“Dios por nosotros”
¿Qué, pues, diremos a esto?
Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?
(Romanos 8:31, RV 1909).
Introducción
¡Cuánto hay envuelto en estas pocas palabras “Dios por nosotros”! Forman una de esas maravillosas cadenas de tres eslabones, tan frecuentes en las Escrituras. Tenemos a “Dios” vinculado a “nosotros” por medio de ese pequeño, pero precioso, vocablo “por”. Esto pone en seguro todas las cosas para el tiempo y para la eternidad. No hay ni una sola cosa en toda la gama de las necesidades de un ser creado que no esté incluida en esa breve frase, pero de tan amplio alcance, que aparece a la cabeza de este artículo. Si Dios está a favor de nosotros, es una necesaria y bendita consecuencia que nada puede interponerse en el camino de nuestra paz presente y de nuestra felicidad y gloria eternas: ni nuestros pecados, ni nuestras iniquidades, ni nuestra culpabilidad, ni nuestra naturaleza caída, ni Satanás, ni el mundo ni ninguna otra cosa creada. Dios puede quitar de en medio todas estas cosas: y lo ha hecho ya de una forma tal que ha servido para dar esplendor a su gloria y engrandecer su santo nombre, a lo largo y ancho del Universo, para siempre jamás. ¡Sea alabada y adorada la eterna Trinidad!
Pruebas de que Dios está por nosotros
Sin embargo, puede que el lector se sienta dispuesto, antes de entrar en materia, a preguntar cómo puede saber él que está incluido en el “nosotros” de nuestra preciosa tesis. Esta es, de cierto, una pregunta de la mayor importancia. Nuestro eterno bien o nuestro eterno mal dependen de la respuesta. ¿Cómo, pues, sabremos que Dios está por nosotros? Para responder a esta pregunta de tanto peso, trataremos, con la gracia de Dios, de suministrar al lector cinco pruebas convincentes de que Dios está a favor de nosotros en toda nuestra necesidad, nuestra culpa, nuestra miseria y nuestro peligro, a pesar de todo lo que somos y de lo que hemos hecho; a favor de nosotros, aun cuando no hay razón alguna, en lo que respecta a nosotros, por la que haya de estar a favor de nosotros, sino infinitas razones por las que debería estar en contra de nosotros.
1. El don de su Hijo
La primera gran prueba que vamos a presentar es el don de su Hijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Nos alegra, por varias razones, comenzar nuestra serie de pruebas con esas palabras memorables. En primer lugar, solucionan una dificultad que podría ocurrírsele a un lector angustiado: una dificultad basada en que la frase extraída de Romanos 8:31 se aplica fundamentalmente a los creyentes, y únicamente a ellos, como es el caso de toda la Epístola y de cada una de las Epístolas.
Pero, bendito sea Dios, esa dificultad se desvanece frente a las alentadoras palabras –que incluyen a todos– de Aquel que habló como jamás ha hablado hombre alguno. Cuando tenemos de labios del propio Señor nuestro, el eterno Hijo de Dios, palabras como estas: “De tal manera amó Dios al mundo”, no queda ningún fundamento para poner en tela de juicio su aplicación a todos y a cada uno de los que van incluidos en el vocablo “mundo”. Antes de que alguien pueda probar que el amor generoso de Dios no se aplica a él, tiene que probar primero que no forma parte del mundo, sino que pertenece a otra esfera de seres. En efecto, si nuestro Señor hubiese dicho «De tal manera amó Dios a una porción del mundo», sea la que fuere, entonces sí que sería absolutamente necesario probar que pertenecemos a esa clase o porción especial, antes de intentar aplicar a nosotros mismos Sus palabras. Si hubiese dicho que Dios amó de tal manera a los predestinados, a los elegidos o a los llamados, entonces habríamos de buscar nuestro lugar entre los tales, antes de apropiarnos de la preciosa seguridad del amor de Dios, según se ha mostrado en el don de su Hijo.
Pero nuestro Señor no usó esa cláusula restrictiva. Se está dirigiendo a alguien que, desde su infancia, había sido instruido y acostumbrado a tener un punto de vista muy limitado acerca del favor y la bondad de Dios. A Nicodemo le habían enseñado a considerar que las riquezas de la bondad, el amor y la entrañable misericordia de Jehová solo podían fluir dentro del estrecho vallado del sistema judío y de la nación judía. Podemos afirmar con toda seguridad que el pensamiento de que tales beneficios pudieran extenderse a todo el mundo nunca se le había ocurrido a quien había sido adiestrado en los principios estrechos del sistema legal. Por tanto, debió de hacérsele muy extraño a sus oídos escuchar a “un maestro venido de Dios” declarando el grandioso hecho de que Dios no amaba únicamente a la nación judía, ni siquiera a una porción especial de la raza humana, sino “al mundo”. No hay duda de que tal afirmación hubo de aumentar bastante el asombro que este maestro de Israel sintió al oír que él mismo, con todos sus privilegios religiosos, necesitaba nacer de nuevo para ver el reino de Dios y entrar en él.
