El profeta Elías
El ejercicio del ministerio profético en Israel siempre era la prueba de la decadencia del pueblo. Mientras las grandes instituciones nacionales se mantenían vigentes, y el mecanismo de la economía mosaica marchaba conforme a su concepción original, no había necesidad de ninguna acción extraordinaria y, por tal motivo, no se oía la voz de un profeta. Pero cuando comenzó el declive, cuando las leyes y las ordenanzas que habían sido promulgadas, y que emanaron de Dios mismo, dejaron de ser guardadas y cumplidas en su antiguo espíritu y en su poder original, entonces surgió la necesidad de agregar algo que supliese esta falta, a saber: la energía del Espíritu Santo en los profetas.
En todos los detalles relativos al culto y a las ceremonias levíticas, no había elementos para formar o mantener un ministerio como el de Elías el tisbita; en ellos predominaba demasiado el elemento carnal para poder lograr esto. El mensaje de un profeta solo podía ser anunciado en el poder del Espíritu Santo; por lo tanto, mientras las ordenanzas levíticas cumplieran su objetivo, el Espíritu no tenía necesidad de desplegar ninguna nueva energía.
Un ministerio como el de Elías no era necesario en los días de gloria y grandeza de Salomón; entonces, todo estaba en orden, toda la maquinaria marchaba bien, cada engranaje, cada tornillo, todo funcionaba bien en su lugar: el rey, en el trono, llevaba el cetro para salvaguardar los intereses civiles de Israel; el sacerdote, en el templo, cumplía debidamente sus funciones religiosas; los levitas y los cantores estaban en sus puestos; en una palabra, todo marchaba con un orden tal, que no era necesaria la voz de un profeta.
Sin embargo, todo esto pronto cambió. La corriente del mal se elevó con una fuerza tal que arrolló los mismos cimientos del sistema político y religioso de Israel. El reino se dividió, y, con el tiempo, hombres impíos ascendieron al trono de David, y sacrificaron los intereses del pueblo de Dios sobre el altar de sus vergonzosas concupiscencias. El mal alcanzó tal magnitud que finalmente el perverso Acab, con su mujer Jezabel, ocuparon el trono desde el cual un tiempo atrás Salomón había administrado el juicio de Dios.
Jehová no podía soportar más tal estado de cosas. No podía permitir que la marea del mal subiese aún más: esta es la razón por la cual saca de su aljaba una saeta bruñida a fin de traspasar la conciencia de Israel, por si pudiese atraer a su pueblo a su posición de feliz dependencia de su Dios. Esta saeta era Elías el tisbita, el intrépido e incorruptible testigo de Dios, quien permaneció en la brecha en un momento en el que todos parecían haberse alejado del campo de batalla, por su incapacidad de resistir al impetuoso torrente.
Pero antes de considerar la vida y el ministerio de este notable hombre, bien puede ser de provecho hacer una observación sobre el doble carácter del ministerio profético. Al considerar el ministerio de los profetas, veremos que no solo cada uno de ellos tenía un ministerio particular que le había sido confiado, sino también que, en un mismo profeta, un doble objeto debía cumplirse: el Señor tiene en vista actuar en la conciencia de los suyos para volverlas sensibles al mal imperante, y al mismo tiempo dirigir los ojos de los fieles a la gloria venidera. El profeta, por el Espíritu Santo, presentaba la luz y la verdad de Dios a los corazones y a la conciencia del pueblo; revelaba plena y fielmente todo el mal oculto en el interior del alma; señalaba abiertamente la deplorable caída de Israel y su alejamiento de Dios, y derribaba al mismo tiempo los fundamentos del falso sistema religioso que los hijos de Abraham erigieron alrededor de sí.
Pero el oficio del profeta no terminaba allí; si se hubiese limitado a hablar de la humillante historia de la caída del pueblo y de la pérdida de su antigua gloria, habría sido en gran manera desalentador. A esta solemne y seria declaración: “¡Te perdiste, oh Israel!”, el profeta, por gracia, podía añadir esta otra certeza consoladora de parte de Dios: “Mas en mí está tu ayuda” (Oseas 13:9). Esto nos ofrece el desarrollo de los dos elementos que constituían el ministerio de los profetas: la ruina total de Israel, y la gracia triunfante de Dios. Vemos así la desaparición de la gloria de Israel, en relación con su desobediencia y sobre la base de esta desobediencia, y su regreso final y establecimiento permanente, en relación con la obediencia y la muerte del Hijo de Dios, y sobre la base de esta obediencia y esta muerte.
A la verdad, podemos decir que este ministerio era de un carácter muy elevado y muy santo. Era una comisión gloriosa ser llamado a presentarse en medio de los escombros de un sistema arruinado y quebrantado, y poder señalar el feliz momento en el que Dios se manifestará a sí mismo mediante los resultados inmortales de su propia gracia redentora, para gozo de sus redimidos así en el cielo como en la tierra. Y, después de todo, ¿qué es esta gracia sino el Evangelio? ¿En qué difiere el ministerio del profeta al del evangelista? En nada. ¿Acaso el evangelista no tiene también la misión de dar testimonio a la conciencia de sus semejantes, de anunciar la perdición del hombre, a la vez que proclama el valor infinito de la obra perfecta de Jesús? Tal es el testimonio del evangelista. Por un lado, muestra la caída total del hombre, la ruina y vanidad de toda pretensión humana; y, por otro, pregona la plena manifestación de las glorias divinas según los consejos de Dios en la Redención. ¡Glorioso, bendito y divino ministerio! ¡Honorable comisión! ¡Ojalá que muchos corazones reconozcan su verdadero valor!
Primer mensaje del profeta
comparación con la lista negra de las transgresiones de Acab, quien había elegido a la malvada Jezabel, hija del incircunciso rey de los sidonios, para ser la compañera de su corazón y de su trono; este solo hecho bastaba para asegurar la opresión de Israel y la entera subversión de su antiguo culto. El Espíritu Santo resume todo esto con las siguientes palabras: “Acab hizo más para provocar a ira a Jehová el Dios de Israel, que todos los reyes de Israel que habían sido antes de él” (1 Reyes 16:33, V. M.). Esto es más que suficiente para describirlo. Todos los reyes desde Jeroboam hasta él, habían hecho lo malo delante de Jehová; pero el hecho de ser peor que todos ellos, indicaba un carácter tan culpable y corrompido como fuera posible. Sin embargo, tal era Acab; tal era el hombre que reinaba en el trono del antiguo pueblo de Dios cuando Elías el tisbita comenzaba su testimonio profético.
Es algo particularmente penoso para el corazón contemplar una escena como la que presenta el reinado de Acab. Todas las luces habían sido apagadas, toda voz de testimonio acallada; el firmamento en el cual, de cuando en cuando, habían resplandecido tantas brillantes luminarias, se veía ahora todo sombrío y nublado. La muerte parecía extenderse por toda la escena, el diablo parecía que iba a avasallar todo con mano fuerte, cuando, por fin, Dios, en su misericordia hacia su pueblo oprimido y descarriado, suscitó un brillante y poderoso testigo para Él en la persona de nuestro profeta. Pero entonces, es precisamente en un momento como este cuando un verdadero testigo de Dios está en condiciones de producir el efecto más poderoso y de ejercer la más extensa influencia. Después de una larga sequía, la lluvia hace sentir todas sus virtudes refrescantes. El escenario estaba, por decirlo así, preparado para que un hombre fuerte y valiente apareciese y actuase con una energía divina contra la creciente marea de la iniquidad.
Sin embargo, es bueno observar que Elías, como todos sus consiervos, nos es presentado en circunstancias de disciplina secreta antes de su aparición en público. Esta es una característica que se encuentra en la historia de todos los siervos de Dios, sin exceptuar a Aquel que fue, por excelencia, el Siervo. Todos fueron formados e instruidos por Dios en secreto, antes de actuar en público entre los hombres; además, aquellos que comprendieron más profundamente el significado y valor de esta secreta preparación, fueron aquellos cuyo servicio y testimonio públicos tuvieron más eficacia y duración. El que llega a una posición pública que rebasa la medida de los ejercicios secretos de su alma delante de Dios, tiene muchos motivos para temblar por el destino de su ministerio, el que seguramente será un fracaso.
Si la estructura de un edificio excede la capacidad de soporte de sus fundamentos, el edificio tambaleará y terminará desplomándose. Si un árbol extiende sus ramas a un punto que sobrepasa la profundidad de sus raíces, difícilmente será capaz de resistir la violencia de la tempestad y, tarde o temprano, caerá; lo mismo ocurre con aquel que entra en el ministerio público: es necesario que, previamente, haya estado a solas con Dios, que su espíritu haya sido ejercitado en particular; que, en su propia experiencia, haya pasado por las aguas profundas; de otro modo no será más que un teórico, y no un testigo; es necesario que su oído esté abierto para oír antes que su lengua pueda hablar como aquella de los sabios (Isaías 50:4).
¿Qué ha sido de todas aquellas luminarias aparentemente tan resplandecientes que, de tanto en cuando, cruzaron repentinamente el sendero de la Iglesia de Dios, pero que súbitamente desaparecieron detrás de las nubes? ¿De dónde venían y adónde fueron? ¿Por qué dejaron tan pocos rastros? Lamentablemente, no eran sino centellas encendidas por los hombres; no había en ellos profundidad, ni realidad, ni fuerza para perseverar. Por eso, después de haber brillado por un tiempo, rápidamente se eclipsaron, sin tener otro efecto que el de aumentar las tinieblas circundantes, o al menos la conciencia de estas profundas tinieblas.
Todo verdadero siervo de Dios debe poder decir, según su medida, como el apóstol: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Corintios 1:3-4).
El capítulo 17 del primer libro de los Reyes nos relata la primera aparición de Elías en público; pero el Espíritu, en la epístola de Santiago, ha querido darnos una reseña más antigua de la historia del profeta; y esta revelación está llena de instrucción para nosotros, cualquiera que sea nuestra esfera de servicio. El historiador sagrado introduce a nuestro profeta de una manera que puede parecer un poco brusca. Nos lo presenta de repente, entrando intrépidamente en la escena de sus trabajos, con estas serias y solemnes palabras: “Vive Jehová Dios de Israel”, pero nada nos habla aquí de las anteriores experiencias del profeta, ni se nos refiere cómo aprendió la forma por la cual el Señor quería que hablase: de todo esto, aunque importa saberlo, el Espíritu Santo, en el historiador, no dice nada; se limita a presentarnos a este hombre de Dios en el santo ejercicio de un poder que había obtenido en secreta comunión con Dios. El historiador nos muestra a Elías actuando en público, sin enseñarnos nada más. Pero el apóstol nos revela el secreto de la oración que Elías eleva a Dios, antes de entrar en su servicio activo delante de los hombres. “Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses” (Santiago 5:17).
Si el Espíritu Santo no nos hubiese revelado este importante hecho por la pluma de Santiago, habríamos sido privados de uno de los móviles más poderosos de la oración; pero la Escritura es perfecta –divinamente perfecta–; no le falta nada de lo que debe tener, y no tiene nada que no deba estar; por eso Santiago nos revela los secretos momentos de lucha y oración de Elías, y nos lo muestra en su recogimiento en los montes de Galaad, donde, sin duda, había llorado por el lamentable estado de las cosas en Israel, y donde se había fortificado en espíritu para la obra que iba a cumplir.
Esta circunstancia en la vida de nuestro profeta, nos ofrece una enseñanza muy útil. Vivimos en un tiempo de gran pobreza moral y escasez espiritual, de modo que el estado de la Iglesia bien puede recordarnos la visión de los huesos secos de Ezequiel. No solo debemos hacer frente a los males que caracterizaron los siglos pasados, sino también a esta corrupción, ya madura, de una época en que las diversas manchas del mundo gentil se encuentran unidas a la profesión cristiana y se revisten del manto de esta profesión. Y si, de en medio de esta confusión, nos dirigimos a aquellos cuyo conocimiento de la verdad y alta profesión que hacen, nos alentaría naturalmente a esperar una actividad cristiana más sana y vigorosa, hallamos, lamentablemente, en la mayoría de los casos, que el conocimiento es solo una teoría fría y sin poder, y que la profesión es totalmente superficial, sin ninguna influencia en los sentimientos y afectos del hombre interior. Entre las personas de esta clase, se verá también que la verdad de Dios solo tiene para ellas poco interés y poco atractivo (por no decir ninguno); poseen tanto conocimiento intelectual, que no se les puede presentar nada de lo que no sepan algo; de ahí que escuchen con oídos indiferentes toda exposición de doctrinas cristianas; ya no encuentran más lo picante de la novedad en esta exposición de verdades y, por consecuencia, apenas si prestan atención.
En tal estado de cosas, ¿cuál es el recurso del fiel? ¿Qué puede él hacer? Solo la oración –la oración paciente y perseverante, en comunión íntima con Dios– puede guardarlo; un ejercicio profundo y real del alma en Su presencia: solo allí puede formarse un verdadero concepto de sí mismo y de las cosas que lo rodean; y es también allí donde se obtiene el poder espiritual suficiente para actuar para la gloria de Dios, ya sea entre nuestros hermanos, o afuera frente al mundo.
Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras
(Santiago 5:17);
y se hallaba en medio de una negra apostasía, de un alejamiento general de los corazones respecto de Dios; veía desaparecer a los fieles de en medio de los hijos de los hombres, el mal que subía como la marea alrededor de él y la luz de la verdad que se debilitaba cada vez más; el altar de Baal había reemplazado el altar de Jehová, y los gritos de los sacerdotes de Baal ahogaban los cánticos sagrados de los levitas: en una palabra, todo lo que contemplaban sus ojos, no era sino una enorme masa de escombros y ruinas; Elías lo sentía, lloraba sobre estas ruinas; y, más aún: “oraba fervientemente”. He aquí el recurso, el recurso seguro e infalible, del profeta afligido: busca un refugio en la presencia de Dios, y allí derrama su corazón y sus lágrimas al pensar en la horrible caída y en las desgracias de su amado pueblo; estaba sinceramente preocupado por la triste condición de todo lo que lo rodeaba: eso era lo que lo impulsaba a orar, a orar como debía hacerlo, no fríamente, por formalismo ni de vez en cuando, sino “fervientemente” y con perseverancia.
Este es un bello ejemplo para nosotros. Nunca hubo un tiempo en que fuera más necesario orar con fervor en la Iglesia de Dios que el presente. El diablo parece desplegar todo su maléfico poder para agobiar los espíritus y paralizar la actividad del pueblo de Dios; con unos, se sirve de su empleo público o de su oficio; con otros, de sus pruebas familiares; y con otros todavía, del dolor y los conflictos personales: en una palabra, “muchos son los adversarios” (1 Corintios 16:9), y nada, excepto “el poder de Su fuerza” (Efesios 1:19), puede hacernos capaces de luchar con ellos y salir victoriosos. Pero Elías no solo fue llamado a pasar sano y salvo a través del mal en lo personal; su misión consistía en ejercer una influencia sobre los demás; fue llamado a actuar para Dios en un tiempo de decadencia, y debió hacer esfuerzos para hacer volver a su nación al Dios de sus padres: ¡Cuánto necesitaba, pues, buscar al Señor en secreto; cobrar fuerza espiritual en presencia de Dios, único lugar donde podía, no solo huir de sí mismo, sino también ser un instrumento de bendición para los demás! Elías sentía esa necesidad, y por eso “oró fervientemente para que no lloviese” (Santiago 5:17).
Así fue como introdujo a Dios en la escena, y no dejó de lograr su objetivo, porque “no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses”. Dios jamás se rehusará a actuar cuando la fe se dirige a él, teniendo por motivo Su propia gloria; y sabemos que solo sobre esta base el profeta se dirigió a Dios. No podía hallar placer alguno al ver el país convertido en un desierto árido y estéril, ni viendo a sus hermanos consumidos por el hambre y sus consiguientes horrores. No; el profeta rogó fervientemente que no lloviese, con el solo propósito de hacer volver los corazones de los hijos a los padres, de tornar la nación a su antigua fe, de extirpar los principios de error que se habían apoderado de todas las mentes; y Dios lo oyó y le contestó porque esa petición había sido plantada por el Espíritu Santo en el alma de su querido siervo.
Podemos decir en verdad que es bueno esperar a Dios; no solo esta espera conduce a los felices resultados que manifiesta la manera en que Dios responde, sino que, independientemente de eso, hay mucha dulzura y consuelo en este ejercicio del alma en sí mismo. ¡Cuánta felicidad halla el creyente probado y tentado al encontrarse a solas con Dios! ¡Qué bendición poder derramar el corazón delante de Dios, haciendo subir los afectos hacia Aquel que solamente es capaz de elevarlo por encima del poder agobiador de las cosas presentes, transportándolo a la calma y a la luz de Su bendita presencia! ¡Ojalá que todos, pues, nos hallemos esperando más a Dios! ¡Que las dificultades de nuestros días sirvan de ocasión para acercarnos al trono de la gracia, y así no solo ejerceremos una saludable influencia en nuestras respectivas posiciones, sino que nuestros propios corazones serán consolados y animados por esta espera secreta en nuestro Padre!; porque nunca faltó la promesa: “Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 40:31). ¡Preciosa promesa! ¡Ojalá que la realicemos siempre más!
De este modo, Elías el tisbita entró en el sendero del servicio; salió del santuario de Dios, armado del poder divino, para actuar con eficacia sobre sus semejantes. Hay mucha fuerza en estas palabras:
Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy.
Nos presentan, de una manera muy notable, el fundamento sobre el cual descansaba el alma de este eminente siervo de Dios, y también el principio que lo sostenía en su ministerio. Estaba en la presencia de “Jehová Dios de Israel”, y, desde esta posición, podía hablar con poder y autoridad.
Pero ¡cuán poco sabía Acab de estos ejercicios secretos del alma de Elías, antes de que este saliese de su lugar de retiro para dirigir un llamado a la conciencia de ese rey malvado! No sabía que Elías había estado mucho tiempo sobre sus rodillas en secreto, antes de presentarse en público. Ignoraba todo esto; pero Elías era consciente de ello, y por eso pudo enfrentar con valentía al jefe de todo el mal, hablar al mismo rey Acab y anunciarle los juicios de un Dios justamente ofendido. En esto, nuestro profeta puede ser considerado como un bello modelo para todos aquellos que son llamados a hablar en el nombre del Señor. Todos estos, en virtud de su misión divina, deberían sentirse que están completamente por encima de la influencia de la opinión de los hombres. ¡Cuán a menudo ocurre que aquellos que pueden hablar con cierto grado de poder y libertad en presencia de ciertas personas, delante de otras se hallan trabados y puede que completamente impedidos de hablar! Ciertamente esto no sucedería, si comprendieran claramente, no solo que recibieron su comisión de lo alto, sino también que la cumplen en la presencia del Dios vivo.
El mensajero del Señor nunca debe dejarse influenciar por aquellos a los cuales anuncia su mensaje; debe estar por encima de ellos, a la par que toma el humilde lugar de siervo. Su lenguaje debiera ser: “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano (anthropines hemeras)” (1 Corintios 4:3). Este, en la perfección, era el caso de nuestro adorable Señor. ¡Cuán poco se dejaba influenciar por los pensamientos o los juicios de aquellos a quienes se dirigía! Podían contradecir sus palabras, oponerse y rechazarlas; pero, esta oposición jamás le hizo perder de vista, ni por un instante, el hecho de que fue enviado por Dios. Durante toda su carrera terrestre, no dejó de ser animado de la santa y fortificante seguridad que expresó en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí; por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres” (Lucas 4:18). Vemos aquí en qué consistía el fundamento de su ministerio como Hijo del hombre: “en el poder del Espíritu” (v. 14); de ahí que siempre era consciente de ser el ministro de Dios y, como tal, estaba completamente por encima de la influencia de aquellos con los cuales trataba. “Mi doctrina no es mía” –decía– “sino de aquel que me envió” (Juan 7:16). Él bien podía decir en toda verdad: “Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy”. Era siempre el “mensajero de Jehová” que hablaba “por mensaje de Jehová al pueblo” (Hageo 1:13, V. M.). Ahora bien, todos aquellos que ocupan el lugar de siervos o mensajeros del Señor, ¿no deberían procurar saber más de esta santa elevación del espíritu sobre los hombres y las circunstancias? ¿No deberían aspirar a librarse más de la influencia de los pensamientos y juicios humanos? ¿Qué tenemos que ver con lo que los hombres piensan acerca de nosotros? Nada. Ya sea que nos escuchen o nos rehúyan, que reciban nuestro mensaje o lo rechacen, que seamos estimados a causa de nuestra obra o menospreciados, que nuestro objetivo, nuestro objetivo permanente, sea siempre recomendarnos “como ministros de Dios” (2 Corintios 6:4).
Pero notemos aún con qué poder y autoridad habla nuestro profeta: “No habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra” (1 Reyes 17:1). Se sentía tan perfectamente seguro de estar en la presencia de Jehová, de pronunciar las palabras de Jehová y de estar plenamente identificado con los intereses de Jehová, que podía decir: “sino por mi palabra”. Tal era el privilegio del mensajero del Señor, que llevaba Su mensaje, y tales son también los maravillosos resultados de la oración en secreto. “Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses” (Santiago 5:17). ¡Que este ejemplo pueda actuar como un poderoso incentivo para todos aquellos que, en estos días de debilidad general, desean trabajar para Dios! Es menester que pasemos más tiempo en la presencia de Dios, en un sentimiento real de nuestras necesidades; si sintiésemos nuestras miserias mucho más de lo que lo hacemos, manifestaríamos aún más el espíritu de oración. Y ese espíritu de oración es precisamente el que nos falta, el cual pone a Dios en el lugar que le corresponde: el de Dador, y a nosotros en el nuestro como los vasos de su gracia. Pero ¡cuán a menudo nos dejamos engañar por puras y vanas formas de oraciones; por la expresión formalista de palabras que no tienen ninguna realidad en nuestros corazones! Muchos también se hacen una especie de dios de la oración, los cuales permiten que sus oraciones se tornen en obstáculos entre sus almas y el Dios de la oración. Es una gran trampa. Debemos velar siempre para que nuestras oraciones emanen naturalmente de la acción de Espíritu dentro de nosotros, a fin de que no sean una mera y supersticiosa práctica de un acto que pensamos que debiera cumplirse.1
- 1Quisiera decir algunas palabras acerca de la oración en común entre los cristianos, un ejercicio que parece tan deplorablemente descuidado por nosotros en un tiempo tan particularmente necesario. Veremos que en general la vida y la energía, el servicio y el testimonio colectivos, serán proporcionales a la medida de una búsqueda colectiva de Dios. Cuando no hay reuniones de oración, podemos estar seguros de que el ministerio y el testimonio se verán afectados; los intereses de la Iglesia de Dios no son realmente apreciados, y por eso las cosas de la tierra ocupan un lugar indebidamente prominente en los pensamientos de los cristianos. Si sintiésemos nuestra debilidad colectiva, habría una expresión colectiva de esta debilidad, y una consiguiente renovación de nuestra fuerza colectiva. Ahora bien, creo que todos los movimientos importantes que tuvieron lugar entre el pueblo de Dios fueron el resultado de oraciones que provenía del corazón y en comunión. Y bien podemos decir que es muy natural que sea así. En efecto, no podemos esperar que Dios derrame su gracia vivificante sobre aquellos que se conforman con su estado de tibieza y muerte. La Escritura dice: “¡Ensancha tu boca, y yo la llenaré!” (Salmo 81:10, V. M.). Si no queremos abrir nuestras bocas, ¿cómo podrán ser llenadas? Si nos contentamos con lo que tenemos, ¿cómo podemos esperar recibir más? ¡Que todo lector cristiano trate, pues, de incitar a sus hermanos alrededor de él a buscar al Señor en la oración en común, y puede estar seguro de que no tardarán en verse felices resultados!
