Breve exposición sobre el carácter celestial de la Iglesia
El ministerio de Elías: imagen de la Iglesia como familia celestial
Aunque Elías el tisbita, como ya lo notamos, tenía un gran parecido con Juan el Bautista en cuanto al carácter de su ministerio, si lo contemplamos personalmente y consideramos su camino peregrino –desapegado de la tierra, y sobre todo su arrebatamiento al cielo–, constituye una notable imagen de la Iglesia o de la familia celestial. Desde este punto de vista, creo que algunas consideraciones sobre la importante doctrina de la Iglesia no estarán fuera de lugar como conclusión de este esbozo de la vida y el tiempo de Elías.
Es sumamente importante que el cristiano comprenda bien la doctrina del carácter celestial de la Iglesia. Veremos que es la única salvaguarda contra las variadas formas de mal y falsas doctrinas que prevalecen alrededor de nosotros. Una sana instrucción sobre el origen, la posición y el destino celestial de la Iglesia, constituye la salvaguardia más eficaz contra la mundanalidad en la senda actual del cristiano, y también contra las falsas enseñanzas respecto a nuestra esperanza futura.
Todo sistema de doctrina o disciplina que vincule a la Iglesia con la tierra, ya sea en su condición actual o en sus perspectivas futuras, debe de por sí ser malo y ejercer una perniciosa influencia. La Iglesia no pertenece al mundo. Su vida, posición y esperanzas, son todas celestiales, en el más elevado sentido del término. La vocación y existencia de la Iglesia son, humanamente hablando, consecuencia del presente rechazo de Israel y del mundo.
El huerto de Edén y la tierra de Canaán fueron sucesivamente los escenarios de las operaciones divinas; pero el pecado, como lo sabemos, echó a perder ambos; y ahora todos los que creen el Evangelio de la gracia de Dios, que les ha sido anunciado en nombre de un Salvador crucificado, resucitado y ascendido al cielo, son constituidos miembros vivos del cuerpo de Cristo y llamados a abandonar toda esperanza terrenal. Al haber sido vivificados por la voz de Aquel que traspasó los cielos, y unidos, además, a Él por el Espíritu Santo, fueron llamados a andar sobre la tierra como extranjeros y peregrinos.
La posición de Elías el tisbita, en la margen del Jordán donde estaba el desierto, esperando ser arrebatado al cielo, presenta de manera muy apropiada la posición de la Iglesia colectivamente o del creyente individualmente.1
Se ha dicho que «los dos extremos de la existencia de la Iglesia propiamente dicha, son la cruz y la venida del Señor»; y podemos decir por cierto que no hay ningún lugar para la tierra entre estos dos límites sagrados. Considerar a la Iglesia como una corporación terrenal, por más sana y bíblica que sea, es rebajarla infinitamente por debajo de los pensamientos de Dios respecto a ella.
- 1Cuando menciono la margen del Jordán desde donde se extendía el desierto, solo me refiero al Jordán en relación con la senda del profeta. Si lo consideramos en relación con la senda de Israel desde Egipto hasta Canaán, aprendemos una verdad diferente. El lector espiritual comprenderá ambas cosas.
Estado de la doctrina del carácter celestial de la Iglesia
a) Antes de los doce apóstoles
La doctrina del carácter celestial de la Iglesia fue desarrollada en todo su poder y belleza por el Espíritu Santo bajo la pluma del apóstol Pablo. Hasta él, y durante los primeros tiempos de su ministerio, Dios, en su consejo, trató con Israel. A lo largo de todo ese tiempo hubo una ininterrumpida serie de testigos, cuya misión había tenido por objeto exclusivamente la casa de Israel. Los profetas, como ya lo señalamos al comienzo de este escrito, daban testimonio a los israelitas, no solo de su caída total, sino también del futuro establecimiento del reino, conforme al pacto hecho con Abraham, Isaac, Jacob y David. No hablaron de la Iglesia como el cuerpo de Cristo. ¿Cómo habrían podido hacerlo si se trataba de un profundo misterio “que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres” (Efesios 3:5)?
El pensamiento de la Iglesia compuesta de judíos y gentiles, sentados “juntamente con él… en los lugares celestiales” (Efesios 2:6), estaba completamente fuera del alcance del testimonio profético. Sin duda, Isaías, en un estilo de los más elevados, habla de la gloria de Jerusalén en los últimos días; habla de las naciones que vendrán a su luz, y de reyes al resplandor de su nacimiento (Isaías 60:3); pero nunca se eleva más allá del reino y, consecuentemente, ninguno de sus pensamientos respecto a este tema sobrepasa el pacto hecho con Abraham, que asegura eterna bendición a su posteridad y, por ella, a los gentiles. Podemos recorrer todas las páginas inspiradas del Antiguo Testamento, de principio a fin, sin encontrar la exposición ni la solución del gran misterio de la Iglesia.