¿Acaso negamos o ponemos en duda la gran verdad de la predestinación, la elección o el llamamiento eficaz? ¡Que Dios no lo permita! Sostenemos estas verdades como pertenecientes a los principios fundamentales del verdadero cristianismo. Creemos en los consejos y propósitos eternos de nuestro Dios, en sus inescrutables decretos, en su amor electivo, en su misericordia soberana.
Pero, ¿acaso alguna de estas cosas, o todas ellas juntas, presentan el menor obstáculo a las actividades misericordiosas de la naturaleza de Dios, o a ese amor divino que fluye en dirección a un mundo perdido? De ningún modo. Dios es amor. Esta es su naturaleza, y esta naturaleza ha de expresarse con respecto a todos. La equivocación está en suponer que, porque Dios tiene sus propósitos, consejos y decretos, porque es soberano en su gracia y misericordia, porque ha escogido desde toda la eternidad un pueblo para su alabanza y gloria, porque los nombres de los redimidos, de todos los redimidos, están escritos en el libro de la vida del Cordero inmolado desde antes de la fundación del mundo, no puede, por consiguiente, decirse que él ama a toda la humanidad, al mundo; y, más aún, que las buenas nuevas de una salvación plena y gratuita de parte de Dios no deberían ser proclamadas a los oídos de “toda criatura debajo del cielo”.
El hecho sencillo es que las dos líneas de verdad, aunque tan perfectamente distintas, están expuestas con igual claridad en la Palabra de Dios; ninguna de las dos se opone, en el menor grado, a la otra, sino que ambas van de la mano para formar la bella armonía de la verdad revelada y poner de relieve la gloriosa unidad de la naturaleza divina.
Ahora bien, el predicador del Evangelio tiene que proclamar especialmente las actividades de la naturaleza de Dios y las efusiones de su infinito amor. En esta bendita obra, no debe ser sofocado, ni mutilado ni limitado por cualquier referencia a los secretos propósitos y decretos de Dios, aun cuando esté plenamente consciente de que existen. Su misión es para el mundo entero. Su tema es la salvación, una salvación tan plena como el corazón de Dios, tan permanente como el trono de Dios, tan gratuita como el aire: gratuita para todos, sin ninguna excepción, limitación ni condición. La base de su obra es la muerte expiatoria de Cristo, la cual ha retirado del camino todas las barreras y abierto las compuertas para que la poderosa marea del amor divino pueda inundar, con toda su plenitud, riqueza y bendición a un mundo perdido y culpable.
Ahí radica la base de la responsabilidad del hombre respecto al evangelio de Dios. En efecto, si es cierto que Dios amó al mundo de tal manera que entregó a su Hijo unigénito, si “la justicia de Dios es para todos” (Romanos 3:22), si la benévola voluntad de Dios es que
todos sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad
(1 Timoteo 2:4),
si “no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9), entonces todo ser humano que oye este glorioso evangelio es colocado bajo la más solemne responsabilidad de creer y ser salvo. Nadie, con honestidad y veracidad, puede darse vuelta y decir: «Yo anhelaba ser salvo, pero no pude, porque no era uno de los elegidos. Ansiaba huir de la ira venidera, pero me lo impidió la barrera invencible del decreto de Dios, que me destinó irresistiblemente a un infierno eterno».
De tapa a tapa del libro de Dios, en toda la gama de Sus caminos con sus criaturas, en los aspectos de su carácter o en los preceptos de su gobierno moral, no existe el menor fundamento para tal objeción. Todo ser humano queda sin excusa. Dios puede decir a todos los que han rechazado su evangelio: “¡Cuántas veces quise… y no quisiste!”. No hay en la Palabra de Dios tal cosa como la reprobación, en el sentido de que Dios haya destinado a la condenación eterna a ningún número de sus criaturas. El fuego eterno está preparado para el diablo y sus ángeles (Mateo 25:41). Los seres humanos se precipitarán en él por su propia voluntad. “Los vasos de ira” son preparados, no por Dios, sino por ellos mismos, “para destrucción” (Romanos 9:22). Todo el que vaya al cielo tendrá que dar las gracias a Dios por ello. Todo el que se halle en el infierno tendrá que reprocharse a sí mismo por ello.