El profeta en el retiro
No bien nuestro profeta hubo dado su testimonio, se le llamó nuevamente a soledad y retiro, lejos de las miradas del pueblo. Y vino a él palabra de Jehová, diciendo:
Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de Querit, que está frente al Jordán
(1 Reyes 17:3-4).
Estas palabras están llenas de profunda instrucción. Elías acababa de asumir un lugar muy destacado delante de todo Israel, y aunque su acción era el resultado de una soledad previa y de un ejercicio de alma en la presencia de Dios, sin embargo ese Dios fiel para el cual había actuado, juzgó necesario llamarlo de nuevo a retiro, lejos de la muchedumbre, para que así pudiese aprender no solo a ocupar una posición elevada frente a sus hermanos, sino también a tomar un lugar humilde delante de Dios. Todo esto, lo repito, está lleno de enseñanza para nosotros. Es necesario mantenernos en la humildad. Es necesario que la carne sea quebrantada. Para eso, es necesario dedicar mucho más tiempo a nuestra preparación en secreto que a nuestra actividad en público. Elías, solo por un momento se había presentado en público como testigo de Jehová, y esto incluso después de haber estado mucho tiempo a solas con Dios; e inmediatamente después, debe desaparecer de la escena y ocultarse de nuevo durante tres años y medio. ¡Oh, qué poca confianza merece el hombre! ¡Qué difícil nos resulta conducirnos bien en una posición de honor! ¡Qué pronto nos olvidarnos de nosotros mismos y de Dios! Veremos más tarde cuánta necesidad tenía el mismo profeta fiel de ser guardado asimismo en el retiro. El Señor conocía el temperamento y las tendencias de su siervo, y procedía con él según sus necesidades. ¡Oh! Es muy humillante pensar cuán poco se puede confiar en nosotros respecto al testimonio público que debemos dar para Cristo; estamos tan llenos de nosotros mismos, tan dispuestos a imaginar vanamente que somos algo, y que Dios quiere hacer grandes cosas a través de nosotros, que tenemos gran necesidad, como nuestro profeta, de escuchar la voz que nos dice “escóndete”, que nos alejemos de las miradas del público, a fin de aprender, en la santa tranquilidad de la presencia de nuestro Padre, cuál es nuestra nulidad.
Nuestro amado Maestro actuó de la misma manera con sus enviados, cuando vinieron a él llenos de importancia a causa de su servicio, diciendo: “Señor, aun los demonios se nos sujetan” (Lucas 10:17). ¿Cuál fue la respuesta de Jesús?: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto” (Marcos 6:31). Un cristiano espiritual percibirá en seguida la importancia de tal retiro. No sería bueno para nosotros estar constantemente en presencia de los hombres; ningún ser humano podría soportarlo. El mismo Hijo de Dios buscaba frecuentemente la soledad, donde, lejos del bullicio y el ajetreo de la ciudad, podía gozar de un tranquilo lugar de retiro para entregarse a la oración y a la comunión secreta con Dios. “Jesús se fue al monte de los Olivos”. “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Juan 8:1; Marcos 1:35). Pero no lo hacía porque tuviese necesidad de ocultarse, ya que su vida entera sobre la tierra fue una vida de completa abnegación. El espíritu de su ministerio se describe en estas palabras: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió” (Juan 7:16). ¡Oh! ¡Si todos los siervos del Señor fuesen realmente animados por el mismo espíritu! Todos necesitamos ocultar más el yo: mucho más de lo que habitualmente lo hacemos.
El diablo actúa de tal manera sobre nuestros pobres corazones; nuestros pensamientos giran tanto en torno a nosotros mismos; y, lamentablemente, hacemos tan a menudo de nuestro miserable servicio, e incluso de la verdad de Dios, un pedestal para servir de apoyo a nuestra propia gloria, que no debemos extrañarnos si el Señor no se sirve mucho de nosotros; ¿cómo podría emplear a agentes que no le dan a Él toda la gloria? ¿Cómo se valdrá el Señor de Israel para Su servicio, cuando este está siempre propenso a vanagloriarse? ¡Oh! Pidámosle a nuestro Dios que seamos más verdaderamente humildes, más pequeños en nuestra propia estima, más dispuestos a ser considerados como “un perro muerto” o como “una pulga”, “como la escoria del mundo”, o como nada en absoluto, por amor al nombre de nuestro misericordioso Señor (1 Samuel 24:14; 1 Corintios 4:13).
Elías fue llamado a permanecer varios días en su retiro solitario junto al arroyo de Querit; pero no sin tener una preciosa promesa de Jehová Dios de Israel, respecto al sustento que necesitaba; en efecto, fue allá acompañado de esta misericordiosa seguridad: “Yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer” (1 Reyes 17:4). El Señor cuidaría de su querido siervo mientras estuviera oculto a la vista del pueblo, y proveería a sus necesidades, aunque fuese por medio de cuervos. ¡Qué singular provisión! ¡Qué ejercicio continuo de fe se requería en esta posición, cuando se es llamado a esperar las visitas diarias de aves, que naturalmente habrían sido empujadas por su instinto a devorar el alimento del profeta! Pero, ¿de estos cuervos dependía la vida de Elías? ¡Ciertamente no! Su alma descansaba en estas preciosas palabras: “Yo he mandado…”. Para él, Dios era su socorro, y no los cuervos. Tenía al Dios de Israel con él en su retiro, donde vivía por fe.
¡Qué inapreciable bendición para el corazón poder así, con una sincera sencillez, aferrarse a la promesa de Dios! ¡Cuán precioso es ser elevado por sobre la influencia de las circunstancias, en el sentimiento de la presencia y los cuidados de Dios! Mientras Elías se ocultaba de los hombres, Dios se le manifestaba. Y siempre será así. Solo pongamos al yo de lado, y podemos estar seguros de que Dios se revelará con poder a nuestras almas. Si Elías hubiese seguido ocupando una posición pública eminente, habría sido dejado sin ningún recurso. Debía esconderse, porque la corriente de los refrescantes recursos divinos no llegaba a él sino en ese lugar de retiro y renunciamiento de sí mismo. “Yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer”. Si el profeta hubiese estado en cualquier otro lugar que no fuese “allí”, no habría obtenido absolutamente nada de Dios.
¡Qué enseñanza hay en todo esto para nosotros! ¿Por qué nuestras almas son tan pobres y estériles? ¿Por qué bebemos tan poco en el torrente que Dios ha preparado para nuestro refrigerio? Porque no nos ocultamos lo suficiente nosotros mismos. No tenemos ningún derecho a esperar que Dios nos fortifique y nos restaure solo en vista de una gloria terrenal. Él quiere fortificarnos para Sí mismo. Si solo pudiésemos comprender más que “no somos nuestros” (1 Corintios 6:19), gozaríamos de una mayor fuerza espiritual.
Pero hay también algo más en el alcance de esta pequeña palabra “allí”. Elías debía estar “allí” –en el arroyo de Querit– y en ninguna otra parte, para poder gozar de la bendición de los recursos de Dios; y es exactamente igual para el creyente en nuestros días; debe conocer el lugar donde Dios quiere que esté y more. No tenemos el derecho de escoger nuestro lugar, porque es el Señor quien determina “los límites de nuestra habitación” (véase Hechos 17:26); y bienaventurado es para nosotros saberlo y someternos a Su sabia y misericordiosa determinación. A los cuervos se les mandó proveerle pan y carne al profeta en el arroyo de Querit, y allí solamente; él habría podido querer ir a establecerse en otro lugar, pero si lo hubiese hecho, habría tenido que proveer él mismo a su subsistencia: ¡Cuánto más feliz es dejar que Dios provea a sus necesidades “allí”! Es lo que experimenta Elías, por lo que no vaciló en ir a Querit, porque Jehová había “mandado a los cuervos que le den allí de comer”. La provisión divinamente ordenada puede ser recibida solo en el lugar divinamente determinado.
Elías debió pasar así de soledad en soledad. Había venido de las montañas de Galaad, con un mensaje de Jehová Dios de Israel para el rey y, tan pronto como transmitió este mensaje, fue conducido de nuevo, por la mano de Dios, a un aislamiento absoluto, donde su espíritu sería ejercitado y su fuerza renovada en la presencia de Dios. Y ¿quién querrá privarse de estas dulces y santas lecciones enseñadas en el secreto? ¿Quién querría desaprovechar esta disciplina dada por la mano de un Padre? ¿Quién no desearía ser llevado lejos de los ojos de los hombres, y puesto por sobre las influencias de las cosas terrenas y naturales, hacia la luz pura de la presencia divina, donde el yo y todo lo que lo rodea son considerados y estimados según la medida del santuario? En una palabra, ¿quién no desearía estar a solas con Dios, pero no en un sentido puramente sentimental de este término, sino solo con Él de forma real, práctica y experimental? Solo como Moisés en el monte de Dios; solo, como Aarón en el lugar santísimo; solo, como nuestro profeta en el arroyo de Querit; solo, como Juan en la isla de Patmos; y, sobre todo, solo, como Jesús en el monte.
Cabe preguntarnos aquí lo que significa estar a solas con Dios. Es poner a un lado el yo y el mundo; tener nuestro espíritu lleno de los pensamientos de Dios, de sus excelencias y perfecciones; dejar que todo su bien pase ante nuestra vista (véase Éxodo 33:19); considerarlo como Aquel que actúa por nosotros y en nosotros; estar por encima de la carne y sus razonamientos, del mundo y sus caminos, de Satanás y sus acusaciones, y, sobre todo, sentir que hemos sido introducidos en esa santa soledad, simple y exclusivamente por la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo.
He aquí algunos de los resultados de estar a solas con Dios. Pero, en realidad, estas son cosas que difícilmente puede uno explicar a los demás, porque cada santo verdaderamente espiritual tendrá sus propios sentimientos sobre el tema, y comprenderá mucho mejor lo que significa en su propia experiencia.
Bien podemos, al menos, anhelar estar siempre más en el secreto de la presencia de nuestro Padre, acabar de una buena vez con nuestros penosos y miserables esfuerzos para mantener nuestro carácter o nuestra posición aquí abajo, y conocer el gozo, la libertad, la paz y la perfecta sencillez del santuario, donde Dios, en la variedad de sus atributos y perfecciones, se presenta a nuestras almas y nos llena de dicha inefable.
Ocupar mi lugar en el santo lugar,
Conocer a Dios como mi Dios,
Es una fuente inagotable
De gozo inefable.
Pero aunque Elías estuvo así en una feliz soledad junto al arroyo de Querit, no se vio privado de los profundos ejercicios de alma que acompañan una vida de fe. Los cuervos, es cierto, en obediencia al mandato divino, visitaron cada día al profeta, y el torrente de Querit seguía ininterrumpidamente su tranquilo curso, de modo que “se le daba su pan, y sus aguas eran seguras” (Isaías 33:16); y así, al menos en lo que concernía a su persona, podía olvidar que la vara del juicio se extendía sobre el país.
Pero la fe debe ser puesta a prueba; no se le puede permitir al hombre de fe reposar “sobre su sedimento”; debe ser, como el vino, “vaciado de vasija en vasija” (Jeremías 48:11). Un hijo de Dios debe pasar de una clase a otra en la escuela de Cristo, y cuando, por gracia, haya sorteado las dificultades de una, será necesariamente llamado a afrontar las de la otra. Era, pues, indispensable que el alma del profeta fuese probada a fin de que se manifestase si él confiaba en el arroyo de Querit o en Jehová Dios de Israel; por eso leemos que “pasados algunos días, se secó el arroyo” (1 Reyes 17:7). Por la debilidad de la carne, siempre corremos el peligro de que nuestra fe se apoye en las circunstancias y dependa de ellas, de modo que, cuando estas nos son favorables, creemos que nuestra fe es fuerte, y viceversa. Pero la fe jamás contempla las circunstancias; ella pone su mirada directamente en Dios, tiene que ver exclusivamente con Él y con sus promesas. Y así ocurrió con Elías; poco le importaba si Querit seguía corriendo o no; podía decir, con un poeta cristiano:
Cuando todo manantial se agote aquí,
Tendrá siempre mi alma una fuente en Ti
Dios era para él una fuente, una fuente inagotable que nunca falla. El arroyo podía secarse bajo la influencia de la sequía imperante, pero ninguna sequía podía alcanzar a Dios, y el profeta lo sabía; sabía que la palabra de Jehová era tan cierta, tan segura –ya como su parte o como fundamento de sus esperanzas– en la sequía de Querit, como lo había sido durante su estancia en sus orillas; y sucedió así porque “vino luego a él palabra de Jehová, diciendo: Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y mora allí; he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente” (v. 8-9). La fe de Elías debía descansar siempre sobre la misma base inmutable: “Yo he mandado”. ¡Qué bendición! Las circunstancias cambian, las cosas del hombre fracasan, las fuentes de las criaturas se secan, pero Dios y su Palabra son siempre los mismos, ayer, hoy y por los siglos. El profeta no parece desconcertarse en absoluto ante esta nueva orden que recibe de lo alto. No, porque, como Israel antiguamente, había aprendido a fijar y levantar su tienda conforme a los movimientos de la nube de Jehová. El campamento de entonces fue llamado a seguir atentamente la marcha de las ruedas de este carro celestial que iba adelante hacia el país de la promesa, y que, aquí y allí, hacía un alto en el desierto para dar al pueblo unos momentos de descanso; y ocurre exactamente lo mismo con Elías: permanecerá en su puesto solitario a orillas del Querit, o bien tomará el camino de Sarepta de Sidón, sin apartarse jamás de la obediencia a “la palabra del Jehová”.
A los israelitas de antaño no les estaba permitido trazar sus propios planes; Jehová planificaba y ordenaba todo para ellos; les indicaba el momento de ponerse en marcha, la dirección a seguir y el lugar donde debían detenerse; de cuando en cuando les manifestaba Su soberano beneplácito por los movimientos de la nube sobre sus cabezas. “Si dos días, o un mes, o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados, y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían. Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían, guardando la ordenanza de Jehová como Jehová lo había dicho por medio de Moisés” (Números 9:22-23). Tal era la feliz condición de los redimidos de Jehová en su viaje de Egipto a la tierra de Canaán. En cuanto a sus movimientos, jamás podían seguir su propio camino. Si un israelita se hubiese negado a partir cuando la nube se alzaba, o a detenerse cuando se detenía, él mismo habría sido condenado a morir de hambre en el desierto. La peña y el maná iban con los hijos de Israel mientras seguían a Jehová; en otros términos, el alimento y el refrigerio solo se hallaban en el camino de la simple obediencia. Aquí todavía vemos exactamente lo mismo con Elías; no le estaba permitido tener una voluntad propia; no podía fijar el tiempo de su estancia en Querit, ni el de su partida para Sarepta; “la Palabra de Jehová” lo determinaba todo, y por la obediencia hallaba el alimento que necesitaba.
¡Qué lección para el creyente! La senda de la obediencia es la única senda de la felicidad. ¡Si supiéramos combatir más al yo y subyugarlo, nuestro estado espiritual sería mucho más vigoroso y sano! Nada contribuye más a la salud y al vigor del alma que una obediencia invariable; se ganan fuerzas por los mismos esfuerzos que se realizan para obedecer. Esto es verdad para todos, pero especialmente para aquellos que tienen algún ministerio particular que cumplir para el Señor. Si quieren ser útiles en el ejercicio de su ministerio, deben andar en obediencia al Señor.
¿Cómo habría podido decir Elías, como lo hizo más tarde, en el monte Carmelo, “Si Jehová es Dios, seguidle” (1 Reyes 18:21), en el caso de que su propia marcha hubiese manifestado un espíritu obstinado y rebelde? Hubiese sido imposible. El camino de un siervo debe ser el camino de la obediencia, de otro modo deja de ser un siervo. La palabra siervo está tan inseparablemente ligada a la obediencia, como la palabra trabajador al trabajo. «Un siervo» –como alguien dijo– «debe moverse no bien oye el sonido de la campana». ¡Ojalá estemos más atentos y alertas a cada toque de campana de nuestro Maestro, y más prestos a correr en la dirección adonde nos llama! “Habla, Jehová, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:9). Que este sea nuestro lenguaje. Ya sea que la Palabra del Señor nos ordene salir de nuestro retiro para llevarnos a estar en medio de nuestros hermanos, o que de allí nos llame a regresar a nuestro retiro, que nuestro lenguaje sea siempre: “Habla, Jehová, porque tu siervo oye”. La Palabra del Señor, y el oído atento del siervo, es todo lo que necesitamos para ir hacia adelante de manera segura y feliz.
Ahora bien, esta senda de la obediencia no es de ninguna manera un camino fácil; implica el continuo renunciamiento propio, y no puede ser seguido a menos que el ojo esté fijo en Dios y la conciencia se halle bajo el efecto de Su verdad. Todo acto de obediencia lleva en sí, es cierto, una rica recompensa; pero la carne y la sangre deben ser puestas a un lado, y esto no es fácil por cierto. Lo podemos verificar en la marcha de nuestro profeta. Primero fue llamado para ir al arroyo de Querit y ser alimentado allí por los cuervos. ¿Cómo la carne y la sangre podían comprender tal cosa? Luego, cuando el arroyo se seca, Elías debe dirigirse a una ciudad cerca de Sidón, para ser sustentado allí por una viuda desprovista de todo, y que parecía estar por morir de hambre. Este es el mandato:
Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y mora allí; he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente
(1 Reyes 17:9).
Si Elías, una vez que llegó al lugar indicado, se hubiese guiado por las apariencias, no habría visto absolutamente nada que le confirmara las palabras del Señor. Al contrario, todo lo habría llenado de dudas y temores si hubiese mirado las circunstancias en este asunto. “Entonces él se levantó y se fue a Sarepta. Y cuando llegó a la puerta de la ciudad, he aquí una mujer viuda que estaba allí recogiendo leña; y él la llamó, y le dijo: Te ruego que me traigas un poco de agua en un vaso, para que beba. Y yendo ella para traérsela, él la volvió a llamar, y le dijo: Te ruego que me traigas también un bocado de pan en tu mano. Y ella respondió: Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir” (v. 10-12). Esta fue la escena que se presentó a los ojos del profeta cuando llegó al destino que Dios le había fijado. Todo era triste y desolador para la carne y la sangre. Pero Elías no consultó con carne y sangre (véase Gálatas 1:16); su espíritu estaba sostenido por la inmutable palabra de Jehová; su confianza descansaba en la fidelidad de Dios, y no necesitaba la ayuda de las circunstancias exteriores. El horizonte podía parecer sombrío y amenazador a la vista de la carne, pero el ojo de la fe podía traspasar las nubes, y ver, más allá, el firme fundamento puesto para la fe en la excelente Palabra de Dios. ¡Cuán preciosa es, pues, la Palabra de Dios! Bien podemos decir con el salmista: “Por heredad he tomado tus testimonios para siempre” (Salmo 119:111). ¡Preciosa heredad! ¡Verdad pura, incorruptible e inmortal! ¡Cómo debemos bendecir a nuestro Dios por haber hecho de ella nuestra inalterable porción, que será para el fiel una realidad eterna, aun cuando todas las cosas sublunares se desvanezcan, cuando el mundo pase con sus concupiscencias, cuando toda carne sea consumida como la hierba!, “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).
Las circunstancias que se presentaron a los ojos del profeta a su llegada a Sarepta, eran pues: ¡Una viuda y su hijo que morían de hambre, dos leños, un poco de aceite y un puñado de harina! Sin embargo, la palabra de Dios era: “Yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente” ¡Qué prueba profundamente misteriosa para la fe! Pero Elías no “dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios” (Romanos 4:20). Sabía que era el Dios Altísimo, el Todopoderoso, el poseedor de los cielos y de la tierra, quien proveería a sus necesidades; por eso, aunque no tuviese aceite ni harina, nada le importaba, porque miraba más allá de las circunstancias, al Dios que dirige las circunstancias. No era a la viuda a quien veía, sino a Dios; no confiaba en el puñado de harina, sino en el mandato divino; por eso su espíritu estaba perfectamente tranquilo e imperturbable en medio de circunstancias aplastantes para cualquiera que anduviere por vista; y así, sin ningún titubeo, podía exclamar: “Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra” (2 Reyes 17:14). Tal es la respuesta de la fe al lenguaje de la incredulidad. “Jehová ha dicho así”. Esto lo resuelve todo. Desde el momento que el espíritu entiende y acepta la promesa de Dios, se pone fin a los razonamientos de la incredulidad. La incredulidad coloca las circunstancias entre el alma y Dios, mientras que la fe pone a Dios entre el alma y las circunstancias. Esta es una diferencia muy importante. ¡Ojalá que andemos en el poder y la energía de la fe, para alabanza de aquel a quien la fe honra siempre!
Pero hay otro punto que cabe señalar en esta interesante escena: la manera en que la muerte se cierne siempre sobre aquellos que no andan por fe. “Para que lo comamos, y nos dejemos morir”, dijo la viuda (v. 12). La muerte y la incredulidad están inseparablemente unidas. El espíritu puede ser conducido en el camino de la vida solo por la energía de la fe; y si esta no es activa, no hay vida, ni poder, ni elevación.
Tal era el estado de esta pobre viuda; su esperanza de vida dependía de la tinaja de harina y de la vasija de aceite; fuera de esto, no veía ninguna fuente de vida, ninguna esperanza de prolongar su existencia. Su alma no conocía todavía la verdadera felicidad de la comunión con el Dios vivo, a quien solamente “pertenece librar de la muerte” (Salmo 68:20, V. M.). Ella no era capaz todavía de “creer en esperanza contra esperanza” (Romanos 4:18). ¡Lamentablemente, cuán pobre y frágil es la esperanza que se basa únicamente en una vasija de aceite y en una tinaja de harina! ¡Qué miserable es la espera que depende tan solo de la criatura! Y nosotros, ¿no somos demasiado propensos a apoyarnos en medios tan pobres y lamentables a los ojos de Dios como un puñado de harina? Sin duda que sí; siempre es así cuando el alma no comprende a Dios ni depende de él. Para la fe, es Dios o nada. Un puñado de harina, en la mano de Dios y a los ojos de la fe, proveerá recursos tan eficientes como “ganados que pacen sobre mil colinas” (Salmo 50:10, V. M.). Tenemos “cinco panes de cebada y dos pececillos; mas ¿qué es esto para tantos?” (Juan 6:9). Este es el lenguaje del corazón humano; pero la fe jamás dirá: ¿qué es esto para tantos?, sino: ¿qué es Dios para tantas personas? La incredulidad afirma: ¡Nosotros no podemos hacer nada! Y la fe: Dios puede hacerlo todo.
