Daniel - El discípulo en un tiempo malo
Los tres primeros capítulos del libro de Daniel nos ofrecen una lección muy importante y oportuna para el tiempo en que vivimos, en el cual el discípulo de Cristo está en grave peligro de ceder a las influencias que lo rodean –rebajando el nivel de su testimonio y debilitando su carácter de discípulo– a fin de amoldarse a las circunstancias del momento.
Motivos de desaliento en el pueblo de Dios
Desde el principio del capítulo 1, encontramos un cuadro muy desalentador del estado de cosas en lo que respecta al testimonio exterior rendido a Dios en la tierra. “En el año tercero del reinado de Joacim rey de Judá, vino Nabucodonosor rey de Babilonia a Jerusalén, y la sitió. Y el Señor entregó en sus manos a Joacim rey de Judá, y parte de los utensilios de la casa de Dios; y los trajo a tierra de Sinar, a la casa de su dios, y colocó los utensilios en la casa del tesoro de su dios” (Daniel 1:1-2).
El estado que se nos describe en estos versículos, considerado desde un punto de vista humano, es más que suficiente para producir el desaliento en el corazón, entristecer el espíritu y paralizar las energías. Ante una Jerusalén en ruinas, el templo profanado, los utensilios del Señor colocados en la casa de un falso dios, y Judá llevado cautivo, seguramente el corazón no puede sino sentirse dispuesto a decir que no tiene ningún sentido procurar permanecer más tiempo en el carácter de discípulo y perseverar en una marcha piadosa y fiel. El valor falta, el corazón desfallece y las manos se vuelven flojas, cuando la situación del pueblo de Dios es tan deplorable. Solo la más abominable presunción podría hacer que un hijo de la casa de Judá tomase el lugar de un verdadero nazareo en semejantes circunstancias.
La actitud del hombre de fe es superior a las circunstancias
Así puede razonar la naturaleza; pero no es ese el lenguaje de la fe. ¡Bendito sea Dios! existe siempre una esfera bastante extensa para que pueda desplegarse un espíritu de verdadera devoción; siempre hay también un camino que el verdadero discípulo puede recorrer, aun cuando deba hacerlo en la soledad.
Cualquiera que sea el estado de las circunstancias exteriores, la fe no se enfoca en ellas; su privilegio es depender de Dios, nutrirse de Cristo y respirar la atmósfera del cielo, tan plenamente como si todo estuviese en una armonía y un orden perfectos.
¡Qué gracia inefable tenemos allí para el corazón fiel! Todos los que desean marchar fielmente, encontrarán siempre una senda por la cual andar; mientras que los que ven en las circunstancias exteriores un pretexto para menguar las energías, no obrarán nunca con fidelidad y decisión, aun cuando se encuentren en la situación más favorable.
Si alguna vez hubo un tiempo en que la debilidad del testimonio habría podido tener un buen pretexto, fue, incuestionablemente, durante la cautividad de Babilonia. Todo el edificio del judaísmo había sido derribado; el poder real había pasado de manos del sucesor de David a manos de Nabucodonosor; la gloria se había retirado de Israel; en una palabra, todo parecía haberse marchitado y desaparecido para siempre. Nada les quedaba a los hijos de Judá en su exilio, excepto colgar sus arpas sobre los sauces y sentarse “junto a los ríos de Babilonia”, para derramar sus lágrimas por la gloria traspasada (1 Samuel 4:22), el brillo empañado y su grandeza perdida (véase Salmo 137).
Tal podría ser el lenguaje de la ciega incredulidad; pero –¡bendito sea Dios!–, cuando todo parece haber llegado al estado más miserable, la fe se eleva para obtener un triunfo glorioso: y la fe, lo sabemos, es la única base real en la cual el discípulo puede apoyarse para actuar. No busca ningún apoyo en los hombres ni en las circunstancias exteriores: todos sus recursos están en Dios. Por eso la fe jamás brilla con un resplandor tan vivo como cuando todo es tinieblas alrededor de ella. Cuando el horizonte se halla cargado de las más oscuras nubes, la fe se calienta al sol de la gracia y la fidelidad divinas.
