de lo contrario, jamás tendremos una noción justa de lo que es y de lo que se merece. El colmo de la locura es que los hombres intenten establecer una regla en cuanto a la cantidad o a la duración del castigo que el pecado se merece. Solo Dios puede hacerlo. Y, después de todo, ¿cuál fue la causa de toda la miseria, de la enfermedad, la tristeza, la muerte y la desolación, de casi seis mil años? Justamente un solo acto de desobediencia –comer del fruto prohibido–. ¿Puede algún hombre explicar esto? ¿Puede la razón humana explicar cómo es que un solo acto produjo una cantidad tan abrumadora de miseria? No puede. Pues entonces, si no puede hacerlo, ¿cómo se le puede dar crédito cuando intenta decidir la cuestión respecto a lo que el pecado se merece? ¡Ay de todos aquellos que se dejan guiar por la razón en este punto de la mayor importancia!

Usted tiene que ver que solo Dios puede valorar el pecado y lo que el pecado se merece justamente, y solo Dios puede revelarnos todo ello. ¿Y acaso no lo ha hecho? Sí que lo ha hecho. Ha dado la medida del pecado en la cruz de su Hijo; y allí también, ha expresado del modo más impresionante lo que el pecado se merece. ¿Cuál le parece a usted que debió ser la causa de aquel amargo grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46)? Si Dios desamparó a su Hijo unigénito cuando fue hecho pecado, ¿no habrá de desamparar también a todos los que son hallados en sus pecados? Pero, ¿cómo pueden ellos deshacerse de sus pecados? Creemos que la conclusión es inevitable: La naturaleza infinita de la expiación demuestra incontestablemente la doctrina del castigo eterno.

Aquel sacrificio precioso y sin par es, al mismo tiempo, el fundamento de nuestra vida eterna y de nuestra liberación de la muerte eterna. Nos libra de la ira eterna y nos introduce en la gloria eterna. Nos salva de la miseria sin fin del infierno y nos procura la felicidad sin fin del cielo. De esta manera, desde cualquier lado que contemplemos la cruz, vemos estampada en ella la marca de la eternidad, ya sea que la miremos desde las lúgubres honduras del infierno o desde las soleadas alturas del cielo, vemos en ella la misma realidad infinita, eterna, divina. Con la cruz hemos de medir, tanto la bendición del cielo como la miseria del infierno. Quienes ponen su confianza en el adorable Salvador que murió en la cruz, obtienen vida y felicidad eternas. Los que le rechazan, tienen que hundirse en una perdición sin fin.

No es nuestra intención, en modo alguno, tratar esta cuestión en forma teológica, ni aducir todos los argumentos que podrían presentarse en defensa de la doctrina del castigo eterno; pero debemos proponer al lector una consideración más, a fin de que llegue a una conclusión sana: es la de la inmortalidad del alma.

Dios sopló en la nariz del hombre aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente
(Génesis 2:7).

La caída del hombre no afectó en modo alguno a la cuestión de la inmortalidad del alma.

Por consiguiente, si el alma es inmortal, es imposible la aniquilación. El alma tiene que vivir para siempre. ¡Pensamiento abrumador! ¡Por siempre! ¡Por siempre! ¡Por siempre! El ser moral entero se hunde bajo la terrible magnitud de ese pensamiento. Sobrepasa a todo concepto y confunde todos los cálculos mentales. La aritmética humana tiene que ver solamente con lo limitado; carece de cifras para representar una eternidad sin fin. Pero el que esto escribe y el que lo lee tienen que vivir por toda la eternidad, ya sea en el mundo resplandeciente y bienaventurado de arriba o en ese terrible lugar donde jamás puede penetrar la esperanza.

La realidad del infierno debe impulsarnos a hablar de Cristo diligentemente

¡Que el Espíritu de Dios imprima más y más en nuestros corazones la solemnidad de la eternidad y de las almas inmortales que descienden al infierno! Es deplorable nuestra falta de sentimientos respecto a estas tremendas realidades. Estamos diariamente en contacto con mucha gente; compramos, vendemos y nos relacionamos de diversas maneras con personas que han de vivir para siempre; y, con todo, ¡cuán raramente aprovechamos la oportunidad de hacerles ver lo terrible de la eternidad y la condición espantosa de todos los que mueren sin interés personal en la sangre de Cristo!