Una vez más, observamos lo mismo en el ministerio de Juan el Bautista. Tenemos la suma y sustancia de su testimonio en estas palabras: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2). Vino como el gran precursor del Mesías, procurando restablecer el orden moral en todas las filas del pueblo. Les decía a los judíos lo que debían hacer en este estado de transición al que su ministerio habría de introducirlos, y les mostraba a Aquel que iba a venir. ¿Encontramos algo del misterio de la Iglesia en todo esto? Ni una palabra. Todavía aquí, el Reino es el pensamiento más elevado. Juan llevaba a sus discípulos a las aguas del Jordán –el lugar de la confesión con vistas al reino–, pero todavía no se trataba de ese carácter de arrepentimiento producido en aquellos que son hechos así miembros del cuerpo de Cristo.
Luego, el Señor mismo retoma la cadena del testimonio. Los profetas habían sido lapidados; Juan había sido decapitado, y ahora “el Testigo Fiel” entraba en la escena, y no solo declaraba que el reino estaba cerca, sino que él mismo se presentaba a la hija de Sion como su rey. Él también fue rechazado y, como la inmensa mayoría de los testigos precedentes, selló su testimonio con su sangre. Israel no quiso saber nada del rey que Dios le enviaba, y Dios no quiso darle el reino a Israel.
b) Con los doce apóstoles
Luego vinieron los doce apóstoles, quienes reanudaron la cadena del testimonio. Inmediatamente después de la resurrección, le preguntan al Señor: “¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). Tenían sus mentes llenas con el pensamiento del reino. “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel”, dijeron los dos discípulos que iban a Emaús (Lucas 24:21). Esto era cierto. La cuestión era cuándo llegaría ese momento. El Señor de ninguna manera reprende a sus discípulos por estar ocupados pensando en el reino; se limita a decirles: “No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:7-8). En consecuencia, el apóstol Pedro, en su primer discurso a los israelitas, les ofrece el reino: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia (apo prosopon) del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:19-21). ¿Tenemos aquí el desarrollo del misterio de la Iglesia? No. El resultado de este testimonio fue simplemente la reunión de cierto número de creyentes que formaba una corporación en Jerusalén. Los individuos así reunidos no recibieron ninguna enseñanza concerniente a la posición distintiva de la Iglesia en el cielo. El tiempo no había venido aún para esto. La doctrina de la Iglesia había de imponerse más tarde, por decirlo así, como algo completamente extraordinario, algo completamente fuera del curso normal de las cosas. La Iglesia, tal como se muestra al principio de los Hechos, nos presenta un exquisito modelo de gracia y orden en su andar, pero nada que sobrepase lo que el hombre pueda conocer y apreciar. En una palabra, todavía se trataba del reino, y no del gran misterio de la Iglesia. Los que piensan que los primeros capítulos de los Hechos nos muestran a la Iglesia en su aspecto más elevado, no comprendieron de ninguna manera el pensamiento divino sobre este tema. La visión de Pedro en Hechos 10, es evidentemente un progreso respecto de su predicación del capítulo 3. El gran lienzo descendía del cielo y era recogido de vuelta; además contenía animales puros e impuros, y si bien podía parecer un emblema de la Iglesia, la gran verdad del misterio celestial no había sido todavía plenamente manifestada.
c) El concilio de Jerusalén
En el concilio de Jerusalén, reunido para elucidar la cuestión que se había suscitado respecto a los gentiles, vemos a todos los apóstoles estar de acuerdo con la posición de Santiago: “Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre. Y con esto concuerdan las palabras de los profetas, como está escrito: Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar, para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos” (Hechos 15:14-18). Este pasaje nos enseña que los gentiles como tales tendrán un lugar con los judíos en el reino.
Pero ¿acaso el concilio de Jerusalén comprendió la verdad de la Iglesia? ¿Comprendió que judíos y gentiles fueron tan ciertamente constituidos “un cuerpo” que ya no son más considerados judíos ni gentiles? Creo que no. Algunos de los que asistían podían haber oído esta verdad anunciada por Pablo (véase Gálatas 2:1-2), pero, en el conjunto, no parecen haberla comprendido todavía.
Concluimos, pues, que la predicación del Evangelio a los gentiles por boca de Pedro, no era el desarrollo del gran misterio de la Iglesia, sino simplemente la apertura del reino, conforme a las palabras de los profetas, y también a la comisión de Pedro en Mateo 16: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16:18-19).
Notemos que se trata aquí del reino, y no de la Iglesia. Pedro recibió las llaves del reino, y usó esas llaves, primero para abrir el reino a los judíos, y luego a los gentiles. Pero Pedro jamás recibió la comisión de desarrollar el misterio de la Iglesia. Incluso en sus epístolas, no encontramos nada sobre el misterio. Él considera a los creyentes en la tierra, como extranjeros sin duda, pero en la tierra; los contempla teniendo su esperanza en el cielo, siguiendo su camino allí, pero nunca como miembros del cuerpo de Cristo sentados juntamente con él en el cielo todavía.