Por ello Daniel y sus compañeros fueron capaces de superar las dificultades particulares de su tiempo. Estimaron que nada en Babilonia debía impedirles gozar de un nazareato tan elevado como nunca antes se había visto en Jerusalén, en el tiempo que estuvo; y su apreciación era justa. Juzgaron como juzga siempre una fe pura y bien fundada. Actuaron según el mismo juicio con que un Barac, un Gedeón, un Jefté y un Sansón actuaron en la antigüedad. El mismo juicio que expresó Jonatán cuando dijo:
Porque para con Jehová no hay estorbo en salvar por muchos o por pocos
(1 Samuel 14:6, V. M.).
Así juzgó también David cuando, en el valle de Ela, denominó al pobre ejército tembloroso de Israel “los escuadrones del Dios viviente” (1 Samuel 17:26). Fue el juicio de Elías cuando construyó un altar sobre el monte Carmelo con “doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob” (1 Reyes 18:31). Fue el juicio del mismo Daniel cuando, en una etapa más avanzada de su historia, abrió su ventana y oró vuelto hacia Jerusalén (Daniel 6:10). Fue el juicio de Pablo cuando, en vista de la avasalladora corriente de apostasía y corrupción que estaba por llegar, exhorta a su hijo Timoteo en estos términos: “Retén la forma de las sanas palabras que de mí oíste” (2 Timoteo 1:13). Fue el juicio de Pedro cuando, previendo la disolución de todas las cosas, anima a los creyentes a procurar “con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz” (2 Pedro 3:14). Fue el juicio de Juan cuando, en medio del desborde de las pretensiones eclesiásticas, exhorta a su amado Gayo a no imitar “lo malo, sino lo bueno” (3 Juan 11). Fue, por fin, el juicio de Judas cuando, en presencia de la más abominable impiedad, anima a un amado remanente con estas palabras: “Edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna” (Judas 20-21). En una palabra, era el juicio del Espíritu Santo, y por esta razón era el de la fe.
Todo eso confiere inmenso valor e interés a la determinación tomada por Daniel, tal como se expresa en el primer capítulo de este libro: “Y Daniel propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía; pidió, por tanto, al jefe de los eunucos que no se le obligase a contaminarse” (v. 8). Habría podido decirse a sí mismo naturalmente: «¿De qué serviría que un pobre y débil cautivo buscara guardar un lugar de separación? Todo está destruido. Es imposible conservar un verdadero espíritu de nazareo en medio de una ruina tan completa y de semejante decadencia: será mejor que me conforme al estilo de vida y a las costumbres del país donde resido».
Pero no; Daniel se colocaba sobre un terreno más elevado. Sabía que su privilegio era vivir en tal intimidad con Dios en medio del palacio de Nabucodonosor como si estuviera dentro del mismo recinto de Jerusalén. Sabía que cualquiera que pudiese ser la condición exterior del pueblo de Dios, había una senda de devoción y fidelidad abierta individualmente a cada santo, y que puede recorrer a pesar de todo.
Y ¿no podemos añadir que el nazareato de Babilonia posee encantos tan atractivos y eficaces como el nazareato de Canaán? Sin ninguna duda. Es inefablemente precioso y espléndido encontrar uno de los cautivos en Babilonia, anhelando fervientemente una separación tan austera, e incluso haciéndola realidad. Hay allí, a la vez, una gran lección para todos los siglos, un ejemplo muy adecuado para animar y conmover a los creyentes en todas las dispensaciones, y una bendita demostración de que, en medio de las más espesas tinieblas, un corazón devoto puede gozar de una senda soleada que ninguna nube podrá oscurecer.
