Betania
Vayamos a los capítulos 11 y 12 de Juan y, si no nos equivocamos, hallará usted allí un exquisito manjar espiritual. En el capítulo 11, vemos lo que el Señor Jesús fue para la familia de Betania; y en el capítulo 12, lo que la familia de Betania fue para él. Toda esta porción está llena de la más preciosa instrucción.
En el capítulo 11 se nos presentan tres grandes temas: primero, el camino de nuestro Señor con el Padre; segundo, su profunda compasión hacia los suyos; y tercero, su gracia al asociarnos con él en su obra, en la medida en que esto es posible.
“Estaba entonces enfermo uno llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta su hermana. (María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió al Señor con perfume, y le enjugó los pies con sus cabellos). Enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús: Señor, he aquí, el que amas está enfermo. Oyéndolo Jesús, dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (v. 1-4).
Las hermanas, en su angustia, acudieron a su divino Amigo; Jesús era para ellas un recurso seguro, como lo es para todos los suyos cuando pasan por alguna prueba, donde quiera, como quiera o quienquiera que sean. “¡Clama a mí en el día de angustia; yo te libraré, y tú me glorificarás!” (Salmo 50:15, V. M.). Cometemos un error muy serio cuando, en tiempo de necesidad o aprieto, acudimos a la criatura en busca de apoyo o compasión. Con seguridad nos decepcionaremos, pues las corrientes de las criaturas están secas. Los puntales de las criaturas ceden pronto. Nuestro Dios hará que nos convenzamos de la vanidad e insensatez de toda la confianza que pongamos en las criaturas, de todas las esperanzas humanas y expectaciones terrenas. Por otra parte, hará que nos convenzamos, del modo más conmovedor y eficaz, de la verdad y bendición de su Palabra:
No se avergonzarán los que esperan en mí
(Isaías 49:23).
¡No, nunca! Él, alabado sea su nombre, nunca le falla a un corazón confiado. No puede negarse a sí mismo. Se deleita en aprovechar la ocasión de nuestras necesidades, de nuestros ayes y debilidades, para mostrar de mil maneras sus tiernos cuidados y su benevolencia. Pero él nos enseñará también la total esterilidad de los recursos humanos. “Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada” (Jeremías 17:5-6).
Así debe ser siempre. Desengaño, esterilidad y desolación son los resultados seguros y ciertos por confiar en el hombre. Pero, por otra parte –y nótese bien el contraste–: “Bendito el varón que confía en Jehová y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas y que junto a la corriente echa sus raíces, y no teme la venida del calor, sino que su follaje estará frondoso; y en el año de sequía no se inquietará ni dejará de dar fruto” (v. 7-8).
Tal es la enseñanza invariable de la Biblia sobre los dos lados de este asunto de gran valor práctico. Es un fatal error acudir incluso al mejor de los hombres y recurrir, directa o indirectamente, a pobres cisternas humanas. El verdadero secreto de la bendición, de la fuerza y del consuelo es acudir a Jesús; recurrir de una vez, con fe sencilla, al Dios viviente cuyas delicias son siempre ayudar al necesitado, fortalecer al débil y levantar al abatido.
Por eso, las hermanas de Betania obraron correctamente cuando, en la hora de la necesidad y del aprieto, acudieron a Jesús. Él podía y quería ayudarlas; pero nuestro adorable Salvador no respondió de inmediato a su llamado. A pesar de todo su afecto hacia ellas, no creyó conveniente acudir volando a socorrerlas. Participaba de lleno del pesar y la ansiedad de ellas. Se hacía cargo de todo y conocía la medida justa de todo. Las acompañaba totalmente en sus sentimientos. No carecía de conmiseración, como veremos después. No obstante, se detuvo. Y el enemigo pudo sugerir toda clase de insinuaciones malignas; y el corazón mismo de ellas pudo concebir toda suerte de razonamientos inquietantes. Parecería como si «el Maestro» las hubiese olvidado. Quizás el Señor y Amigo amoroso había cambiado en su afecto hacia ellas. Algo podía haber ocurrido, para interponer una nube entre ellas y él. Todos sabemos la forma en que nuestro pobre corazón razona y se tortura a sí mismo en esos momentos. Pero hay un remedio divino para todos los razonamientos del corazón, y una respuesta triunfal para todas las insinuaciones oscuras y horribles del enemigo. ¿Cuál es? Una confianza inconmovible en la eterna estabilidad del amor de Cristo.
Aquí está el verdadero secreto de todo el asunto. Que nada sacuda nuestra confianza en el amor inalterable de nuestro Señor. Venga lo que venga –que esté tan ardiente el horno, que las aguas sean tan profundas, que las sombras sean tan oscuras, que sea tan áspero el camino, que sea tan grande el aprieto–, pongamos todavía firmemente nuestra confianza en el amor perfecto y compasivo de Aquel que ha demostrado su amor al descender hasta el polvo de la muerte, por debajo de las olas negras y encrespadas de la ira de Dios, a fin de salvar de las llamas eternas nuestra alma. No temamos confiar completamente en él, encomendarnos a él sin sombra de reserva ni desconfianza.
No midamos Su amor por nuestras circunstancias, pues entonces llegaremos por fuerza a una conclusión falsa. No juzguemos por las apariencias externas ni razonemos jamás basados en lo que nos rodea, sino vayamos al corazón de Cristo y pensemos nuestras razones desde ese centro bendito. No interpretemos jamás su amor a juzgar por nuestras circunstancias, sino interpretemos siempre las circunstancias a juzgar por Su amor. Dejemos que los rayos de su protección sempiterna brillen sobre las circunstancias más oscuras, y entonces podremos responder debidamente a todo pensamiento de incredulidad, venga de donde venga.
No juzguéis por los sentidos,
Los designios del Señor,
Si parece que las pruebas
Contradicen su amor;
Descansad en sus promesas,
En su gracia confiad,
Estas sombras son el manto
Con que envuelve su bondad.
Es algo grandioso poder reivindicar siempre a Dios, si no podemos hacer otra cosa; estar en pie, firmes como un monumento a su infalible fidelidad para todos los que ponen su confianza en él. Es grandioso saber que aunque el horizonte se vuelva oscuro y deprimente, aunque se aglomeren las negras nubes y estalle la tormenta, Dios es fiel, y que no permitirá que seamos tentados más de lo que podemos resistir, sino que proveerá también juntamente con la tentación la vía de escape, para que podamos soportar (1 Corintios 10:13).
Además, no podemos medir el amor divino por el modo de manifestarse. Todos nos inclinamos a hacerlo así, pero es un gran error. El amor de Dios se viste de diversas formas y, con bastante frecuencia, la forma nos parece, en nuestra superficialidad y miopía, misteriosa e incomprensible. Pero si solo aguardamos con paciencia y con ingenua confianza, brillará la luz divina sobre los designios de la providencia divina, y nuestro corazón se llenará de asombro, amor y alabanza. Como bien lo expresó el poeta:
Dejamos en sus manos
Escoger y mandar:
Cuán sabia y fuerte es su mano
Con asombro pronto hemos de admirar.
No comprendemos cómo actúa él;
Pero la tierra y los cielos cuentan,
Dios en su trono soberano se sienta
Y gobierna todas las cosas bien.
Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos son nuestros caminos, ni su amor nuestro amor. Si oímos que algún amigo se halla en algún aprieto o en alguna dificultad de cualquier clase, nuestro primer impulso es volar a socorrerle y aliviarle de su apuro, si es posible. Pero esto podría ser un grave error; en vez de prestar ayuda, podríamos estar haciendo daño. Quizás estaríamos yendo, en realidad, contra el propósito de Dios y sacando a nuestro amigo de una situación en la que el gobierno de Dios lo había colocado para su provecho final y permanente. El amor de Dios es un amor sabio y fiel. Sobreabunda hacia nosotros en toda sabiduría y prudencia.