Además, hemos de recordar siempre que el pecador no tiene nada que ver con decretos no revelados de Dios. ¿Qué sabe él, qué puede saber, de tal cosa? Nada en absoluto. Pero sí tiene que ver con el amor de Dios públicamente revelado, con su misericordia ofrecida, con su salvación gratuita, con su evangelio glorioso. Podemos afirmar sin ningún temor que, mientras brillen en el registro de Dios estas resplandecientes y gloriosas palabras: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17), es imposible que ningún descendiente de Adán diga con verdad: «Yo quería ser salvo, pero no pude. Tenía sed del agua viva, pero no pude llegar a ella. El pozo era hondo y no tenía nada con que sacarla». ¡Ah, no! Ese lenguaje no se usará jamás, esa objeción no podrá jamás ser presentada por ninguno que esté en las filas de los perdidos. Cuando los seres humanos pasen a la eternidad verán con terrible claridad lo que ahora pretenden pensar que es tan oscuro y embrollado, a saber, la perfecta compatibilidad de la soberana gracia electiva de Dios y la gratuita oferta de salvación a todos: la más perfecta armonía entre la soberanía divina y la responsabilidad humana.
Confiamos de todo corazón en que el lector se percate de estas cosas ahora mismo. Es de la mayor importancia mantener en el alma el equilibrio de la verdad, permitir que los rayos de la revelación divina actúen con pleno poder en el corazón y la conciencia, sin que se lo impida la atmósfera tenebrosa de una teología puramente humana. Hay un peligro inminente en extraer un cierto número de verdades abstractas y formar con ellas un sistema. Necesitamos el poder ajustador de toda la verdad. El crecimiento espiritual y la santificación práctica del alma se promueven, no por medio de alguna verdad, sino por la verdad en toda su plenitud, tal como está comprendida en la persona de Cristo y expresada en las Sagradas Escrituras por el Espíritu eterno. Debemos deshacernos de todas nuestras nociones preconcebidas, de todas nuestras opiniones meramente teológicas, y llegarnos como niños a los pies de Jesús para ser instruidos por su Espíritu con base en su santa palabra. Solo así hallaremos reposo frente a los dogmas opuestos de los sistemas teológicos, y veremos desaparecer todas las densas nubes y nieblas de la opinión humana, y nuestras almas libertadas podrán bañarse en la clara luz solar de la completa revelación divina.
2. La muerte de su Hijo
La segunda prueba de que Dios es por nosotros se halla en la muerte de su Hijo. Para nuestro actual propósito, nos basta con tomar un solo aspecto de la muerte expiatoria de Cristo, pues es un aspecto cardinal. Nos referimos al hecho admirable que el Espíritu Santo nos presenta en Isaías 53:10: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”.
Nuestro adorable Salvador podía simplemente haber venido a este mundo de pecado y pesadumbre, y hacerse hombre. Podía haber sido bautizado en el Jordán, ungido por el Espíritu Santo, tentado por Satanás en el desierto. Podía haber pasado haciendo bienes; haber vivido y trabajado, llorado y orado y, a la postre, marchado de vuelta al cielo, dejándonos así envueltos en las tinieblas más densas que nunca. Como el sacerdote o el levita de la parábola (Lucas 10), podía haber llegado y habernos mirado con nuestras heridas y nuestra miseria, haber pasado de largo y volver en solitario al lugar de donde vino.
¿Qué habría sucedido si hubiese obrado así? ¿Qué, sino las llamas de un infierno eterno para ti y para mí, querido lector? Porque, recuérdese bien, todos los trabajos que el Hijo de Dios llevó a cabo en su vida –su ministerio asombroso, sus días de penosa labor y sus noches de oración, sus lágrimas, suspiros y gemidos–, toda su vida de trabajo, desde el pesebre en adelante, pero aparte de la cruz, no habrían podido borrar ni una pizca de culpa de una conciencia humana:
sin derramamiento de sangre no se hace remisión
(Hebreos 9:22).
Sin duda, el Hijo eterno tenía que hacerse hombre para poder morir; pero la encarnación no podía cancelar la culpa. En realidad, la vida de Cristo, como hombre en este mundo, solo mostró con mayor evidencia la culpabilidad de la raza humana. “Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado” (Juan 15:22). La luz que brillaba en sus santos caminos solo revelaba las tinieblas morales del hombre, de Israel y del mundo. De aquí se sigue, pues, que si hubiese venido meramente para vivir y obrar aquí durante 33 años, y marcharse al cielo, nuestra culpabilidad y oscuridad moral habría quedado plenamente demostrada, pero no habría sido hecha ninguna expiación. “La misma sangre hará expiación de la persona” (Levítico 17:11). “Sin derramamiento de sangre no hay remisión”.