Pero esto no podría ser así, si Jesucristo no fuese “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Las dispensaciones cambian y desaparecen. Las instituciones eclesiásticas se derrumban y se hacen polvo. Los sistemas humanos se tambalean y finalmente caen; pero el nombre de Jehová permanece para siempre, y su memoria de generación en generación (Salmo 135:13; 102:12). Sobre este elevado terreno santo se emplaza la fe. Se eleva sobre todas las vicisitudes, para gustar de una dulce conversación con la eterna e inmutable Fuente de todo bien verdadero.
Es así como, en el tiempo de los Jueces, la fe obtuvo más gloriosos triunfos que todos los que se conocieron en los días de Josué. Por ello el altar de Elías sobre el monte Carmelo estuvo rodeado de una gloria tan brillante como la que coronaba el altar de Salomón. Esto es verdaderamente alentador. ¡El pobre corazón es tan propenso a debilitarse y a dejarse abatir al contemplar las caídas y la infidelidad del hombre, en vez de detenerse a considerar la fidelidad de Dios que nunca falla!
Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo
(2 Timoteo 2:19).
¿Qué poder podría menoscabar jamás esta verdad inmutable? Ninguno seguramente. Y nada, por lo tanto, puede menoscabar la fe que echa mano de ella, ni el edificio de devoción práctica que se erige sobre el fundamento de esta fe.
Resultados de la fidelidad
Consideremos ahora los gloriosos efectos de la devoción y la separación de Daniel. En los tres primeros capítulos observamos tres cosas distintas que resultan de la posición asumida por Daniel y sus compañeros en lo que respecta a “la comida del rey”:
1. El secreto referente al sueño del rey les fue revelado.
2. Resistieron a las seducciones de “la estatua que había levantado el rey”.
3. Cruzaron sin sufrir el menor daño, el horno de fuego ardiente encendido por orden del rey.
1. El secreto de Jehová es para los que le temen
“El secreto de Jehová es para los que le temen” (Salmo 25:14, RV 1909). Este pasaje es admirablemente confirmado en el caso que tenemos ante nosotros. Los “magos, astrólogos, encantadores y caldeos” (cap. 2:2), que respiraban la atmósfera de la presencia real, estaban todos en una completa ignorancia en cuanto al sueño del rey. “Los caldeos respondieron delante del rey, y dijeron: No hay hombre sobre la tierra que pueda declarar el asunto del rey” (cap. 2:10). Era indudablemente así; pero había un Dios en el cielo que conocía todo eso, y que, además, podía revelar el asunto a los que tenían suficiente fe, devoción y renunciamiento de sí mismos para separarse de las contaminaciones de Babilonia, aun cuando estuviesen cautivos en esta ciudad. Lo que para el hombre es solo un enigma, un laberinto o una cosa misteriosa, es perfectamente conocido para Dios; y Él puede, y hasta quiere, revelarlo a todos aquellos que andan con él en la santidad de su presencia. Los nazareos de Dios pueden ver más lejos en las circunstancias humanas que los más profundos filósofos de este mundo. Y ¿por qué medio? ¿Cómo pueden descubrir tan fácilmente los misterios de este mundo? Porque se emplazan sobre los vapores o tinieblas que lo envuelven; no participan de sus contaminaciones; ocupan un lugar de separación, dependencia y comunión. “Luego se fue Daniel a su casa e hizo saber lo que había a Ananías, Misael y Azarías, sus compañeros, para que pidiesen misericordias del Dios del cielo sobre este misterio” (cap. 2:17-18). Vemos ahora la fuente de donde ellos obtenían fuerza e inteligencia. Solo tenían que volver la mirada al cielo para obtener un claro entendimiento de todos los destinos de este mundo.
¡Cuánta verdad y simplicidad hay en todo esto! “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). Por lo tanto, si deseamos luz, no podemos hallarla sino en Su presencia; y solo podremos conocer realmente el poder de Su presencia cuando llevemos a la práctica nuestra separación de todas las impurezas de la tierra.