Nosotros, por el contrario, cometemos los errores más graves, por más que deseemos sinceramente hacer lo que es correcto y bueno. No estamos capacitados para percatarnos de todos los aspectos de las cosas, ni para percibir los rodeos y las maniobras de la providencia, ni para pesar los últimos resultados de los designios divinos. De ahí, la necesidad urgente de esperar mucho en Dios; y, sobre todo, de mantener firme nuestra confianza en su amor inmutable, inagotable e infalible. Él lo allanará todo y sacará luz de las tinieblas; vida, de la muerte; victoria, de una derrota aparente. Él hará que la aflicción más profunda y oscura produzca la cosecha más rica de bendiciones, y que todas las cosas cooperen para bien (Romanos 8:28).
Pero Dios no se apresura jamás, pues percibe perfectamente sus sabios objetivos y los alcanzará a su debido tiempo y forma; y, además, de lo que podría parecernos un laberinto oscuro, enredado e inexplicable de la providencia, brotará la luz y nos llenará el alma de loor y adoración.
La línea de pensamiento que hemos seguido, puede ayudarnos a entender y apreciar la forma en que se comportó nuestro Señor con las hermanas de Betania al enterarse de la aflicción que sufrían. Sintió que había en aquel caso muchas más implicaciones que el mero hecho de socorrer a quienes, no obstante, amaba profundamente. Tenía que entrar en consideración la gloria de Dios. De ahí que dijese:
Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella (v. 4).
Vio en este caso una oportunidad para el despliegue de la gloria divina, no meramente para la expresión de su afecto personal, por muy hondo y real que fuese, y seguramente que así de profundo y real era, pues leemos: "Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro (v. 5)".
Pero, a juicio de nuestro adorable Señor, la gloria de Dios tenía la preeminencia sobre cualquier otra consideración. Ni el afecto personal ni el temor personal tenían el menor influjo en sus movimientos. En todas las cosas, la gloria de Dios era su única norma. Desde el pesebre hasta la cruz, en vida y en muerte, en todas sus palabras, en todas sus obras, en todos sus caminos, su corazón santísimo estaba fijado, con propósito firme e inalterable, en la gloria de Dios. De ahí que, aun cuando pueda ser una cosa buena socorrer a un amigo que se halle en apuros, glorificar a Dios era mucho mejor y más excelso; y podemos estar seguros de que la querida familia de Betania no perdió nada con una tardanza que sirvió para dar lugar a que la gloria de Dios brillara con mayor resplandor.
Recordemos esto en tiempos de prueba y aprieto. Es un punto de gran importancia y, cuando es percibido plenamente, viene a ser una fuente profunda y bendita de consolación. Nos ayudará de un modo admirable a soportar la enfermedad, el dolor, la muerte, el luto, la tristeza y la pobreza. ¡Qué bendición es poder estar junto al lecho de un amigo enfermo y decir: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios”! (Juan 11:4). Y este es un privilegio de la fe. Más aún, no solo en la alcoba del enfermo, sino también junto a la tumba abierta, el creyente verdadero puede ver los rayos de la gloria divina brillando por encima de todo.
No hay duda de que el escéptico puede argüir contra la afirmación de que “la enfermedad no es para muerte”. Puede objetar, razonar y oponerse, basado en el hecho innegable de que Lázaro murió. Pero la fe no se apoya en las apariencias para razonar: se apoya en Dios y ahí halla una solución divina para todas las dificultades. Tal es la elevación moral, la realidad, de una vida de fe. Ve a Dios por encima, y más allá, de todas las circunstancias. Razona desde Dios hacia abajo, no desde las circunstancias hacia arriba. La enfermedad y la muerte son nada en la presencia del poder de Dios. Todas las dificultades desaparecen del camino de la fe. Como aseguraron Josué y Caleb a sus hermanos incrédulos, no son más que pan para el verdadero creyente (Números 14:9).
Y eso no es todo. La fe puede esperar el tiempo de Dios, sabiendo que Su tiempo es el mejor. No vacila, aunque parezca que tarda. Reposa con calma en la seguridad de su inmutable amor e infalible sabiduría. Esto llena el corazón con la más dulce confianza, para que, cuando hay alguna demora –cuando el socorro no es enviado enseguida– sea por algo mejor, puesto que “los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien”, y todas ellas tienen que redundar, a la larga, en la gloria de Dios. La fe capacita a su feliz poseedor para reivindicar a Dios en medio del aprieto más grande, y para conocer y confesar que el amor divino hace siempre lo que es mejor para su objeto.
La gloria de Dios sobre todas las cosas
Da gran descanso al corazón saber que quien se encarga de nosotros, en toda nuestra debilidad, nuestra necesidad y las exigencias de nuestro camino, de principio a fin, procuró antes que nada asegurar, en todos los aspectos, la gloria de Dios. Ese fue su objetivo primordial en todas las cosas. En la obra de la redención y en toda nuestra historia, la gloria de Dios ocupa el primer lugar en el corazón del adorable Señor con quien tenemos que ver. Él reivindicó y mantuvo la gloria divina con todo lo que a él mismo le costó. Dejó a un lado su propia gloria, se humilló a sí mismo, se despojó. Por ese fin, renunció a todo. Se entregó a sí mismo y dio su vida para poner el fundamento imperecedero de esa gloria que llena ahora todos los cielos y pronto cubrirá la tierra y resplandecerá para siempre a través del universo entero.
El conocimiento y la percepción constante de esto dan al espíritu un reposo profundo con respecto a todo lo que nos concierne, ya sea la salvación del alma, el perdón de los pecados o las necesidades de la vida diaria. Todo lo que pueda ser asunto de ejercicio para nosotros, ya sea con relación a lo temporal o a lo eterno, nos ha sido provisto, procurado sobre la misma base que sostiene la gloria de Dios. Tenemos salvación y provisión; pero la salvación y la provisión –¡sea toda alabanza a nuestro glorioso Salvador y Proveedor!– están ligadas inseparablemente a la gloria de Dios. En todo lo que nuestro Señor Jesucristo ha hecho por nosotros, en todo lo que está haciendo y en todo lo que hará, queda firmemente sostenida la gloria de Dios.
Y aún podemos añadir que, en todas nuestras pruebas, dificultades, pesadumbres y ejercicios, si el alivio no es suministrado enseguida, hemos de recordar que hay siempre alguna razón profunda, relacionada con la gloria de Dios y con nuestro verdadero bien, para que sea retenido el socorro deseado. En tiempos de apuro, nos inclinamos a pensar solo en una cosa: el socorro. Pero hay que tomar en consideración algo mucho más elevado que esto. Debemos pensar en la gloria de Dios; tratar de conocer el objeto que persigue al ponernos en ese aprieto. Debemos desear con vehemencia que se obtenga el fin que él se propone y que su gloria sea fomentada. Esto vendría a ser para nosotros la bendición más plena y profunda, mientras que el socorro que deseamos con tanta ansia, podría ser lo peor que nos sucediera. Hemos de recordar siempre que, por la gracia maravillosa de Dios, su gloria y nuestra felicidad verdadera se hallan unidas tan inseparablemente que, cuando se preserva la primera, no hay duda de que la segunda está perfectamente asegurada.
Esta es una consideración muy preciosa, cuyo principal propósito es sostener el corazón en todos los momentos de aflicción. Todas las cosas han de redundar finalmente en la gloria de Dios y
Los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien, a los que conforme a su propósito son llamados.