Roguemos a Dios que nos haga más diligentes, más serios, más fieles y más celosos en exhortar y amonestar a otros a que huyan de la ira venidera. Necesitamos vivir más a la luz de la eternidad, y entonces estaremos mejor equipados para tratar con otros.

Lo que implica tener vida eterna

Solo nos queda ahora por ponderar la última cláusula de la fructífera porción de la Escritura que ha sido objeto de nuestra consideración (Juan 3:16). Expresa el resultado positivo, en cada caso, de la fe sencilla en el Hijo de Dios. Declara, del modo más sencillo y claro, que todo el que cree en el Señor Jesucristo es poseedor de vida eterna. No es meramente que hayan sido borrados sus pecados, aunque esta es una verdad dichosa. Ni es meramente que está librado de las consecuencias de su culpa, lo cual es igualmente verdadero. Es algo más. El que cree en Jesús, tiene una nueva vida, y esa vida está en el Hijo de Dios. Está en un terreno completamente nuevo. Ya no es considerado en la antigua condición de Adán, sino en un Cristo resucitado.

Esta es una verdad inmensa y de la mayor importancia. Rogamos con insistencia al lector que preste atención con calma y oración, mientras procuramos, en la medida de nuestra debilidad, presentarle lo que creemos que está implicado en la última cláusula de Juan 3:16.

Hay en la mente de muchos un sentido muy imperfecto de lo que obtenemos por la fe en Cristo. Parece que algunos consideran la obra expiatoria de Cristo meramente como una medida para remediar los pecados de nuestra vieja naturaleza, como el pago de las deudas contraídas en nuestra condición anterior. Es cierto que es todo eso, y bendito sea Dios por esa preciosa verdad. Pero es mucho más. No es meramente que los pecados son expiados, sino que la naturaleza que los cometió es condenada y dejada a un lado por la cruz de Cristo, y ha de ser «considerada» por el creyente como muerta. No es solo que estén canceladas las deudas contraídas en la condición anterior, sino que la condición anterior misma es completamente olvidada por Dios, y como tal debe ser considerada por el creyente.

Una nueva creación

Esta gran verdad es enseñada en 2 Corintios 5:17, donde leemos:

Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.

El apóstol no dice: «Si alguno está en Cristo, está perdonado, sus pecados están perdonados, sus deudas pagadas». Todo eso es verdad, pero la aserción que acabamos de citar va mucho más lejos, pues declara que quien está en Cristo, es enteramente una nueva criatura. No es que la vieja naturaleza esté perdonada, sino que está totalmente puesta a un lado, con todo lo que le pertenece, y es introducida una nueva creación en la que no queda ni pizca de la antigua. “Todas las cosas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios”.

Esto da un alivio inmenso al corazón. En realidad, ponemos en duda que alguna alma pueda entrar en la plena libertad del evangelio de Cristo, sin que se haya percatado antes, en alguna medida, de la verdad de la “nueva creación”. Puede haber un ir a Cristo en busca de perdón, una vaga esperanza de llegar un día al cielo, alguna dependencia de la bondad y misericordia de Dios –puede haber todo esto y, sin embargo, carecer del sentido justo de lo que significa una “vida eterna”, y de ser consciente dichosamente de ser “una nueva creación”–, sin entender el hecho importante de que la vieja naturaleza adámica está completamente puesta a un lado y de que la condición en que nos hallábamos anteriormente ha caducado a los ojos de Dios.

¿Qué es «el viejo hombre»?

Pero es más que probable que algunos de nuestros lectores no acierten a entender qué significan términos como «la vieja naturaleza adámica», «la condición anterior», «la carne», «el viejo hombre», y otros por el estilo. Estas expresiones pueden parecer extrañas a los oídos de aquellos para quienes escribimos en especial; y queremos evitar que nuestros tiros no den en el blanco.

Dios nos es testigo de que lo único que deseamos ardientemente y el único objetivo que tenemos siempre presente en nuestra mente, es la instrucción y edificación de nuestros lectores; y, por consiguiente, preferimos correr el riesgo de parecer pesados, más bien que usar frases que no lleven a las mentes ideas claras e inteligibles. Términos como «el viejo hombre», «la carne» y otros parecidos, se usan en muchos lugares de la Escritura.

Por ejemplo, en Romanos 6:6 leemos: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él [Cristo], para que el cuerpo del pecadosea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado”.