d) Con el ministerio de Pablo
Le fue reservado al gran apóstol de los gentiles exponer, en la energía y el poder del Espíritu Santo, el misterio del que hablamos. Sin embargo, fue suscitado antes del tiempo, como él mismo lo dice: “Y después de todos, como a un abortivo, me apareció a mí también” (1 Corintios 15:8). Las cosas no estaban suficientemente maduras para el desarrollo del misterio del que Pablo debía ser el ministro especial; por eso habla de sí mismo como de un hombre nacido antes de tiempo; porque tal es la fuerza de la palabra original. Y ¿cómo había venido antes del tiempo? Porque Israel todavía no había sido puesto a un lado definitivamente. El Señor todavía se detenía en su amada ciudad, renuente a entrar en juicio; porque, como otro lo ha dicho: «Cada vez que el Señor deja un lugar de misericordia o entra en un lugar de juicio, lo hace con paso lento y mesurado». Esto es perfectamente cierto; por eso, aunque el apóstol de los gentiles había sido suscitado y constituido depositario de una verdad que debía llevar a todos los que la recibirían más allá de los límites de las cosas judías, no obstante la casa de Israel todavía era el objeto primario de su solicitud y, de este modo, trabajaba de acuerdo con los doce, aunque de ninguna manera fue deudor a ellos. “A vosotros” –les dice a los judíos– “a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles” (Hechos 13:46).
¿Por qué era necesario que a ellos primero se les debiera anunciar la Palabra? A causa de la longanimidad y la gracia de Dios. Pablo no solo era el depositario de los consejos divinos, sino también de los afectos divinos. En cuanto a lo primero, debía actuar según su comisión especial; en cuanto a lo último, debía actuar con dilación respecto a sus “hermanos, los que son sus parientes según la carne” (Romanos 9:3). En cuanto a lo primero, fue llamado a llevar a la Iglesia al conocimiento del “misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres” (Efesios 3:5); en cuanto a lo segundo, quería, como su Señor, con paso lento y mesurado, dar la espalda a la ciudad condenada al juicio y a la nación obstinadamente endurecida.
En una palabra, como el Evangelio que le había sido confiado debía necesariamente ser proclamado sobre el principio del abandono total de la tierra, de la ciudad terrenal y del pueblo terrenal, y, por otra parte, como el corazón de Pablo fue movido a compasión por este pueblo y esta ciudad, esto explica por qué demoró tanto en dar a conocer públicamente el Evangelio que predicaba. Tardó catorce años para hacerlo, como él mismo nos informa: “Después, pasados catorce años, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando también conmigo a Tito. Pero subí según una revelación, y para no correr o haber corrido en vano, expuse en privado a los que tenían cierta reputación el evangelio que predico entre los gentiles” (Gálatas 2:1-2). Este es un pasaje muy importante respecto a la cuestión que tratamos. Pablo había sido suscitado completamente aparte del curso regular de las cosas; su ministerio fue totalmente despojado de todo elemento terrenal, humano y judío, a tal punto que a menudo suscitaba numerosas cuestiones sobre su divino origen1 .
A Pablo le fue encomendado lo que él mismo llama enfáticamente su Evangelio. Pero, como lo dijimos, se trataba de saber si las cosas estaban maduras respecto a los consejos divinos concernientes a Israel, para el desarrollo público de este Evangelio. El apóstol sentía que esta era una cuestión de gran importancia. De ahí la circunspección con que lo comunica “en privado” (Gálatas 2:2) a un pequeño número de hermanos. No podía, en medio de la Iglesia de Jerusalén, hablar abiertamente de este gran tema, porque temía que todavía no hubiese llegado la plenitud del tiempo, y que, si lo exponía prematuramente, tan solo unos pocos hubiesen tenido la suficiente inteligencia espiritual o disposición intelectual suficientemente amplia para comprender este evangelio o para recibirlo. Sus temores, lo sabemos, estaban muy bien fundados. Había solo unos pocos fieles en Jerusalén que estaban realmente preparados para el evangelio de Pablo.
¡Incluso algunos años más tarde, vemos a Santiago –quien al parecer había tomado una posición muy prominente en la Iglesia de Jerusalén–, incitando a Pablo a purificarse y rasurarse la cabeza! ¿Y con qué fin? Precisamente para no romper con lo terrenal. “Ya ves, hermano” –le dice– “cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley. Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni observen las costumbres. ¿Qué hay, pues? La multitud se reunirá de cierto, porque oirán que has venido. Haz, pues, esto que te decimos: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen obligación de cumplir voto. Tómalos contigo, purifícate con ellos, y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la ley” (Hechos 21:20-24). Tenemos aquí una prueba más que suficiente del hecho de que el gran misterio no fue comprendido, y que tampoco sería recibido por la Iglesia de Jerusalén2 .
Ahora bien, uno puede entender perfectamente cómo el espíritu de Santiago se habría sobrecogido de temor ante el pensamiento de la terrible explosión que habría causado la proclamación pública del evangelio de Pablo entre aquellos cuyos corazones todavía se hallaban apegados a las cosas terrenales. Es verdad que el judío creyente tenía el privilegio de respirar una atmósfera más pura que la de un santuario terrenal, sin embargo no estaban en condiciones de asimilar “el alimento sólido” del evangelio de Pablo (Hebreos 5:14); además, su corazón se aferraba, con especial afecto, a la idea de que Jerusalén debía ser el gran foco de la luz y el testimonio cristiano, de donde debían emanar los rayos de la verdad evangélica a todo el mundo. Pero si el misterio que Pablo les había comunicado a algunos de ellos en privado, hubiese sido revelado a la multitud, los numerosos “millares de judíos” (Hechos 21:20), no lo habrían recibido, y así el gran centro de luz se habría convertido en el centro de la división. Además, el mismo motivo que dirigió a Pablo en el momento de su visita anterior a Jerusalén –cuando se limitó a comunicar su evangelio a un reducido número de creyentes, “para no… haber corrido en vano”, si las cosas no estaban suficientemente maduras para esta revelación–, pudo haberlo llevado más tarde a dejar en suspenso la exposición de su evangelio, y a acomodarse a los pensamientos y sentimientos de aquellos que todavía no se habían elevado por encima del orden de cosas terrenal.