Esta es una de las grandes verdades fundamentales del cristianismo, que ha de ser afirmada constantemente y sostenida tenazmente. Hay en ella un inmenso poder moral. Si es cierto que todo lo que el Hijo de Dios hizo en vida –sus lágrimas, oraciones, gemidos y suspiros–, si todas esas cosas juntas no podían borrar ni una pizca de culpa, entonces ¿no hay motivo legítimo para que nos preguntemos qué valor puede haber en nuestras obras, lágrimas y oraciones, en nuestros servicios religiosos, ordenanzas, sacramentos y ceremonias; en toda la gama de actividades religiosas y reformas morales? ¿Pueden tales cosas servir para expiar nuestros pecados y darnos una posición de justicia delante de Dios? Solo el pensarlo es una monstruosidad. Si alguna de esas cosas, o todas ellas juntas, pudiese valernos, ¿para qué, entonces, la muerte sacrificial y expiatoria de Cristo? ¿Para qué ese sacrificio inefable e inestimable, si alguna otra cosa podía haber servido?
Pero quizá diga alguien que, aun cuando ninguna de esas cosas valga sin la muerte de Cristo, con todo, deben agregarle algún valor. ¿Para qué? ¿Para que tenga pleno valor aquella muerte sin par, aquella sangre preciosa, aquel sacrificio sin precio? ¿Es para eso? ¿Habrá que poner en la balanza la basura de las acciones humanas, de la justicia del hombre, para hacer que el sacrificio de Cristo tenga pleno valor a juicio de Dios? Solo el pensarlo es una blasfemia absoluta.
¿Es que no tiene que haber obras buenas? Sí, por cierto; pero, ¿en qué consisten? ¿En acciones piadosas, esfuerzos religiosos, actividades morales de una naturaleza no regenerada, inconversa, incrédula? ¡No! ¿En qué, pues? ¿Cuáles son las obras buenas del cristiano? Son obras de vida, no “obras muertas”. Son el fruto precioso de una vida ya poseída: la vida de Cristo en el creyente verdadero. No hay absolutamente nada bajo la bóveda del cielo que pueda ser aceptable a los ojos de Dios como obra buena, excepto el fruto de la gracia de Cristo en el creyente. La expresión más tenue de la vida de Cristo en la vida diaria de un cristiano es fragante y preciosa para Dios. Pero las obras más espléndidas y gigantescas de un incrédulo son, a los ojos de Dios, únicamente “obras muertas”.
No obstante, todo esto es una digresión de nuestra línea principal, a la que tenemos que volver ahora.
Nos referimos a un punto especial en la muerte de Cristo, y es que “Jehová quiso quebrantarlo” (Isaías 53:10). Aquí está la extraordinaria y abrumadora prueba de que Dios es por nosotros. “No escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. No solo lo entregó, sino que lo quebrantó, por nosotros. Ese dechado de santidad y perfección –el único Hombre perfecto que jamás haya pisado esta tierra–, el único que siempre hizo lo que agradaba a su Padre, Aquel cuya vida entera, desde el pesebre hasta la cruz, fue un continuo olor grato que ascendía hasta el trono y el corazón de Dios; del que cada movimiento, cada palabra, cada mirada y cada pensamiento eran agradables a Dios; el que se propuso como único objetivo primordial, de punta a cabo, glorificar a Dios y llevar a cabo su obra: ese mismo fue “entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hechos 2:23), y clavado en el madero maldito, donde soportó la justa ira de un Dios que aborrece el pecado; y todo eso, porque Dios era por nosotros; sí, por nosotros.
¡Qué gracia tan maravillosa y singular hay aquí! El Justo, herido por los injustos; el santo Jesús, sin pecado, sin mancha, herido por la mano de la Justicia Infinita, a fin de que los rebeldes culpables pudieran ser salvos; y no solo salvos, sino puestos en la condición y relación de hijos: hijos e hijas del Dios Todopoderoso, herederos de Dios y coherederos de Cristo.
Esta sí que es gracia, gracia rica, gratuita, soberana; gracia abundante para el peor de los pecadores; gracia que reina
por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo
(Romanos 5:21).
¿Quién no querrá confiar en esta gracia? ¿Quién, mirando a la cruz, podrá dudar de que Dios esté a favor del pecador, de cualquier pecador, del lector de estas líneas? ¿Quién no confiará en ese amor que brilla en la cruz? ¿Quién puede mirar a la cruz y no ver que Dios no quiere la muerte de ningún pecador? ¿Por qué no dejó que pereciéramos en nuestra culpabilidad y descendiésemos al infierno eterno que tan abundantemente merecíamos por nuestros pecados? ¿Por qué entregó a su Hijo Unigénito? ¿Por qué lo quebrantó en aquella cruz ignominiosa? ¿Por qué ocultó su rostro del único Hombre perfecto que jamás haya vivido; del Hombre que es su propio Hijo eterno? ¿Por qué todo eso? De seguro que fue porque Dios es por nosotros, a pesar de todas nuestras culpas y de nuestra rebelión pecaminosa. Sí, bendito sea su Nombre, él está a favor del pobre pecador deshecho y merecedor del infierno, sea quien fuere él o ella; y todo aquel que pase su mirada por estas líneas es urgido ahora a que venga y confíe en el amor que entregó a Jesús desde el seno y lo quebrantó en la cruz.