Antes de dejar este interesante punto de nuestro tema, ¿no haríamos bien en aplicar estos principios al pobre pecador cuya conciencia ha sido alcanzada? ¡Cuántas veces el culpable echa mano de un recurso vano para el perdón de sus pecados, en vez de aferrarse a la obra de Cristo consumada en la cruz, la que satisfizo para siempre las exigencias de la justicia divina, y que, por consiguiente, debe bastar para satisfacer todo lo que pudiera demandar una conciencia cargada del sentimiento de su culpabilidad!
No tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo
(Juan 5:7).
Tal es el lenguaje del que todavía no había aprendido a mirar, por sobre todos los recursos humanos, directamente a Jesús. “No tengo quien”, dice el pobre pecador que se siente culpable y que no cree; pero el creyente afirma: tengo a Jesús; y puede añadir: «Así dice el Señor: la purificante eficacia de la sangre no fallará, su valor no disminuirá, hasta que el Señor haya llevado con seguridad y para siempre a todos sus redimidos a sus mansiones celestiales».
Por eso, si estas páginas cayeran en manos de algún pobre pecador vacilante, tembloroso y temeroso, lo invitaría a hallar el consuelo en la preciosa verdad de que Dios, en su gracia infinita, puso la cruz de Jesús entre él, pecador, y sus pecados, si solamente creyere en el testimonio divino. La gran diferencia entre un creyente y un incrédulo consiste en esto: para el primero Cristo está entre él y sus pecados; para el segundo los pecados están entre él y Cristo. Para el creyente, Cristo es su objeto supremo, y ya no considera más la enormidad de sus pecados, sino solo el valor de la sangre y la persona de Cristo, porque sabe que Dios no está ahora en el trono del juicio, sino en el trono de la gracia; si Dios estuviera sobre el primero, Sus pensamientos estarían ocupados solo con la cuestión del pecado; pero como ahora procede en gracia, sus pensamientos –bendito sea su Nombre– están únicamente ocupados con el precio de la sangre de su Hijo. ¡Ojalá gocemos de una comunión más sencilla y permanente con los pensamientos del cielo, e ignoremos más completamente las cosas y pensamientos de la tierra! ¡Quiera el Señor conceder esto a todos sus santos!
La corriente de ideas que precede no será considerada una vana digresión; pero volvamos a nuestro tema.
Ya mostramos que el hombre de fe debe ser “vaciado de vasija en vasija” (Jeremías 48:11). Cada escena, cada fase sucesiva de la vida del creyente no es sino como una entrada a una nueva clase de la escuela de Cristo, donde tiene alguna lección nueva y, naturalmente, más difícil que aprender. Pero cabe preguntarse si Elías se hallaba en circunstancias más penosas en Sarepta que en Querit. ¿No era mejor para él confiar en los cuidados de las simpatías humanas, que esperar que los cuervos le proveyesen de su alimento? Además, ¿no le resultaba más agradable hallarse en familia con seres humanos, que vivir en la soledad del torrente de Querit? Todo eso podía ser, sin duda; sin embargo, la soledad tiene sus dulzuras, y la sociedad sus pruebas. Intereses egoístas pululan entre los hombres, e impiden el goce real y puro de lo que la sociedad debiera proporcionar, y que brindará un día cuando la humanidad sea restablecida en el estado de perfección que recibirá de Dios.
Cuando nuestro profeta fijó su morada a orillas del arroyo de Querit, no oía expresiones tales como: “yo y mi hijo”. No había allí intereses egoístas que le impidiesen disfrutar de la provisión de Dios. Pero no bien deja su retiro para entrar en la sociedad humana, se da cuenta de que al corazón humano no le gusta que le toquen los objetos que ama; comprende todo el significado de las palabras: “yo y mi hijo”, manifestando las fuentes íntimas del egoísmo que dirige a la humanidad en su condición caída. Pero seguramente se dirá que para el corazón de la viuda era natural que pensase en ella y su hijo antes que en los demás; y, en efecto, era natural: es lo que la naturaleza hace siempre. Escuchemos las palabras de un verdadero hijo de la naturaleza: “¿He de tomar yo ahora mi pan, mi agua, y la carne que he preparado para mis esquiladores, y darla a hombres que no sé de dónde son?” (1 Samuel 25:11). La naturaleza buscará siempre, primero, su propio interés, pues no está dentro de la esfera de este mundo perecedero llenar el alma humana hasta el punto de hacerla rebosar en beneficio de otros. Solamente es propio de la naturaleza de Dios obrar así. Es absolutamente imposible tratar de ensanchar el corazón del hombre por el medio que fuere, a menos que lo haga la rica gracia de Dios. Es lo único que llegará a abrir la puerta de los afectos del hombre a todos los desventurados. La benevolencia humana puede hacer mucho, cuando sus recursos son harto abundantes para alejar la posibilidad de privaciones personales, pero solo la gracia hará a un hombre capaz de pisotear su interés personal para atender las necesidades ajenas. “Tú serás loado cuando bien te tratares” (Salmo 49:18, RV 1909). Este es el principio del mundo, del que nadie nos puede librar, excepto el conocimiento del hecho de que Dios nos hizo bien, y, además, de que es nuestro mejor interés permitirle seguir haciéndonos así hasta el fin. Ahora bien, fue el conocimiento de ese principio divino lo que permitió al profeta decir estas palabras:
Hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo
(1 Reyes 17:3).
Elías, con estas palabras, no hacía sino reclamar los derechos de Dios sobre los recursos de la viuda y, como lo sabemos, el resultado de una respuesta fiel y pronta a tal demanda, será siempre una rica siega de bendiciones para el alma. Esto, sin embargo, exigía fe en la viuda, porque pasaba por una situación de prueba y dificultad. Urgía la energía de fe en la promesa divina: “Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra” (v. 14).
¿No es acaso siempre lo mismo con cada creyente? Ciertamente que sí, porque siempre debemos obrar con fe. La promesa de Dios siempre debe constituir el gran principio motriz del alma del cristiano. De haber estado llena la tinaja de harina, no habría habido lugar para el ejercicio de la fe por parte de la viuda; pero cuando se agotó, cuando le quedaba el último puñado de harina, era una exigencia demasiado grande pedir que le diese primero ese puñado a un extraño; solo por la fe podía contestar a semejante pedido.
Pero el Señor procede a menudo con los suyos como lo hizo con sus discípulos, cuando alimentó a una gran multitud: “Esto decía para probarle; porque él sabía lo que había de hacer” (Juan 6:6). A menudo se nos pide que demos un paso en cierta dirección, que implica una gran prueba para nosotros; y desde el momento que lo damos, no solo comprendemos el motivo, sino que también recibimos la fuerza para seguir adelante. A la verdad, todos los derechos de Dios en cuanto a nuestra obediencia están basados en el principio contenido en este mandamiento dirigido en otro tiempo a los hijos de Israel: “Di a los hijos de Israel que marchen” (Éxodo 14:15). ¿Adónde debían ir? A través del mar. ¡Qué camino! Sin embargo, detrás de este mandamiento tan difícil, vemos la gracia que da la capacidad de cumplirlo en la palabra dirigida a Moisés inmediatamente después: “Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco” (v. 16). La fe hace posible que un hombre, cuando es llamado, pueda salir sin saber a dónde va (Hebreos 11:8).
Pero esta interesante escena entre Elías y la viuda de Sarepta nos ofrece otras lecciones todavía; hay algo más que este simple principio de la obediencia: aprendemos también que nada, excepto el poder superior de la gracia divina, puede elevar el espíritu humano por encima de la atmósfera glacial del egoísmo en que el hombre caído vive, se mueve y tiene su existencia. El resplandor de la bondad de Dios en el alma, disipa las nieblas en que está envuelto el mundo, y hace al hombre capaz de pensar y obrar conforme a principios más elevados y nobles que aquellos que dirigen la masa que se mueve alrededor de él. Esta pobre viuda había salido de su casa, motivada solo por el interés personal y el instinto de supervivencia, sin otra perspectiva que la muerte. ¿Y es acaso diferente de las multitudes que nos rodean? ¿Encontraremos algo mejor que esto en algún hombre no regenerado sobre la tierra? ¡No!, porque el ser más ilustre, el más inteligente, el más sabio –en una palabra, todo hombre en cuyo corazón no ha resplandecido la luz de la gracia divina–, será, para el juicio de Dios, igual que esta pobre viuda: movido por sus propios intereses y por su instinto de supervivencia, sin esperar otra cosa que la muerte.
Pero la verdad de Dios rápidamente opera un cambio notable en el aspecto de las cosas: actúa poderosamente en el caso de la viuda, quien es llevada a su hogar para ocuparse de otro, e interesarse en él, mientras su corazón se inunda de alegres y consoladores pensamientos de vida. Y será siempre así. Desde el momento que el alma es puesta en comunión con la verdad y la gracia de Dios, en seguida es librada de este presente siglo malo y arrancada de la corriente que arrastra a millones de seres humanos. Ella está dirigida por motivos celestiales y animada por un propósito celestial. La gracia enseña al hombre a vivir y obrar para los demás. ¡Cuanto más guste nuestra alma de la dulzura del amor divino, tanto más sincero será nuestro deseo de servir a los demás! ¡Ojalá sintamos de manera más profunda y permanente el poder del amor de Cristo que nos constriñe, en estos tiempos de tan lamentable frialdad e indiferencia! ¡Quiera Dios que todos vivamos y obremos teniendo en cuenta que no somos nuestros, sino que fuimos comprados por precio!
La viuda de Sarepta tuvo que aprender esta verdad. El Señor no solo hizo valer Sus derechos sobre el puñado de harina y el cántaro de aceite, sino que también puso Su mano sobre el hijo, el objeto más querido de la madre. La muerte visita la casa donde el profeta de Jehová, la viuda y su hijo, gozaban juntos de los preciosos frutos de la bondad divina. “Después de estas cosas aconteció que cayó enfermo el hijo del ama de la casa; y la enfermedad fue tan grave que no quedó en él aliento” (1 Reyes 17:17).
Ahora bien, como lo sabemos, ese hijo, así como ella misma, había sido un obstáculo para que la viuda reconociese de inmediato los derechos divinos anunciados por Elías; hay, pues, en la muerte de este niño, una instrucción solemne para los santos. Si permitimos que un objeto cualquiera, padre o hijo, esposo o esposa, hermano o hermana, sea una traba en la senda de la simple obediencia y devoción a Cristo, podemos estar seguros de que ese objeto nos será quitado. La viuda había cedido, en sus pensamientos, mayor lugar al hijo que al profeta de Jehová; y el hijo le fue quitado; así ella sabría que no solo “el puñado de harina” debía estar a disposición de Jehová, sino también el más caro de sus bienes terrenales.
Se requiere tener una medida no pequeña del Espíritu de Cristo para hacer uso de todo lo que poseemos como simples administradores de lo que pertenece a Dios. Somos muy propensos a considerar todas las cosas como nuestras, en lugar de recordar que todo lo que poseemos y todo lo que somos pertenece al Señor y que debería siempre ser resignado ante Su voz. No se trata aquí de una simple cuestión de obediencia; se trata también de nuestro bien permanente y de nuestra felicidad. La viuda reconoció los derechos de Dios sobre su puñado de harina, y ¿cuál fue el resultado? ¡Ella y su casa fueron alimentadas durante años! Luego Jehová puso su mano sobre su hijo, y ¿qué sucedió? Su hijo fue resucitado de los muertos por el gran poder de Dios, que le enseñaba no solo que Jehová podía preservar la vida, sino darla. El poder de resurrección se aplicó a sus circunstancias, y así ella recibió a su hijo, como antes había recibido sus provisiones, directamente de la mano del Señor Dios de Israel. ¡Felices aquellos que dependen de tal bondad! ¡Dichosos aquellos que encuentran cada día su puñado de harina y su cántaro de aceite, colmados por la mano generosa del Padre! ¡Bienaventurados todavía aquellos que poseen los objetos más caros de sus afectos en los poderosos lazos de la resurrección! Tales son los privilegios de todos los creyentes en Jesús, aun de los más débiles.
Pero antes de dejar este tema, observemos el efecto que produjo la visitación divina en la viuda: despertó en su conciencia una cuestión solemne en cuanto a su pecado: “¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades?” (1 Reyes 17:18). Cuando el Señor se acerca a nosotros, observaremos siempre una sensibilidad o delicadeza de conciencia que debemos buscar seriamente. A menudo seguimos día a día la rutina ordinaria de la vida, pudiendo gozar además de la tinaja y la vasija llenas, sin tener la conciencia profundamente ejercitada delante de Dios. Y este ejercicio no se hallará sino donde haya un andar íntimo con Dios o alguna visita especial de su parte. Si el Señor simplemente hubiese respondido, día a día, a las necesidades de la pobre viuda, jamás se habría suscitado en ella la cuestión del «pecado»; pero cuando sobreviene la muerte, la conciencia comienza a obrar, porque la paga del pecado es muerte (Romanos 6:23). Hay una doble acción en todos los propósitos divinos hacia nosotros: una acción de la verdad y otra de la gracia. La primera pone al descubierto el mal, la segunda lo quita; aquella revela lo que es el hombre, esta descubre lo que es Dios; aquella saca a la luz las operaciones secretas del mal en el corazón del hombre; mientras que esta pone en evidencia las ricas e inagotables fuentes de la gracia en el corazón de Dios. Ambas son necesarias, la verdad para mantener la gloria de Dios, y la gracia para establecer nuestra bendición; aquella para justificar el carácter divino y sus atributos, esta para el reposo perfecto del corazón y la conciencia del pecador. ¡Cuán bueno es saber que “la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17)!
Los designios divinos para con la viuda de Sarepta no habrían sido completos si no hubiesen producido en ella la confesión contenida en el último versículo de nuestro capítulo: “Ahora con esto acabo de conocer que tú eres varón de Dios, y que en tu boca la palabra de Jehová es la verdad” (1 Reyes 17:24, V. M.). Supo lo que es la gracia en la maravillosa provisión de sus necesidades, y lo que es la verdad en la muerte de su hijo. Si fuésemos espiritualmente más sensibles y perspicaces, discerniríamos siempre estos dos rasgos en los propósitos de nuestro Padre para con nosotros. Constantemente recibimos su gracia y tenemos ejemplos de su verdad en los designios de su mano, que tienen la particular finalidad de revelar el mal oculto en el corazón, a fin de que podamos juzgarlo y rechazarlo. Mientras nuestra tinaja y nuestro cántaro están llenos, la conciencia puede adormecerse, pero cuando Dios llama a la puerta de nuestro corazón por alguna disciplina, en seguida despertamos enérgicamente; esto origina el acto tan oportuno del juicio de nosotros mismos.
Ahora, si bien desaprobamos enérgicamente esa forma de propio examen que a menudo engendra dudas en cuanto al hecho de la aceptación y salvación del alma, debemos sin embargo recordar que el yo debe ser juzgado; de lo contrario seremos completamente quebrantados. Nunca se le dice al creyente que se examine a sí mismo con la idea de que ese examen pudiese hacerle descubrir que no está en la fe. Esta idea se basa generalmente en una falsa interpretación de 2 Corintios 13:5: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe, etc.”. Según lo muestra el contexto, el pensamiento del apóstol es opuesto a lo que puede deducirse de sus palabras. Parece que la asamblea de Corinto había recibido en su seno a ciertos falsos apóstoles que se atrevían a poner en tela de juicio el ministerio de Pablo, lo que obligaba a este último a emprender la defensa de su apostolado. Lo hizo primero al recordar de manera general su servicio y testimonio, y luego mediante un llamado conmovedor a los santos de Corinto: “Pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí… examinaos a vosotros mismos” (v. 3, 5). La prueba más poderosa y, para ellos al menos, sorprendente de la autoridad divina del apostolado de Pablo, se deducía del hecho de que estaban en la fe. No podemos de ninguna manera suponer entonces que hubo querido decirles que se examinasen a sí mismos para probar su misión celestial, por si ese examen les llevase al descubrimiento de que no estaban en la fe. Al contrario, puesto que el apóstol tenía una plena y bien fundada seguridad de que ellos eran “santificados en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:2), podía con confianza hacerles ese llamado, como prueba de que su misión provenía de lo alto.
Sin embargo, hay una considerable diferencia entre lo que se llama «el examen de sí mismo» y «el juicio de sí mismo», diferencia que no yace tanto en las cosas consideradas de manera abstracta, sino en las ideas que les atribuimos. Juzgar con rectitud, honestidad y severidad la mala naturaleza que llevamos con nosotros, y que siempre nos traba e impide correr “la carrera que ha sido puesta delante de nosotros” (Hebreos 12:1, V. M.), es uno de los ejercicios más bendecidos. ¡Quiera el Señor concedernos más fuerza espiritual para ejercer continuamente este juicio! Pero entonces debemos velar con sumo cuidado para que este examen de nosotros mismos no nos lleve a desconfiar de Dios. Yo me juzgo a mí mismo fundado en la gracia y fidelidad de Dios. Si Dios no es Dios, todo está perdido.
Pero en esta visitación había también una palabra de advertencia para Elías. Se había presentado a la viuda como varón de Dios y, por consiguiente, debía justificar el derecho que tenía de tomar este carácter. Jehová lo hizo misericordiosamente por él en la resurrección del hijo. “Con esto acabo de conocer que tú eres varón de Dios”, dice la madre (1 Reyes 17:24). La resurrección fue lo que legitimó su derecho a la confianza de esta mujer.
Es menester que en la vida del hombre de Dios se manifieste, en alguna medida, el poder de la resurrección, para que sean plenamente reconocidos sus derechos a llevar este nombre. Este poder se manifestará por su victoria sobre el yo en todas sus aborrecibles obras. El creyente ha resucitado con Cristo, participa de la naturaleza divina, pero está todavía en el mundo y lleva con él el cuerpo de su humillación; y si no renuncia a sí mismo, verá pronto que se pondrá en duda la realidad de su carácter de hombre de Dios. Sin embargo, sería una cosa muy miserable que trate solamente de justificarse a sí mismo. El profeta tenía un propósito más noble y elevado: el de establecer la verdad de la palabra del Señor procedente de su boca; y este es el verdadero objetivo de un varón de Dios. Su propio carácter y reputación son objetos de poco valor para él, a menos que se encuentren en relación con la Palabra del Señor anunciada por él. El apóstol Pablo se ocupaba de la defensa de su apostolado en sus epístolas a los Gálatas y a los Corintios, solo para mantener el origen divino del Evangelio que predicaba. Poco le importaba lo que se pensaba de Pablo, pero sí le importaba mucho lo que pensaban del Evangelio de Pablo. Por el bien de ellos, quería probar que la Palabra del Señor en su boca, era la verdad.
¡Qué importante era, pues, para el profeta recibir tal testimonio en cuanto al origen divino de su ministerio, antes de entrar en las imponentes escenas del capítulo 18! Ganó mucho así, al menos, en su retiro en Sarepta; y seguramente no fue poco. Su espíritu fue afirmado de manera bendita; Dios puso su sello sobre el ministerio de su siervo; este se volvió recomendable a la conciencia de una persona con la cual había permanecido durante un largo tiempo, y, de este modo, fue hecho capaz de comenzar de nuevo su carrera pública con la feliz seguridad de que era varón de Dios, y de que la Palabra del Señor era verdad en su boca.1
Llegamos aquí al término de una etapa muy importante en la historia de Elías, que abarca un período de tres años y medio, durante el cual estuvo oculto a los ojos de Israel. Hasta ahora nos hemos ocupado sencillamente de los principios de verdad que se hallan en la superficie de la historia personal del profeta. Pero ¿no podemos sacar instrucción de su carrera considerada desde un punto de vista típico? Creo que sí. La alusión que hace Cristo mismo a la misión del profeta junto a la viuda de los gentiles, puede justamente hacernos ver, en esta misión, un anuncio profético de la reunión de los gentiles en la Iglesia de Dios. “En verdad os digo que muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en toda la tierra; pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón” (Lucas 4:25-26).
El Señor Jesús se había presentado a Israel como el Profeta de Dios, pero no fue recibido; la hija de Sion no quiso escuchar la voz de su Señor. “Las palabras de gracia que salían de su boca”, no hallaban sino la respuesta carnal: “¿No es este el hijo de José?” (Lucas 4:22). Por eso, frente al desprecio y rechazo de Israel, Él halló consuelo para su espíritu en el feliz pensamiento de que, fuera de las fronteras judías, existían objetos sobre los cuales la gracia divina, de la cual él era el canal, podía derramarse en toda su riqueza y pureza. La gracia de Dios es tal que, aun cuando se vea trabada por el orgullo, la incredulidad o la dureza de corazón de algunos, solo se derramará sobre otros tanto más abundantemente. Así que: “Bien que Israel no se juntará, con todo, estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fortaleza. Y dijo: Poco es que tú me seas siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures los asolamientos de Israel: también te di por luz de las gentes, para que seas mi salud hasta lo postrero de la tierra” (Isaías 49:5-6, RV 1909).
La preciosa verdad del llamamiento de los gentiles, sea por tipos o por declaraciones positivas, es ampliamente enseñada en el Antiguo Testamento. Sería, pues, útil considerarla a fondo en sus diversas ramificaciones; pero mi propósito en este escrito es más bien considerar la vida y el ministerio de nuestro profeta simplemente desde un punto de vista práctico, esperando que el Señor se dignará, en su gracia, a aprobar estas sencillas reflexiones para consuelo y edificación de todos sus redimidos.
- 1Permítaseme añadir aquí unas palabras sobre la propia defensa. Es muy triste cuando un siervo de Dios se ve obligado a defenderse; porque esto prueba que algo está mal, ya en él, o en aquellos que hicieron esta defensa necesaria. Pero cuando se ve obligado a actuar de esta forma, hay un objeto importante que jamás debe perder de vista: la gloria de Cristo y la pureza de la verdad que se le ha confiado. Sucede a menudo que cuando se formulan cargos o acusaciones contra nuestro ministerio, o se ataca nuestra reputación, el orgullo de nuestros corazones se manifiesta y nos impulsa a defendernos. Pues bien, no debemos olvidar que, aparte de nuestras relaciones con Cristo y con sus santos, no somos sino viles partículas de polvo, totalmente indignos de toda consideración. ¡Lejos esté, pues, de nuestros pensamientos, tratar de asegurar nuestra propia reputación! Fuimos, hasta cierto punto, constituidos depositarios de la reputación de Cristo, y, con tal que la conservemos sin mancha, no necesitamos preocuparnos de nosotros mismos. ¡Quiera el Señor concedernos a todos la gracia de andar habitualmente en la conciencia de nuestros elevados privilegios y santas responsabilidades, como cartas de Cristo, “conocidas y leídas por todos los hombres” (2 Corintios 3:2-3)!