Todos los afectos del corazón de Pablo, considerado como hombre y como judío, de haberse dejado llevar por ellos, lo habrían conducido a apegarse a Jerusalén y a dudar también en desarrollar una doctrina que opacaría por completo a Jerusalén y a todas las cosas terrenales, elevando los pensamientos y sentimientos a una región mucho más alta y pura que todo lo que se conocía hasta entonces. Pablo conocía perfectamente la vanidad e inutilidad de los votos y las purificaciones legales. En el templo y sus pomposas ceremonias, no veía sino un gran sistema de sombras, cuya sustancia estaba en el cielo. Sin embargo, su afectuoso corazón sentía compasión por sus hermanos que se hallaban todavía cautivos por todo esto; por eso dudaba en hacer que resplandezca sobre ellos la plena luz que le había sido comunicada; temía deslumbrarlos, acostumbrados como estaban, a las sombras de los antiguos días.
Si bien esta es una sana consideración de la conducta de nuestro apóstol en materia de votos, nos lo presenta desde uno de los puntos de vista más interesantes, manifestando de manera muy clara dos rasgos de su carácter: como partícipe de los afectos divinos hacia Israel, por un lado, y como depositario de los consejos divinos concernientes a la Iglesia, por otro. Ambos aspectos del carácter de Pablo son atractivos, cada uno a su manera. Tanto su ferviente afecto por Israel como su fidelidad en el cumplimiento de su servicio especial son admirables. Puede parecer que a veces dejaba que el primero se interpusiese sobre el segundo, como en el asunto del voto; pero se trata de una injerencia que comprendemos y de la que nos damos cuenta fácilmente.
Sin embargo, su corazón lo llevaba a detenerse en Jerusalén; a quedarse allí hasta que el Señor lo obligara a dejarla. Su misión eran los gentiles, pero varias veces se trasladaba a Jerusalén, y su renuencia a salir de allí nos recuerda los «pasos lentos y mesurados» con que la gloria, tal como la considera Ezequiel, se había retirado del templo. Pero el Señor insiste para que su siervo salga de Jerusalén. Le dice: “Date prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí”. El corazón judío de Pablo todavía tarda. Y responde: “Señor, ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que creían en ti; y cuando se derramaba la sangre de Esteban tu testigo, yo mismo también estaba presente, y consentía en su muerte, y guardaba las ropas de los que le mataban” (Hechos 22:18-20).
¡Qué alegato! Pablo aduce: «Por mi culpa ellos son incrédulos; mi indigna conducta pasada es el gran obstáculo para que reciban el testimonio. ¡Déjame pues quedarme aquí!». ¡Imposible! “Ve” –responde el Señor– “porque yo te enviaré lejos a los gentiles” (v. 21). La verdad debe ser anunciada; los consejos divinos deben cumplirse; el tiempo había llegado, y en vano Santiago procuraba detener la poderosa corriente de los acontecimientos, o Pablo tardaba o dudaba todavía; la crisis había llegado, y si, después de eso, Pablo quería regresar a Jerusalén, deberá salir de allí en cadenas. Y de hecho regresará.
El pasaje que acabamos de citar es el propio relato de Pablo sobre lo que el Señor le había dicho en una ocasión anterior de la que no se había hecho mención hasta entonces. Así, aunque se le había advertido expresamente que saliera de Jerusalén, porque no recibirían su testimonio, regresa nuevamente allí; y conocemos el resultado de esta visita: fue la última que hizo.
Les aconteció lo mismo que Santiago temía y procuraba evitar: se produjo un alboroto, y Pablo fue entregado en manos de los gentiles. El Señor había determinado enviarlo a los gentiles. Si no quería ir como hombre libre, deberá ir como un “embajador en cadenas” (Efesios 6:20). No obstante, podía decir: “Por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena” (Hechos 28:20). Si su corazón no hubiese suspirado tanto por la felicidad de Israel, habría podido evitar estas cadenas. Dejó a Israel sin excusa, pero se hizo prisionero y luego mártir.
Así pues, finalmente, Pablo se despidió de Jerusalén. La había visitado muchas veces y se habría quedado allí de buena gana; pero no era ese su lugar. Jerusalén había sido, durante siglos, el objeto de los cuidados de Dios y el centro de las operaciones divinas; pero pronto iba a ser “hollada por los gentiles” (Lucas 21:24). Su templo iba a quedar totalmente en ruinas, y el rebaño de Cristo, que había sido allí reunido, iba a ser disperso: en pocos años, esa ciudad que por tanto tiempo había estado en relación con los pensamientos de Dios respecto a la tierra, sería abatida “hasta el polvo” bajo los duros pies de los romanos (véase Isaías 25:12).