2. Superioridad del hombre de fe sobre el mundo
Observemos otro resultado de la santa separación de Daniel. “Entonces el rey Nabucodonosor se postró sobre su rostro y se humilló ante Daniel, y mandó que le ofreciesen presentes e incienso” (cap. 2:46). Aquí vemos al más orgulloso y poderoso monarca de la tierra a los pies de un cautivo. ¡Magnífico fruto de la fidelidad! ¡Preciosa demostración de esta verdad: que Dios honrará siempre la fe que puede, en alguna medida, elevarse a la altura de Sus pensamientos! Jamás deshonrará a aquellos que con plena confianza echen mano de sus inagotables tesoros. En esta memorable ocasión, Daniel experimentó por sí mismo, tan plenamente como nunca antes nadie lo había hecho, esta antigua promesa de Dios: “Y verán todos los pueblos de la tierra que el nombre de Jehová es invocado sobre ti, y te temerán… Te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo” (Deuteronomio 28:10-13). Seguramente, en la escena representada más arriba, Daniel se hallaba a “la cabeza” y Nabucodonosor a “la cola”, al menos si lo consideramos desde el punto de vista divino. Veamos todavía el mantenimiento de este nazareato en presencia del impío Belsasar (Daniel 5:17-29). ¿No tenemos aquí un testimonio tanto más magnífico de la preeminencia a la cual estaba destinada la simiente de Abraham, que cuando los capitanes de Josué ponían los pies sobre el cuello de los reyes de Canaán, o que cuando “toda la tierra procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón” (Josué 10:24; 1 Reyes 10:24)? Sin ninguna duda; y, hasta cierto punto, el testimonio es más magnífico aún. Es natural esperar una escena similar en la historia de Josué o en la de Salomón; pero, hallar a un orgulloso rey de Babilonia a los pies de uno de sus cautivos, es algo que excede con mucho todo lo que el hombre puede concebir.
3. El poder de la fe, a pesar de la ruina
Sin embargo, esto se nos presenta aquí como una prueba sorprendente del poder que tiene la fe para triunfar sobre todo tipo de dificultades, y para producir los más maravillosos resultados. El poder de la fe sigue siendo el mismo, ya sea que actúe en las llanuras de Palestina, sobre el monte Carmelo, junto a los ríos de Babilonia o entre las ruinas de la Iglesia profesante. No hay cadenas que la puedan retener, ni persecución que la pueda enfriar, ni ningún cambio que la pueda alcanzar. Siempre se eleva al objeto que le es propio, y este objeto es Dios mismo, y su eterna revelación. Las dispensaciones cambian, los siglos siguen su curso, las ruedas del tiempo siguen girando y aplastando bajo su enorme peso las más caras esperanzas del pobre corazón humano; pero la fe permanece inconmovible: esta realidad inmortal, divina y eterna que bebe de la fuente de la pura verdad, y que encuentra todos sus recursos en Cristo, quien es “el camino, y la verdad, y la vida”.
Por esta fe preciosa actuó Daniel cuando “propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey” (cap. 1:8). Es cierto que ya no le era posible volver a la santa casa donde sus padres habían adorado. La ciudad santa había sido hollada por el rudo pie de un enemigo extranjero; el fuego había dejado de arder sobre el altar del Dios de Israel; el candelero de oro, con sus siete lámparas, no alumbraba más el lugar santo; pero la fe se encontraba en el corazón de Daniel, y esa fe lo transportó más allá de la influencia que pudieran ejercer las circunstancias que lo rodeaban, y le permitió apropiarse de “todas las promesas de Dios”, que son «Sí y amén en Jesucristo» (2 Corintios 1:20), y actuar según su eficacia. La fe no se ve afectada por templos en ruinas, por ciudades destruidas, por lumbreras apagadas ni por glorias extintas. Y ¿por qué? Porque Dios mismo no se ve afectado por ninguna de esas cosas. Dios siempre puede ser hallado, y la fe posee siempre la certeza de poder hallarlo.