¡Oh, querido lector, venga ahora mismo! ¡No lo demore, no vacile, no razone! ¡No escuche a Satanás! Escuche, no lo que su corazón le sugiere e imagina, sino la Palabra que le asegura que Dios es por usted, y el amor que brilla en la entrega y en la muerte de su Hijo.
Al seguir lo que podemos llamar con razón la cadena de oro de la evidencia en prueba de que Dios es por nosotros, hemos considerado las dos verdades preciosas de la entrega y la muerte de su Hijo. Hemos viajado desde el seno del Padre hasta la cruz, a lo largo de aquella senda misteriosa y maravillosa, marcada por las huellas del eterno amor de Dios. Hemos visto al Padre bendito, no solo entregando a su Hijo Unigénito desde su seno, sino quebrantándolo por nosotros, haciendo de su alma sin mancha una ofrenda por el pecado, haciéndole bajar hasta el polvo de la muerte, haciéndole pecado por nosotros, juzgándole a él en nuestro lugar y proporcionando así la evidencia más incontestable de que está a favor de nosotros, de que su corazón está vuelto hacia nosotros, de que desea ardientemente nuestra salvación, pues vemos que no ha escatimado a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros.
3. La resurrección de su Hijo
Nuestra tercera prueba se basa en la resurrección de su Hijo. Y, al hablar del hecho glorioso de la resurrección, debemos limitarnos a un solo punto: a la prueba que suministra de que Dios se ha mostrado amigo de nosotros. Un par de pasajes de las Escrituras bastará para declarar y establecer este punto particular.
En Romanos 4, el inspirado apóstol presenta a Dios como el que levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesucristo. Está hablando de Abraham, quien, según nos dice él, “creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por justicia. Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que” –¿qué? ¿En el que entregó a su Hijo? ¡No! ¿En el que quebrantó a su Hijo en la cruz? ¡No! ¿En qué, pues?– “en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro”, al mismo que
fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación
(Romanos 4:25).
Sopesemos bien este grandioso hecho. ¿Qué es lo que llevó a nuestro precioso Salvador a la cruz? ¿Qué lo hizo descender hasta el polvo de la muerte? ¿No fueron nuestras ofensas? Sí, por cierto: “Fue entregado por nuestras transgresiones”. Fue clavado en el maldito madero por nosotros. Él fue nuestro Sustituto en la cruz, con todo lo que ese vocablo significa. Tomó el lugar que nos correspondía a nosotros y fue tratado, en todos los aspectos, como merecíamos nosotros ser tratados. La mano de la justicia infinita trató con nuestros pecados, con todos nuestros pecados, en la cruz. Jesús se hizo cargo de todas nuestras ofensas, iniquidades, transgresiones y deudas, respondiendo por todo lo que estaba, o pudo jamás estar, contra nosotros. Él –bendito sea su Nombre adorable y sin par– se hizo responsable de todos nosotros, y murió en nuestro lugar bajo todo el peso de nuestros pecados. Murió, el justo por los injustos.
¿Dónde está ahora? El corazón late de gozo inefable y santo triunfo al pensar en la respuesta. ¿Dónde está aquel Salvador adorable que pendió allá en la cruz y fue puesto en una tumba? Está a la diestra de Dios, coronado de gloria y de honra. ¿Quién lo ha puesto allí? ¿Quién puso la corona sobre sus benditas sienes? Dios mismo. El mismo que lo entregó y lo quebrantó, es el que lo levantó, y en él hemos de creer si hemos de ser contados por justos. Este es el punto especial que el apóstol tiene en mente. La justicia nos será imputada, si creemos en Dios como aquel que levantó a Jesús, Señor nuestro, de entre los muertos.
Notemos el nexo vital. Reparemos en esta importantísima conexión. El mismísimo que estuvo colgado en la cruz, cargado con todas nuestras ofensas, está ahora en el trono sin ellas. ¿Cómo llegó allá? ¿Fue en virtud de su eterna Deidad? No, porque sobre esa base siempre estuvo allí. Era “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5). ¿Fue en virtud de ser el Hijo eterno? No, porque también sobre esa base estuvo siempre allí1 . Por consiguiente, de ningún modo podía satisfacer nuestra necesidad como pecadores culpables, cargados con innumerables ofensas, porque se nos diga que el eterno Hijo del Padre había ocupado su asiento a la diestra de la majestad en los cielos, puesto que ese lugar siempre le perteneció: sí, el lugar más profundo y más tierno en el seno del Padre.