Quizás no sea fácil ver esto cuando estamos en aprieto. Cuando estamos en ansiosa vela junto al lecho de un querido amigo enfermo, cuando entramos en la cámara de la tristeza o yacemos languideciendo en el lecho del dolor, o cuando quedamos abrumados por la noticia de la pérdida repentina de todas las posesiones terrenales: en tales circunstancias, quizá no sea tan fácil ver preservada la gloria de Dios, y asegurada nuestra bendición; pero la fe puede penetrar en el fondo de todo eso, mientras que la ciega incredulidad siempre está destinada a errar.
Si aquellas amadas hermanas de Betania hubiesen juzgado por lo que sus ojos materiales veían, habrían estado duramente probadas en aquellos días y noches de angustia que pasaron junto al lecho de su tan querido hermano. Y no solo eso, sino que cuando llegó el momento terrible y tuvieron que presenciar la escena final, podrían haber surgido de su corazón quebrantado y desolado muchos pensamientos tétricos.
Pero Jesús se percataba de la situación. Su corazón estaba con ellas. Él contemplaba todo el proceso y lo observaba desde el punto de vista más elevado: la gloria de Dios. Se hacía cargo de todo el escenario, en todos sus aspectos, factores y resultados. Se condolía de aquellas hermanas afligidas –y se condolía con ellas– de un modo en que solo un corazón humano perfecto puede condolerse. Aunque estaba ausente en cuerpo, estaba con ellas en espíritu, mientras navegaban por las aguas profundas. Su corazón amoroso penetraba perfectamente en todo el pesar de ellas, y solo aguardaba el “debido tiempo” de Dios (véase 1 Pedro 5:6) para ir en su ayuda e iluminar las tinieblas de la muerte y el sepulcro con los brillantes rayos de la gloria de la resurrección.
“Cuando oyó pues, que (Lázaro) estaba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba” (Juan 11:6). Permitió que las cosas siguieran su curso, como solemos decir; permitió que la muerte entrase en aquel hogar tan querido; pero todo ello era para la gloria de Dios. Parecería que el enemigo se estaba saliendo con la suya en todo eso, pero solo era un triunfo aparente; en realidad, la muerte misma no hacía otra cosa que preparar una plataforma en la que iba a desplegarse de lleno la gloria de Dios. “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4).
Tal fue, pues, el camino de nuestro bendito Salvador, su camino con el Padre. Cada paso, cada acto, cada expresión, tenían una referencia directa a las demandas de la gloria del Padre. Aunque amaba mucho a la familia de Betania, su afecto personal no le condujo al escenario del duelo hasta que llegó el momento en que había de manifestarse la gloria de Dios; y cuando llegó ese momento, ningún motivo de temor personal pudo detenerle para marchar allá. “Luego, después de esto, dijo a los discípulos: Vamos a Judea otra vez. Le dijeron los discípulos: Rabí, ahora procuraban los judíos apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Respondió Jesús: ¿No tiene el día doce horas? El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero el que anda de noche tropieza, porque no hay luz en él” (Juan 11:8-10).
Así caminó ese adorable Maestro, a la plena luz de la gloria de Dios. Los resortes de sus actos eran divinos, celestiales. Él era totalmente ajeno a todos los motivos y objetivos de los hombres de este mundo, los cuales van tropezando en las densas tinieblas morales que los envuelven, cuyos motivos son siempre egoístas, y sus objetivos son terrenales y sensuales. Él no hizo jamás ni una sola cosa para agradarse a sí mismo. En todas las cosas, se gobernaba por la voluntad y la gloria de su Padre. El estímulo de su profundo afecto personal no lo llevó a Betania, como tampoco lo detuvo de ir allá ningún temor personal. En todo lo que hizo, y en todo lo que no hizo, halló su motivo en la gloria de Dios.
¡Precioso Salvador! ¡Enséñanos a caminar siguiendo tus pisadas celestiales! ¡Danos a beber más y más de tu espíritu! Esto es lo que necesitamos de veras. Lamentablemente, somos demasiado propensos a mirar por nuestro propio interés, a ir en busca de lo que nos agrada a nosotros mismos, aun cuando en apariencia hacemos las cosas correctamente y nos ocupamos en la obra del Señor. Corremos de un lado para otro, hacemos esto y aquello, viajamos, predicamos y escribimos; y durante todo ese tiempo, puede ser que estemos agradándonos a nosotros mismos, sin tratar de hacer realmente la voluntad de Dios ni promover su gloria. ¡Estudiemos más profundamente a nuestro Modelo divino! ¡Que él esté siempre delante de nuestro corazón como Aquel a cuya imagen estamos predestinados a ser conformados! Gracias a Dios por la dulce y sustentadora seguridad de que seremos como él, “porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). Dentro de muy poco, habremos acabado para siempre con todo lo que impide ahora nuestro progreso e interrumpe nuestra comunión. Hasta entonces, que el Espíritu Santo obre en nuestro corazón y nos conserve tan ocupados con Cristo, tan nutridos, por fe, de sus hermosuras, que nuestra conducta sea una expresión más viva de él y que produzcamos con mayor abundancia los “frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1:11).
La fe no se apoya en las cosas visibles
Meditemos ahora por unos breves momentos en el tema tan interesante de la compasión de Cristo hacia los suyos, ejemplificado de un modo tan conmovedor en su modo de actuar con la querida familia de Betania. Dejó que pasaran por la prueba, que vadearan aguas profundas, que fuesen ejercitadas de lleno, a fin de que la prueba de su fe, “mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra” (1 Pedro 1:7). Mirando desde el punto de vista de la naturaleza, parecería como si toda esperanza se hubiera desvanecido y todo rayo de luz hubiese palidecido en el horizonte. Lázaro estaba muerto y sepultado. ¡Se acabó! Con todo, el Señor había dicho: “Esta enfermedad no es para muerte” (Juan 11:4). ¿Cómo era esto? ¿Qué quería decir?
Así es como razonaría la naturaleza; pero no debemos prestar atención a los razonamientos de la naturaleza, los cuales nos llevarán con seguridad a las regiones de la sombra de muerte. Hemos de escuchar la voz de Jesús; hemos de prestar atención a sus acentos vivos, animadores y fortalecedores. De esta forma, podremos vindicar y glorificar a Dios, no solo junto al lecho del enfermo, sino también en la alcoba del ya difunto y aun junto a la tumba misma del sepultado. La muerte deja de ser muerte donde está Cristo. El sepulcro mismo no es más que la esfera en la que brilla en todo su esplendor la gloria de Dios. Cuando todo lo que pertenece a la criatura ha desaparecido de la escena –cuando la plataforma ha quedado totalmente limpia de todo lo que es meramente del hombre– es cuando pueden verse en todo su resplandor los rayos de la gloria de Dios. Cuando todo se acabó, o parece que se acabó, es cuando Cristo puede venir y llenar el escenario.
El alma tiene que hacerse con este punto tan importante y comprenderlo. Y solo se puede comprender realmente con la fe. Todos nos inclinamos fuertemente a apoyarnos en una criatura como báculo, a sentarnos junto a los manantiales humanos, a confiar en algún brazo de carne, a agarrarnos a lo que podemos ver, a descansar en lo que se puede palpar. “Las cosas que se ven son temporales”, pero tienen a menudo para nosotros más peso que “las (cosas) que no se ven”, que son “eternas” (2 Corintios 4:18). De ahí que nuestro Señor, siempre fiel, considera bueno y justo barrer nuestros apoyos humanos y secar nuestros manantiales humanos, para que nos apoyemos en él, la Roca eterna de nuestra salvación, y hallemos todas nuestras fuentes en él, la Fuente viva e inagotable de toda bendición. Él es celoso de nuestro amor y de nuestra confianza, y limpiará la escena de todo lo que pueda separar a nuestro corazón de él. Sabe que, si nos echamos completamente en sus brazos, obtendrá nuestra alma una bendición plena, y por eso procura purificarnos de todo ídolo abominable en el corazón.