La salida de Pablo puede considerarse entonces como el precursor de todos estos juicios. La verdad especial, de la que era depositario, solo podía ser proclamada en toda su plenitud y fuerza en relación con el abandono de la tierra como la escena manifiesta de las operaciones divinas. De ahí que todo cristiano inteligente y reflexivo debe considerar con profundo interés el viaje de Pablo de Jerusalén a Roma3 .
Pero, ¿acaso cuando el apóstol le dio la espalda a Jerusalén se despidió también de Israel? No; todavía no perdía la esperanza de este pueblo. Es cierto que no habían recibido su testimonio en Jerusalén, pero quizás lo recibirían en Roma; lo habían rechazado en Oriente, pero tal vez lo recibirían en Occidente. En todo caso, no dejaría de intentarlo. No abandonaría a Israel, pese a que Israel lo había rechazado.
Por eso leemos que “tres días después [de su llegada a Roma], Pablo convocó a los principales de los judíos, a los cuales, luego que estuvieron reunidos, les dijo: Yo, varones hermanos, no habiendo hecho nada contra el pueblo, ni contra las costumbres de nuestros padres, he sido entregado preso desde Jerusalén en manos de los romanos… Así que por esta causa os he llamado para veros y hablaros; porque por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena… Y habiéndole señalado un día, vinieron a él muchos a la posada, a los cuales les declaraba y les testificaba el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas” (Hechos 28:17, 20, 23).
Aquí pues, vemos a este fiel “embajador en cadenas”, buscando siempre “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, y ofreciéndoles primeramente a ellos la “salvación de Dios”. Pero como no estuvieron “de acuerdo entre sí”, Pablo finalmente se vio forzado a decirles: “Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías a nuestros padres, diciendo: Ve a este pueblo, y diles: De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis; porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyeron pesadamente, y sus ojos han cerrado, para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan de corazón, y se conviertan, y yo los sane. Sabed, pues, que a los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán” (Hechos 28:25-28)
No había en adelante más esperanza. Todo lo que el amor podía hacer se había hecho, pero en vano; y nuestro apóstol, con el corazón renuente, los abandona bajo el poder de esa ceguera judicial que era el resultado natural de su rechazo a la salvación de Dios. De esta manera quedó eliminado todo obstáculo que pudiera impedir el claro y pleno desarrollo del evangelio de Pablo. Este se hallaba en medio del vasto mundo de los gentiles, prisionero en Roma y rechazado por Israel. Había hecho todo lo posible para permanecer aún en relación con los judíos; su corazón, lleno de afecto hacia ellos, lo llevaba a retrasarse todo lo posible antes de repetir el veredicto del profeta; pero ahora todo eso terminó; toda esperanza se perdió; todas las instituciones y asociaciones humanas no presentan a su vista sino ruina y decepción. En consecuencia, era necesario que Pablo se pusiese a exponer ese santo y celestial misterio que había estado “escondido en Dios”, “desde los siglos y edades” (Efesios 3:9; Colosenses 1:26), el misterio de la Iglesia como el cuerpo de Cristo unido a su Cabeza viviente por el Espíritu Santo.
Así termina el relato inspirado de los Hechos de los Apóstoles, un libro que, como los evangelios, está más o menos relacionado con el testimonio a Israel. En tanto Israel podía considerarse como el objeto del testimonio, este testimonio continuó; pero cuando los judíos fueron judicialmente entregados a la ceguera, quedaron excluidos de la esfera del testimonio, por lo que este testimonio cesó.
- 1No faltaron maestros modernos que se esforzaron por privar el ministerio de Pablo de su particular carácter celestial, colocándolo en el colegio regular de los apóstoles, cuyo aspecto y significado eran manifiestamente judíos. Lo hicieron poniendo en tela de juicio la elección de Matías. Pero a todos aquellos que necesitan algo más que el ejercicio del juicio espiritual para guiarlos en este tema, basta seguramente con decirles que el Espíritu Santo no puso para nada en duda la validez de la elección de Matías, porque este Espíritu descendió sobre él, tal cual lo hizo sobre sus colegas en el apostolado. Es no obstante fácil comprender por qué aquellos que se consideran llamados a sostener sistemas humanos, se esfuerzan por rebajar el ministerio de nuestro apóstol a un nivel humano o terrenal.
- 2La circunstancia a la cual se refiere la cita anterior, sucedió algunos años después de la visita que Pablo menciona en Gálatas 2. Esta última parecería haber sido ocasionada por la controversia respecto a los gentiles. Este hecho añade mucha fuerza a la expresión “en privado a los que tenían cierta reputación” (Gálatas 2:2). Pablo no podía comunicarles su evangelio a los creyentes en masa.