Pero, además, podemos preguntar también: ¿Ocupó nuestro adorable Señor su asiento en el trono por ser el Hombre sin mancha, sin pecado, perfecto? No, porque, en calidad de tal, podía haber ocupado allí su asiento en cualquier momento entre el pesebre y la cruz.
¿A qué conclusión, pues, estamos abocados a llegar en esta materia? A la conclusión más preciosa y tranquilizadora: Que el mismo que fue entregado por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados, juzgado en nuestro lugar, está ahora en los cielos; que el mismo que fue nuestro sustituto en la cruz está ahora en el trono; que el mismo que apareció cargado con todas nuestras culpas está ahora coronado de gloria y de honra; que ha terminado, de un modo tan perfecto, absoluto y completo, con todo el asunto de nuestros pecados, que la justicia infinita lo ha levantado de entre los muertos y ha colocado en sus sagradas sienes una diadema de gloria.
Lector, ¿entiendes esto? ¿Te das cuenta de la importancia que tiene para ti? ¿Crees en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro? ¿No ves que, al obrar así, Dios se ha declarado amigo tuyo? ¿Crees que, al resucitar a Jesús, manifestó su satisfacción infinita en la gran obra de la expiación y te ha provisto de un recibo que cancela todas tus deudas, un recibo por los “diez mil talentos”?
Aquí radica el punto esencial, el meollo y la sustancia de este magnífico argumento de Romanos 4. Si el Hombre que fue entregado por nuestras transgresiones está ahora en el cielo –y lo está por la mano y la acción del mismo Dios–; entonces, con plena seguridad, todos nuestros pecados han desaparecido, y quedamos justificados de todas las cosas, tan libres de cualquier cargo de culpa y de toda pizca de condenación, como el propio adorable Salvador. No puede en modo alguno ser de otra manera, si creemos en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro. Es completamente imposible que se presente ningún cargo contra el que cree en el Dios de la resurrección, por la sencillísima razón de que el que lo resucitó fue el mismo que lo molió por los pecados del creyente. ¿Por qué lo resucitó? Porque los pecados por los que lo molió fueron todos quitados de en medio para siempre. El Señor Jesús, después de haber defendido nuestra causa y haberse hecho responsable en todo por nosotros, no podría estar donde está ahora, si permaneciese una sola jota o una sola tilde de nuestra culpabilidad. Pero, por otra parte, estando donde está ahora, y estando allí por la acción misma de Dios, es imposible –totalmente imposible– que pueda surgir ninguna objeción en cuanto a la plena justificación, y la perfecta justicia, de quienquiera que cree en él. Así pues, en el momento en que alguien cree en Dios, en Su carácter especial de Aquel que resucitó a Jesús, es considerado como perfectamente justo delante de él. Esto es de lo más maravilloso, pero es divina y eternamente cierto. ¡Ojalá sienta el lector su poder, su dulzura y su tranquilizadora virtud! Sí, ¡ojalá le otorgue el Espíritu eterno, en lo profundo del corazón, el sentido de la bendición que comporta! Entonces sí que tendrá perfecta paz en el alma; entonces, también, entenderá que, al resucitar a su Hijo, lo mismo que al entregarlo y molerlo, Dios se ha declarado y mostrado a favor de nosotros.
Nos habíamos propuesto poner ante la consideración del lector Hebreos 13:20, pero hemos de permitirle que medite por sí mismo sobre esa estupenda porción, mientras pasamos a presentar nuestra cuarta prueba de que Dios es por nosotros. Esa prueba se halla en el descenso del Espíritu Santo.
- 1Nos gozamos de toda oportunidad que se nos presenta de afirmar la eternidad del Hijo. Sostenemos que es parte integral y esencialmente necesaria de la fe cristiana.
4. El descenso del Espíritu Santo
También aquí hemos de limitarnos a un solo punto de aquel hecho glorioso: la forma en que descendió ese augusto testigo, el Espíritu eterno.
Abra el lector la Biblia en el capítulo segundo de Hechos. “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua.Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.
Aquí, pues, señalamos un hecho especial –un hecho del mayor interés–, referido tres veces en la cita que precede, y es este: Que el Espíritu Santo descendió para hablarle a cada hombre “en su propio dialecto”; no meramente en el dialecto en que había sido educado, sino “en el que había nacido”: en la misma lengua en que su madre le había susurrado por primera vez a sus oídos de niño pequeño, los acentos suaves y tiernos del amor de una madre. Tal fue el medio, tal el vehículo que adoptó el Mensajero divino para el bendito propósito de hacer conocer al hombre que Dios era por nosotros. No les habló en griego a los hebreos, ni a los griegos en latín. Le habló a cada uno en el lenguaje que podía entender, en su lengua materna. Y si había alguna peculiaridad en esa lengua materna, algún modismo o provincialismo en el dialecto de cada uno, el Espíritu hizo uso de ello para su propósito de llegar hasta el corazón con la dulce historia de la gracia.