La casa de Acab
Dejaremos a nuestro profeta por un momento para volver nuestra atención hacia el triste estado de cosas en Israel durante el tiempo cuando Elías se hallaba a solas con Dios. Terrible, por cierto, debe ser el estado de cosas en la tierra, cuando “el cielo se cerrare” (1 Reyes 8:35). El aspecto de este mundo es árido y estéril cuando el cielo retiene sus lluvias refrescantes; y sucedía así principalmente con la tierra de Canaán, que dependía de “las aguas de la lluvia del cielo” (Deuteronomio 11:11). Para Egipto, el cielo cerrado no le hubiese importado mayormente, puesto que nunca solía esperar de ahí su subsistencia. Tenía sus recursos propios. “¡Mío propio es mi río!” (Ezequiel 29:3, V. M.), decía en su idioma independiente. Pero no era lo mismo con la tierra de Jehová, con esa “tierra de montañas y de valles” (Deuteronomio 11:11, V. M.). Si el cielo no le daba sus lluvias, todo era seco y estéril. Israel no podía decir: “¡Mío propio es mi río!”. No; se les enseñó a mirar arriba; los ojos de todos debían estar fijos en el Señor, así como los ojos del Señor estaban siempre sobre ellos. Así que cuando surgía algo que interrumpía las relaciones del cielo y la tierra, la tierra de Canaán necesariamente lo sentía de manera muy penosa. Así fue “en los días de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses, que hubo una grande hambre en toda la tierra” (Lucas 4:25). Israel tuvo que experimentar las terribles consecuencias de haber abandonado la única fuente de toda verdadera bendición.
Había entonces grande hambre en Samaria, y llamó Acab a Abdías, su mayordomo, y le dijo: “Ve por el país a todas las fuentes de aguas, y a todos los arroyos, a ver si acaso hallaremos hierba con que conservemos la vida a los caballos y a las mulas, para que no nos quedemos sin bestias. Y dividieron entre sí el país para recorrerlo; Acab fue por un camino, y Abdías fue separadamente por otro” (1 Reyes 18:5-6). Israel había pecado y, por consecuencia, debe sentir la vara de la justa ira de Dios. ¡Qué cuadro humillante el del antiguo pueblo de Dios! ¡El rey se ve obligado a salir a buscar pastos! ¡Qué contraste todo esto con la abundancia y la gloria de los días de Salomón! Pero Dios había sido vergonzosamente deshonrado y su verdad rechazada. Jezabel había propagado la funesta influencia de sus principios por medio de sus falsos profetas; los altares de Baal habían reemplazado el altar de Dios; por eso el cielo era como hierro, y la tierra como bronce (véase Levítico 26:19). El aspecto físico de las cosas no era sino la expresión de la dureza de corazón del pueblo y de su mísero estado moral.
Ahora bien, en todas las directivas dadas por Acab a su siervo, no hay una palabra que se refiera a Dios o al pecado que atrajo la ira y el juicio de Dios sobre el país. El rey dice: “Ve… a todas las fuentes de aguas, y a todos los arroyos” (1 Reyes 18:5). Tales eran los pensamientos de Acab, sus pensamientos incluso más elevados. Su corazón no se dirige con verdadera humildad a Jehová, ni clama a él en el tiempo de su angustia. De ahí estas palabras: “Quizás hallaremos pastos”. Dios está excluido de sus pensamientos, y su corazón solo está lleno de egoísmo e interés propio. Con tal que haya pastos, no se preocupará de buscar a Dios. Si los horrores del hambre no lo hubiesen lanzado hacia los campos, se habría gozado en medio de los profetas idólatras de Jezabel, y entonces, en vez de buscar las causas del hambre, con verdadero juicio de sí mismo y humildad, en vez de buscar el perdón y la restauración de Dios, no hace sino salir, egoísta e impenitente, para buscar pastos. ¡Ah! Se había vendido para hacer lo malo, y se había vuelto esclavo de Jezabel. Su palacio se había tornado en “guarida de toda ave inmunda”; los profetas de Baal, como tantos buitres, planeaban alrededor de su trono, esparciendo la levadura de la idolatría por toda la tierra.
¡Qué cosa terrible cuando el corazón se aleja de Dios! Nadie puede decir hasta donde llegará. Acab era israelita, pero se dejó seducir por un falso sistema religioso, a cuya cabeza está Jezabel su mujer; había hecho naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia, dejándose arrastrar a la más abominable maldad. No hay persona más corrupta que aquella que se aparta del camino de Dios; seguramente se sumirá en aguas más profundas de iniquidad que las víctimas comunes del pecado y Satanás. Y el diablo parece gozarse de manera particular al servirse de ella como instrumento para poner en ejecución sus pérfidos designios contra la verdad de Dios.
Lector, si aprendió a estimar la senda de la verdad y santidad, si se complació en Dios y en sus caminos, vele: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (Proverbios 4:23). ¡Guárdese de la falsa influencia religiosa! Usted atraviesa una escena en la cual la atmósfera que respira es perniciosa y funesta para la vida espiritual. El enemigo, con una sagacidad infernal –sagacidad formada y perfeccionada por un conocimiento de cerca de seis mil años del corazón humano– tendió sus redes por todos lados alrededor de usted, y nada, excepto una comunión habitual con su Padre celestial, podrá guardar su alma. Acuérdese de Acab, y ore continuamente para ser guardado de la tentación. El pasaje siguiente de la Escritura bien puede ser útil, después de lo que acabamos de decir, como una advertencia seria y oportuna: “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada” (Jeremías 17:5-6).
Tal era el miserable Acab –miserable, por más que llevaba la corona y el cetro–; no se preocupaba de Dios ni de su pueblo. En sus dichos y actos, en las tristes circunstancias de las que hablamos, no vemos ningún interés hacia Israel ni hacia Dios. No pronuncia una sola palabra respecto al pueblo que había sido encomendado a sus cuidados, y que, después de Dios, debía haber sido el gran objeto de su interés; y sus pensamientos son tan terrenales que parecen incapaces de elevarse por encima de “los caballos y los mulos”. Estos son los objetos de la angustiosa solicitud de Acab en el tiempo de la terrible calamidad de Israel. ¡Oh, qué contraste entre ese vil egoísmo, y los nobles sentimientos del varón según el corazón de Dios, quien, cuando el país tiembla bajo los golpes de la vara de Dios, podía decir: “¿No soy yo el que hizo contar el pueblo? Yo mismo soy el que pequé, y ciertamente he hecho mal; pero estas ovejas, ¿qué han hecho? Jehová Dios mío, sea ahora tu mano contra mi, y contra la casa de mi padre, y no venga la peste sobre tu pueblo” (1 Crónicas 21:17)! Aquí tenemos el verdadero espíritu de un rey. David, en el espíritu de su bendito Maestro, se expone al castigo para que las ovejas puedan escapar; quiso colocarse entre ellas y el enemigo; quiso trocar su cetro en cayado; no piensa en sus “caballos y mulos”; ni aun en sí mismo ni en la casa de su padre, sino en el pueblo del prado de Dios y en las ovejas de Su mano (Salmo 95:7). ¡Feliz, inefablemente feliz, será la suerte de las tribus dispersas de Israel, cuando gusten de nuevo los tiernos cuidados del verdadero David!
Podría ser instructivo y útil seguir hasta el final la historia de Acab, detenernos en su indigna conducta hacia el justo Nabot, en la seductora influencia que ejerció en el espíritu del buen rey Josafat, y también considerar otras circunstancias de su desventurado reino; pero esto podría alejarnos demasiado de nuestro tema. Nos limitaremos, pues, a hacer todavía algunas observaciones sobre el carácter de uno de los siervos más importantes de la casa de Acab, y luego volveremos a Elías.
Abdías, mayordomo de la casa de Acab, temía a Jehová en el secreto de su corazón, pero se hallaba en medio de una atmósfera extremadamente impura. La casa del malvado rey Acab y de Jezabel su mujer, más perversa todavía, no podía ser sino una escuela muy penosa para el alma justa de Abdías. En efecto, no encuentra allí otra cosa que obstáculos en su servicio y testimonio. Lo que hacía para el Señor, lo hacía a escondidas; temía actuar abierta y resueltamente. Sin embargo, es suficiente para mostrar lo que habría hecho, si hubiese estado plantado en mejor terreno y favorecido con un aire más sano. “Tomó a cien profetas y los escondió de cincuenta en cincuenta en cuevas, y los sustentó con pan y agua” (1 Reyes 18:4). Esto era una preciosa señal de la preciosa devoción de su corazón a Jehová, un bendito triunfo del principio divino sobre las circunstancias más desfavorables.
Sucedió lo mismo con Jonatán en la casa de Saúl. Él también se vio penosamente trabado en su servicio hacia Dios e Israel. Pero debió haberse mantenido en una más completa separación del mal que imperaba en la casa de su padre; su lugar a la mesa de Saúl debió haber quedado vacío así como el de David, y hallarse en el lugar conveniente: en la cueva de Adulam, donde, en santa comunión con David rechazado y sus fieles seguidores menospreciados, habría encontrado una esfera más extensa y mejor adaptada para manifestar su entrañable devoción a Dios y a su Ungido. No obstante, la conveniencia humana sin duda le habría recomendado a Jonatán quedarse en la casa de Saúl, y a Abdías en la casa de Acab, por ser «la esfera en la cual la Providencia los había colocado»; pero la conveniencia no es la fe, y jamás ella ayudará a nadie en su senda de servicio, cualquiera que ella sea. La fe nos conducirá siempre a romper con las reglas frías de la conveniencia humana, a fin de poder expresarse de manera clara y precisa.
Tal vez Jonatán se sentía a veces impulsado a levantarse de la mesa de Saúl para ir a abrazar a David; pero debió haber dejado esa mesa por completo y asociarse por entero a la suerte de David. En vez de contentarse con hablar a favor de su hermano, debió haberse identificado con él. Es lo que no hizo, y por eso cayó muerto en el monte de Gilboa en manos de incircuncisos. Así que, durante su vida, se vio trabado y atormentado por los principios inicuos del gobierno de Saúl, que él había establecido para enredar y avasallar las conciencias de los fieles, por lo que, en su muerte, fue mezclado sin gloria con los incircuncisos.
Sucede exactamente lo mismo con Abdías; a él le tocaba estar en relación íntima con el hombre que ocupaba el peldaño más bajo de la escala de apostasía, por la cual los reyes de Israel abandonaron su posición original. Por consiguiente, fue obligado a esconderse para servir a Dios y sus profetas; tenía miedo de Acab y Jezabel; le faltaba el valor y la energía necesaria para resistir, con un firme testimonio, a todas sus abominaciones; ni encuentra nada allí para el desarrollo de su vida interior y sus afectos. Su alma se secaba al respirar los vapores malsanos que lo rodeaban, y así no podía ejercer sino poca influencia en su tiempo y su generación. Así, mientras que Elías confrontaba valientemente a Acab, y servía abiertamente a Jehová, Abdías servía abiertamente a Acab, y servía a Jehová solo a hurtadillas; mientras que Elías respiraba la atmósfera santa y pura de la presencia de Dios, Abdías respiraba la atmósfera impura de la corte profana de Acab; mientras que Elías recibía su provisión diaria de la mano del Dios de Israel, Abdías recorría el país buscando pastos para los caballos y mulos de Acab. ¡Qué contraste más sorprendente!
¿No hay también en nuestros días más de un Abdías ocupado de la misma manera? ¿No existen muchos que, aun temiendo a Dios, participan de la muerte y la miseria de los hijos de este mundo, y que, de común acuerdo con ellos, trabajan para impedir su ruina inminente? ¡Sin duda que los hay! ¿Es esta una obra conveniente para los creyentes? ¿Acaso “los caballos y los mulos” de un mundo impío deberían ocupar los pensamientos y las energías de un cristiano, en lugar de los intereses de la Iglesia de Dios? ¡Oh, no, jamás debería ser así! El cristiano debe tener en vista un objetivo más noble; debe desplegar todos sus esfuerzos y capacidades en una esfera más elevada y celestial. Dios, y no Acab, es el que demanda nuestra devoción. No es mejor estar ocupado en sustentar a los profetas del Señor en una cueva, que favoreciendo el cumplimiento de los planes de los hombres de este mundo. Esta es una cuestión de gran importancia, y todos nosotros podemos extraer alguna lección.
Respondamos honestamente a estas preguntas, delante de Aquel que escudriña los corazones: ¿En qué estamos ocupados? ¿Qué objetivos nos proponemos? ¿Sembramos para la carne o para el Espíritu? ¿Trabajamos solamente para esta tierra? ¿Tenemos en vista un objeto más elevado que el yo o que este mundo? Son preguntas penetrantes cuando se las plantea con rectitud. El corazón y los afectos del hombre tienden siempre hacia abajo, hacia la tierra y las cosas de la tierra. El palacio de Acab tenía atractivos mucho más poderosos para nuestra naturaleza caída que los arroyos solitarios de Querit, o que la casa de la pobre viuda hambrienta de Sarepta. ¡Pero pensemos en el fin! El fin es el único criterio verdadero que permite examinar y juzgar claramente en estas cuestiones. “Hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos” (Salmo 73:17).
Por el hecho de estar en el santuario, Elías sabía que Acab se hallaba sobre una pendiente resbaladiza; que su casa pronto sería hecha añicos; que toda su pompa y gloria estaban por terminar en la tumba solitaria, y que su alma inmortal iba a ser llamada a rendir cuentas. El santo varón de Dios lo comprendía perfectamente, y por eso estaba feliz de hallarse aparte de todo eso. Él sentía que su cinto de cuero, su alimento frugal y su sendero solitario valían infinitamente más que todos los placeres de la corte de Acab. Tal era su juicio, y veremos antes de concluir este escrito, que su juicio era sano. “El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17). ¡Quiera Dios que todos aquellos que aman el nombre de Jesús sean más decididos y enérgicos en su testimonio para Él! Se acerca rápidamente el tiempo cuando daríamos el mundo entero por haber sido más sinceros y fieles en nuestra marcha aquí abajo. Somos demasiado tibios, demasiado propensos a hacer compromisos con el mundo y la carne, demasiado dispuestos a cambiar el cinto de cuero por el manto con el que Acab y Jezabel estarían deseosos de engalanarnos.
¡Quiera el Señor conceder a todos sus redimidos la gracia de testificar contra el mundo que sus obras son malas, y que nos separemos de sus caminos, sus máximas y sus principios, en una palabra, de todo lo que le pertenece! “La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz” (Romanos 13:12). Habiendo resucitado con Cristo, pongamos “la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:1-2); y puesto que “nuestra ciudadanía está en los cielos”, esperamos con incesante anhelo “al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:20-21).
El profeta en el monte Carmelo
El primer versículo del capítulo 18 nos muestra una nueva orden que se le da al profeta: “Pasados muchos días, vino palabra de Jehová a Elías en el tercer año, diciendo: Ve, muéstrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra”. Se le ordena a Elías salir de su retiro en Sarepta, para presentarse en público y comparecer de nuevo delante del rey Acab. A alguien que ocupa la posición de un verdadero siervo, y que manifiesta espíritu de tal, poco le importa qué tipo de llamado recibe. Ya sea “Ve”, “escóndete” o “Ve, muéstrate”, está listo, por gracia, a obedecer (1 Reyes 17:3; 18:1). El Señor había preparado a su siervo en secreto durante tres años y medio. En Querit y en Sarepta, le había enseñado más de una lección importante y, cuando llegó el tiempo de mostrarse a Israel, fue llamado a dejar el desierto y a reaparecer como el testigo público de Jehová. Y no vaciló un instante, aunque probablemente hubiese preferido la soledad a las tempestuosas escenas y penosas vicisitudes de la vida pública. Elías era un siervo, y esto le basta. Estaba tan dispuesto a enfrentar al furioso Acab y todos los profetas de Baal como a esconderse durante tres años y medio. Haremos bien en desear el espíritu de un siervo, un siervo humilde y obediente. Este espíritu nos hará pasar a través de muchas dificultades, nos preservará de muchas disputas, y nos llevará en la senda del servicio mientras que los demás discutirán acerca de esta senda. Si solo estamos dispuestos a obedecer, no se nos dejará en duda en cuanto a la senda de servicio que debemos seguir.1
Ya tuvimos la oportunidad de observar la obediencia implícita del profeta a la palabra del Señor. Esta obediencia implicará siempre la renuncia de sí mismo. Por ejemplo, recibir la orden de dejar su apacible retiro para aparecer delante de un tirano irritado, quien, con su perversa esposa, incitaría una muchedumbre de profetas idólatras contra él, era algo que demandaba en buena medida la negación de sí mismo. Pero Elías, por gracia, estaba listo. Sentía que no se pertenecía. Era un siervo y, como tal, siempre tenía los lomos ceñidos y los oídos abiertos para oír los llamados de su Maestro, cualesquiera que sean. ¡Qué bendita actitud! ¡Ojalá que muchos puedan hallarse así!
Elías va pues al encuentro del rey Acab, y se nos llama a seguirle ahora en una de las escenas más importantes de su vida. Pero antes de ponerse en contacto con Acab, se cruza en el camino de Abdías, y su encuentro con él revela los caracteres de dos personas. Es cierto que Abdías no aborda al profeta con la cordialidad afectuosa que debería mostrarse en la conducta de un hermano hacia otro, sino más bien con la fría formalidad de un hombre que ha vivido mucho en la sociedad del mundo. “¿No eres tú mi señor Elías?” (1 Reyes 18:7). Aunque esta actitud podía haber sido causada por la imponente solemnidad de la presencia y modales de Elías, no obstante nos vemos obligados a reconocer que no debía faltar una santa familiaridad entre dos siervos del Señor. Elías también guarda la misma distancia, pues dice: “Yo soy; ve, di a tu amo: Aquí está Elías” (v. 8). Sin embargo, Elías es el depositario del secreto de Jehová, secreto que su hermano ignora. Y ¿cómo no iba a ser así? La casa de Acab no era el lugar donde se podía acceder a los consejos divinos. Abdías llevaba a cabo una misión perfectamente acorde con el lugar de donde venía y con la persona que lo había enviado; y lo mismo ocurría con Elías. El objetivo principal del primero era hallar pastos –si por ventura los hallare– y, en última instancia, la preservación de los caballos y mulos de Acab; pero el fin principal de Elías consistía en anunciar el propósito divino de enviar lluvia y, en última instancia, volver a la nación a su primera fe y devoción a Jehová. Ambos eran hombres de Dios y, además, algunos podrían decir que Abdías estaba tan bien en su lugar como Elías, puesto que servía a su amo. Sin duda lo servía, pero ¿debía ser Acab su amo? No lo creo. No creo que su servicio al lado de él fuese el resultado de la comunión con Dios. Es verdad que esto no lo despojaba de su nombre y carácter de hombre temeroso de Dios en gran manera, porque el Espíritu Santo recuerda por gracia este hecho respecto a él; pero causaba ciertamente mucha tristeza ver a un hombre que temía mucho a Jehová, reconocer como su amo al más impío de los reyes apóstatas de Israel.
Elías no habría aceptado tal posición. No podemos representárnoslo ocupándose de esa misión que demandaba toda la energía de su hermano tan mundano; ni habría reconocido a Acab como amo, aunque debió reconocerlo como su rey. Hay una gran diferencia entre ser el sujeto o el siervo de un monarca. Los hombres razonan así: «Las autoridades constituidas, “por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1); por lo tanto, está bien ocupar cargos bajo su gobierno»; pero los que razonan así parecen perder de vista la clara distinción entre la sujeción a las autoridades y trabajar con las autoridades establecidas; la primera es un servicio justo y conforme a las Escrituras, un acto de positiva obediencia a Dios; pero la segunda es una posición falsa y antiescrituraria, donde el creyente asumiría una autoridad mundana para cuyo ejercicio no tenemos ninguna directiva de lo alto, y que, además, sería un deplorable obstáculo en la senda del siervo de Dios.
No queremos juzgar a aquellos que se sienten libres de dedicar sus energías y esfuerzos al servicio de los gobiernos de este mundo; pero al menos quisiera decirles que se hallarán en una posición muy difícil con respecto al servicio de su Maestro celestial. Los principios de este mundo son diametralmente opuestos a los de Dios, por lo que cuesta comprender cómo un hombre puede conciliar ambas cosas. Abdías es un ejemplo notable de ello. Si hubiera estado más abiertamente del lado del Señor, no habría tenido necesidad de decir: “¿No ha sido dicho a mi señor lo que hice?” (1 Reyes 18:13). Cree haber hecho algo tan notable al esconder a los profetas, que se asombra de que no todos se hayan enterado de ello. Elías no necesitaba hacer una pregunta semejante, porque «lo que hacía» era bien conocido. Sus actos de servicio a Dios no eran cosas extraordinarias y sorprendentes en su historia. Y ¿por qué? Porque no se enredó en los negocios de la casa de Acab. Era libre, y, por consiguiente, podía actuar para Dios, sin preocuparse de lo que pensarían Acab y Jezabel. Pero al actuar así, fue acusado de alborotar a Israel: “¿Eres tú el que turbas a Israel?” (v. 17). Cuanto más fieles somos a Dios y su verdad, tanto más nos expondremos a esta acusación. Si todos duermen «en la indolente muerte» –como lo expresa el poeta–, el dios de este mundo está satisfecho y su dominio no se halla turbado; pero no bien se manifiesta un testigo fiel, será considerado como un alborotador, como un intruso y enemigo de la paz y el orden. Pero es bueno que esa paz y ese orden sean turbados, cuando se identifican con la negación de la verdad y el nombre del Señor.
El corazón de los mundanos no puede estar ocupado sino con la cuestión: «¿Hay paz?», sin preguntarse si esta paz se obtiene a expensas de la verdad y la santidad. Nuestra naturaleza busca siempre su comodidad, y hasta entre los cristianos vemos a menudo que se aboga por la paz y la tranquilidad, cuando la fidelidad a Cristo y a los principios cristianos exigiría la lucha contra las falsas doctrinas o las malas prácticas. La tendencia del siglo es, pues, relegar todas las cuestiones religiosas a último plano. Las cosas del mundo y de la carne son demasiado importantes a los ojos de esta generación para ser interrumpidas, hasta por un momento, por cuestiones de interés eterno.