- 3El viaje de Pablo a Roma nos presenta una imagen muy interesante de la historia de la Iglesia en cuanto a sus destinos terrenales. La nave se hace a la vela con el debido orden (véase Hechos 27). La embarcación era algo sólido y compacto, con todas sus piezas bien concertadas y unidas entre sí, construida para poder resistir los violentos embates del tempestuoso mar que debía atravesar. Después de un tiempo, el apóstol hizo algunas advertencias que fueron rechazadas, y la nave se hizo pedazos con la violencia de las olas. Hubo sin embargo una gran diferencia entre la nave misma y los individuos a bordo: mientras que la primera se perdió, todos los que estaban a bordo se salvaron. Apliquemos estos detalles a la historia de la Iglesia en su carrera aquí abajo. El testimonio, como lo sabemos, procedía de Jerusalén, de donde Pablo había partido para ir a Roma. El testimonio apostólico tenía el propósito de guiar a la Iglesia en su carrera terrenal, y preservarla del naufragio; pero el rechazo de ese testimonio condujo al fracaso y la ruina. Sin embargo, en los progresos de la caída, podemos observar también la distinción que hay que hacer entre la conservación del testimonio colectivo de la Iglesia, y la fidelidad y salvación de los individuos. “El que tiene oídos para oír” encontrará siempre una palabra de enseñanza y dirección para él, incluso en los momentos de mayor oscuridad. Las olas pueden hacer pedazos lo colectivo; todo lo relacionado con la tierra puede desvanecerse, “pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).
La naturaleza del evangelio de Pablo
Veamos ahora en qué consistía realmente este “misterio”, este “evangelio”, esta “salvación”, y lo que tenía de particular. Es sumamente importante comprender esto. ¿Cuál era, pues, el Evangelio de Pablo? ¿Era un método de justificación del pecador diferente del que predicaban los otros apóstoles? No, de ninguna manera. Pablo predicaba “a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21). Esta era la sustancia de su predicación. El rasgo singular en el Evangelio de Pablo es que no se refería tanto a la manera en que Dios trata con el pecador, sino más bien a los caminos de Dios hacia el santo. Lo que lo caracterizaba no era tanto cómo Dios justificaba a un pecador, sino lo que hacía con él cuando era justificado. En una palabra, la posición a la cual el Evangelio de Pablo conducía al santo, es lo que caracterizaba su peculiaridad. Respecto a la justificación de un pecador, no podía haber sino un solo medio, esto es, la fe en el solo sacrificio del Señor Jesucristo.
Pero respecto a la posición del santo, puede haber numerosos grados de elevación. Por ejemplo, un santo al principio de los Hechos tenía privilegios más elevados que un santo bajo la ley. Moisés, los profetas, Juan el Bautista, nuestro Señor en su ministerio personal, y los doce, todos presentan diversos aspectos de la posición del creyente delante de Dios. Pero el Evangelio de Pablo iba mucho más allá que todos ellos. No era el reino ofrecido a Israel sobre la base del arrepentimiento, como lo hicieron Juan el Bautista y nuestro Señor; tampoco era el reino abierto a los judíos y gentiles por el apóstol Pedro en Hechos 3 y 10; sino que era el llamamiento celestial de la Iglesia de Cristo, compuesta de judíos y gentiles, en un solo cuerpo, y unida, por la presencia del Espíritu Santo, a un Cristo glorificado.
La epístola a los Efesios desarrolla plenamente el misterio de la voluntad de Dios concerniente a la Iglesia. Allí encontramos una amplia instrucción sobre nuestra posición celestial, nuestras esperanzas celestiales y nuestras luchas en los lugares celestiales. El apóstol no contempla a la Iglesia como peregrina en la tierra (lo cual, no hace falta agregar, es también muy cierto), sino como sentada en el cielo; no como esforzándose aquí abajo, sino como reposando allá arriba.
Juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús
(Efesios 2:6).
No es algo que vaya a hacer, sino que “hizo”. Cuando Cristo fue resucitado de entre los muertos, todos los miembros de su cuerpo fueron resucitados también; cuando ascendió al cielo, ellos también ascendieron; cuando se sentó, también se sentaron, esto es, en los consejos de Dios; y esto, con el tiempo, debía hacerse efectivo por el Espíritu Santo enviado del cielo.