Compárese con esto la promulgación de la Ley desde el monte Sinaí. Allí Jehová se limitó enteramente a una sola lengua. Si se hubiesen reunido allí personas “de todas las naciones bajo el cielo”, no habrían entendido ni una sola sílaba. La Ley –“las diez palabras” (Éxodo 34:28, RV 1909)– el informe del deber del hombre para con Dios y con su prójimo, vino cuidadosamente envuelto en un solo idioma. Pero cuando habían de publicarse “las maravillas de Dios” –cuando había de ser declarada la bendita historia del amor–, cuando iba a ser revelado el corazón de Dios hacia los pobres y culpables pecadores, ¿había bastante con una sola lengua? ¡No! “cada nación bajo el cielo” debía oírlo, y había de oírlo en su lengua materna.
¿No es este un hecho significativo? Quizá diga alguien que quienes oyeron a Pedro y a los demás el día de Pentecostés, eran judíos. Bien, eso no despoja en modo alguno de su encanto, de su dulzura y de su poder al hecho aquel. El hecho es que, cuando descendió del cielo el Espíritu eterno para dar a conocer la resurrección de Cristo, para dar testimonio de una redención cumplida, para proclamar las buenas nuevas de la salvación, para predicar arrepentimiento y remisión de pecados, no se limitó a un solo lenguaje, sino que habló en todo dialecto bajo el cielo.
¿Por qué? Porque deseaba que el ser humano pudiese entender lo que tenía que decirle; deseaba alcanzar su corazón con las dulces noticias del amor redentor, con el mensaje avivador de la plena remisión de los pecados. Cuando iba a ser proclamada la Ley –cuando Jehová tenía que hablarle al hombre acerca de sus deberes– cuando tenía que dirigirse a él en términos como los siguientes: «Harás esto y esto», y «no harás esto ni aquello», se limitó a un solo lenguaje. Pero cuando quiso declarar el precioso secreto de su amor, cuando quiso declarar que estaba a favor del hombre, puso interés en hablar en cada lengua que hay bajo el cielo, a fin de que todo ser humano pueda oír, en su lengua materna, las maravillas de Dios1 .
Así pues, en nuestra serie de pruebas –nuestra cadena de oro de la evidencia–, hemos viajado desde el seno del Padre hasta la cruz de Cristo, y desde aquella preciosa cruz de vuelta hasta el trono. Hemos hecho notar la entrega, el quebranto y la resurrección del Hijo. Hemos visto el corazón mismo de Dios, expresado en un amor profundo y maravilloso, y en una tierna compasión hacia los pecadores perdidos. Más aún, hemos hecho notar el descenso del Espíritu eterno desde el trono de Dios, su misión a este mundo para anunciar a toda criatura debajo del cielo las buenas nuevas de una salvación completa, gratuita y eterna, mediante la sangre del Cordero, y para anunciar esas noticias, no en una lengua desconocida, sino en la lengua materna de cada uno.
¿Queda algo más? ¿Hay algún otro eslabón que añadir a la cadena? Sí, la posesión de las Sagradas Escrituras.
- 1El lector observará con interés un hecho al que hemos aludido en otro lugar; es el siguiente: En Génesis 11, fueron diversificadas las lenguas en castigo por el orgullo del hombre. En Hechos 2, fueron dadas diversas lenguas por gracia, a fin de satisfacer la necesidad del ser humano. Y en Apocalipsis 7, las diversas lenguas aparecen todas unidas en un solo cántico de alabanza a Dios y al Cordero. Tales son algunas de las maravillas de Dios. ¡Ojalá le alabemos con todas nuestras facultades redimidas! ¡Y que nuestros corazones le rindan adoración!
5. La posesión de las Sagradas Escrituras
Quizá diga alguien que nuestra quinta prueba está contenida en la cuarta, por cuanto el hecho de poseer un ejemplar de la Biblia en mi lengua materna es, en realidad, el Espíritu Santo hablándome en mi idioma nativo.
Es cierto; pero todavía, por lo que respecta al lector, el hecho de que Dios haya puesto en su mano, o a su alcance, el sagrado Volumen –ese libro de inestimable valor, las santas Escrituras–, es una prueba más de que está a favor de él, de que Dios es por él. Pues, ¿cuál es el motivo por el que no fuimos dejados en la ignorancia y en completa oscuridad? ¿Por qué fue puesto en nuestras manos el libro divino? ¿Por qué puede decir cada uno que ha recibido un favor tan grande? ¿Por qué no fui abandonado a vivir y morir en la ceguera del paganismo? ¿Por qué se permitió a la lámpara celestial arrojar sobre mí –sí, sobre mí– sus preciosos rayos?