Y ¿no habríamos de alabarle por todo esto? Sí, por cierto; y no solo eso, sino que deberíamos acoger con gozo cualquier medio que le plazca usar para llevar a cabo su objetivo tan sabio y bondadoso, aunque pueda parecer áspero y severo a los ojos de la carne. Muchas veces, el Señor tendrá que decirnos como a Pedro:
Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después
(Juan 13:7).
Sí, querido lector, después conoceremos y apreciaremos todos Sus designios y caminos. Volveremos la mirada al curso entero de nuestra vida, desde la luz de su bendita presencia, y veremos y reconoceremos que el golpe más duro de su mano era en aquel momento la expresión más fuerte de su amor. Marta y María se preguntarían por qué le había sido permitido a la muerte entrar en su hogar. Sin duda esperarían, un día y otro, hora tras hora, un momento tras otro, que entrase su Amigo amado; pero, en lugar de eso, él estaba lejos, entró la muerte y parecía que todo se había acabado.
¿Por qué fue así? Dejemos que él mismo responda: “Dicho esto, les dijo después: ¡Nuestro amigo Lázaro duerme!” (Juan 11:11). ¡Qué afecto tan conmovedor! ¡Qué intimidad tan misericordiosa! ¡Qué manera tan tierna de unirse con la familia de Betania por un lado, y con sus discípulos por otro! “Nuestro amigo Lázaro duerme”. No era más que un suave sueño. La muerte no es muerte en presencia del “Autor de la vida”. La tumba no es más que un dormitorio. “Mas voy para despertarle”, añadió. Esas palabras no habrían podido ser pronunciadas, si Lázaro hubiese sido levantado de un lecho de enfermo. «La extrema necesidad del hombre es la oportunidad de Dios» –como reza el dicho–; y podemos ver fácilmente que el sepulcro proporcionó a Dios una oportunidad mucho mejor que un lecho de enfermo.
Esta fue, pues, la razón por la que Jesús se quedó a distancia de sus queridos amigos. Esperó a que llegase el momento, y ese momento llegó cuando Lázaro yacía ya en el sepulcro desde hacía cuatro días; cuando se había desvanecido toda esperanza humana; cuando todos los remedios humanos habían resultado ineficaces e inútiles. “Voy”, no para curarle la enfermedad, sino “para despertarle”. La plataforma había quedado vacía de toda criatura, para que la gloria de Dios brillara en todo su esplendor.
Y ¿no es bueno que el escenario quede así vacío de toda criatura? ¿No es una bendición (no con disfraz, como dicen algunos, sino bendición clara, positiva, palpable) el que haya desaparecido todo apoyo humano? La fe dice: «¡Sí!», con todo énfasis y sin titubeos. La naturaleza dice: «¡No!». El pobre corazón anhela algo de la criatura donde apoyarse, algo que el ojo pueda ver. Pero la fe –ese principio tan precioso, inestimable, producido por Dios– halla su verdadera esfera de actividad cuando es llamada a apoyarse por entero y de modo permanente en el Dios vivo.
Pero esa fe ha de ser real. De poco sirve hablar de la fe, si el corazón es ajeno a su poder. La mera profesión carece totalmente de valor. Dios trata con realidades espirituales.
Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe?
(Santiago 2:14).
No dice: ¿De qué sirve que alguien tenga fe? Bendito sea Dios de que aquellos que, por gracia, la tienen, saben que sirve de mucho en todos los aspectos. Por fe es traído el pecador a una relación viva con Dios, es justificado y vive para él.
La fe glorifica a Dios como no lo puede hacer ninguna otra cosa. Eleva al alma por encima del influjo deprimente de las cosas visibles y temporales, tranquiliza el espíritu del modo más dichoso y ensancha el corazón, sacándonos de nuestro estrecho círculo de intereses personales, de simpatías, cuidados y cargas temporales, y conectándonos vivamente con la fuente eterna e inagotable de todo bien. Actúa por medio del amor y nos impulsa a dedicar nuestros esfuerzos amorosos al alivio de toda necesidad, especialmente la de aquellos que son de la familia de la fe.
Solo la fe puede avanzar por el camino por el que nos conduce Jesús. Para la naturaleza caída, ese camino es terrible: es áspero, oscuro y solitario. Incluso los que rodeaban a nuestro adorable Señor en la ocasión de la muerte de Lázaro, parecían completamente incapaces de comprender sus pensamientos o de seguir inteligentemente sus pisadas. Cuando dijo: “Voy para despertarle”, replicaron: “Si duerme, sanará”. Cuando habló de su muerte, ellos pensaban que había hablado de descansar durmiendo. Cuando “les dijo claramente: Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis”, la pobre naturaleza incrédula, hablando por los labios de Tomás Dídimo, dijo: “Vamos también nosotros, para que muramos con él” (Juan 11:11-16).
En una palabra, vemos una total incapacidad para discernir el verdadero objeto y fin del caso, desde el punto de vista divino. La naturaleza no ve nada más que muerte y oscuridad donde la fe se calienta al sol de la presencia divina. “Vamos también nosotros, para que muramos con él”. ¡Ay! ¿Era eso todo lo que incluso un discípulo podía decir? ¡Qué absurdas son las conclusiones de la incredulidad! ¡Vamos con el Autor de la vida, para ¿qué?, “para que muramos con él”! ¡Qué ceguera, aun estando apegados al Señor! ¿No debería haber dicho Tomás: «Vamos, para contemplar su gloria; para ver sus hechos admirables en la región misma de la sombra de muerte; para compartir sus triunfos; para gritar, a las puertas mismas del sepulcro, nuestros aleluyas a su nombre inmortal?».
La compasión de Jesús: se estremeció, se conmovió y lloró
Ya nos hemos dado cuenta de los tres temas prominentes que nos son presentados en Juan 11: el camino de nuestro Señor con el Padre; su profunda conmiseración de nosotros; su gracia al vincularnos con él, en la medida de lo posible, en toda su bendita obra. Él caminó siempre con Dios, en comunión reposada e inquebrantable. Caminó en obediencia absoluta a la voluntad de Dios, y la gloria del Padre fue su norma en todas las cosas. Caminó de día y no tropezó jamás. La voluntad de Dios era la luz en la que siempre llevó a cabo su obra el obrero perfecto. El único motivo de su acción era la voluntad de Dios; el único objetivo de su acción era la gloria de Dios. Bajó del cielo, no para hacer su voluntad, sino la voluntad del Padre, en la que siempre halló su comida y bebida.
Pero de su corazón ancho y amoroso manaba una simpatía perfecta con los pesares humanos. Lo vemos atestiguado del modo más conmovedor en su marcha hasta la tumba de Lázaro, en compañía de las afligidas hermanas. Si alguna pregunta había surgido en el corazón de ellas durante los días de prueba, en la ausencia de su Señor, fue contestada de modo sobreabundante; más aún, fue completamente demolida por la manifestación de su profundo y tierno afecto, mientras marchaba hacia el lugar donde los rayos de la gloria divina iban a brillar pronto sobre el terrible valle de la muerte.
No nos vamos a detener aquí en la interesante entrevista que tuvo lugar entre las dos hermanas y su amado Señor, una entrevista tan llena de enseñanzas, que refleja su modo perfecto de tratar con los suyos según las diversas medidas de inteligencia y de comunión con ellos. Pasamos de un salto a las inspiradas expresiones del versículo 33: “Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró”.