Tal era el pensamiento y propósito divino respecto a los miembros del cuerpo de Cristo. Nada sabían de esto los creyentes al principio. No fue desarrollado por el ministerio de los doce, tal como lo vemos en los Hechos de los Apóstoles, porque el testimonio a Israel todavía continuaba, y mientras la tierra era la escena de las operaciones divinas, mientras todavía había motivos de esperanza respecto a Israel, el misterio celestial se mantuvo refrenado; pero cuando la tierra quedó abandonada e Israel fue puesto a un lado, el apóstol de los gentiles, desde su prisión de Roma, escribe a la Iglesia y le manifiesta todos los gloriosos privilegios relacionados con el lugar que tiene en los cielos con Cristo. Cuando Pablo llegó a Roma, en calidad de prisionero, había llegado, por decirlo así, al final de todas las cosas humanas. Ya no pensaba que la Iglesia pudiera manifestar algo que se asemejara a un testimonio perfecto en la tierra. Veía a la Iglesia en el cielo, y allí solamente, por lo menos en toda la belleza y perfección de Cristo. Sabía cómo evolucionarían las cosas respecto a la marcha terrenal de la Iglesia; sabía que a la Iglesia le sucedería lo mismo que a la nave en que se había embarcado para ir a Roma; pero su espíritu se vio reanimado por la bienaventurada seguridad de que nada podía afectar la unidad del cuerpo de Cristo; porque esta unidad, aunque en la tierra podía echarse a perder, era infaliblemente mantenida por Dios en el cielo.1
Esta era una fuente de alegría para Pablo cuando fue encerrado, como un preso despreciado, en el calabozo de Nerón. No se avergonzaba en absoluto, porque sabía que la Iglesia, aunque hecha pedazos aquí abajo, estaba segura en los brazos eternos del Hijo de Dios, y que él era poderoso para guardarla hasta el feliz momento de su arrebatamiento para encontrar al Señor en el aire.2
Pero alguien puede preguntar: ¿Cómo podemos decir que los creyentes están sentados en los lugares celestiales, cuando todavía están en el mundo, luchando contra sus dificultades, tribulaciones y tentaciones? La misma pregunta podría hacerse respecto a la importante doctrina de Romanos 6: ¿Cómo pueden ser representados los creyentes como muertos al pecado, cuando ven que el pecado actúa continuamente en ellos? La respuesta para ambas cuestiones es la misma. Dios ve al creyente como muerto con Cristo, y también ve a la Iglesia como resucitada y sentada en el cielo con Cristo; pero corresponde a la fe conducir al alma a la realidad de ambas gracias. Considerémonos como lo que Dios dice que somos (Romanos 6:11). La fuerza del creyente para subyugar la corrupción inherente en él consiste en considerarse a sí mismo como muerto a esta corrupción, y su fuerza para separarse del mundo consiste en considerarse como resucitado y sentado en los lugares celestiales con Cristo. La Iglesia, según la apreciación de Dios, tiene tan poco que ver con el pecado y el mundo como Cristo; pero una cosa son los pensamientos de Dios, y otra muy diferente nuestras concepciones de estos pensamientos.
Pero nunca debemos olvidar que la mente humana no solo es incapaz de concebir esta verdad divina sobre la Iglesia, sino que, además, tiende naturalmente a oponerse a ella. Vimos cuánto tiempo pasó antes de que el hombre pudiera apropiarse de ella; y basta con echar un vistazo a la historia de la Iglesia durante sus primeros dieciocho siglos, para ver cuán débilmente esta verdad fue comprendida y mantenida, y cuán prontamente descuidada y abandonada. El corazón natural se apega a la tierra, y el pensamiento de una corporación terrenal le resulta atractivo.
Podemos esperar entonces que la verdad del carácter celestial de la Iglesia solo sea comprendida y llevada a la práctica por una muy pequeña y débil minoría.
No ha de suponerse que los reformadores hayan hecho de este importante tema el objeto de sus pensamientos e investigaciones. Fueron poderosos y benditos instrumentos para sacar a luz la preciosa doctrina de la justificación por la fe de entre los escombros de la superstición romana, y para dejar que la luz de la palabra inspirada ilumine la conciencia humana, en oposición a los falsos y engañosos dogmas de la tradición de los hombres.
Fue una gran obra por cierto. Sin embargo, hay que reconocer que la posición y esperanza de la Iglesia no ocuparon la atención de los reformadores. El trecho que había que recorrer entre la Iglesia católica y la Iglesia de Dios era largo, y el paso de una a otra habría sido un gran paso lleno de coraje. Sin embargo, uno se encuentra finalmente con el hecho de que no existe un terreno realmente neutro entre las dos. Porque toda iglesia, o, más precisamente, toda corporación religiosa levantada, sostenida y dirigida por la sabiduría y los recursos del hombre, por más ortodoxos que sean sus principios y contrarios al catolicismo, cuando es juzgada por el Espíritu y a la luz de la verdad divina, se verá que está más o menos infestada de elementos del sistema romano.
El corazón está tan naturalmente apegado a la tierra que difícilmente será conducido a creer que el tiempo en que Dios deja de estar manifiestamente ocupado por la tierra –ese solo intervalo que no es mencionado en la historia profética de los tiempos–, es precisamente el período durante el cual Dios, por el Espíritu Santo, reúne a la Iglesia para formar el cuerpo de Cristo de carácter celestial; y además, que cuando Dios actuaba públicamente en sus dispensaciones hacia la tierra, la Iglesia propiamente dicha no estaba contemplada; y que cuando reanude sus relaciones públicas con la tierra y con Israel, la Iglesia no estará más en esta escena. Para comprender todo esto, hace falta una mayor medida de espiritualidad que la que habitualmente se encuentra en la inmensa mayoría de los cristianos.3
En minas insondables que Él perfora
Mostrando inigualable habilidad
Sus huellas deja en la mar anchurosa
Y cumple su soberana voluntad.
- 1Es de suma importancia que el creyente evite toda ligereza de pensamiento e indiferencia respecto a la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y a la unidad del cuerpo de Cristo. Todo aquel que sostiene la primera, seguramente buscará la segunda.
- 2Un querido y apreciado siervo de Cristo acaba de entregarnos una carta de la cual extraigo las siguientes palabras, que son dignas de atención: «El Espíritu Santo descendió del cielo para formar un cuerpo sobre la tierra, “porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13). Nosotros somos responsables de guardar la unidad del Espíritu (Efesios 4:3); en cuanto a la otra, a la unidad final, Dios la garantiza infaliblemente. Si Dios puso en la Iglesia “dones de sanidad”, ello no puede tener lugar en el cielo. Solo basta con leer 1 Corintios 10-11 para ver que la unidad de la Iglesia sobre la tierra es una institución fundamental, esencial y divina, la verdad cardinal que distinguirá, creo, a los que tienen la fe para andar con devoción en estos últimos días, y sin la cual la espera de Cristo no será sino una liberación personal, y no el clamor del Espíritu y la Esposa que dicen: “Ven” (Apocalipsis 22:17)».