¡Ah! La respuesta es: «Porque Dios es por ti». Sí, por ti, a pesar de tus muchos pecados; por ti, a pesar de tus olvidos, tu ingratitud y tu rebelión; por ti, aunque como tú bien sabes, no puedes dar ni una sola razón por la que él no debiera estar contra ti. Entregó a su Hijo desde su seno, lo quebrantó en la cruz, lo resucitó de entre los muertos, envió desde lo alto al Espíritu Santo y puso en tus propias manos su bendito Libro; todo ello para mostrarte que está por ti, que su corazón está dirigido hacia ti, que desea vehementemente tu salvación.
Y te rogamos que tengas en cuenta que no puedes decir, ni te atreverás jamás a decir: «No podía entender la Biblia; estaba fuera de mi alcance; estaba llena de misterios abstrusos que no pude comprender, de dificultades que no pude resolver, de discrepancias que no pude conciliar, y cuando me volvía hacia los que profesaban ser cristianos, los hallaba divididos en innumerables denominaciones y en interminables escuelas de doctrina. Y, no solo eso, sino que vi tanta superficialidad, tan gruesa inconsecuencia y tan flagrante contradicción entre la profesión y la práctica, que me sentí forzado a abandonar todo lo referente a la religión, con unos sentimientos mezclados de perplejidad, desprecio y disgusto».
Esas objeciones no podrán tenerse de pie el día del juicio, ni te preservarán de caer en el lago que arde con fuego y azufre. Recuerda esto y pondéralo profundamente. No permitas que te engañe el diablo ni tu propio corazón. ¿Qué le dice Abraham al rico de Lucas 16? “A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos”. ¿Por qué no replica el rico: «No los pueden entender»? No se atreve.
No; un niño puede entender
las Sagradas Escrituras, las cuales nos pueden hacer sabios para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús
(2 Timoteo 3:15).
No hay debajo de la bóveda del cielo una sola persona que posea un ejemplar de la Biblia, que no sea solemnemente responsable delante de Dios por el uso que haga de ella. Si los cristianos profesantes estuviesen divididos en diez mil veces más denominaciones que las que existen; si ellos fuesen diez mil veces más inconsecuentes que lo que son; si las escuelas de doctrina y los doctores en teología estuviesen diez mil veces más opuestos entre sí que lo que están, todavía la palabra para cada poseedor de una Biblia es: «A Moisés y a los profetas tienes, y el Nuevo Testamento; óyelos».
¡Ojalá pudiésemos persuadir al lector inconverso, adormecido, incrédulo, a pensar en estas cosas, a pensar en ellas ahora mismo, a ponderarlas en las profundidades más secretas de su ser moral, para prestarles toda la atención de su corazón, antes que sea demasiado tarde! Contemplamos con horror creciente la condición de un alma perdida en el infierno, abriendo los ojos en aquel lugar de tormentos sin fin, para darse cuenta del hecho tremendo de que Dios está en contra de ella para siempre; que ha desaparecido toda esperanza; que nada ni nadie puede tender jamás un puente para salvar el abismo que separa la región de los perdidos, del cielo de los redimidos; que “está puestauna gran sima” (Lucas 16:26).
No podemos seguir adelante. El pensamiento es realmente abrumador. El corazón se parte al contemplar este cuadro aterrador. Querido lector, permítenos suplicarte, antes de dejar la pluma, que te vuelvas en esta misma hora a un Salvador bendito y amoroso, que está con los brazos abiertos y con el corazón abierto, para recibir a todos los que van a él, y que te asegura: “al que viene a mí, de ninguna manera le desecharé” (Juan 6:37, V. M.). Ven y cree y confía en la palabra fiel de Dios y en la obra consumada de Cristo.
Aquí radica el precioso secreto de todo este asunto. Aparta los ojos de ti mismo y ponlos directamente en Jesús; confía sencillamente en él y en lo que ha hecho por ti en la cruz, y todos tus pecados serán borrados, y la justicia divina será tuya, como así también la vida eterna, la adopción de hijo, la morada del Espíritu, un Abogado eficaz, un hogar espléndido en el cielo, una porción en la eterna gloria de Cristo –sí, con tal que creas en Jesús, todas esas cosas serán tuyas– y la mejor de todas ellas, él mismo.
¡Ojalá te guíe el Espíritu Santo, en este momento, a los pies de Jesús, y te haga capaz de clamar, en un tono de santo triunfo: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?”! ¡Que Dios lo otorgue por Jesucristo!