¿Qué quiere decir el apóstol con lo de «viejo hombre»? Creemos que se refiere al hombre según se halla en la naturaleza heredada de Adán, esto es, de nuestros primeros padres. Y ¿qué quiere decir con lo de «el cuerpo del pecado»? Creemos que significa todo el sistema o condición en que nos hallábamos en nuestro estado no regenerado, no renovado, inconverso. Se declara, pues, que el viejo Adán está crucificado –que la anterior condición del pecado está destruida (anulada)– por la muerte de Cristo. Por eso, todo el que cree en el Señor Jesucristo tiene el privilegio de saber que su «yo» pecaminoso y culpable es considerado por Dios como muerto y dejado completamente de lado. Como tal, ya no existe a los ojos de Dios. Está muerto y sepultado.

Obsérvese que ya no es meramente que nuestros pecados están perdonados, nuestras deudas pagadas y nuestra culpa expiada; sino que el hombre en la naturaleza que cometió los pecados, contrajo las deudas e incurrió en la culpa, es puesto para siempre fuera de la vista de Dios. No es conforme al modo de obrar de Dios perdonarnos los pecados y dejarnos en la misma condición en que estábamos cuando los cometimos. No; en su gracia maravillosa y en su vasto plan, ha condenado y abolido para siempre, para el creyente, la vieja relación adámica con todo lo que le pertenecía, de forma que él ya no la reconoce por más tiempo. Se nos declara, por la voz de la Sagrada Escritura, que estamos «crucificados», «muertos», «sepultados», «resucitados» con Cristo. Dios nos dice que así estamos, y hemos de «considerarnos» (Romanos 6:11) como tales. No es cosa del sentimiento, sino de fe.

No es cuestión de entendimiento ni de sentimientos, sino de fe

Si me considero a mí mismo desde mi punto de vista o me juzgo por mis sentimientos, jamás podré entender esta verdad. ¿Por qué? Porque tengo el sentimiento de ser exactamente la misma criatura pecaminosa de siempre. Siento en mí la presencia del pecado; que en mi carne no habita el bien; que mi vieja naturaleza no ha cambiado ni mejorado en modo alguno; que alberga las mismas tendencias malvadas de siempre y que, si no se la mortifica y somete mediante la energía llena de gracia del Espíritu Santo, irrumpirá al exterior mostrándose tal cual es.

Y no nos cabe duda de que es aquí donde tantas almas sinceras se hallan perplejas y turbadas. Están mirándose a sí mismas y razonandosobre lo que ven y sienten, en lugar de reposar en la verdad de Dios y considerarse a sí mismas a la luz de lo que Dios les dice que son. Se les hace difícil, si no imposible, hacer compatible lo que sienten en sí mismas con lo que leen en la Palabra de Dios –armonizar con la revelación de Dios lo que la conciencia les dice interiormente–.

Pero hemos de recordar que la fe toma a Dios por Su Palabra y piensa siempre como piensa Dios en todos los puntos. Cree lo que Dios dice porque lo dice él. De aquí que, si Dios me dice que mi viejo hombre está crucificado y que él ya no me ve más como estando en la condición del viejo Adán, sino en un Cristo resucitado, tengo que creer, como un niño, lo que me dice y caminar en la fe de ello de día en día. Si busco en mí mismo evidencias de la verdad de lo que Dios dice, eso no es fe en absoluto. Abraham

no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios
(Romanos 4:19-20).

Este es el gran principio que sostiene todo el sistema cristiano. “Abraham creyó a Dios”, no algo acerca de Dios, sino a Dios mismo. Esto es fe. Es hacer nuestros los pensamientos de Dios, en lugar de apoyarnos en nuestros propios pensamientos. En una palabra, es permitir a Dios que piense por nosotros.

Cuando aplicamos esto al tema que nos ocupa, le da una sencillez suma. El que cree en el Hijo de Dios tiene vida eterna. Nótese que no es el que cree algo acerca del Hijo de Dios. No, es el que cree en él. Es cosa de fe sencilla en la persona de Cristo; y todo el que tiene esta fe es el poseedor actual de la vida eterna. Esta es la afirmación directa y positiva de nuestro Señor en los Evangelios. Se repite una y otra vez.