- 3El lector comprenderá, espero, la diferencia que existe entre los actos públicos de Dios, y las secretas operaciones de la Providencia. Los primeros cesaron cuando Israel fue puesto a un lado y se reanudarán cuando Israel aparezca de nuevo; las últimas tienen lugar ahora. Dios controla las ruedas de los gobiernos y consejos de los reyes, para llevar a cabo el cumplimiento de Sus grandes designios.
La forma de gobierno de la Iglesia más conforme con las Escrituras
Una cuestión bastante natural surge en la mente del investigador de la verdad: «¿Cuál es la forma de gobierno de la Iglesia más conforme con las Escrituras?». «¿Con qué grupo de cristianos debo asociarme eclesiásticamente?». La respuesta a estas preguntas es: «Asóciese con aquellos que sean verdaderamente “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3)». Las sectas o denominaciones no son la Iglesia; los diversos grupos o partidos religiosos no son el cuerpo de Cristo. Por eso, si nos unimos a una denominación o permanecemos asociados a ellas, nos encontraremos en alguno de esos numerosos afluentes que pronto desembocarán en el terrible abismo del que se habla en los capítulos 17 y 18 del Apocalipsis. No nos engañemos, los principios llevarán sus frutos, y los sistemas encontrarán su propio nivel. Los prejuicios actuarán para impedir que estos principios celestiales de que hablamos sean acogidos y puestos en práctica.
Los que quieran mantener el Evangelio de Pablo se verán como él, abandonados y despreciados en medio de toda la pompa y esplendor de este mundo. El desacuerdo de los sistemas eclesiásticos, las disputas de las denominaciones y el fragor de las controversias religiosas asfixiarán sin duda las débiles voces de los que quieran hablar de la vocación celestial y del arrebatamiento de la Iglesia. Pero todo hombre espiritual que se encuentra en medio de esta triste y deplorable confusión nunca debe perder de vista este simple principio: Todo sistema de disciplina eclesiástica y todo sistema de interpretación profética que de una u otra manera relacione a la Iglesia con la tierra o con las cosas del mundo, debe ser contrario al espíritu y a los principios del gran misterio desarrollado por el Espíritu Santo en los escritos del apóstol de los gentiles.
La Iglesia no tiene ninguna necesidad de la ayuda del mundo en materia de orden o disciplina. El Espíritu Santo mora en la Iglesia –por más fragmentada y dispersa que esté–, a pesar de toda la incredulidad del hombre en cuanto a Su presencia; y si se introduce en ella algún elemento terrenal o humano, ello solo podrá producir el lamentable efecto de contristar a Aquel cuya presencia es la verdadera luz de los creyentes, así como la fuente y poder del ministerio y la disciplina.
Y en cuanto a la esperanza de la Iglesia, “esperamos al Salvador” (Filipenses 3:20), y no el cumplimiento de un acontecimiento terrenal cualquiera. Gracias a Dios, no se les dice en ninguna parte a los creyentes que esperen la revelación del Anticristo, sino la aparición del Hijo de Dios, quien nos amó y se entregó a sí mismos por nosotros. Todos los cristianos deberían comprender que lo único que tienen que esperar es su arrebatamiento en el aire para el encuentro con el Señor. El mundo puede ridiculizar esta idea, los falsos maestros pueden establecer sistemas opuestos a esta verdad con el fin de socavar la fe de los simples; pero nosotros, por gracia, seguiremos alentándonos “los unos a los otros” con la seguridad de que “se han acercado aquellos días, y el cumplimiento de toda visión” (1 Tesalonicenses 4:18; Ezequiel 12:23).
Pero hay que concluir este escrito. Siento profundamente con qué debilidad e incoherencia he desarrollado lo que tenía en mi mente respecto a la doctrina de la Iglesia, pero no dudo de su verdadera importancia, y estoy seguro de que a medida que se acerca el tiempo, los creyentes recibirán mucha más luz sobre este tema. Es de temer que hoy no haya sino unos pocos que lo admiten. Si se lo comprendiera, habría mucho menos esfuerzos para adoptar un nombre y alcanzar una posición en la tierra. A los ojos de los hijos de este mundo, Pablo debió de haber dado un pobre espectáculo, aunque era el gran testigo del llamamiento celestial de la Iglesia; y les ocurrirá lo mismo a todos aquellos que adoptan sus principios y siguen sus pasos. Pero el apóstol no dejó de hallar consuelo al pensar que
El fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos
(2 Timoteo 2:19),
sabiendo que aun en las épocas más sombrías, habrá siempre unos pocos que “de corazón limpio invocan al Señor”. ¡Ojalá que deseemos andar con ellos en la misma senda, en medio de esta lamentable escena, hasta que veamos a Jesús “tal como él es”, y seamos hechos semejantes a él para siempre!