Pero Elías no pensaba así. Es como que siente que el sueño apacible del pecado debe ser sacudido a toda costa. Veía a la nación sumida en el sueño profundo de la idolatría, y estaba totalmente dispuesto a ser el instrumento que debía traer la tormenta. Y hoy es exactamente igual. La tormenta de la controversia es siempre preferible a la calma del pecado y la mundanalidad. Es verdad que somos felices cuando no hay necesidad de una tormenta semejante; pero cuando esta es imprescindible, cuando el enemigo trata de extender sobre el pueblo de Dios el cetro de plomo de un reposo profano, nos conviene dar gracias de que haya suficiente vida para interrumpir tal reposo. Si no hubiera habido un Elías en Israel, en los días de Acab y Jezabel, si todos hubiesen sido como Abdías o los siete mil, Baal y sus profetas habrían ejercido un poder absoluto e incontrarrestable sobre la nación. Pero Dios levantó a un hombre que no buscaba sus propias comodidades ni las del pueblo a expensas del honor de Dios y de los primeros principios dados a Israel. No temía hacer frente, con el poder de Jehová, a la terrible tropa de ochocientos cincuenta profetas, de cuya existencia dependía la ceguera de la nación. A la cabeza de ese grupo había una mujer enfurecida que podía dar vuelta a su débil marido como quería. Todo esto, ciertamente, exigía mucho vigor y energía espirituales; se necesitaban profundas y poderosas convicciones de la realidad de la verdad divina, y una clara percepción del estado de decadencia y degradación de Israel, para hacer que un hombre abandone su apacible retiro en Sarepta e irrumpa en medio de los sectarios de Baal, atrayendo sobre sí de todas partes una feroz tormenta de oposición. Elías, si hablamos a la manera de los hombres, habría podido quedar en perfecta paz en su soledad si se hubiese contentado con dejar a Baal reinar solo, y hubiese dejado intactas las fortalezas de la idolatría. Pero no podía hacerlo, y por eso sale al encuentro del furioso Acab con estas solemnes y penetrantes palabras: “Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales” (1 Reyes 18:18). Así rastrea el mal hasta su mismo origen. El alejamiento de Dios y de sus santos preceptos, es la verdadera causa de todo el infortunio que padecía el pueblo. Siempre somos propensos a olvidar el pecado que ocasionó los males, para pensar tan solo en ellos; pero la verdadera sabiduría nos conducirá siempre a apartar nuestros ojos de las desgracias para fijarlos en las causas que las provocaron.
Así también, cuando las malas doctrinas se han introducido insidiosamente y han ganado influencia sobre muchas personas, si algún hombre fiel se siente llamado a resistirlas con firmeza y decisión, puede contar por anticipado que será considerado un alborotador, y como la causa de toda la agitación que sigue a tal proceder. Mientras que una persona inteligente y reflexiva comprenderá pronto que todo esto proviene, no de aquel fiel que, en defensa de la verdad, resistió al error, sino de aquel que lo introdujo y de los que lo recibieron y sostuvieron. Sin duda, el defensor de la verdad deberá velar sobre su espíritu y su temperamento para no caer en nada malo en la práctica mientras ataca los errores de doctrina; porque muchos que se han propuesto, con sinceridad de corazón, la defensa de alguna verdad descuidada o atacada, faltaron a este respecto, invalidando así, en gran medida, su precioso testimonio. Porque el enemigo es astuto, y está siempre dispuesto a actuar con la estrechez de miras y la irracionalidad de los hombres, llevándolos a detenerse en flaquezas de carácter, mientras que pierden de vista los principios importantes puestos en tela de juicio.
Pero nuestro profeta va a la guerra bien armado. Sale del “retiro del Altísimo” (Salmo 91:1, V. M.), habiendo aprendido en la soledad a juzgarse a sí mismo y a poner el yo en sujeción, lo cual solamente podía calificarlo para las solemnes escenas en las que estaba por aparecer. Elías no era en absoluto un controversista pendenciero y feroz; había estado mucho tiempo en el secreto de la presencia divina para eso; y así su espíritu, revestido de dignidad y gravedad, está preparado para enfrentar al ejército de los profetas de Baal. Por eso puede estar delante de ellos con esa calma elevación y santa dignidad que lo caracteriza siempre. No vemos en él precipitación, turbación ni vacilación. Había estado en la presencia de Dios, y por eso se muestra sereno y tranquilo.
Ahora bien, en semejantes circunstancias es cuando verdaderamente se pone a prueba el espíritu de un hombre; porque nada, excepto el gran poder de Dios, podía mantener a Elías en su posición extraordinaria en el monte Carmelo. “Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17), y puesto que era el único de su tiempo que poseía suficiente entereza moral y fuerza espiritual para ponerse públicamente del lado de Dios y resistir a la idolatría, el enemigo podía sugerirle a su pobre corazón pensamientos como este: «¡Qué gran hombre eres, tú que osas mostrarte como el paladín solitario de la antigua fe de Israel!». Pero Dios sostiene a su querido siervo, y lo conduce a través de toda esta escena de prueba, precisamente porque Elías era su siervo y testigo. Y será siempre así. El Señor siempre estará cerca de aquellos que están cerca de Él. Si Abdías tan solo se hubiese resistido a Acab y Jezabel, el Señor lo habría aprobado y sostenido en su oposición, de modo que, en lugar de ser el siervo de Acab, podía haber sido el compañero de obra de Elías en la gran reforma; pero este no era su caso, por lo que, como Lot en otro tiempo, “afligía cada día su alma justa”, a causa de los errores e iniquidades que veía en una casa idólatra (2 Pedro 2:8).
¡Oh, querido lector cristiano, aspiremos a algo más elevado que esto! ¡No nos dejemos encadenar a la tierra por una voluntaria asociación con los sistemas y los planes de este mundo! Nuestra patria es el cielo, y allí está también nuestra esperanza. No somos del mundo; Jesús nos compró y nos libró de él para que resplandezcamos como luminares y andemos como hombres celestiales, mientras atravesamos este mundo hacia nuestro reposo celestial.
Pero no solo por su conducta y sus maneras Elías actuaba como siervo de Dios; también demostraba que había sido enseñado por Dios respecto a los principios que debían servir de base a la reforma que se necesitaba. De poco servirían las maneras y la conducta personal si no estuviesen acompañadas por una verdadera fe. Sería fácil llevar un cinturón de cuero y asumir una apariencia solemne y digna; pero nada excepto la inteligencia espiritual de los principios divinos hará a un siervo capaz de ejercer una influencia reformadora sobre sus contemporáneos. Pero Elías poseía todas las calificaciones necesarias para la obra que debía cumplir. Tanto su marcha exterior como su fe eran, en grado eminente, las que convenían a un gran reformador. Pues siendo consciente de que poseía un secreto que podía liberar las almas de sus hermanos de la profana servidumbre de Baal, le dice a Acab: “Envía, pues, ahora y congrégame a todo Israel en el monte Carmelo, y los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel” (1 Reyes 18:19). Decide poner cara a cara a Baal y al Dios de Israel, delante de todo el pueblo. Está convencido de que había que terminar el asunto mediante una prueba decisiva. Sus hermanos no debían ya claudicar “entre dos pensamientos”. ¡Qué poder vemos en estas palabras de Elías, exclamando delante de los millares congregados de Israel: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él” (v. 21)! Nada más simple. Los profetas de Baal no pueden contradecir ni oponerse a tal cuestión; porque lo único que el profeta demandaba, era decisión de carácter. Tanto de un lado como del otro, no había nada que ganar por un andar irresoluto y vacilante.
Quisiera yo que fueras o frío o caliente
(Apocalipsis 3:15, V. M.).
Sabemos, por las mismas palabras del Señor dirigidas a Elías en el capítulo siguiente, que había siete mil hombres en Israel cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y que, podemos suponer, solo aguardaban el momento en que alguna mano fuerte plantase el estandarte de la verdad, para reunirse alrededor de él. Pero ninguno de ellos parece haber tenido la fuerza para dar ese gran paso, aunque sin duda se regocijarían al ver en Elías la osadía y capacidad de hacerlo. A menudo este fue el caso en la historia del pueblo de Dios. En los momentos más sombríos hubo siempre corazones que lloraron en secreto por el mal y la apostasía tan extendidos, y que suspiraban por la aparición de una luz espiritual, estando dispuestos a saludar sus albores con gozo. Dios nunca “se dejó á sí mismo sin testimonio” (Hechos 14:17), y aunque solo en ocasiones podemos percibir una estrella de suficiente magnitud y fulgor para traspasar las nubes nocturnas y alumbrar un poco la Iglesia en medio de las tinieblas en que yace sumida aquí abajo, sabemos, sin embargo –bendito sea Dios– que por más oscuras y espesas que hayan sido las nubes, las estrellas siempre estuvieron allí, por poco que se haya podido percibir su destello.
Así sucedía en el tiempo de Elías; había siete mil de estas estrellas cuya luz fue oscurecida por las densas nubes de la idolatría, y que no quería ceder a las tinieblas, aunque carecían de poder para alumbrar alrededor de ellas. Pero había una sola luz con un poder y una gloria suficientes para disipar las tinieblas, y crear una esfera donde los demás podrían también alumbrar. Esa luz era Elías el tisbita, a quien contemplamos ahora, irrumpiendo, con poder y esplendor celestial, en la misma fortaleza de Baal, derribando la misma mesa de Jezabel2 , manifestando la locura de todo el sistema de culto idólatra, y creando, de hecho, por la gracia de Dios, un cambio importante en el estado moral de la nación, haciendo que los millares de Israel deban postrarse en tierra en un sentimiento de verdadera humillación, mientras que la sangre de los profetas de Baal correrá con las aguas del arroyo Cisón.
¡Qué gracia de parte del Señor, suscitar semejante libertador para su pueblo engañado y cegado! ¡Qué golpe mortal para los profetas de Baal! Y podemos afirmar con toda seguridad que jamás ellos ofrecieron un sacrificio a su ídolo de tan mala gana, como el que nuestro profeta los comprometió a hacer. Era el signo precursor de la caída de Baal y de sus adoradores. ¡Qué triste espectáculo nos ofrecen! “Y ellos clamaban a grandes voces, y se sajaban con cuchillos y con lancetas conforme a su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos”, y gritaban frenéticamente, con un fervor completamente inútil: “¡Baal, respóndenos!” (1 Reyes 18:28, 26). ¡Lamentablemente, Baal no podía escuchar ni contestar! El verdadero profeta, consciente en lo íntimo de su alma del pecado y la locura de toda esta escena, se burla de ellos; gritan con más ardor, saltan con un celo frenético sobre el altar que habían hecho, pero todo es en vano: no hubo voz ni respuesta. Ahora deben ser desenmascarados ante los ojos del pueblo; sus artes y mañas se hallaban en inminente peligro de extinción; esas manos israelitas que, merced a su influencia, tan a menudo se habían levantado en el impío e insensato culto diabólico, de repente están listas para prenderlos e infligirles el castigo que merecían. Bien, pues, ellos podían clamar –aunque sin respuesta– “¡Baal, respóndenos!”.
¡Cuán solemnes, y siempre veraces, son estas palabras del profeta Jeremías: “Maldito el varón que confía en el hombre” (Jeremías 17:5)! No importa en quien o en qué ponemos nuestra confianza, ya sea en un sistema eclesiástico, en ordenanzas religiosas o en cualquier otra cosa, es siempre el corazón que se aparta de Dios lo que acarrea maldición; y cuando llegue el momento de la lucha final, será invocado este Baal, pero en vano: No habrá ninguna voz, ni quien responda ni escuche (1 Reyes 18:29). ¡Qué terrible es el pensamiento de hallarse apartados del Dios vivo! ¡Que espantoso es descubrir, al final de nuestra carrera, que nos hemos apoyado en un “báculo de caña frágil” (véase Hebreos 3:2; Isaías 36:6)!
¡Oh lector! Si no halló todavía para su conciencia culpable la paz sólida y duradera en la sangre expiatoria de Jesús, si experimenta en su corazón una sensación de temor de solo pensar en su encuentro con Dios, permítame hacerle aún la pregunta del profeta:
¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?
(1 Reyes 18:21).
¿Por qué permanece lejos de Jesús, cuando él lo invita a acudir a él y llevar su yugo sobre usted? (Mateo 11:28-29). Créame, la hora vendrá cuando otro mayor que Elías se burlará de su calamidad si usted no huyó para refugiarse en Jesús (véase Hebreos 6:18). Escuche estas solemnes palabras: “Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia” (Proverbios 1:24-27). ¡Terribles palabras! ¡Terribles más allá de toda idea! ¡Cuánto más terrible aún será la realidad! Lector, como dice el poeta: «Huya hacia Jesús», acuda a la “fuente abierta” (Zacarías 13:1, V. M.), y encuentre allí el refugio y la paz, antes de que la tormenta de la ira y el juicio de Dios recaiga sobre su cabeza. Si “después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta” (Lucas 13:25), usted está fuera, entonces estará perdido, perdido para siempre. Le ruego encarecidamente que reflexione sobre este asunto, y no permita que Satanás arrastre su alma inmortal a la perdición eterna.
Veamos ahora el otro lado del cuadro. Los profetas de Baal sufrieron una significativa derrota; en vano habían saltado, se habían sajado con cuchillos y habían clamado a grandes voces: todo había sido inútil; su sistema demostró ser una burda farsa; el templo del error se había derrumbado totalmente, y ahora solo faltaba erigir el magnífico edificio de la verdad delante de aquellos que por tanto tiempo habían sido esclavos de la vanidad y la mentira. “Entonces dijo Elías a todo el pueblo: Acercaos a mí. Y todo el pueblo se le acercó; y él arregló el altar de Jehová que estaba arruinado. Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre, edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová” (1 Reyes 18:30-32).
Siempre es bueno esperar con paciencia, hasta que el mal y el error desciendan a su verdadero nivel. La verdad seguramente se pondrá en evidencia con el tiempo, y aunque el error siempre se vista cuidadosamente con el venerable manto de la antigüedad, el tiempo lo despojará de su disfraz, y lo mostrará tal cual es en su espantosa desnudez. Así lo sentía Elías, y por eso podía permanecer tranquilo, dejando que corran las manecillas del reloj de Baal, antes de presentar en Israel el modelo de un camino más excelente. Ahora bien, se requiere una inteligencia muy profunda y real de los principios divinos para ser capaz de seguir este camino de paciencia. Si nuestro profeta hubiese sido un hombre de espíritu superficial y atolondrado, o poco iluminado, se habría apresurado mucho más en desarrollar su sistema, y habría levantado una tempestad de oposición contra sus antagonistas. Pero un espíritu dotado de verdadera elevación jamás actúa por precipitación, jamás se deja turbar. Encontró un centro alrededor del cual podía moverse, y que lo ponía fuera del alcance de cualquier otra influencia. Tal era Elías, un hombre de carácter verdaderamente santo, elevado e independiente de los demás, quien, en todas las escenas de su extraordinaria carrera, supo conservar una dignidad celestial, la cual todos los siervos del Señor deberían buscar ardientemente. Cuando estaba en el monte Carmelo, contemplando los fatigosos e infructuosos ejercicios corporales de los profetas de Baal, aparece como alguien plenamente consciente de su misión celestial; y no solo su actitud, sino también los principios que lo hacían actuar lo señalaban como un profeta de Jehová.
¿Cuáles eran, pues, estos principios según los cuales actuaba Elías? Para decirlo en una palabra, eran los que formaban las bases de la unidad de la nación. Lo primero que hace, es reparar “el altar de Jehová que estaba arruinado” (v. 30). Ahí estaba el centro de Israel, y hacia él primeramente todo verdadero reformador debía dirigir su atención. Aquellos que procuran llevar a cabo una reforma parcial, una obra a medias, pueden contentarse simplemente con derribar lo que es falso, sin seguir la obra ni establecer una base sólida sobre la cual poder erigir el nuevo edificio; tal reforma no permanecerá, porque contiene demasiado de “la vieja levadura” para poder reconocerla como un testimonio a la verdad. No solo el altar de Baal debe ser derribado, sino que además el altar del Señor debe ser levantado. Hay personas que consentirían en ofrecer sacrificios al Señor sobre el altar de Baal; en otros términos, quieren mantener un sistema inicuo, contentándose con darle un bello nombre. Pero estos acomodos humanos no son sino una trampa; el único centro de unidad que Dios reconoce, es el nombre de Jesús. No podemos considerar a los hijos de Dios como miembros de un sistema religioso, sino solamente como miembros del cuerpo de Cristo. Dios los considera como tales, y a ellos les corresponde considerarse a sí mismos como lo que son según la propia palabra de Dios, y asumir abiertamente esta bendita posición.
Podemos observar aún que, en sus actos en el monte Carmelo, Elías no deja de reconocer la unidad inquebrantable de Israel. Toma “doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre” (1 Reyes 18:31). Esto era asumir un terreno elevado; sí, el más elevado posible. Pese a su gloria, Salomón no habría podido asumir uno más elevado. Reconocer las doce tribus de Israel en un tiempo cuando se hallaban divididas, debilitadas y degradadas, evidenciaba una verdadera comunión con el pensamiento de Dios en cuanto a su pueblo. Y sin embargo, es lo que el Espíritu pondrá siempre en el corazón. “Nuestras doce tribus” es algo que nunca se ha de olvidar (Hechos 26:7). Puede que se hallen esparcidas y divididas, por cierto, a causa de su debilidad e insensatez, pero el Dios de Israel no puede verlas sino en esa inquebrantable unidad que otrora manifestaron, y que, además, manifestarán otra vez, cuando, reunidas bajo el cetro del verdadero David, pisen, en santa comunión, los atrios de Jehová para siempre.
Pues bien, todo esto es lo que, por el Espíritu Santo, veía el profeta Elías. Con los ojos de la fe, penetraba más allá del largo y triste período de la humillante esclavitud de Israel, y lo contemplaba en su unidad visible, ya no más como Judá y Efraín, sino como Israel, porque la palabra es: “Israel será tu nombre” (Génesis 35:10). Sus pensamientos estaban ocupados, no con lo que era Israel, sino con lo que Dios había dicho. Era la fe. La incredulidad podía decir: «Usted toma una posición demasiado elevada; es mucha pretensión hablar de doce tribus cuando hay solo diez; es una locura hablar de una unidad inquebrantable, cuando no hay sino división». Tal será siempre el lenguaje de la incredulidad, que nunca alcanza a comprender los pensamientos de Dios, ni ver las cosas como Él las ve. Pero es el feliz privilegio del hombre de fe, descansar en paz sobre el inmutable testimonio de Dios que no puede ser anulado por la culpable locura del hombre. “Israel será tu nombre” ¡Preciosa promesa! ¡Preciosa y permanente! Nada, absolutamente nada, podía destruirla; ni la puerilidad de un Roboam, ni la política astuta de un Jeroboam, ni aún la bajeza de un Acab podían impedir a Elías tomar la posición más elevada que un israelita podía asumir: la de un adorador delante de un altar edificado con doce piedras, según los nombres de las doce tribus de Israel.
Ahora bien, en Elías el tisbita tenemos un ejemplo del poder de la fe en la promesa de Dios, en un tiempo cuando todo alrededor de él parecía contrario. Es lo que lo hizo capaz de elevarse por encima de todo el mal que lo rodeaba y de construir un altar de doce piedras, con tanta confianza y certeza como la que tenía Josué cuando, en medio de las huestes triunfantes de Israel, erigió su trofeo a orillas del Jordán.
Pero debo terminar este capítulo, que ya se extendió mucho más allá de lo que me había propuesto. Vimos el principio sobre el cual nuestro profeta llevó a cabo su reforma, un principio verdaderamente bueno; y Dios lo honra. El fuego del cielo confundió de repente a los profetas de Baal, confirmó la fe del profeta y libró a los hijos de Israel de ese triste estado de vacilación en el que estaban entre dos opiniones. La fe de Elías había dado lugar a la acción de Dios. Había cavado una zanja alrededor del altar y la había llenado de agua; en una palabra, había vuelto la dificultad tan grande como fuera posible, a fin de que el triunfo de Dios fuese tanto más completo, y fue realmente así. Dios responde siempre al llamado de la simple fe. “Respóndeme, Jehová” –dice el profeta– “respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos” (1 Reyes 18:37). Esta es una oración inteligente. El profeta está ocupado solamente de Dios y su pueblo. No dice: «Respóndeme, para que conozca este pueblo que yo soy un verdadero profeta». No, su único objetivo era volver el corazón del pueblo al Dios de sus padres, ver los derechos de Dios establecidos en sus conciencias, en oposición a las pretensiones de Baal. Y Dios escuchó y oyó, porque tan pronto como Elías terminó su oración, “cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” (v. 38-39).
¡La verdad triunfa! ¡Los profetas de Baal son confundidos! El profeta de Dios, con santa indignación, hace correr su sangre en las aguas del Cisón, y así, una vez juzgado el mal, no quedan más obstáculos para la comunicación de las bendiciones divinas, las que Elías anuncia a Acab con estas palabras: “¡Sube, come y bebe; porque hay sonido de abundancia de lluvia!” (v. 41, V. M.). ¡Cómo estas palabras nos manifiestan el verdadero carácter de Acab: “come y bebe”! Esto era todo lo que sabía o le interesaba saber. Había salido para buscar pastos, y nada más; y el profeta le da la noticia que sabía que respondía tan bien a sus deseos. No podía pedirle que venga y comparta con él las acciones de gracias a Dios por este glorioso triunfo sobre el mal, porque sabía muy bien que no recibiría respuesta alguna.
Sin embargo, ambos eran israelitas; pero uno estaba en comunión con Dios, mientras que el otro era esclavo del pecado; por eso, mientras que Acab encontraba su deleite en “comer y beber”, Elías buscaba el suyo en la soledad con Dios. ¡Qué bendito, santo y celestial deleite! ¿Quién no preferiría ser el santo en comunión con el Señor, al sensualista que va en busca de sus groseros y degradantes placeres?
Pero notemos la diferencia de la conducta de Elías en presencia del hombre y en presencia de Dios. Había encontrado a Abdías –un santo en una falsa posición– con aire de dignidad y altura; había hablado con justa severidad a Acab; había aparecido en medio de sus millares de pobres hermanos extraviados, con la firmeza y la gracia de un verdadero reformador, y finalmente, había encontrado a los impíos profetas de Baal, primero con burlas, luego con la espada de la venganza. Así se había comportado en presencia del hombre. Pero ¿cómo se comportó en la presencia de Dios?: “Y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas” (1 Reyes 18:42). Todo esto es admirable. El profeta sabía tomar su verdadero lugar, ya sea delante de Dios como en la presencia de los hombres. En presencia del hombre, actuaba, según el caso, en la sabiduría del Espíritu; en presencia de Dios, se prosternaba con una sincera y respetuosa humildad. Quiera el Señor formar a todos sus siervos para que sepan cómo conducirse a través de las diversas relaciones que tienen lugar aquí abajo.
Debemos ahora seguir a nuestro profeta en escenas muy diferentes.
- 1En todos los tiempos, el Espíritu Santo confiere al carácter de siervo un valor especial. Es, en efecto, lo único que queda en pie en épocas de decadencia general. Tenemos numerosos ejemplos de esto en la Escritura. Cuando la casa de Elí estaba por caer bajo el juicio de Dios, Samuel ocupaba la posición de un siervo cuyos oídos fueron abiertos para oír. Dijo: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10). Cuando todo Israel huía del guerrero filisteo, el carácter de siervo aparece de nuevo de manera muy notable: “Tu siervo irá y peleará…” (1 Samuel 17:32). El Señor Jesús mismo llevaba el título de Siervo que Dios le había otorgado en las palabras del profeta: “He aquí mi siervo…” (Isaías 42:1). Además, cuando la Iglesia cayó y se convirtió en “una casa grande” (2 Timoteo 2:20), “el siervo del Señor” (2 Timoteo 2:24) recibió directivas sobre la manera de conducirse. Por último, este carácter se menciona como uno de los rasgos especiales de la Jerusalén celestial: “Sus siervos le servirán” (Apocalipsis 22:3). ¡Quiera el Señor que este espíritu se refleje más en nosotros!