Y no es esto todo. No solo posee el creyente vida eterna de este modo sino que, por la luz adicional que las Epístolas proyectan sobre este tema tan importante, puede ver que su viejo «yo» –lo que él era por naturaleza, lo que el apóstol designa como «el viejo hombre»– es considerado por Dios como muerto y sepultado. Quizás esto parezca difícil de entender; pero el lector ha de recordar que debe creerlo, no por entenderlo, sino porque está escrito en la Palabra de Dios. No leemos: «Abraham entendió a Dios», sino “Abraham creyó a Dios”. Solo cuando el corazón cree, es cuando se derrama la luz sobre el entendimiento. Si espero a entender para poder creer, estoy apoyándome en mi propio entendimiento en vez de entregarme, con la fe de un niño, a la Palabra de Dios.

Dios nos considera como considera a Cristo

Pondere el lector esto. Quizá diga que no acaba de entender cómo puede su «yo» pecaminoso ser considerado como muerto y sepultado, cuando está sintiendo continuamente su obra, su pesadez, sus impulsos y sus tendencias en su interior. Respondemos o, mejor dicho, la Palabra eterna de Dios declara, que si su corazón cree en Jesús, entonces todo eso es verdad para usted; es decir, que usted tiene vida eterna; que está justificado de todas las cosas; que es una nueva criatura; que las cosas viejas pasaron; que todas son hechas nuevas; que todo esto proviene de Dios. En una palabra, que usted está “en Cristo”, y que “como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17).

¿No es esto muchísimo más que un mero perdón de sus pecados, que la cancelación de sus deudas o la salvación de su alma del infierno? De seguro que lo es. Y supongamos que yo le preguntase qué es lo que le autoriza a creer en el perdón de sus pecados. ¿Es porque lo siente, se da cuenta de ello, o lo entiende? No; sino porque está escrito: “De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:43).

La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).

Entonces, eso mismo es precisamente lo que le autoriza a usted a creer que su viejo hombre está crucificado, que usted no está en la carne, ni en la vieja creación ni en la antigua relación adámica; sino que, por el contrario, Dios lo ve a usted como estando ya en un Cristo resucitado y glorificado, Dios lo considera como considera a Cristo.

Es cierto –¡ay, cuán cierto!– que la carne está en usted y que usted está todavía aquí, en cuanto al hecho de su condición, en este viejo mundo, el cual está bajo juicio. Pero luego, escuche lo que dice su Señor, cuando se refiere a usted al dirigirse a su Padre: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. Y de nuevo:

Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo
(Juan 17:16, 18).

Por consiguiente, si el lector quiere inclinarse ante la Palabra de Dios y no razonar sobre lo que ve en sí mismo, siente en sí mismo y piensa de sí mismo, sino creer sencillamente lo que Dios dice, entrará en la paz dichosa y en la santa libertad que fluyen del hecho de que usted no está en la carne, sino en el Espíritu; no en la vieja creación, sino en la nueva; no bajo la ley, sino bajo la gracia; no siendo del mundo, sino de Dios. Ha salido completamente del viejo terreno que ocupaba como hijo de la naturaleza y miembro del primer Adán, para ocupar su lugar en un terreno totalmente nuevo, como hijo de Dios y miembro de Cristo.

La figura del diluvio y el arca

Todo esto está prefigurado vívidamente por el diluvio y el arca, en los días de Noé: “Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida, porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra. Y dijo Dios a Noé: El fin de toda carne ha llegado delante de mí; porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos, y he aquí que voy a destruirlos juntamente con la tierra” (Génesis 6:12-13, V. M.). Aquí, pues, tenemos en figura el fin de la vieja creación. Todo debía pasar bajo las aguas del juicio. ¿Y qué sucedió luego? “Hazte un arca de madera de gofer” (v. 14). Aquí se presenta una figura de lo nuevo. El arca, que flotaba apaciblemente sobre el oscuro abismo de las aguas, era un tipo de Cristo, y del creyente en él. El viejo mundo, junto con el hombre, fue sepultado bajo las olas del juicio, y el único objeto que subsistió fue el arca –el vaso de misericordia y salvación– que cabalgaba segura y victoriosa sobre las olas. Así es ahora, en realidad y verdad. Ante los ojos de Dios no hay nada sino un Cristo resucitado, victorioso y glorificado, y su pueblo unido a él. El fin de toda carne ha llegado delante de Dios. No se trata del fin de algunas de las formas más groseras de la “carne” o de la naturaleza, o simplemente de lo “vil y despreciable” (1 Samuel 15:9). No, era “el fin de toda carne”. Tal era el veredicto solemne y devastador. ¿Y qué hay después de esto? Un Cristo resucitado. Nada más. Todos son vistos por Dios en él como Dios lo ve a él. Todos los que están fuera de él, están bajo juicio. Todo depende de esta sola pregunta: «¿Estoy en Cristo o fuera de Cristo?» ¡Qué pregunta!