¡Qué admirable! El Hijo de Dios se conmovió y lloró. No lo olvidemos jamás. Él, aunque “es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5); aunque es “la Resurrección y la Vida” (Juan 11:25); aunque es el que “da vida a los muertos” (Romanos 4:17), y el Vencedor del sepulcro; aunque iba de camino a libertar el cuerpo de su amigo de las garras del enemigo –modelo de lo que hará pronto por todos los que le pertenecen– ¡con todo, penetraba tan perfectamente en las tristezas humanas y se percataba de todas las terribles consecuencias del pecado y de toda la miseria y desolación de este mundo herido por el pecado, que se estremeció, se conmovió y lloró! Y esas lágrimas y esos gemidos manaban de lo profundo de un corazón humano perfecto, que sentía como solo puede sentir un corazón humano perfecto –un sentimiento según Dios– por toda forma de miserias y pesares humanos. Aunque estaba totalmente exento, en su Persona divina, de pecado y de todas sus consecuencias morales –y precisamente por estar exento–, podía penetrar con gracia perfecta en todo ello y compartirlo como solo él podía hacerlo.
¡“Jesús lloró”! ¡Qué admirable y qué significativo! Lloró, no por sí mismo, sino por otros, y lloró con otros. María lloraba. Los judíos lloraban. Todo eso se comprende fácilmente. Pero que Jesús llorase revela un misterio que no podemos comprender. Era la compasión de Dios, llorando por ojos de hombre sobre la desolación que el pecado había causado en este pobre mundo; llorando por simpatía con aquellos cuyos corazones habían quedado abrumados bajo la inexorable mano de la muerte.
Recuerden esto todos los que se hallan apesadumbrados.
[Jesús] es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos
(Hebreos 13:8).
Sus circunstancias cambian, pero su corazón no cambia. Su posición es diferente, pero su compasión es la misma. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Hay un corazón humano perfecto en el trono de la Majestad en los cielos, y ese corazón simpatiza con nosotros en todos nuestros pesares, en todas nuestras pruebas, en todas nuestras debilidades, en todos nuestros apremios y ejercicios de alma. Lo comprende perfectamente todo. Más aún, se entrega a cada uno de sus amados miembros aquí en la tierra, como si tuviera solamente que ocuparse por uno de ellos.
¡Qué dulce y suave resulta pensar en esto! Merece la pena pasar por una experiencia triste, con tal de gustar cuán preciosa es la simpatía de Cristo. Las hermanas de Betania decían: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Juan 11:21, 32). Pero si su hermano no hubiera muerto, no habrían visto a Jesús llorando, no habrían oído sus profundos gemidos al compartir con ellas el pesar que sentían. Y ¿quién negará que es mejor tener la simpatía de su corazón con nosotros en nuestro dolor, que el poder de su mano al preservarnos o sacarnos de él? ¿No fue mucho mejor, mucho más elevado, mucho más bienaventurado, para los tres testigos de Daniel 3, tener al Hijo de Dios paseando con ellos en medio del horno, que haber escapado del horno por el poder de su mano? Sin duda alguna.
Y así ocurre en cada caso. Hemos de recordar siempre que este no es el día en que Cristo va a desplegar su poder. Llegará el día en que tomará para sí su gran poder y reinará. Entonces se habrán acabado para siempre todos nuestros sufrimientos, nuestras pruebas y tribulaciones. La noche del llanto dará paso a la mañana del gozo –una mañana sin nubes–, la mañana que no conocerá jamás el ocaso. Pero ahora es el tiempo de la paciencia de Cristo, el tiempo de su preciosa compasión; y experimentar esto tiene el bendito propósito de sostener el corazón al pasar por las aguas profundas de la aflicción.
¡Y hay aguas profundas de aflicción! Hay pruebas, pesares, tribulaciones y dificultades. Y no solo eso, sino que nuestro Dios quiere además que las sintamos. Su mano está en todo eso para nuestro bien y para su gloria. Y es nuestro privilegio poder decir:
También nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado
(Romanos 5:3-5).
¡Alabado sea el Señor por todo esto! Pero sería una locura negar que haya pruebas, pesares y tribulaciones de todas clases. Y Dios no quiere que seamos insensibles a ellas. Ser insensibles a ellas es necedad; gloriarse en ellas es fe. Ser conscientes de la simpatía de Cristo y entender el objetivo de Dios en todas nuestras aflicciones, nos hace capaces de regocijarnos en ellas; pero negar que existan aflicciones o decir que no deberíamos sentirlas, es simplemente un absurdo. Dios no quiere que seamos estoicos; él nos conduce a las aguas profundas para pasar con nosotros a través de ellas; y cuando se ha alcanzado su objetivo, nos libra de ellas, para nuestro gozo y su perpetua alabanza.
“Me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:9-10). Al principio, Pablo anhelaba verse libre del aguijón de la carne, fuese el que fuese. Rogó tres veces al Señor que se lo quitase. Pero el aguijón en la carne era mejor que el orgullo en el corazón. Era mejor ser afligido que estar hinchado –mejor tener la compasión de Cristo en la prueba, que el poder de Su mano en librarlo de ella–.
Los dos estremecimientos del Señor
Conmueve hondamente notar los dos estremecimientos de nuestro Señor cuando iba hacia la tumba de su amigo. El primer estremecimiento fue causado al ver llorando a los enlutados que le rodeaban: “Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió”.
¡Qué precioso es para el corazón abrumado y dolorido pensar en esto! El cuadro de lágrimas humanas ante Sus ojos, hizo salir gemidos del corazón amoroso y compasivo del Hijo de Dios. Que recuerden esto todos los que están de duelo. Jesús no reprendió a María por llorar; no se enfadó con ella por mostrar pesadumbre; no le dijo que no debía sentirlo ni que tenía que sobreponerse a toda experiencia de esa clase. ¡Oh, no! Él no era así. Algunas personas sin corazón podrían hablar de esta forma; pero él sabía mejor lo que era pertinente. Aunque es el Hijo de Dios, también es verdadero hombre; por eso, sentía como debe sentir un hombre, y sabía lo que ha de sentir una persona humana cuando pasa por el oscuro valle de lágrimas.
Algunos de nosotros hablamos largo y tendido de sobreponerse a la naturaleza y no sentir la rotura de tiernos lazos, y frases por el estilo. Pero en eso no somos prudentes. No sintonizamos con el corazón de “Jesucristo hombre”. Una cosa es expresar, con frivolidad sin corazón, nuestras teorías transcendentales, y otra cosa muy distinta pasar por las aguas profundas del dolor y la desolación con un corazón ejercitado según Dios. En general, se hallará que quienes más alto declaman contra la naturaleza, demuestran ser precisamente como los demás cuando les llega la hora de pasar por enfermedades físicas, pesadumbre de corazón, presión mental o pérdida monetaria.
Lo importante es ser real y pasar por las duras realidades de la vida presente con un corazón sometido de verdad a Dios. Las bellas teorías no resisten la prueba de un pesar, un dolor y una dificultad reales; y no hay nada tan absurdo como decirle a una persona, con corazón humano, que no hay que sentir las cosas. Dios quiere que las sintamos; y –¡qué pensamiento tan dulce, precioso y consolador!– Jesús las siente con nosotros.
Que todos los hijos e hijas del dolor recuerden estas cosas para consuelo de sus corazones apesadumbrados.
Dios, que consuela a los humildes (o abatidos)
(2 Corintios 7:6).
Si nunca estuviéramos abatidos, no conoceríamos su ministerio tan precioso. Un estoico no necesita el consuelo de Dios. Vale la pena tener quebrantado el corazón, para tenerlo vendado por nuestro tan misericordioso Sumo Sacerdote.