4. Ponerse del lado de Dios y no dejarse impresionar por el hombre
Pero la misma fe que volvió a estos santos hombres de la antigüedad capaces de rechazar la comida del rey, les hizo también despreciar la estatua del rey. Se habían separado de toda contaminación con el fin de gozar de una comunión más íntima con el verdadero Dios; y, por lo tanto, no podían prosternarse ante una estatua de oro, por más alta que fuere. Sabían que Dios no es una estatua; sabían que es una realidad; no podían presentar su adoración sino solo a Dios, pues él solamente es el verdadero objeto de la adoración.
Poco les importaba que todo el mundo estuviese contra ellos: solo tenían que vivir para Dios. Podía acusárselos de creerse más sabios que sus vecinos; quizá cuando fueron contra la corriente de la opinión pública su conducta fue tildada de presunción; quizá alguien incluso les pudo haber preguntado si se creían los dueños de la verdad. ¿Acaso todos “los sátrapas, magistrados, capitanes, oidores, tesoreros, consejeros, jueces, y todos los gobernadores de las provincias” estaban en las tinieblas y en la ignorancia? ¿Era acaso posible que tantos hombres de alto rango, inteligencia y saber estuviesen en el error, y que solo unos pocos extranjeros cautivos estuvieran en lo correcto?
Nuestros nazareos no tenían que preocuparse en absoluto de semejantes cuestiones. Su camino estaba claramente trazado ante ellos. ¿Debían inclinarse ante una estatua y adorarla, para no dar la impresión de que se está condenando a la multitud? Ciertamente no. Y, sin embargo, ¡cuán a menudo aquellos que desean “tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios”, son acusados de erigirse en jueces y condenar a los demás! Sin duda Lutero fue condenado por muchos por haberse opuesto a los doctores, a los cardenales y al papa. ¿Debería acaso haber vivido y muerto en el error para evitar tal condena? ¡Quién podría pensarlo!
«Ah, pero» –quizá diga alguno– «Lutero se encontraba frente a un error palpable». Es lo que pensaba Lutero; pero miles de hombres instruidos y eminentes pensaban de una manera muy diferente. “Sadrac, Mesac y Abed-nego” también tuvieron que enfrentarse con una idolatría manifiesta; pero el mundo entero era de una opinión contraria. ¿Qué se debía hacer entonces? “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). Que los demás actúen como les parezca, “pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15). Si hubiese que permanecer en el error y persistir en hacer lo que uno al menos siente que está mal, para evitar la impresión de estar juzgando a los demás, ¿dónde estaríamos?
¡Oh, mi querido lector! Procure mantener con perseverancia la marcha firme, adelante, y dirigida hacia el cielo, de un verdadero discípulo. No tiene que considerar si, al actuar así, condena al mundo. “Dejad de hacer lo malo” (Isaías 1:16). Es lo primero que el verdadero discípulo debe hacer. Luego, cuando haya obedecido este precepto, podrá esperar aprender “a hacer el bien”. “Si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Isaías 1:17; Mateo 6:22, V. M.). Cuando Dios habla, no tengo que volverme hacia mis vecinos para saber qué efecto producirá sobre ellos mi obediencia a Su voz, o para considerar lo que pensarán de mí. Cuando la voz de Jesús resucitado y glorificado cayó sobre el oído de Saulo de Tarso, no empezó a averiguar qué podrían pensar de él los principales sacerdotes y los fariseos, si obedecía. Seguramente que no. “No consulté en seguida con carne y sangre” (Gálatas 1:16). “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial” (Hechos 26:19). Tal es el espíritu y el verdadero principio según los cuales debe marchar un discípulo. “Dad gloria a Jehová Dios vuestro, antes que haga venir tinieblas, y antes que vuestros pies tropiecen en montes de oscuridad” (Jeremías 13:16). Nada puede ser más peligroso que vacilar cuando la luz divina resplandece sobre el camino. Si usted no actúa según la luz, cuando la posee, seguramente se verá envuelto en densas tinieblas. Y como otro lo dijo en otra parte: «No vayas nunca más allá de tu fe, ni te quedes detrás de tu conciencia».