Lo que implica estar en Cristo

¿Está usted en Cristo? ¿Cree en su Nombre? ¿Ha depositado toda su confianza en él? Si es así, tiene “vida eterna”, es una “nueva criatura”, “las cosas viejas pasaron”. Dios no ve el menor rastro de lo viejo en nosotros. “Todo se ha hecho nuevo. Y todas las cosas son de Dios” (2 Corintios 5:17-18, V. M.). Usted puede decir que no siente que todas las cosas viejas hayan pasado. A ello respondemos que Dios dice que sí, y que usted tiene el privilegio de creer lo que él dice, y de considerarse lo que él declara que usted es. Dios habla conforme a lo que es verdad de usted en Cristo. No lo ve a usted en la carne, sino en Cristo. No hay absolutamente nada ante los ojos de Dios excepto Cristo; y el creyente más débil es visto como parte de Cristo, así como su mano es parte de su cuerpo. Fuera de Cristo usted no existe para Dios, no tiene vida, justicia, santidad, sabiduría ni poder. Aparte de él, usted no tiene nada ni puede ser nada. En él tiene usted todo y lo es todo, dice él mismo; usted está completamente identificado con Cristo. ¡Hecho maravilloso! ¡Profundo misterio! ¡Gloriosísima verdad! No es cuestión de logro ni de progreso. Es la posición fija y absoluta del miembro más débil de la Iglesia de Dios.

Es verdad que hay distintos niveles de inteligencia, experiencia y devoción; pero hay solamente una vida, una situación y una posición delante de Dios; y todo eso, en Cristo. No hay tal cosa como una vida cristiana más alta o más baja. Cristo es la vida del creyente, y no podemos hablar de un Cristo más alto o más bajo. Podemos entender las etapas más altas de la vida cristiana; pero no hay inteligencia espiritual en hablar de una «vida cristiana más alta». Esta es una verdad grandiosa, y oramos fervientemente para que Dios el Espíritu Santo se digne presentarla plenamente a la mente del lector. Estamos seguros de que un entendimiento más claro de ella haría desvanecerse miles de neblinas, respondería a miles de preguntas y solucionaría miles de dificultades. No solo tendría el efecto de dar al alma una paz inconmovible, sino también de determinar la posición del creyente del modo más distintivo. Si Cristo es mi vida –si estoy en él e identificado con él–, entonces no solo comparto la aceptación que tiene con Dios, sino también el rechazo que le presenta el mundo presente. Las dos cosas van de la mano, formando los dos lados de la única cuestión importante. Si estoy en Cristo y como está Cristo delante de Dios, entonces estoy en Cristo y como Cristo está delante del mundo; y de nada servirá aceptar el resultado de esta unión a los ojos de Dios, y negarse a aceptar su resultado respecto al mundo. Si tenemos lo uno, hemos de tener igualmente lo otro.

Todo esto está ampliamente descrito en Juan 17. Allí leemos por un lado: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (v. 22-23). Y, por otro lado, leemos: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (v. 14). Nada puede ser más claro y positivo que esto. Y recuérdese que, en esta maravillosa porción, nuestro Señor no está hablando meramente de los apóstoles, sino, como él dice, también de “los que han de creer en mí por la palabra de ellos”, esto es, de todos los creyentes. De aquí se sigue que todos los que creen en Jesús son uno con él según él es aceptado arriba, y uno con él según él es rechazado abajo. Las dos cosas son inseparables. La Cabeza y los miembros comparten la común aceptación en los cielos, y el común rechazo en la tierra.

¡Ojalá penetren más y más en la verdad y la realidad de esto todos los que pertenecen al pueblo de Dios! ¡Ojalá conozcamos todos nosotros un poco más del significado de la comunión con el Cristo aceptado en los cielos y rechazado en la tierra!