Jesús “se estremeció”; “Jesús lloró”. ¡Qué poder y qué divina dulzura hay en esas palabras! ¡Qué hueco quedaría en la Biblia si esas palabras se borrasen de sus inspiradas páginas! Con seguridad no podríamos estar sin ellas; y, por eso, nuestro Dios de toda gracia ha escrito por medio de su Espíritu esas palabras indeciblemente preciosas, para consuelo de todos los que tienen que pisar la alcoba del dolor o estar junto a la tumba de un amigo.
Pero hubo otro estremecimiento, salido del corazón de nuestro adorable Salvador. Algunos judíos, cuando oyeron sus gemidos y vieron sus lágrimas, no pudieron contenerse y exclamaron: “Mirad cómo le amaba”. Pero otros, ¡ay!, solo hallaron en esas conmovedoras pruebas de verdadera y profunda simpatía la ocasión para desahogar su escepticismo cruel –y el escepticismo carece siempre de corazón–. “Y algunos de ellos dijeron: ¿No podía este, que abrió los ojos del ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?” (Juan 11:37).
Aquí, el miserable corazón humano se deja ver en sus ignorantes razonamientos. ¡Qué poco entendían estos escépticos la persona como la senda del Hijo de Dios! ¿Cómo podían apreciar los motivos que le impulsaban en lo que hacía o en lo que dejaba de hacer? Abrió los ojos del ciego “para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Juan 9:3). Y no impidió la muerte de Lázaro, para que Dios fuese glorificado por medio de ella.
Pero, ¿qué sabían ellos de todo esto? Absolutamente nada. Jesús se movía en un nivel demasiado elevado para estar dentro del alcance de religionistas mundanos y de razonadores escépticos. “El mundo no le conoció” (Juan 1:10). Dios lo entendía y lo apreciaba perfectamente, y con eso bastaba. ¿Qué eran los pensamientos de los hombres para Aquel que caminó siempre en reposada comunión con el Padre? Ellos eran completamente incapaces de formar un juicio correcto de su persona o de sus caminos. Seguían con sus razonamientos en aquellas densas tinieblas morales en las que habitaban.
Así ocurre todavía en la actualidad. Los razonamientos humanos comienzan, continúan y terminan en tinieblas. El hombre razona sobre Dios, razona sobre Cristo, razona sobre la Biblia, razona sobre el cielo, el infierno, la eternidad; razona sobre toda clase de cosas. Pero todos estos razonamientos son algo peor, mucho peor, que inútiles. En la actualidad, los hombres son tan incapaces de entender y apreciar la Palabra escrita, como lo eran de entender y apreciar la Palabra encarnada cuando Cristo vivía en medio de ellos. En realidad, las dos Palabras van necesariamente de la mano.
Como la Palabra encarnada y la Palabra escrita coinciden, para conocer una, debemos conocer la otra; pero el hombre natural, inconverso, que no ha nacido de nuevo, no conoce ninguna de las dos. Está totalmente ciego, en completa oscuridad, muerto; y si ha hecho profesión de fe religiosa, sin realidad interna, está “dos veces muerto” (Judas 1:12): muerto en su naturaleza y muerto en su religión. ¿Qué valor tienen sus pensamientos, sus razonamientos, sus conclusiones? Todo ello es sin fundamento, falso y ruinoso.
Y de nada sirve en absoluto razonar con los inconversos. Solo tiende a engañarles haciéndoles suponer que saben discutir. Lo mejor es tratar con ellos muy seriamente en cuanto a su condición moral delante de Dios. No vemos jamás a nuestro Señor dar importancia a los razonamientos incrédulos de los que le rodeaban. En esta ocasión, solo se estremece otra vez y sigue su camino: “Jesús, profundamente conmovido otra vez, vino al sepulcro. Era una cueva, y tenía una piedra puesta encima” (Juan 11:38).
Esta segunda conmoción impresiona profundamente. La primera vez, se estremeció simpatizando con los que hacían duelo a su alrededor. De nuevo se estremece por la dureza e incredulidad del corazón humano y, en particular, del corazón de Israel. Pero nótese bien que no trata de explicar sus razones por no haber impedido la muerte de su amigo, aunque había abierto los ojos del ciego.
¡Siervo bendito y perfecto! No entraba en su programa presentar razones ni excusas. Tenía que llevar a cabo su obra de acuerdo con los propósitos divinos y para promover la gloria de Dios. Tenía que hacer la voluntad de Dios, no dar explicaciones a los que no podían entenderlas de ninguna manera.
Este es un punto de gran importancia para todos nosotros. Somos muchos los que perdemos demasiado tiempo en razones, excusas, explicaciones, etc. en casos en que tales cosas no se entienden en absoluto, y estamos en realidad haciendo daño. Es preferible seguir por el camino del deber con toda calma de espíritu, con ojo sencillo y con propósito decidido. Esto es lo que tenemos que hacer, no dar explicaciones ni defendernos, lo cual, aun en el mejor caso, es una tarea triste para cualquiera.
Pero miremos por un momento a la tumba de Lázaro y veamos allí la estupenda gracia con que nuestro adorable Señor y Maestro asoció a sus siervos consigo en su obra, en la medida de lo posible; aunque también en esto causa tristeza ver que se topó con la gran falta de fe del corazón humano.
Dijo Jesús: Quitad la piedra
(Juan 11:39).
Como podían hacer esto, les ordenó benignamente que lo hicieran. Hasta ese momento, era todo lo que podían hacer. Pero aquí irrumpe la falta de fe y proyecta su sombra sobre el corazón. “Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: Señor, hiede ya, porque es de cuatro días”.
Y ¿qué importaba eso? Aunque el humillante proceso de la descomposición estuviese completo, ¿podía ser de modo alguno un obstáculo para Aquel que es la resurrección y la vida? ¡Imposible! Traedle, y todo será claro y sencillo. Dejadle fuera, y todo será oscuro e impracticable. Con solo que se oiga la voz del Hijo de Dios, se disiparán la muerte y la corrupción, como se disipan las tinieblas de la noche ante los rayos del sol naciente.
“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte con victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos de la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:51-57).
¡Qué magnífico! ¿Qué son la muerte, el sepulcro y la descomposición, en presencia de un poder como este? ¡Hablar de que estaba muerto hacía ya cuatro días, como si fuese una dificultad! Millones de los que han sido reducidos a polvo durante miles de años, volverán en un momento a la vida, la inmortalidad y la gloria eterna, a la voz del bendito Señor a quien Marta se atrevió a presentar sus conclusiones carentes de fe y de razón.
La incredulidad y la fe
En la respuesta que dio nuestro Señor a Marta, tenemos una de las declaraciones más preciosas que jamás hayan llegado al oído humano:
¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?
(Juan 11:40)
¡Qué profundidad tan viva, qué poder tan divino, qué frescor y consuelo hay en esas palabras! Ellas nos presentan la sustancia y el meollo, el principio esencial de la vida divina. Solo el ojo de la fe puede ver la gloria de Dios. La incredulidad solo ve dificultades, oscuridad y muerte. La fe mira por encima, y más allá, de todas estas cosas y se calienta siempre en los rayos benditos de la gloria divina. La pobre Marta no veía más que un cuerpo humano descompuesto, sencillamente por estar bajo un espíritu de oscura y deprimente incredulidad. Si se hubiera dejado llevar por una fe sencilla, habría ido a la tumba en compañía del que es la resurrección y la vida, segura de que, en lugar de muerte y descomposición, iba a ver la gloria de Dios.