5. La fe probada al extremo: la fe que ve al Invisible
Pero, como lo dijimos, si bien nuestros nazareos rehusaron inclinarse ante la estatua del rey, tuvieron que soportar la ira del rey y el horno de fuego que este había hecho encender. Por la gracia de Dios, estaban preparados para todo eso: su nazareato era algo real; estaban dispuestos a sufrir la pérdida de todas las cosas, incluso la misma vida, para defender el verdadero culto del Dios de Israel. Servían y adoraban a su Dios, no solo bajo la apacible sombra de las vides y las higueras en la tierra de Canaán, sino también en presencia del “horno de fuego ardiente”. Confesaban a Jehová no solo en medio de una congregación de verdaderos adoradores, sino también en presencia de un mundo enemigo. Ellos verdaderamente habían vencido como discípulos en un tiempo malo. Amaban al Señor, y, por amor a él, rechazaron los bienes del rey, resistieron su ira y soportaron el horno de fuego que dispuso para ellos. “Rey Nabucodonosor…, no es necesario que te respondamos sobre este asunto. He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (cap. 3:16-18). Tal era el lenguaje de hombres que sabían a quién pertenecían, y dónde se encontraban; de hombres que habían calculado el costo con calma y decisión; de hombres para los cuales el Señor era todo y el mundo nada. Todo lo que el mundo podía ofrecer, y su vida misma, estaba en juego; pero ¿qué les importaba? Lo soportaron todo “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). La gloria eterna se presentaba ante ellos, y estaban perfectamente preparados para alcanzarla pasando a través de las llamas. Dios podía conducir a sus siervos al cielo en un carro de fuego, o a través de un horno ardiente, como bien le pareciere. Cualquiera que sea el modo de ir, es bueno estar allí.
Pero, ¿acaso el Señor no habría podido impedir que sus amados siervos fuesen arrojados al horno ardiente? Sin ninguna duda; eso habría sido fácil para Él. Sin embargo, no lo hizo. Era su voluntad que la fe de sus siervos fuese puesta a prueba en el horno de fuego, que pasara por el crisol más ardiente, a fin de que “sea hallada en alabanza, gloria y honra” (1 Pedro 1:7). Si el refinador hace pasar el lingote de oro por el horno, ¿será porque no tiene ningún valor para él? ¡No, precisamente lo contrario!; y como alguien bien lo ha señalado: «Su objetivo no es solamente eliminar las impurezas del metal, sino también hacer que resplandezca con más brillo».
Es evidente que si, por un acto de poder, el Señor hubiese impedido que se lanzara a sus siervos al horno de fuego, habría resultado en menos gloria para él, y, por consecuencia, en menos bendición para ellos. Fue infinitamente mejor que gozaran de Su presencia y simpatía en el horno, que si Su poder los hubiese guardado de ser arrojados en él. ¡Qué gloria resultó para él, y qué inmenso privilegio para ellos! El Señor había descendido para andar con sus nazareos en el horno adonde fueron arrojados por su fidelidad. Habían andado con Dios en el palacio del rey, y Dios anduvo con ellos en el horno del rey. Fue el momento más bendecido de la carrera entera de Sadrac, Mesac y Abed-nego. ¡Qué poco imaginaba el rey la elevada posición en la que estaba poniendo a los objetos de su ira y furia! Todos los ojos se habían vuelto de la gran estatua de oro para contemplar con asombro a los tres cautivos. ¿Qué quería decir eso? “¡Tres varones atados!”. “¡Cuatro varones sueltos!”. ¿Podía ser esto real? ¿Era real el horno? ¡Lamentablemente, los “hombres más poderosos” del ejército del rey, habían probado que era real!, como lo habría hecho la estatua de Nabucodonosor si hubiese sido lanzada en él. No había ningún elemento del que hubiese podido agarrarse un escéptico o un incrédulo. Era un verdadero horno, una verdadera llama, y estos tres “varones fueron atados con sus mantos, sus calzas, sus turbantes y sus vestidos”. Todo era realidad.