- 2La falsa religión siempre buscó el sol del favor de este mundo; mientras que el verdadero cristianismo siempre ha sido tanto más puro y vivo cuanto más disgusto y repugnancia el mundo le expresó. Los “profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel” (1 Reyes 18:19). Si Jezabel no hubiese tenido ninguna mesa, tampoco habría tenido profetas; era su mesa, y no el bien de su alma, lo que buscaban.
El profeta en el monte Horeb
Entre los que ocuparon un lugar destacado en la historia de la Iglesia de Cristo, hay pocos cuya carrera no ha estado marcada de manera especial por grandes vicisitudes. De ellos, así como de “los que descienden al mar en naves, y hacen negocio en las muchas aguas”, se podría decir: “Suben a los cielos, descienden a los abismos; sus almas se derriten con el mal” (Salmo 107:23, 26). Los vemos a veces en el monte, otras veces en el valle; unos momentos están disfrutando del sol, y en otros abatidos por la tormenta. Y no es tan solo el caso de eminentes hombres de Dios, sino que casi todos los cristianos, por más tranquila y retirada que sea su senda, conocen algo de estas vicisitudes. En efecto, parece que nadie puede recorrer la carrera que tiene por delante el hombre de fe, sin encontrar asperezas en su camino. El camino que atraviesa el desierto debe necesariamente ser duro y escabroso; y es bueno que así sea; pues cualquier cristiano sensato preferiría ser puesto sobre un camino áspero antes que transitar en un terreno resbaladizo. El Señor ve que tenemos necesidad de ser ejercitados mediante penurias y dificultades, no solo para que encontremos un más dulce reposo al final, sino también para que estemos más eficazmente preparados e instruidos para el lugar que debemos ocupar.
Es cierto que en el reino de la gloria no necesitaremos más pruebas, pero necesitaremos esas gracias y esos hábitos y disposiciones del alma que habrán sido formados en medio de las tribulaciones y los sufrimientos del desierto. Entonces nos veremos obligados a reconocer que nuestro camino aquí abajo no fue en absoluto demasiado duro, sino que más bien comprenderemos que cada uno de esos penosos ejercicios que nos tocó atravesar, nos eran indispensables. Ahora vemos las cosas oscuramente, y somos a menudo incapaces de descubrir la necesidad o el motivo de muchas de nuestras pruebas y penas; además, nuestra impaciente naturaleza a menudo no ha estado dispuesta sino a murmurar y a rebelarse en tales circunstancias; pero si somos pacientes, podremos decir, sin titubear, y con el pleno asentimiento de cada uno de nuestros pensamientos y sentimientos: “Nos dirigió por camino derecho, para que viniésemos a ciudad habitable” (Salmo 107:7).
Esta corriente de pensamientos nos ha sido sugerida por las circunstancias en que se halla el profeta en el capítulo 19. Elías parece no haber previsto la terrible tormenta que estaba por abatirse sobre él; había descendido de la cumbre del Carmelo y, por la energía del Espíritu, fue y corrió delante del carro de Acab, hasta llegar a la entrada de Jezreel; pero allí iba a recibir un revés, y eso de parte de una persona que hasta ese momento se había mantenido en un segundo plano. Era la malvada Jezabel. Digo que se había mantenido en un segundo plano, escondida en su palacio, pero no había permanecido ociosa. Había usado sin duda su influencia sobre su débil marido, y había hecho uso del poder que este tenía, para llevar a cabo sus impías intenciones. Había abierto las puertas de su casa a los profetas de Baal, a quienes recibía a su mesa. Todo esto lo había hecho en favor de los intereses de su amo.
No hay que considerar a Jezabel simplemente como un individuo: El entendimiento espiritual sabe ver en ella a una persona que representa una clase entera; y también la personificación de un principio que, desde el primer siglo del cristianismo, ha venido desarrollándose en oposición a la verdad de Dios, y que alcanza su plena madurez en la persona de la gran ramera de Apocalipsis 17. El espíritu de Jezabel es un espíritu perseguidor, un espíritu que impondrá siempre su propia opinión en oposición a todo, un espíritu activo, enérgico y perseverante, en el cual es fácil reconocer la energía de Satanás.
El espíritu de Acab es muy diferente. En él vemos a un hombre que, con tal que pueda satisfacer sus deseos carnales y mundanos, no le importa mucho la religión. Poco le preocupaba decidir entre los derechos de Dios y las pretensiones de Baal. Jehová o Baal, para él es lo mismo. Pues bien, tal era el hombre que Jezabel podía manejar a su antojo. Ella se encargaba de satisfacer todos sus deseos, mientras empleaba, activa y sagazmente, el poder del rey en oposición a la verdad de Dios. Veremos que siempre los Acab son instrumentos útiles para las Jezabel; por eso, en el Apocalipsis –donde todos los principios que estuvieron, que están, o que estarán operando, son vistos en su plena madurez–, vemos a la ramera montada sobre la bestia; es decir, la religión corrupta que domina el poder secular, o, en otros términos, el espíritu de Jezabel plenamente desarrollado, disponiendo del espíritu de Acab, plenamente desarrollado también.
Hay en todo esto una voz muy solemne que se dirige a la generación presente; los que tienen oídos para oír, oigan. Los hombres se vuelven cada vez más indiferentes a los intereses y destinos de la verdad de Dios en la tierra. Lo mismo les da Cristo que Belial con tal que no se traben las ruedas de la enorme máquina del utilitarismo y se detenga su movimiento. Usted puede adoptar los principios que le plazcan, con tal que los guarde para usted, sin sacarlos a la luz; por eso, hombres con los principios más opuestos, pueden asociarse sin revelar esos principios, mientras que ponen todo su ardor y energía para ir tras el fantasma de lo mundanal. Tal es el espíritu y la tendencia de la época; por eso, basta con que el espíritu de una Jezabel surja, para dirigir a los hombres por ese camino en el que ya habían entrado abiertamente, y que acabará indefectiblemente en “la negrura de las tinieblas para siempre” (Judas 1:13, V. M.). ¡Solemne, muy solemne, pensamiento! Lo repito una vez más: “El que tiene oídos para oír, oiga” (Mateo 11:15).
Pero, como lo vimos, fue Jezabel quien supo asestar el golpe que parece haber agobiado el espíritu del profeta. Y “Acab dio a Jezabel la nueva de todo lo que Elías había hecho, y de cómo había matado a espada a todos los profetas” (1 Reyes 19:1). Observe estas palabras: “Acab dio a Jezabel la nueva”; no le interesaba tanto este asunto como para hacerlo tomar una parte activa en él; y si hubiese tenido algún interés, tampoco tenía suficiente energía para participar directamente. A sus ojos, probablemente la abundancia de lluvia parecía estar relacionada con la muerte de los profetas, y por eso había podido permanecer tranquilamente aparte contemplando esta matanza.
¿Qué era Baal para él, o Jehová? Nada. Cuando Acab, y todos los que se le asemejan, tienen qué comer y beber, las cuestiones acerca de la piedad y la verdad son prácticamente ignoradas. ¡Qué grosera e inconcebible abominación! ¡Qué sensualismo deplorable e insensato! Hijos de este siglo, que expresan sus sentimientos con estas palabras: “Comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (1 Corintios 15:32), pensemos en Acab; recordemos su espantoso fin, el fin de esa vida de comer y beber: “Y los perros lamieron su sangre” (1 Reyes 22:38). Y en cuanto a su alma, ¡Oh, solo la eternidad revelará sus destinos!
Pero en Jezabel, vemos a una mujer a quien no le faltaba interés ni energía. Para ella la controversia entre Jehová y Baal era de la mayor importancia, y estaba bien resuelta a obrar con decisión: “Entonces envió Jezabel a Elías un mensajero, diciendo: Así me hagan los dioses, y aun me añadan, si mañana a estas horas yo no he puesto tu persona como la de uno de ellos” (1 Reyes 19:2). Aquí pues el profeta es llamado a soportar la tormenta de la persecución. Lo habíamos visto en el monte Carmelo, donde había enfrentado a todos los profetas de Baal; hasta aquí su carrera había sido victoriosa, como resultado de su comunión con Dios; pero ahora su sol parece esconderse y su horizonte se vuelve oscuro y sombrío.
Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres (v. 3-4).
El espíritu de Elías está totalmente abatido; no ve más las cosas sino a través de la sombría nube en la que está envuelto; le parece que toda su obra ha sido en vano y sin provecho (véase Isaías 49:4), y que no tiene otra alternativa que la de acostarse debajo de un enebro y allí pedir la muerte. Su espíritu, cansado por lo que estimaba como vanos esfuerzos para hacer volver a la nación a su antigua fe, deseaba ardientemente entrar en su reposo.
Ahora bien, en todo esto percibimos los efectos de la impaciencia y la incredulidad. Elías no hablaba de su deseo de morir cuando estaba en el monte Carmelo. No, allí todo era triunfo; allí creía que estaba consiguiendo algo, y que era de gran utilidad; por consiguiente, la idea de partir no se presentaba a su espíritu.
Pero el Señor quería mostrarle a su siervo no solo lo que debía hacer, sino también lo que debía sufrir. «Hacer» nos gusta bastante; «sufrir» ya es algo a lo que no estamos tan dispuestos. Y sin embargo el Señor es glorificado tanto por el que sufre pacientemente, como por el siervo más activo. Los frutos de la gracia desarrollados en un santo que ha sido conducido a soportar prolongados sufrimientos, exhalan un perfume de tanto o más valor que todos los frutos de un servicio activo. Esto es lo que debía haber tenido en cuenta nuestro profeta. Pero, ¡ay, nuestros corazones bien pueden comprender a Elías y simpatizar con él en su estado de tristeza y desaliento! Son muy pocos los siervos del Señor que en algún momento no han deseado con ansia despojarse de la armadura y abandonar la lucha y sus fatigas, sobre todo en tiempos cuando sus trabajos y su testimonio parecían ser vanos, y cuando fueron llevados a considerarse a sí mismos como un estorbo que ocupa inútilmente la tierra. Sin embargo, hay que esperar el tiempo de Dios, y hasta entonces procurar seguir nuestra carrera con un servicio fiel y paciente y sin quejarnos. Hay una inmensa diferencia entre el deseo de escapar de la prueba y el sufrimiento, y el deseo de estar en nuestro hogar, en la casa de nuestro Padre. Sin duda, el pensamiento del reposo es dulce, inefablemente dulce para el hombre que trabajó mucho. Es dulce pensar en las “muchas moradas” celestiales que nos fueron adquiridas por la sangre de nuestro Señor Jesucristo; es dulce pensar en el tiempo cuando nuestro Dios de gracia “enjugará toda lágrima” de nuestros ojos; es dulce pensar en esos “delicados pastos” y en esas “fuentes de agua de vida”, a las que el Cordero conducirá su rebaño durante los siglos de gloria venideros (véase Apocalipsis 7:17). En una palabra, todas estas gloriosas perspectivas ofrecidas a los ojos de la fe, son dulces y alentadoras, pero no tenemos el derecho de decir: “Oh Jehová, quítame la vida” (1 Reyes 19:4). Nada sino un espíritu de impaciencia podría alguna vez emplear tal lenguaje. ¡Cuán diferente es el espíritu que se respira en estas palabras del apóstol Pablo: “Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros. Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe” (Filipenses 1:23-25)! Hay, en estas palabras, un espíritu verdaderamente cristiano. El servidor de la Iglesia debe buscar el bien y los intereses de la Iglesia y no su propio provecho. Si Pablo solo se hubiese considerado a sí mismo, no se habría quedado un momento más en la tierra; pero cuando consideraba el estado y las necesidades de la Iglesia, deseaba quedar y permanecer, con el objeto de contribuir al gozo y provecho de la fe de los santos. Este debió haber sido también el deseo de Elías; debió haber deseado permanecer en la tierra en beneficio del pueblo. Pero falló en esto. Huyó al desierto bajo la influencia de la incredulidad, como su corazón le decía, y para salvar su vida; y allí expresa el deseo de que su vida le sea quitada, únicamente para escapar de las pruebas que formaban parte de la posición de fidelidad que había asumido.
Debemos sacar de todo esto una valiosa y útil lección. La incredulidad nos aleja siempre del lugar del testimonio y del servicio. Mientras Elías anduvo por la fe, ocupó su lugar de siervo y testigo; pero en el momento que su fe faltó, abandona su puesto y huye al desierto. La incredulidad nos hace siempre incapaces para el servicio o siervos inútiles. Jamás podemos actuar para Dios si no es por la energía de la fe. Es lo que deberíamos recordar, en un tiempo como el presente, cuando tanta gente abandona el testimonio o se aparta de él. Creo que podemos admitir como un inmutable principio de verdad, que siempre que un hombre abandona una distintiva posición de testimonio, es por causa de una positiva incredulidad. Así, por ejemplo, en nuestros días vemos a varios cristianos que, en un tiempo, habían tomado esta posición de manera muy clara y enérgica, porque –decían– habían aprendido esta gran verdad: la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea. Ahora bien, cuando esta verdad es realmente comprendida y llevada a la práctica con poder, libera a los cristianos de la autoridad del hombre en materia de fe, y los conduce fuera de los sistemas que reconocen y defienden esa autoridad.
Si el Espíritu Santo es el que gobierna en la Asamblea, el hombre no tiene el derecho de intervenir en este gobierno; no tiene el derecho de decretar ni instituir ceremonias, porque al hacerlo usurpa de la manera más presuntuosa las prerrogativas divinas. Si, pues, un hombre cree de corazón en esta importante verdad, esta creencia ejercerá ciertamente una influencia tal sobre su conducta, que se sentirá llamado a dar testimonio en contra de todo sistema en el cual esta verdad es negada en la práctica separándose de ellos. No se trata aquí de una cuestión de personas o de cosas a las cuales puede o debe asociarse; no, este es un asunto muy distinto, aunque también importante, a tenerse en cuenta más tarde. Dejad de hacer lo malo”, es el primer deber del hombre; luego, una vez que obedeció este precepto, podrá aprender “a hacer el bien” (Isaías 1:16-17). Y sin embargo, muchos de los que en otro tiempo profesaron comprender esta verdad y anduvieron de acuerdo con ella, perdieron desde entonces la confianza que les inspiraba y, en consecuencia, abandonaron su posición distintiva y regresaron a los sistemas de los que habían salido. Al igual que Elías, no vieron cumplidas todas sus expectativas; los resultados que esperaban no aparecieron, por lo que desaparecieron de la escena, como su corazón les decía, y muchos seguramente se habrán sentido dispuestos a decir: “Basta ya” (1 Reyes 19:4). En efecto, lamentablemente más de un corazón que una vez alimentaba dulces y elevadas esperanzas respecto a la Iglesia, se inclina hoy hacia la tierra bajo el peso agobiador de la tristeza y el desaliento. Aquellos que declaraban conocer la verdad de la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea y otras verdades afines, y andar a la luz de ellas, fallaron, cuando menos, a la hora de ponerlas en práctica, y no solo esto, sino que, en muchos casos, su yo se manifestó de la manera más humillante, y el enemigo no aflojó en sus esfuerzos por sacar provecho de todas estas miserias. Lo hizo particularmente para desanimar a aquellos que, sin duda, deseaban permanecer firmes en el testimonio para Cristo, pero que, al ver los fracasos de todo lo que podía parecerse a un testimonio colectivo sobre la tierra, se dieron por vencidos en su desesperación. Pero observemos bien esto: Es la incredulidad la que hizo que Elías huyera al desierto, y también por incredulidad un cristiano abandona la posición de testimonio a la cual la verdad de la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea necesariamente lo conducirá.
Aquellos que se retiran de esta manera demuestran que tenían que ver, no con Dios ni con su eterna verdad, sino solamente con el hombre y con sus circunstancias. Si nuestro andar está fundado en la verdad de Dios, en nada nos veremos afectados por las variaciones y fracasos del hombre. El hombre puede fallar –y de seguro fallará– aun en sus mejores y más puros esfuerzos por poner en práctica la verdad de Dios; pero ¿acaso el fracaso del hombre invalidará la verdad de Dios? “De ninguna manera; antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4). Si aquellos que profesan sostener la bendita doctrina de la unidad de la Iglesia se dividen en varios partidos; si aquellos que sostienen la doctrina de la presencia del Espíritu en la Asamblea para todo lo concerniente al gobierno y al ministerio, se apoyan, en la práctica, en la autoridad del hombre; si aquellos que dicen esperar la aparición personal y el reino del Hijo del Hombre, buscan con avidez las cosas de este mundo, ¿pueden todas estas inconsecuencias anular estos principios celestiales? Ciertamente no. Gracias a Dios, la verdad será la verdad hasta el fin. Dios será siempre Dios, aun cuando el hombre se muestre mil veces más imperfecto de lo que es. Por eso, en vez de rendirnos a la desesperación, porque los hombres fallaron en el uso que debían hacer de la verdad de Dios, debemos más bien mantener firme esta verdad, como el único sostén de nuestras almas en medio de la ruina y el naufragio universales.
Si Elías hubiese mantenido firme la verdad que llenaba su alma cuando estaba en el monte Carmelo, nunca lo habríamos visto debajo del enebro, ni jamás habría pronunciado palabras como estas: “Quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres” (1 Reyes 19:4). Sin embargo, el Señor puede encontrar en gracia a su pobre siervo, aun mientras duerme debajo de un enebro.
Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo
(Salmo 103:14).
Por eso, en vez de acceder a la irreflexiva solicitud de su cansado y abatido siervo, procura más bien sustentarlo y fortalecerlo para nuevas luchas. No es así “como procede el hombre” (2 Samuel 7:19), sino –alabado sea por siempre su Nombre–, como procede Dios, cuyos caminos no son nuestros caminos, y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos (Isaías 55:8). El hombre a menudo actúa con rigor y severidad hacia su semejante, sin tenerlo en cuenta. No así Dios. Él actúa siempre con la más tierna compasión hacia sus hijos. Comprendía a Elías; recordaba la fidelidad con la cual acababa de luchar por su Nombre y su verdad; por eso acude en su ayuda en el tiempo de su abatimiento.
“Y echándose debajo del enebro, se quedó dormido; y he aquí luego un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come. Entonces él miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua; y comió y bebió, y volvió a dormirse. Y volviendo el ángel de Jehová la segunda vez, lo tocó, diciendo: Levántate y come, porque largo camino te resta. Se levantó, pues, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios (1 Reyes 19:5-8).
El Señor conoce mejor que nosotros las exigencias que se nos pueden imponer y, en su gracia, nos fortalece conforme a sus propios designios ante tales exigencias. El profeta afligido deseaba dormir, pero el Señor quería fortalecerlo y animarlo para un servicio ulterior. Lo mismo ocurrió con los discípulos en el huerto, los que, agobiados por una profunda tristeza ante el aparente hundimiento de todas las esperanzas que tan ardientemente habían abrigado, se dejaron caer en un profundo sueño mientras que su Amo quería que tuvieran los lomos ceñidos y los brazos afirmados para las duras escenas en las cuales estaban por entrar. Pero Elías comió y bebió, y una vez fortalecido, marchó hasta Horeb, el monte de Dios, el monte de la ley. Allí todavía debemos señalar los tristes efectos de un espíritu impaciente. Elías parece decidido a abandonar totalmente su lugar de servicio y testimonio. Si no puede dormir más debajo del enebro, se esconderá en una cueva. “Y allí se metió en una cueva, donde pasó la noche” (v. 9).
Cuando un creyente se aleja de la posición donde su fe lo había colocado y guardado, es imposible predecir hasta qué extremo puede llegar. La fe solamente, la fe duradera e inquebrantable en la Palabra de Dios, puede guardarnos en la senda del servicio, porque la fe hace que el hombre esté contento de esperar hasta el fin, mientras que la incredulidad, que mira solo las circunstancias del momento, lo sumerge en un completo desaliento.
El creyente debe hacerse la idea de que aquí abajo no encontrará otra cosa que pruebas y decepciones. A menudo podemos soñar con el descanso y con la felicidad que encontraríamos aquí abajo en tales o cuales condiciones, pero es solo un sueño. Elías sin duda había esperado ver un inmenso cambio moral operado por medio de él, y, en vez de eso, su vida es amenazada. Pero él debería haber estado preparado para ello. El hombre que había enfrentado sin temor a Acab y a todos los profetas de Baal, debería haber estado seguramente en condiciones de resistir el mensaje de una mujer. Sin embargo, no fue así; su fe se había apagado. Cuando la fe abandona a un hombre, este tiene miedo hasta de su propia sombra. Al contemplar al profeta en el monte Horeb, uno se pregunta: ¿Es el mismo hombre que acabamos de ver en el monte Carmelo levantando un altar de doce piedras y reivindicando de manera tan triunfante los derechos del Dios de Israel en presencia de sus hermanos? ¡Ay, qué miserable criatura es el hombre cuando no es sostenido por una fe simple en el testimonio de Dios! En un momento David enfrentó a Goliat con el poder de la fe; pero más tarde, dijo en su corazón: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1 Samuel 27:1). La fe mira a Dios por encima de las circunstancias; la incredulidad pierde de vista a Dios y mira solo las circunstancias. La incredulidad dice: “Éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos”; la fe dice: “Más podremos nosotros que ellos” (Números 13:33, 30).
Pero el Señor no deja a su siervo en la cueva; no deja de seguirlo y de procurar traerlo de vuelta al puesto que había abandonado a causa de su impaciencia e incredulidad.
Vino a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?
(1 Reyes 19:9).
¡Qué reproche! ¿Por qué Elías se escondía en una cueva? ¿Por qué había abandonado el honorable puesto del testimonio? Por el mensaje de Jezabel y porque su ministerio no había sido tan reconocido como lo esperaba. Se imaginaba haber merecido más una cosecha alentadora por todo su trabajo, que un mensaje amenazador y una aparente deserción general; y por eso se retiró a una cueva en la montaña, a un lugar apropiado para dar rienda suelta a sus sentimientos de amargura.
No obstante, hay que admitir que pasaron muchas cosas que hirieron el corazón del profeta: había vuelto de su apacible retiro en Sarepta para enfrentar a todo el pueblo adoctrinado por Jezabel y por una hueste de sacerdotes perversos y falsos profetas. Había confundido a estos últimos por la gracia de Dios. Dios hizo caer fuego del cielo en respuesta a la oración de Elías. Todo Israel parecía reconocer la verdad proclamada por él. Todas estas cosas debieron haber aumentado sus esperanzas a niveles poco comunes; sin embargo, después de todo esto, su vida es amenazada, no ve a nadie que esté de su lado, se ve envuelto en una sombría nube, abandona el campo de batalla y se esconde en una cueva.