Este es un punto muy importante que el alma tiene que percibir. Al lenguaje humano le resulta totalmente imposible poner de relieve su valor e importancia. La fe nunca se fija en dificultades, sino que, en realidad, saca de ellas mayor provecho. No mira “las cosas que se ven, sino las que no se ven” (2 Corintios 4:18). Se sostiene “como viendo al Invisible” (Hebreos 1:27) y se aferra al Dios viviente. Se apoya en Su brazo, hace uso de Su fuerza, saca de Sus inagotables tesoros, camina a la luz de su bendita presencia y ve su gloria brillando sobre las escenas más oscuras de la vida humana.
La Santa Biblia abunda en sorprendentes ejemplos del contraste que hay entre la fe y la incredulidad. Echemos un vistazo a un par de ellos. Fijémonos, por ejemplo, en Caleb y Josué, en contraste con sus compañeros incrédulos, en Números 13. Estos últimos solo veían las dificultades con las que se enfrentaban en su camino: “Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte” –seguramente que no tan fuerte como Jehová–, “y las ciudades muy grandes y fortificadas” –no tan grandes como el Dios viviente–, “y también vimos allí a los hijos de Anac”.
Está bien claro que no vieron la gloria de Dios; en realidad, vieron todo menos eso. Estaban completamente dominados por un espíritu de incredulidad. De ahí que solo pudieran hablar “mal… de la tierra que habían reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de gran estatura” –no vieron ningún corto de talla, porque lo miraban todo con la lupa de la incredulidad–. “También vimos allí gigantes” –¡sin duda!– “hijos de Anac, raza de los gigantes”. ¿Algo más? ¡Ah! Dios quedaba excluido; no podían verlo de ninguna manera con las gafas que usaban. Solo podían ver gigantes terribles y murallas altísimas. “Y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos”.
¿Y qué de Jehová? Lamentablemente, ¡estaba excluido! La incredulidad siempre deja a Dios fuera de sus cálculos. Puede darse perfecta cuenta de las dificultades, los obstáculos, el ambiente hostil; pero en cuanto al Dios viviente, es incapaz de verle. Hay una consistencia deplorable en las expresiones de la incredulidad, ya sea que las oigamos en el desierto de Cades o, mil cuatrocientos años más tarde, junto a la tumba de Lázaro. La incredulidad es la misma siempre y en todo lugar: empieza, sigue y acaba excluyendo absolutamente al único Dios vivo y verdadero. No sabe hacer otra cosa que proyectar negras sombras sobre la senda de todo el que dé oídos a su voz.
¡Qué diferente es el tono de la fe! Escuchemos a Josué y a Caleb, en su esfuerzo por detener la creciente marea de la incredulidad. “Y Josué hijo de Nun y Caleb hijo de Jefone, que eran de los que habían reconocido la tierra, rompieron sus vestidos, y hablaron a toda la congregación de los hijos de Israel, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra en gran manera buena. Si Jehová se agradare de nosotros” –aquí está el secreto– “él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan” –la fe se alimenta de verdad con las dificultades que aterran a la incredulidad–; “su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis” (Números 14:6-9).
¡Gloriosas palabras! ¡Cuánto bien hace al corazón transcribirlas! “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”. Así ocurre siempre. Si es cierto que hay una consistencia deplorable en las expresiones de la incredulidad, también es cierto que hay una consistencia gloriosa en los acentos de la fe, siempre que les prestamos atención. Caleb y Josué vieron la gloria de Dios y, a la luz de esa gloria, ¿qué eran los gigantes y los muros altos? Sencillamente, nada. Mejor aún, eran pan para alimento de la fe. La fe introduce a Dios en escena, y él disipa todas las dificultades. ¿Cómo pueden mantenerse en pie los muros o los gigantes delante del Dios Todopoderoso? “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).
Tal es siempre el razonamiento sencillo, pero poderoso, de la fe. Organiza sus argumentos y saca sus conclusiones a la luz bendita de la presencia divina, pues ve la gloria de Dios. Mira por encima, y más allá de las densas nubes que se aglomeran a veces en el horizonte y encuentra en Dios su recurso seguro e indefectible. ¡Preciosa fe!: la única cosa en el mundo que realmente glorifica a Dios y hace que el corazón del cristiano se vuelva verdaderamente radiante y dichoso.
Veamos otro ejemplo. Vayamos a 1 Reyes 17 y comparemos la viuda de Sarepta con Elías el tisbita. ¿Cuál era la diferencia entre ellos? Justamente la diferencia que hay entre la incredulidad y la fe. Oigamos una vez más las expresiones de la incredulidad: “Y ella respondió: Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos y nos dejemos morir” (v. 12).
Este es realmente un cuadro lúgubre. ¡Una tinaja vacía, una vasija agotada y la muerte! ¿Ahí se acababa todo? Para la incredulidad ciega, sí. Es el viejo cuento de los gigantes y de las murallas altas otra vez. Dios queda excluido, a pesar de que ella puede decir: “Vive Jehová tu Dios”. En realidad, ella estaba fuera de la presencia de Dios y había perdido el sentido de Su plena suficiencia para remediar la necesidad de ella y la de su casa. Sus circunstancias excluían a Dios de la vista de su alma. Miraba las cosas que se veían, no las cosas que no se veían. No veía al Invisible; solo veía hambre y muerte. Igual que los diez espías incrédulos no vieron otra cosa que dificultades; igual que Marta no veía más que el sepulcro y sus resultados humillantes; así tampoco la pobre viuda de Sarepta veía más que la muerte por inanición.
Pero el hombre de fe era muy diferente. Su vista iba más allá de la tinaja y de la vasija y no pensaba en morir de hambre, sino que descansaba en la palabra de Dios. Aquí estaba su valioso recurso. Dios había dicho: “Yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente” (v. 9). Esto le bastaba. Sabía que Dios podía multiplicar el pan y el aceite para alimentarle a él y a ella. Igual que Caleb y Josué, introdujo a Dios en el escenario y halló en él la feliz solución de toda dificultad. Ellos vieron a Dios por encima y más allá de los muros y de los gigantes, y descansaron en su eterna palabra. Él había prometido introducir en la tierra a su pueblo y, por lo tanto, aunque no hubiera más que murallas y gigantes desde Dan hasta Beerseba, con seguridad cumpliría su palabra.
Lo mismo hallamos en Elías el tisbita. Él veía al Dios viviente y todopoderoso por encima y más allá de la tinaja y de la vasija, y descansaba sobre esa palabra que está establecida para siempre en los cielos y que nunca puede fallarle a un corazón confiado. Esto daba tranquilidad a su espíritu y con esto procuró tranquilizar también a la viuda. “Elías le dijo: No tengas temor” –¡preciosa y animadora expresión de fe!– “vé, haz como has dicho… Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra” (v. 13-14).
Aquí estaba el sólido fundamento sobre el que se apoyaba el varón de Dios, cuando se aventuró a ofrecer una palabra de ánimo a la pobre viuda de Sarepta, tan desconfiada. No le habló con ligereza de corazón ni con la ciega temeridad de la naturaleza carnal. No negó que la tinaja y la vasija estuvieran casi vacías, como había dicho la mujer; esto no le hubiese dado a ella ningún consuelo, ya que ella conocía demasiado bien las realidades de su caso. Pero él introdujo al Dios viviente y a su Palabra fiel ante su corazón dolorido; por eso pudo decir:
No tengas temor.
Procuró conducir su alma hasta el verdadero lugar de reposo donde él mismo había hallado reposo: hasta la Palabra del Dios viviente –¡bendito, indefectible, divino lugar de reposo para toda alma acongojada!–.