Pero había una realidad aún mayor: Dios estaba allí, y Su presencia cambiaba todas las cosas; ella cambió “el edicto del rey”, transformó el horno en un lugar de elevada y santa comunión, e hizo de los hombres atados por Nabucodonosor, hombres sueltos por Dios.
¡Dios estaba allí!; allí, en su poder soberano, para hacer ver toda la vanidad de la oposición del hombre; allí, en toda su profunda y tierna compasión para con sus siervos probados y fieles; allí, en Su gracia incomparable para poner en libertad a los cautivos y para atraer los corazones de sus nazareos a esa íntima comunión con él de la que tan ardiente sed tenían.
Los tiempos de la paciencia de Dios
Pues bien, querido lector, ¿no vale la pena pasar a través de un horno de fuego si es para gozar aún más de la presencia de Cristo, y de la simpatía de su amante corazón? ¿No es preferible estar lleno de cadenas junto a Cristo, que poseer, sin él, un sinnúmero de preciosas joyas? Un horno con él ¿no es un lugar más deseable que un palacio donde él no vive? La naturaleza responderá «¡No!», pero la fe dirá: «¡Sí!».
Conviene recordar que el tiempo en que estamos no es el tiempo del poder de Cristo, sino el de su simpatía. Al atravesar las aguas profundas de la aflicción, el corazón puede a veces sentirse dispuesto a exclamar: «¿Por qué el Señor no actúa con poder para librarme?». La respuesta es que no es aún “el día de su poder”. Podría prevenir esta enfermedad, hacer desaparecer tal o cual dificultad, aligerar las cargas, impedir esta catástrofe o preservar de la muerte a este ser querido. Pero, en vez de desplegar su poder, deja que las cosas sigan su curso, y derrama su dulce simpatía en el corazón oprimido y quebrantado, de tal manera que no dudamos en reconocer que no quisiéramos que se nos dejase sin esta prueba por nada del mundo, debido a la abundancia de la consolación.
Esta, querido lector, es la manera en que nuestro Jesús actúa ahora. Dentro de poco desplegará su poder, aparecerá como el Jinete del caballo blanco, desenvainará su espada, desnudará el brazo de su santidad, vengará a su pueblo y le hará justicia para siempre; pero, por el momento, su espada está en la vaina y su brazo está aún cubierto. Ahora es el tiempo, para él, de dar a conocer el profundo amor de su corazón y no el poder de su brazo ni el filo de su espada. ¿Está usted satisfecho de que sea así? ¿Es suficiente la simpatía de Cristo para su corazón, incluso en medio de las más profundas angustias y de la más viva aflicción? Nuestro corazón inquieto, la impaciencia de nuestro espíritu y nuestra voluntad no quebrantada, nos inducirían siempre a desear escapar de las pruebas, las dificultades o las cargas que nos agobian; pero no puede ser así, ya que implicaría una pérdida incalculable para nosotros. Debemos pasar por cada una de las clases de la escuela; pero el Amo nos acompaña y la luz de Su rostro, la tierna simpatía de Su corazón nos sostienen cuando pasamos por los ejercicios más penosos.