Es mucho más fácil criticar a los demás que obrar correctamente, y debemos ser extremadamente cautelosos cuando se trata de emitir un juicio sobre los actos de un siervo tan honrado como Elías el tisbita. Pero aunque estemos dispuestos a cuidarnos de las censuras, al menos podemos extraer instrucciones y advertencias de esta parte de la historia de nuestro profeta. Podemos aprender una lección de la cual tenemos gran necesidad. “¿Qué haces aquí?”, es una pregunta que bien podría dirigirse a más de uno de nosotros en muchas ocasiones, cuando, por impaciencia o incredulidad, dejamos el lugar de servicio que nos corresponde en medio de nuestros hermanos, para ir a dormir debajo de un enebro o escondernos en una cueva.
¿Acaso no hay muchos que en otro tiempo eran enérgicos defensores de los principios relacionados con la unidad y la adoración del pueblo de Dios, que hoy están adormecidos o escondidos, es decir, que no hacen nada para propagar estas verdades de las que una vez fueron firmes defensores? Causa realmente tristeza hacer esta reflexión. La pregunta: “¿Qué haces aquí?”, debería ir dirigida a tales personas con una fuerza particular. En efecto, ¿qué es lo que hacen, o más bien lo que no hacen, sino causar un positivo daño a las ovejas de Jesús? Un hombre que se retira de esta manera no es meramente inofensivo, sino más bien pernicioso; provoca un verdadero daño a sus hermanos. Habría sido mucho mejor no haber aparecido nunca como defensores de verdades importantes, que, después de haberlo hecho, retirarse; somos muy culpables si, después de haber llamado la atención sobre algunos principios básicos de la verdad divina, acabamos por abandonarlos. “Si alguno quiere ser ignorante, sea ignorante” (1 Corintios 14:38, V. M.). Podemos compadecernos de la ignorancia, o tratar de instruir al que ignora; pero aquel que profesó conocer la verdad y luego la abandona, no puede ser considerado como un objeto de compasión ni como alguien que haya de ser instruido.
Pero no solo la incredulidad y las decepciones con respecto a ciertas verdades, es lo que conduce a algunos a un desdichado aislamiento; un aparente o verdadero fracaso en el ministerio produce también el mismo efecto. Esto último fue tal vez lo que más afectó a Elías en particular. El triunfo obtenido en el monte Carmelo produjo sin duda en él mucha euforia en cuanto a los resultados de su ministerio, y no estaba preparado para el efecto contrario. Ahora bien, el soberano remedio para ambos males, es decir, tanto para la incredulidad respecto a una verdad importante, como para la decepción respecto a nuestro ministerio, es mantener la mirada fija en Jesús y solamente en él. Si, por ejemplo, vemos a hombres que profesan dos grandes verdades importantes como estas: La unidad de la Iglesia y la presencia permanente del Espíritu Santo en la Asamblea –que profesan, digo, conocer estas verdades–, pero que fracasan de la manera más triste en llevarlas a la práctica, ¿deberemos por eso retirarnos y decir que no hay unidad ni presencia permanente del Espíritu Santo? ¡Dios no lo permita! Eso sería hacer depender la verdad de Dios de la fidelidad humana, lo cual ninguna mente espiritual podría admitir un solo instante. No, más bien examinemos la palabra de Dios, y veamos a la Iglesia, el cuerpo de Cristo, de la que cada miembro tiene su nombre escrito en el libro de Dios desde la eternidad y hasta la eternidad. Y también cuando vemos a Jesús a la diestra de Dios en los cielos, es para nosotros la garantía infalible de la presencia del Espíritu Santo en la Asamblea. Bendito sea Dios por la seguridad que confirió a todas estas verdades. “Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29).
Por último, si los creyentes son probados en lo que respecta a su ministerio, si el enemigo hace todo lo posible para que renuncien mediante disgustos y decepciones, que traten de mantener la vista puesta más simplemente en Jesús, recordando que, por más deprimente que sea el panorama de las cosas aquí abajo, se acerca rápidamente el tiempo cuando los que habrán servido al Señor en sencillez, por amor a Él, recibirán un “galardón completo”. No obstante, debemos tener cuidado de no permitir que nuestro ministerio o sus frutos se interpongan entre nuestras almas y Cristo. Hay un gran peligro en esto. Un hombre puede servir en la obra con una sincera devoción por su Amo y, sin embargo, por la astucia del enemigo y la debilidad de su propio corazón, puede pronto dar a su obra un lugar más eminente en sus pensamientos que a Cristo mismo. Si Elías hubiese estado delante del Dios de Israel de manera más permanente, no habría sucumbido a la desesperación.
Pero aprendemos cuál era el verdadero estado del alma del profeta por su respuesta a la divina reprensión: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (1 Reyes 19:10). ¡Qué diferente es este lenguaje del que brotó de sus labios en el monte Carmelo! Allí, Elías reivindicó los derechos de Dios; aquí, se reivindica a sí mismo. Allí, se esforzó por convertir a sus hermanos presentándoles la verdad de Dios; aquí, acusa a sus hermanos, y expone los pecados de ellos delante de Dios.1
Yo “he sentido un vivo celo”, pero ellos “han dejado tu pacto”, etc. Tal era la manera en que el profeta expresaba su descontento en la cueva del monte Horeb. Parece que se consideraba a sí mismo como el único hombre que había hecho, o que hacía, algo para Dios. “Y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida”. Todo esto no era sino la consecuencia natural de la posición que había asumido, al irse como su corazón le decía.
En el momento en que un siervo de Dios abandona su lugar de testimonio y servicio en medio de sus hermanos, comenzará a enaltecerse a sí mismo y a acusarlos a ellos; en efecto, su sola acción expresa en seguida la pretensión de que él ha sido fiel y de que ellos fracasaron. Pero a todos aquellos que se separan así de sus hermanos, acusándolos, va dirigida esta seria pregunta: “¿Qué haces aquí?”, “El que tiene oídos para oír, oiga”.
Sin embargo, nuestro profeta es llamado a salir de su lugar de reclusión. “Sal fuera” –le dice Jehová– “y ponte en el monte delante de Jehová. Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado” (1 Reyes 19:11-12). Por estas manifestaciones, variadas y solemnes, de sí mismo y de sus maravillosos actos, el Señor quería enseñar a su siervo de manera muy expresiva, que Él no estaba limitado a un solo agente para llevar a cabo sus propósitos. El viento era uno de estos agentes, y un agente poderoso; pero no era el medio para alcanzar el objetivo que Dios buscaba; y lo mismo podemos decir del terremoto y del fuego, cuyos terribles efectos solo servían para abrir el camino al último agente, el más débil en apariencia, a saber, el silbo apacible y delicado. Así el profeta debía aprender a contentarse con ser un agente, y solo uno entre muchos. Quizás se había figurado que toda la obra debía ser hecha por él. Al venir, como lo hizo, con el terrible ímpetu de un violento viento, creyó que debería haber derribado todos los obstáculos, y haber traído a la nación de vuelta a su bienaventurado lugar de fidelidad a Dios. Pero, lamentablemente, ¡cuán poco comprende, aun el instrumento más distinguido, su propia insignificancia! Los hombres más devotos, más destacados y mejor dotados son solo piedras del edificio, tornillos de la máquina, y todo aquel que se considere a sí mismo el instrumento, pronto descubrirá lo equivocado que estaba. Pablo podía plantar, y Apolos regar, pero es Dios quien da el crecimiento (1 Corintios 3:6). Así también Elías debía aprender que el Señor no estaba limitado a él y que podía emplear otros instrumentos; que tenía en su aljaba otras flechas, que lanzaría a su debido tiempo. El viento, el terremoto y el fuego, deberán hacer cada uno su obra, y entonces el silbo apacible y delicado podrá ser clara y eficazmente oído. A Dios solo pertenece la potestad de hacerse oír, aun cuando hable a través de un “silbo apacible y delicado”. Elías permaneció en la cueva hasta que esta voz llegó a sus oídos, y entonces “cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva” (1 Reyes 19:13).
Únicamente “delante de Jehová” (v. 11) podemos tener una idea justa de nuestra posición. Podemos tener una elevada opinión de nosotros mismos y de nuestro ministerio, pero cuando somos introducidos en la presencia de Dios, entonces aprendemos a cubrir nuestro rostro con un manto; en otras palabras, aprendemos realmente a ocultarnos a nosotros mismos. Cuando Moisés se halló en la presencia de Dios, “temblando, no se atrevía a mirar” (Hechos 7:32). Cuando Job se halló en esa misma presencia, “se aborreció, y se arrepintió en polvo y ceniza” (Job 42:6); y fue así con todos los que alguna vez lograron verse a sí mismos a la luz de la presencia divina: allí aprendieron a conocerse, a darse cuenta de su propia y absoluta insignificancia; allí comprendieron que Dios no necesitaba de ellos para llevar a cabo Sus propósitos.
El Señor está siempre dispuesto a reconocer el acto más pequeño de servicio realizado para Él; pero desde el momento en que un creyente hace de su servicio un centro, el Señor le muestra que ya no lo necesita más. Tal fue el caso con respecto a Elías. Se había retirado del campo de labor y de batalla, y había expresado un ardiente deseo de abandonar su cuerpo; se consideraba un testigo aislado y único, un siervo abandonado y decepcionado; Jehová le hace comparecer ante Él, y allí, por decirlo de algún modo, le retira su misión, y le anuncia los nombres de sus sucesores en el campo de labor. “Y le dio Jehová: Ve, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco; y llegarás, y ungirás a Hazael por rey de Siria. A Jehú hijo de Nimsi ungirás por rey sobre Israel; y a Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, ungirás para que sea profeta en tu lugar. Y el que escapare de la espada de Hazael, Jehú lo matará; y el que escapare de la espada de Jehú, Eliseo lo matará. Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron” (1 Reyes 19:15-18). Mediante estas palabras la luz penetra en el espíritu de Elías. ¡Siete mil!, cuando él se imaginaba que había quedado solo. A Dios nunca le faltarán instrumentos. Si el viento no basta, tiene el terremoto, si el terremoto no basta, tiene el fuego, y, por último, tiene el “silbo apacible y delicado”. De esta manera, Elías aprendió que otros ministerios aparte del suyo podían actuar sobre Israel: Hazael, Jehú y Eliseo debían aún aparecer en la escena, y así como el silbo apacible y delicado había demostrado su eficacia para hacer salir a Elías de su cueva, así también el ministerio de gracia de Eliseo se mostraría eficaz para hacer salir de sus escondites a los millares de fieles que Elías no había sabido descubrir. Este último no debía hacerlo todo; era solo uno de los tantos agentes de Dios. “No puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti; ni tampoco puede decir la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros” (1 Corintios 12:21, V. M.).
Tal era, creo, la gran lección que el profeta aprendió de las impactantes escenas que tuvieron lugar en el monte Horeb. Había subido allá lleno de pensamientos de sí mismo, y de él solo; permaneció en el monte lleno de la idea de que era el testigo, el único testigo; descendió de él con el humillante pero saludable conocimiento de que era tan solo uno de los siete mil. ¡Qué diferencia en su manera de ver y juzgar! Nadie puede enseñar como Dios. Cuando quiere dar una lección, bendito sea su Nombre, puede darla de manera eficaz. Había, pues, hecho que Elías tomara conciencia de su propia insignificancia, a tal punto que se vio contento de desandar sus pasos, de salir de su cueva y de descender del monte, de desechar todas sus quejas y acusaciones, y de echar humildemente, en silencio, con voluntaria sumisión, su manto profético sobre los hombros de otro.
Todo esto es muy instructivo. El silencio de Elías, después de haber oído mencionar a los siete mil, es de lo más notable. Había aprendido allí una lección que el monte Carmelo no había podido enseñarle, lo que ni Sarepta ni Querit le habían enseñado. En estos lugares, había aprendido muchas cosas acerca de Dios y su verdad, pero en Horeb, aprendió a reconocer su propia pequeñez, y como resultado de dicho aprendizaje descendió del monte y le transmitió su oficio a otro, y no solo esto, sino que al hacerlo dice: “¿Qué te he hecho yo?” (v. 19). En una palabra, vemos en este querido siervo la más completa renuncia de sí mismo, desde el momento en que aprendió que era solo un agente entre varios. Todavía se le encarga entregar un mensaje de juicio a Acab, en la viña de Nabot, otro mensaje similar a Ocozías en su aposento de enfermo, y luego parte de este mundo, dejando la obra que había comenzado en otras manos para que la siguiesen. Como Juan el Bautista que, como sabemos, vino en el espíritu y poder de Elías, introdujo con agrado a su sucesor y luego se retiró.
¡Oh, si todos los creyentes conociesen mejor este espíritu de humildad y de renuncia de uno mismo, que impulsa a un hombre a hacer la obra y a no pensar en esta obra; e incluso si fuese a hacerlo, a ver la obra hecha por otros y a regocijarse en ella! Juan el Bautista tuvo que aprender esto de la misma manera que Elías el tisbita. Tuvo que aprender a estar contento de acabar su brillante carrera en la oscuridad de un calabozo, mientras que otro hacía la obra. A Juan también le pareció extraño que se hiciera así con él, por lo que envió mensajeros a Jesús para preguntarle: “¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?” (Lucas 7:19). Como si hubiese dicho: «¿Es posible que Aquel de quien he dado testimonio, sea realmente el Cristo, y que, sin embargo, me deje perecer, sin preocuparse por mí, en el calabozo de Herodes?». Así fue, y Juan debió aprender a estar contento con eso. Al comienzo de su ministerio había dicho: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). Pero tal vez no había calculado menguar hasta este extremo. Sin embargo, tal era la voluntad de Dios para con su honrado siervo. ¡Qué diferentes son los pensamientos de Dios de los pensamientos del hombre! Juan, después de haber cumplido una misión de las más importantes, la de introducir al Hijo de Dios, fue destinado al degolladero: al pedido de una malvada mujer –y para que un impío tirano no violara su juramento–, su cabeza fue cortada.
Lo mismo ocurrió con Elías el tisbita. Su carrera sin duda había sido una de las más brillantes; había pasado ante los ojos de Israel en toda la dignidad y majestad de un hombre celestial, de un mensajero celestial. De sus labios brotó la verdad divina, y fue muy honrado por Dios en su obra. Pero en el momento en que comenzó a pensar en sí mismo y creer que era algo, cuando comenzó a decir: “He sentido un vivo celo… y solo yo he quedado” (1 Reyes 19:10, 14), el Señor le enseña su error, y le ordena establecer a su sucesor.
Que aprendamos de todo esto a ser realmente humildes y abnegados en nuestro servicio, cualquiera que sea. No caigamos en la presunción de considerarnos algo, o de contemplar nuestro servicio como si fuera el logro de algo importante. Y aunque no veamos fruto en nuestro ministerio, y seamos despreciados y desechados, que podamos ser capaces de mirar adelante, al fin, cuando todo habrá de ser manifestado. Es lo que hacía nuestro adorable Amo. Tenía su mirada fija en “el gozo puesto delante de él” (Hebreos 12:2), y mientras proseguía su camino hacia ese gozo, no se preocupaba de los pensamientos de los hombres. No se quejaba de aquellos que lo desechaban, lo despreciaban y lo crucificaban, ni los acusaba. No, una de las últimas palabras que profirió en la cruz fueron:
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
(Lucas 23:34).
¡Bendito Amo! ¡Concédenos una mayor medida de este espíritu de dulzura, amor, gracia y perdón! ¡Que podamos ser semejantes a ti, y seguir tus pisadas a través de este pobre mundo!
- 1Es instructivo observar el orden en que Elías expone los pecados de Israel: 1. Ellos “han dejado tu pacto”; 2. “Han derribado tus altares”; 3. “Han matado a espada a tus profetas”. El origen de todo este mal se debió a que habían abandonado el pacto de Dios, y la consecuencia natural de ello fue la demolición de los altares de Dios y el abandono de Su adoración, lo que fue seguido por la muerte de los profetas. Este orden es fácil de comprender.
El arrebatamiento del profeta
Desde el momento en que Elías echa su manto sobre los hombros de Eliseo, podemos considerar su carrera profética como casi llegada a su fin. Se le encargará todavía uno o dos mensajes, como ya lo recordamos, pero a partir del momento en que Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, fue ungido para ser profeta en su lugar (1 Reyes 19:16), el ministerio público de Elías para con Israel puede considerarse terminado. Él mismo, en efecto, había abandonado la obra: “Se levantó y se fue para salvar su vida” (1 Reyes 19:3); de modo que, para hablar a la manera de los hombres, ya era hora de pensar en designar un sucesor.
Pero al reflexionar sobre la vida y los tiempos de Elías, nuestros pensamientos no deben limitarse solamente a su carácter de profeta; debemos considerarlo también como hombre; no solo como siervo, sino también como hijo; no solo en su oficio, sino también en su persona. Como profeta, su perseverancia y el feliz término de su carrera dependían en gran medida de su fidelidad. Por eso, cuando se dejó arrastrar por un espíritu incompatible con el carácter de un verdadero siervo, tuvo que dimitir y entregar su servicio a otro.1
Había sin embargo mejores cosas reservadas para Elías. Podía haberse dejado llevar por un espíritu impaciente; haberse escondido en una cueva e invocado de ahí “a Dios contra Israel” (Romanos 11:2); haber anhelado impacientemente abandonar la carrera de prueba a la que había sido llamado y, por consecuencia, verse llamado a renunciar a su puesto. No obstante, el Dios de amor tenía reservados para Elías pensamientos de gracia que él mismo jamás habría podido imaginar.
¡Qué precioso y bendito es dejar a Dios el cuidado de adoptar sus propios métodos a la hora de tratar con nosotros! Podemos estar seguros de perder algo si queremos entremeternos en el modo de obrar de Dios. Sin embargo, esta intromisión fue siempre la tendencia natural del hombre. El hombre no quiere dejar que Dios adopte Su propio método de justificarlo, sino que siempre quiere intervenir en el maravilloso plan de la redención. Y aun cuando, por la eficacia de la obra del Espíritu Santo, el hombre se somete a la justicia de Dios, pese a las repetidas experiencias que hace acerca de la superior sabiduría divina, pretende intervenir aún en la divina escuela y disciplina paterna, como si pudiese, mejor que Dios mismo, disponer de las cosas para su provecho. ¡Presuntuosa locura! Para algunos, el resultado de esta intromisión será la perdición eterna; para otros, la privación actual de la bendición que acompaña siempre a un mayor conocimiento y a una más profunda experiencia del carácter y los caminos de Dios.
¡Cuán grande habría sido la pérdida de Elías si hubiese visto cumplida su demanda! ¡Cuánto mejor es ser arrebatado al cielo en un carro de fuego que retirado de este mundo en un arrebato de impaciencia! Esto último es lo que Elías había pedido, pero Dios le concede lo primero. “Aconteció que cuando quiso Jehová alzar a Elías en un torbellino al cielo, Elías venía con Eliseo de Gilgal” (2 Reyes 2:1).
Detenerme en las circunstancias de la introducción de Eliseo en el oficio profético –en su lentitud para acompañar a Elías al principio, y en su mala disposición a dejarlo después–, sería desviarme de mi presente intención. En este capítulo lo vemos acompañando a Elías desde Gilgal hasta Bet-el, desde Bet-el hasta Jericó y desde Jericó hasta el Jordán. Todos estos eran lugares famosos en la historia de Israel. Bet-el, o la casa de Dios, era el lugar donde Jacob había visto antiguamente la escalera mística que ascendía de la tierra al cielo, que expresaba de manera justa y bella los futuros propósitos de Dios respecto a las familias del cielo y de la tierra. A este mismo lugar, Jacob, por el expreso mandato de Dios, tuvo que volver después de haberse purificado de las manchas de Siquem (Génesis 35:1).
Bet-el era, pues, un lugar de profundo interés para el corazón de un israelita. Pero, lamentablemente, ¡se había contaminado! El becerro de Jeroboam había dejado completamente en el olvido los sagrados principios de verdad enseñados por la escalera de Jacob; esta elevaba el espíritu de la tierra al cielo, llevaba los corazones hacia arriba y adelante: hacia arriba, al eterno propósito de gracia de Dios; adelante, a la manifestación de ese propósito en gloria. El becerro de Jeroboam, por el contrario, rebajaba el corazón y lo ligaba a un degradante sistema de religión política, un sistema en el cual se empleaba el nombre de las cosas celestiales para salvaguardar las realidades de las cosas terrenales.
Jeroboam hacía uso de la casa de Dios para asegurarse la posesión del reino de Israel. Estaba muy contento de quedarse debajo de la escalera, y no se preocupaba en absoluto de mirar hacia arriba. Su corazón terrenal no tenía el deseo de ascender a las sublimes alturas a las que conducía la escalera de Jacob; la tierra y su gloria era todo lo que ambicionaba, y, con tal de obtenerlas, poco le importaba rendir culto delante del becerro de Baal en Bet-el, o delante del altar de Jehová en Jerusalén. Esto no significaba nada para él. Jerusalén, Bet-el o Dan eran meros nombres a los ojos de este hombre político-religioso, lo mismo que para todo hombre semejante.
La religión es tan solo un instrumento en las manos de los hijos de este mundo; un instrumento para cavar en las entrañas de la tierra, y no una escalera para ascender de la tierra al cielo. El hombre mancha todo lo que es sagrado; ponga en sus manos la verdad más pura y celestial, y no tardará en ensuciarla; confíele a sus cuidados la ordenanza más solemne y preciosa, y no tardará en convertirla en una forma muerta, y en perder también los principios subyacentes a esas formas que debía haber transmitido. Así sucedió con Bet-el, y así sucede con todas las cosas santas con que el hombre tiene algo que ver.
Los dos profetas partieron de Gilgal, que era también un lugar digno de interés. Fue allí donde Jehová quitó de su pueblo el oprobio de Egipto (Josué 5:9). Allí los hijos de Israel celebraron su primera pascua en la tierra de Canaán, y fueron confortados al comer del fruto de la tierra (Josué 5:10-11). Gilgal era el lugar de reunión para Josué y sus hombres de guerra; de allí salían, con la fuerza de Jehová, para obtener gloriosos triunfos sobre los incircuncisos, y allí regresaban para compartir los despojos.
Gilgal era, pues, un lugar con el que un israelita tenía lazos afectivos; un lugar que guardaba muchos recuerdos santos. Sin embargo, como Bet-el, también había perdido toda la realidad. El oprobio de Egipto había sido quitado de Israel allí. Los principios que en otro tiempo estuvieron en relación con Gilgal habían perdido su imperio sobre los corazones del pueblo de Dios profesante. Boquim, el lugar de las lágrimas, había reemplazado desde hacía mucho tiempo a Gilgal en lo que a Israel se refiere, y Gilgal se había vuelto una forma vacía: antigua, sin duda, pero sin poder, porque Israel había dejado de andar en el poder de la verdad enseñada en Gilgal.
En Jericó los ejércitos de Jehová, al mando de su valiente Príncipe, obtuvieron su primera victoria en el país de la promesa, y manifestaron el poder de la fe (véase Josué 5:14).
En el Jordán, Israel tuvo una sorprendente manifestación del poder de Jehová en relación con el arca de su presencia. El Jordán era el lugar donde, en figura, la muerte había sido vencida por el poder de la vida; el medio del río y sus bordes entregaron los trofeos de la victoria obtenida sobre el enemigo.
Así pues, estos diversos lugares, Bet-el, Gilgal, Jericó y el Jordán eran profundamente interesantes para el corazón de un verdadero hijo de Abraham; pero su eficacia y significado se perdieron: Bet-el era solo de nombre la casa de Dios; Gilgal no fue apreciado más como el lugar donde había sido quitado el oprobio de Egipto. Los muros de Jericó, que habían sido destruidos por la fe, fueron reconstruidos. El Jordán no fue más considerado como la escena del poder de Jehová.
En otras palabras, todos estos lugares se habían convertido en meras formas sin poder, y aun en el tiempo de Elías, el Señor, respecto a estas cosas, tuvo que dirigirse a la casa de Israel en términos tan enérgicos como estos: “Así dice Jehová a la casa de Israel: Buscadme, y viviréis; y no busquéis a Bet-el, ni entréis en Gilgal, ni paséis a Beerseba; porque Gilgal será llevada en cautiverio, y Bet-el será deshecha. Buscad a Jehová, y vivid” (Amós 5:4-6). Esta es una importante verdad para todos aquellos cuyos corazones son propensos a aferrarse a formas antiguas.
Este notable pasaje nos enseña que nada excepto la divina realidad de una comunión personal con Dios subsistirá. Los hombres pueden defender las formas, presentar argumentos en defensa de su gran antigüedad; pero ¿dónde encontraríamos una mayor antigüedad que aquella de la cual Bet-el y Gilgal podían jactarse? Sin embargo, estos lugares cayeron y fueron destruidos, y los fieles fueron exhortados a abandonarlos y a mirar, con una fe simple, al Dios vivo.
Nuestro profeta atravesó, pues, todos estos lugares en la energía y dignidad de un hombre celestial, pero su destino estaba más allá y por encima de todos ellos. Elías repetidas veces trató de dejar atrás a Eliseo, mientras proseguía su camino hacia el cielo; pero Eliseo se aferra a él y lo acompaña, por decirlo así, hasta la misma puerta de los cielos, y reprime la inquieta curiosidad de sus hermanos menos inteligentes, diciéndoles: “Callad” (2 Reyes 2:3, 5).
Pero Elías sigue adelante en la energía de su misión celestial: “Jehová me ha enviado”, dice (v. 6), y, en obediencia al mandato divino, pasa por Gilgal, Bet-el, Jericó y el Jordán, dejando tras de sí todas aquellas antiguas formas y localidades sagradas que habrían podido atraer los afectos de aquellos que no estaban, como Elías el tisbita, siguiendo su camino impulsados por una esperanza celestial.
Los hijos de los profetas podían detenerse en estas cosas, que despertaban posiblemente en ellos muchos recuerdos sagrados; pero para uno cuyo espíritu estaba lleno del pensamiento de su arrebatamiento al cielo, las cosas de la tierra, por más sagradas o venerables que puedan ser, no podían presentarle ningún atractivo. Su objeto era el cielo, no Bet-el ni Gilgal. Iba a dejar la tierra y todas sus desoladoras escenas; iba a dejar tras de sí a Acab y Jezabel, quienes iban camino a su terrible juicio; iba a pasar más allá de la región de los pactos abandonados, los altares derribados y los profetas muertos a espada (1 Reyes 19:10); iba a pasar más allá de las penumbras y dolores, las pruebas y decepciones de este tempestuoso mundo, y no por medio de la muerte, sino a través de un carro celestial.
La muerte no debía tener ningún poder contra este hombre celestial. Sin duda, su cuerpo fue transformado “en un abrir y cerrar de ojos”, pues “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción” (1 Corintios 15:50, 52); pero la muerte no tenía absolutamente ningún poder sobre Elías. En lugar de ello, como un vencedor, se subió a su carro triunfal, para entrar así en su reposo. ¡Hombre dichoso! Había ganado la batalla, había acabado la carrera, tenía la victoria asegurada. Elías, a diferencia de los hombres de este mundo, y de muchos de los hijos del reino, fue extranjero en la tierra. Había salido de los montes de Galaad, ceñidos los lomos, como un testigo fiel de Dios para dar un severo testimonio contra la corriente de un mundo profesante. No tenía morada ni lugar de reposo aquí abajo, sino que, como extranjero y peregrino, proseguía su camino hacia su reposo celestial.
La carrera de Elías, de principio a fin, fue única. Como Juan el Bautista, fue una voz “que clama en el desierto” (Marcos 1:3), lejos de los sitios tan frecuentados por los hombres. Cuando aparecía, era como un meteoro celestial, cuyo origen y destino estaban fuera del alcance de la concepción humana. El hombre ceñido por el cinturón de cuero (2 Reyes 1:8), no era conocido sino como el testigo contra el mal, el mensajero de la verdad de Dios. No tenía ninguna comunión con el hombre como tal. En todos sus caminos conservaba una dignidad que rechazaba toda intrusión carnal de los demás, a la vez que le aseguraba veneración y respeto. La santa solemnidad del santuario que lo rodeaba, era tal que la vanidad y la locura no podían subsistir en su presencia. No era, como su sucesor Eliseo, un hombre sociable; su camino fue solitario: “Ni comía ni bebía”. En una palabra, fue singular en todo: singular tanto en el inicio de su carrera profética como en la manera en que salió de ella. Fue una excepción, y una excepción notable. El solo hecho de no haber sido llamado a pasar por las puertas del sepulcro, es ciertamente suficiente para llamar la atención sobre él de forma especial.
Pero observemos el camino que siguió nuestro profeta, mientras viajaba hacia la escena de su arrebatamiento. Recorrió el mismo camino que antiguamente había hecho el campamento de Israel, pero en sentido contrario. Israel había marchado desde el Jordán hasta Jericó, pero Elías marchó desde Jericó hasta el Jordán. En otros términos, como el Jordán era lo que separaba el desierto del país, el profeta lo atravesó, dejando tras de sí la tierra de Canaán. Su carro lo encontró, no en el país, sino en el desierto. El país estaba contaminado, y debía ser rápidamente purificado de aquellos que habían introducido en él la contaminación. La gloria pronto se habría de alejar incluso del lugar más privilegiado. El nombre de Icabod quedaría grabado sobre todo; por tal motivo, el profeta deja el país y pasa al desierto, señalando así a la mente espiritual que no quedaba nada para un hombre celestial excepto el desierto y el reposo en lo alto.
La tierra estaba contaminada, y no debía ser más el lugar de reposo ni la porción del hombre de Dios. Las aguas del Jordán habían sido una vez divididas para permitir a Israel pasar del desierto a la tierra de Canaán; ahora iban a ser divididas para permitirle a un hombre celestial pasar de la tierra de Canaán al desierto, donde lo aguardaba su carro, listo para transportarlo de la tierra al cielo.
Las cosas terrenales y las esperanzas de esta tierra fueron desterradas de la mente de Elías. Aprendió la vanidad de todo lo que está aquí abajo, y ahora solo le quedaba mirar más allá de estas cosas. Luchó hasta el cansancio en medio de los altares derribados de Israel. Trabajó y testificó por años en medio de un “pueblo rebelde y contradictor” (Romanos 10:21). Anhelaba ardientemente partir y entrar en el reposo, y es adonde iba a llegar, pero de una manera digna de Dios. Dios mismo iba a poner sus “brazos eternos” alrededor de su siervo para protegerlo del poder de la muerte. Para Elías, la muerte no tenía su aguijón ni el sepulcro su victoria.
Elías, en la arena del desierto, tuvo el privilegio de mirar directamente hacia arriba y, sin ser impedido por las circunstancias humillantes de la enfermedad y la muerte, ver los cielos abiertos para recibirlo. Respecto a su salida de la tierra, nuestro profeta fue eximido de todas las circunstancias penosas que son la parte de la humanidad caída. Cambió su manto de profeta por un carro de fuego, estando muy satisfecho de dejar caer a tierra su manto mientras ascendía al cielo. Para él, la tierra era solo un lugar contaminado y perecedero en la creación de Dios, y estaba muy feliz de despojarse de todo lo que le recordaba sus relaciones con ella.
¡Qué posición! Y sin embargo, es simplemente la posición que todo hombre celestial debería ocupar. La naturaleza y la tierra no tienen ya ningún derecho sobre el hombre que cree en Jesús. La cruz rompió todas las cadenas que lo ataban a la tierra. Así como el Jordán separó a Elías de la tierra de Canaán y lo introdujo en el desierto, para encontrar allí el carro de Jehová, así también la cruz introdujo al creyente en un terreno totalmente nuevo. Lo puso en las circunstancias reales del desierto. Lo colocó también al otro lado de la muerte, sin ningún otro objeto ante sí que su arrebatamiento para ir al encuentro del Señor en el aire.
Tal es la parte real e indiscutible de todo santo, por más débil e ignorante que sea; el hecho de que haga de esta porción su feliz experiencia, es otra cosa. Para hacer de esta posición una realidad, debemos pasar mucho tiempo a solas con Dios; hace falta que conozcamos el ejercicio frecuente del juicio propio. La carne y la sangre jamás podrán comprender el arrebatamiento de un hombre celestial. En realidad, ni siquiera los hijos de los profetas lo comprendían, porque le dicen a Eliseo: “He aquí hay con tus siervos cincuenta varones fuertes; vayan ahora y busquen a tu señor; quizá lo ha levantado el Espíritu de Jehová, y lo ha echado en algún monte o en algún valle” (2 Reyes 2:16). Este era el pensamiento más elevado que tenían con respecto al arrebatamiento del profeta: “El Espíritu de Jehová… lo ha echado en algún monte o en algún valle”. No podían concebir que hubiera sido trasladado al cielo en un carro de fuego.2
Todavía se detenían en las cosas de la tierra, y no tenían el sentido espiritual suficientemente ejercitado para comprender y apreciar una verdad tan gloriosa. Eliseo cedió a la importunidad de los hijos de los profetas, pero, por los infructuosos esfuerzos de sus mensajeros, ellos aprendieron cuán insensatos eran sus pensamientos. Cincuenta varones fuertes no pudieron hallar al profeta en ninguna parte. Se había marchado; y hacía falta una fuerza distinta de la fuerza de la naturaleza para seguir el mismo camino que él.
El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente
(1 Corintios 2:14).
Los que andan “en el Espíritu” (Gálatas 5:16) entenderán claramente el privilegio que tuvo el profeta de ser librado del poder de la mortalidad, y de ser introducido de una manera tan gloriosa en su celestial reposo.
Tal fue, pues, el fin de la carrera de nuestro profeta. ¡Glorioso fin! ¿Quién no diría: “¡Sea mi postrimería como la suya!” (Números 23:10, V. M.)? Bendito el amor que quiso que un hombre fuese honrado así. Bendita la gracia que llevó al Hijo de Dios –el Autor de la vida– a descender del seno de su gloria en los cielos, y a someterse a la ignominiosa muerte de la cruz, en virtud de la cual, aunque solo en perspectiva todavía, el profeta Elías fue eximido de “la paga del pecado”, y autorizado a pasar a las regiones de la luz y la inmortalidad sin que el “olor de muerte” pasara por él.
¡Cómo deberíamos adorar este amor, querido lector cristiano! Sí, cuando seguimos los pasos del notable hombre cuya historia hemos estado considerando, cuando lo seguimos desde Galaad hasta Querit, desde Querit hasta Sarepta, desde Sarepta hasta el Carmelo, desde el Carmelo hasta Horeb, y desde Horeb hasta el cielo, seguramente nos sentimos constreñidos a exclamar: «¡Oh, qué amor sin igual, el amor de Dios!». ¿Quién podría concebir que el hombre mortal sería capaz de seguir ese curso? ¿Quién sino Dios podía haber efectuado tales cosas?
La vida de Elías el tisbita magnifica de manera extraordinaria la gracia de Dios, y confunde la sabiduría del enemigo. El arrebatamiento de un santo al cielo es uno de los frutos más preciosos y magníficos de la redención. Salvar un alma del infierno es de por sí una obra gloriosa, un magnífico triunfo; resucitar el cuerpo de un santo dormido es una manifestación más brillante todavía de la gracia y el poder divinos; pero tomar un hombre vivo, en todo el vigor y la energía de su existencia natural, y transportarlo de la tierra al cielo, es un despliegue tan admirable del poder de Dios y del valor de la redención que sobrepasa todo lo que pudiéramos imaginar y concebir.
Tal fue el caso de Elías. No se trató meramente de la salvación de su alma, ni de la resurrección de su cuerpo, sino del arrebatamiento de su persona: “espíritu, alma y cuerpo”. Fue retirado de en medio del tumulto y la confusión de este mundo. La marea del mal seguirá subiendo cada vez más; los hombres y los principios seguirán actuando y mostrándose; la medida de las iniquidades de Israel pronto llegará a su colmo; y el orgulloso asirio pronto entrará en la escena, como la vara del furor de Jehová, para castigar a su pueblo; pero ¿qué era todo esto comparado con el traslado del profeta al cielo? Nada. Mientras estaba sin hogar, como peregrino, en el desierto, los cielos le fueron abiertos. Acabó así definitivamente con la tierra de Canaán, con sus manchas y degradación, y tomó su lugar en lo alto para esperar de allí las solemnes escenas en las que debía, y todavía debe, tomar parte.
Habiendo considerado así el ascenso de nuestro profeta al cielo, nuestras reflexiones sobre su vida y su época naturalmente deberían llegar a su fin. Pero hay una escena particular en el Nuevo Testamento en la cual él aparece, y si no nos detuviéramos un poco en ella, esta breve reseña de su vida quedaría incompleta. Me refiero al monte de la transfiguración, donde Moisés y Elías aparecieron en gloria, hablando con el Señor Jesucristo “de su partida, que iba… a cumplir en Jerusalén” (Lucas 9:31). El Señor Jesús tomó con él “a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto” (Marcos 9:2), a fin de manifestarles el aspecto de su gloria futura, y de fortalecer así sus corazones para las circunstancias críticas por las cuales, tanto él como ellos, todavía debían pasar.
¡Qué compañía! ¡El Hijo de Dios, con su “vestido blanco y resplandeciente” (Lucas 9:29); Moisés, tipo de los que “durmieron en Jesús”; Elías, tipo de los santos arrebatados (1 Tesalonicenses 4:14-17), y Pedro, Santiago y Juan, que son llamados “columnas” de la Iglesia (Gálatas 2:9)! Es evidente que el Señor quiso preparar a sus apóstoles para la escena venidera de Sus sufrimientos, presentándoles una muestra de las glorias que seguirían. Veía la cruz, con todos los horrores que la acompañaban, delante de él.
Poco antes de su transfiguración les había dicho a los doce: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día” (Lucas 9:22); pero antes de entrar en estos terribles sufrimientos, les quiso mostrar a tres de ellos algo de Su gloria. La cruz es en realidad la base de todo. La gloria futura de Cristo y sus santos, el gozo de Israel restablecido en la tierra de Canaán y la liberación de la creación de la esclavitud de corrupción, todo está subordinado a la cruz del Señor Jesucristo. Sus dolores y sufrimientos aseguraron la gloria de la Iglesia, la restauración de Israel y la bendición de toda la creación.
No debe sorprendernos, pues, el hecho de que la cruz constituya el tema de la conversación que tuvieron Cristo y sus compañeros en la gloria. “Hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (Lucas 9:31). Todo dependía de este gran hecho. El pasado, el presente y el futuro, todo descansa en la cruz, como base inmortal. Moisés podía ver y reconocer, en la cruz, lo que sustituyó a la ley con sus ritos y ceremonias, que eran simples sombras; Elías podía ver y reconocer en ella, lo que podía dar eficacia a todo el testimonio profético. La ley y los profetas señalaban a la cruz como el fundamento de la gloria venidera.
El tema de conversación en el monte de la transfiguración, en medio de la “magnífica gloria” (2 Pedro 1:17), era, pues, profundamente interesante. Era interesante para la tierra, para el cielo y para la inmensa creación de Dios. Forma el centro de todos los consejos y propósitos divinos; concilia, en una santa armonía, todos los atributos de Dios; asegura, sobre principios inmutables, la gloria de Dios y la paz del pecador; allí podría grabarse, con caracteres indelebles: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). No debe sorprendernos, pues, como dijimos, que Moisés y Elías aparezcan en gloria y puedan hablar de tan importante tema. Iban a regresar a su reposo, mientras que su adorable Señor debía descender nuevamente a la escena del combate, para encontrar la cruz en toda su espantosa realidad; pero sabían muy bien que Él y ellos todavía se encontrarían en medio de una gloria que jamás una nube oscurecerá: una gloria de la cual él, el Cordero, será la fuente y el centro para siempre; una gloria que resplandecerá con eterno fulgor, cuando todas las glorias humanas y terrenales serán oscurecidas por las sombras de una eterna noche.
Pero ¿qué hacían los discípulos durante esta maravillosa conversación? ¿En qué estaban ocupados? ¡Dormían! ¡Dormían mientras Moisés y Elías conversaban con el Hijo de Dios de su cruz y pasión! ¡Qué asombrosa insensibilidad! La naturaleza puede dormir hasta en presencia de la “magnífica gloria”.3
“Mas permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús, y a los dos varones que estaban con él. Y sucedió que apartándose ellos de él, Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías; no sabiendo lo que decía” (Lucas 9:32-33).
Sin duda, era bueno estar allí; era mucho mejor que descender de esta elevación y gloria para encontrar de nuevo toda la contradicción y el penoso oprobio de los hombres. Cuando Pedro vio la gloria, y a Moisés y Elías, en seguida surgió la idea en su mente judía de que no había impedimento para la celebración de la fiesta de los tabernáculos. Se había dormido mientras ellos hablaban de “Su partida”; había cedido a la naturaleza, cuando los sufrimientos de su Señor constituían el tema de la conversación; y cuando se despierta, no ve nada mejor que plantar su tienda en medio de esta escena de paz y gloria, debajo de los cielos abiertos. Lamentablemente, ¡no sabía lo que decía!
Este aspecto de gloria era solo un instante pasajero. Los extranjeros celestiales pronto partieron. El Señor Jesús debía ser entregado en manos de hombres. Debía pasar del monte de gloria al de los sufrimientos. Pedro mismo debía todavía ser zarandeado por Satanás, profundamente humillado y quebrantado bajo el sentimiento de su vergonzosa caída, para que luego lo ciña otro y lo lleve a donde no quiera. Un largo y árido período, una sombría noche de sufrimiento y tribulación aguardaba a la Iglesia; los ejércitos de Roma hollarían la ciudad santa y devastarían sus muros; los estruendos de la guerra y de las revoluciones políticas retumbarían aún, con una terrible violencia, sobre todo el mundo civilizado: todas estas cosas, y muchas más todavía, debían suceder antes de que el afectuoso pensamiento que abrigaba el pobre corazón de Pedro pudiese llevarse a cabo en la tierra. El profeta Elías debe visitar de nuevo la tierra “antes que venga el día de Jehová, grande y terrible” (Malaquías 4:5). “Elías a la verdad vendrá primero, y restaurará todas las cosas” (Marcos 9:12). “¿Hasta cuándo, Señor?” (Apocalipsis 6:10). ¡Que este sea el continuo clamor de nuestros corazones, hasta que pasemos a ese reposo y gloria que tenemos por delante! “El tiempo es corto” (1 Corintios 7:29), y la eternidad, con sus divinas y gloriosas realidades, está cerca. ¡Ojalá que vivamos y andemos a la luz de esta eternidad! ¡Ojalá que siempre seamos capaces de contemplar, por los ojos de la fe, los brillantes rayos de la mañana milenaria, de esa “mañana sin nubes”, iluminando a lo lejos las colinas! Todo apunta a esto; cada acontecimiento que sucede, cada voz que llega a los oídos, nos indica que el reino se acerca rápidamente. Podemos oír rugir el mar y sus olas, podemos ver a las naciones convulsionadas y los tronos derribados; todas estas cosas tienen una voz para el oído circunciso, que le dice: «¡Alza los ojos!».
Los que recibieron el Espíritu Santo recibieron las arras de su futura herencia; y las arras, como sabemos, es una parte que se entrega como adelanto de algo que se va a recibir. Ellos estuvieron en el monte, y aunque también los cubrió la nube, y debieron descender también del monte para encontrar la prueba y la aflicción aquí abajo, sin embargo tuvieron un anticipo del gozo y las bendiciones que serán suyos para siempre; y, a medida que avanzan día a día, pueden sinceramente dar gracias a Dios de que sus esperanzas no están limitadas al triste horizonte de este mundo, sino de tener una morada más allá y por encima de toda esta escena.
Maravillosa gracia, divino amor
Que tal hogar nos dio
Los lazos con este mundo hemos de cortar
Y nuestros ojos en el porvenir fijar
Y cuando nuestra mirada puesta en la cruz está
Todo lo demás tenido por basura será
Avancemos hasta la meta llegar
Luchemos hasta la corona de vida ganar
- 1Puede que alguno haga una objeción a la deducción que saqué de los actos del profeta. Puede alegarse que Elías había sido suscitado en una época especial de la historia de Israel, y con un propósito particular, y que cuando ese propósito se cumplió, fue necesario otro tipo de instrumento. Todo esto es muy cierto. Sin embargo, no puede haber ninguna dificultad para percibir la impaciencia y precipitación de Elías en el deseo de resignar su puesto porque las cosas no salieron como esperaba. Los consejos de Dios y las acciones del hombre son dos cosas muy distintas. El ministerio de Elías el tisbita sin duda ocupó su propio lugar en la historia de la nación; de modo que, otro tipo de instrumento o agente podía ser necesario; pero esto no afecta para nada la cuestión del espíritu que muestra Elías y sus actos. Josué, por ejemplo, podía ser el necesario sucesor de Moisés; sin embargo, no le fue permitido a Moisés atravesar el Jordán a causa de su precipitación.
- 2Alguien ha señalado que los muchachos que salieron de Bet-el y le decían a Eliseo: “¡Calvo, sube!” (2 Reyes 2:23), se burlaban de la idea del arrebatamiento. De ser así, ellos constituirían una muestra de lo que piensa el mundo acerca del arrebatamiento de la Iglesia.
- 3Es muy llamativo que encontremos a estos mismos discípulos durmiendo durante las oscuras horas de agonía de nuestro Señor en el huerto. Dormían en presencia de la gloria; y también dormían en presencia de la cruz. Es imposible que la naturaleza pueda entrar en estas escenas. Y sin embargo, nuestro adorable Señor no les reprocha en ningún caso, si bien le dice al que más se adelantaba entre ellos y mayor confianza tenía en sí mismo: “¿No has podido velar una hora?” (v. 38). Sabía con quién debía tratar; sabía que “el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26:41). ¡Misericordioso Señor, que estuviste siempre dispuesto a usar de indulgencia hacia tus pobres discípulos, diciéndoles a aquellos que se habían dormido en el monte, que se habían dormido en el huerto y que iban a negarlo y abandonarlo en el momento de su desamparo más profundo: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas” (Lucas 22:28)!