Los tiempos de la gloria
¡Y vemos también qué gloria redunda en el nombre del Señor cuando, por su gracia, su pueblo es hecho capaz de cruzar victoriosamente una prueba! Lea Daniel 3:26-28, y diga dónde se podrían encontrar frutos más abundantes y más bellos de una marcha fiel. El rey y los nobles de su reino, que, un momento antes, estaban tan absortos en las ceremonias de un falso culto y embelesados con una bulliciosa música, están ahora todos ocupados con el sorprendente hecho de que el fuego, que había matado a hombres fuertes y valientes, no había tenido sobre los adoradores del verdadero Dios otro efecto que el de consumir sus cadenas, permitiéndoles así marchar, en libertad, en compañía del Hijo de Dios. “Entonces Nabucodonosor se acercó a la puerta del horno de fuego ardiendo, y dijo: Sadrac, Mesac y Abed-nego, siervos del Dios Altísimo, salid y venid. Entonces Sadrac, Mesac y Abed-nego salieron de en medio del fuego. Y se juntaron los sátrapas, los gobernadores, los capitanes y los consejeros del rey, para mirar a estos varones, cómo el fuego no había tenido poder alguno sobre sus cuerpos, ni aun el cabello de sus cabezas se había quemado; sus ropas estaban intactas, y ni siquiera olor de fuego tenían” (v. 26-27).
Aquí tenemos, pues, un glorioso testimonio, testimonio que nunca hubiera sido rendido si, por un acto de poder, el Señor habría impedido que sus siervos fuesen lanzados en el horno. Nabucodonosor acababa de aprender por una sorprendente prueba que “los siervos del Dios Altísimo” no debían temer más su horno como tampoco adorar su estatua. En una palabra, el enemigo fue confundido, Dios glorificado, y sus queridos siervos puestos fuera “del horno de fuego ardiente” sin sufrir ningún daño. ¡Preciosos frutos de un nazareato fiel!
Nótese ahora el honor conferido a nuestros nazareos. “Entonces Nabucodonosor dijo: Bendito sea el Dios… de Sadrac, Mesac y Abed-nego” (v. 28). Sus nombres son estrechamente vinculados con el Dios de Israel. ¡Qué honor! Se habían identificado con el verdadero Dios cuando se trataba nada menos que de su vida, y por eso el verdadero Dios se identificó con ellos para conducirlos a un terreno rico y bendito. Estableció sus pies sobre una roca y ensalzó sus cabezas sobre todos sus enemigos en derredor de ellos (Salmo 27:6). ¡Qué realidad en este pasaje:
Yo honraré a los que me honran.
Pero es igualmente cierto que: “Los que me desprecian serán tenidos en poco” (1 Samuel 2:30).
Querido lector, ¿ha hallado en la obra perfecta del Señor Jesucristo una paz segura y divina para su conciencia culpable? ¿Creyó a Dios simplemente en su palabra? ¿Ha dado por cierto con su sello “que Dios es veraz”? Si es así, entonces usted es un hijo de Dios. Sus pecados han sido todos perdonados y ha sido aceptado en Cristo como justo; el cielo, con todas sus glorias inefables, está ante usted, y usted está tan seguro de estar en la gloria como Cristo mismo, por el simple hecho de estar unido a él.
Así pues, Dios tiene ya todo dispuesto para usted, así para el tiempo como para la eternidad, según el más profundo deseo de su corazón: Sus necesidades han sido satisfechas, su culpa borrada, su paz establecida y su título asegurado. No tiene nada que hacer usted: todo está divinamente terminado.
¿Qué es lo que resta? Simplemente esto: ¡Vivir para Cristo! Somos dejados aquí por “un poco”, para ocuparnos de él, y para aguardar su venida. ¡Oh, procuremos ser fieles a nuestro bendito Señor! No nos desanimemos por el estado de ruina de todo lo que nos rodea. Que el ejemplo de Daniel y sus honorables compañeros animen nuestro corazón para procurar una marcha más elevada aquí abajo. Es nuestro privilegio gozar del compañerismo con el bendito Señor Jesús, tanto como si estuviésemos en los gloriosos días del testimonio apostólico.
¡Quiera el Espíritu Santo hacer que tanto el escritor como el lector de estas líneas se empapen del espíritu de Cristo, anden en Sus pisadas, manifiesten Sus gracias y aguarden Su venida!