Y eso mismo es lo que ocurrió con Caleb y Josué. No negaron que hubiese gigantes y murallas elevadas; pero introdujeron a Dios en escena y procuraron colocar a Dios entre los corazones de sus desconfiados hermanos y las terribles dificultades. Esto es lo que la fe hace siempre, y así es como da gloria a Dios y conserva en paz el alma, por muy grandes que sean las dificultades. Sería una insensatez negar que hay obstáculos y fuerzas hostiles en el camino; y hay ciertas maneras de hablar de tales cosas, que no es posible que valgan para proporcionar ningún consuelo o ánimo a un corazón afligido. La fe pesa con precisión las dificultades y las pruebas, pero, como sabe que el poder de Dios pesa más que todas ellas, descansa en santa calma en su palabra, en su sabiduría perfecta y en su amor eterno.
Podríamos sin duda hallar muchos otros casos en que el pueblo del Señor ha quedado abatido por fijarse en las circunstancias, en lugar de mirar a Dios. En uno de sus momentos oscuros, David pudo decir: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1 Samuel 27:1). ¡Qué error tan triste!: el error de la incredulidad. ¿Qué debería haber dicho? ¿Negar que la mano infatigable de Saúl estaba contra él? Seguro que no. ¿Qué consuelo le habría proporcionado, sabiendo como sabía que esa era la realidad? Pero sí que debería haberse acordado de que la mano de Dios estaba con él, y de que esa mano era más fuerte que diez mil Saúles.
Lo mismo le ocurrió a Jacob en momentos de oscuridad y depresión. “Contra mí son todas esas cosas” (Génesis 42:36), dijo. ¿Qué debería haber añadido? «Pero Dios está conmigo». La fe tiene sus «peros» y sus «síes», lo mismo que la incredulidad; pero los de la fe son todos radiantes, porque expresan la travesía del alma –su rápida travesía– desde las dificultades hasta el mismo Dios: “Pero Dios, que es rico” (Efesios 2:4), etc. “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). Así es como razona siempre la fe. Comienza por Dios, lo coloca entre el alma y todas sus circunstancias, y comunica así una paz que sobrepasa a todo entendimiento, una paz que nada puede perturbar.
Pero, antes de terminar este artículo, debemos volver por un momento a la tumba de Lázaro. La rápida ojeada que hemos echado al Libro inspirado nos permitirá apreciar más plenamente esas palabras tan preciosas de nuestro Señor a Marta: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40). Los hombres nos dicen que ver es creer; pero nosotros podemos decir que creer es ver. Sí, hagámonos con esta verdad grandiosa, pues ella nos llevará y nos transportará por encima de las circunstancias más oscuras y aflictivas de este oscuro y aflictivo mundo.
Tened fe en Dios
(Marcos 11:22).
Este es el manantial de la vida divina. “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
La fe sabe, y está persuadida de ello, que no hay nada demasiado duro, nada demasiado grande, nada demasiado pequeño, incluso, para Dios. Puede contar con Dios para todo. Se baña en la luz solar de Su presencia y exulta de gozo en las manifestaciones de Su bondad, fidelidad y poder. Siempre se deleita en ver limpia de criaturas la plataforma, para que pueda brillar en todo su esplendor la gloria de Dios. Se aparta de las corrientes y de la ayuda del hombre, y halla en el único Dios vivo y verdadero todos sus recursos.
Veamos solamente cómo se manifiesta la gloria de Dios junto a la tumba de Lázaro, aun a pesar de la insinuación incrédula del corazón de Marta; porque Dios, bendito sea su nombre, se deleita a veces en reprender nuestros temores, tanto como en responder a nuestra fe. “Entonces quitaron la piedra de donde había sido puesto el muerto. Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado. Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desatadle y dejadle ir” (Juan 11:41).
¡Gloriosa escena! Muestra a nuestro Jesús como el “Hijo de Dios con poder… por la resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:4). ¡Qué escena de gracia! En ella, el Hijo de Dios condesciende a usar al hombre en quitar la piedra y desatar los paños de mortaja del sepulcro. ¡Qué bueno es él al usarnos de alguna modesta manera! ¡Sea nuestro gozo estar siempre santamente preparados para ser usados, a fin de que Dios sea glorificado en todas las cosas!
La comunión, la adoración y el servicio ejemplificados en Lázaro, María y Marta
El párrafo inicial del capítulo 12 de Juan nos presenta una escena del más profundo interés y llena de la más preciosa instrucción. Creemos que lo mejor que podemos hacer es citar toda esta preciosa porción, para provecho espiritual del lector. Después de todo, no hay nada como el verdadero lenguaje de la Sagrada Escritura.
Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, el que había estado muerto, y a quien había resucitado de los muertos. Y le hicieron allí una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban sentados a la mesa con él. Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume
(Juan 12:1-3).
Aquí se ilustran, de la manera más fuerte y sorprendente, los tres grandes rasgos que debieran caracterizar a todo cristiano y a toda asamblea cristiana: una calma e inteligente comunión –como lo vemos en Lázaro sentado a la mesa–, una santa adoración –como lo vemos en María a los pies del Señor– y un bello servicio –como lo vemos en Marta, en sus quehaceres domésticos–. Los tres constituyen el carácter cristiano, y debieran manifestarse en toda asamblea cristiana. Consideramos un grave error moral poner uno de estos caracteres en oposición a otro, pues cada uno, en su debido lugar, es precioso; y podemos agregar que cada uno debería hallar su lugar en todos. Todos debiéramos saber lo que significa estar sentados a la mesa con nuestro adorable Señor en dulce comunión. Esto seguramente conducirá a rendir el más profundo homenaje y adoración; y podemos estar seguros de que donde tiene lugar la comunión y la adoración, no faltarán las preciosas actividades del verdadero servicio.
El lector observará que, en esta hermosa escena, nada se dice de algún enfrentamiento entre Marta y María. Cada una ocupaba su lugar. Había lugar para las dos. “Y Jesús amaba a Marta, y a su hermana” (Juan 11:5, V. M.). Marta es puesta aquí en primer lugar. En el versículo 1 se había hecho referencia a “la aldea de María y de Marta su hermana”. Desde el punto de vista divino, no existe la menor necesidad de que una choque con otra. Y, podemos agregar, tampoco hay ninguna necesidad de comparar la esfera de actividad de una con la de otra. Si Cristo fuese el objeto que absorbe toda nuestra atención, habría una hermosa armonía de acción, por más que nuestra particular esfera de trabajo difiera.
Esto es lo que ocurría en Betania: Lázaro estaba a la mesa, María a los pies del Señor y Marta ocupada con la casa. Todo se hallaba en un bello orden, porque Cristo era el objeto de cada uno. Lázaro habría estado completamente fuera de lugar si se hubiese puesto a preparar la cena; y si Marta se hubiese sentado a la mesa, no se habría preparado la cena. Pero cada uno se hallaba en su correspondiente puesto, y podemos estar seguros de que los dos se regocijaron con el olor del perfume que María derramó en los pies de su amado Señor.
Todo esto es lo que nos transmite el texto que dice: “Y le hicieron allí una cena” (Juan 12:2). Uno no era más que otro. Cada uno tenía su parte en el precioso privilegio de hacer una cena para Aquel que era el objeto inapreciable de los afectos de su corazón. Y al tenerlo a Él en medio de ellos, cada uno ocupaba de forma natural, simple y efectiva, el lugar que le correspondía. Con tal de refrescar el corazón de su amado Señor, poco importaba quién hacía esto o aquello. Cristo era el centro, y cada uno se movía alrededor de Él.
Así debería ser siempre en la asamblea de los creyentes, y así sería si el odioso «yo» fuese juzgado y puesto de lado, y cada corazón estuviese ocupado simplemente con Cristo mismo. Pero, lamentablemente, ¡justo aquí es donde tan tristemente fallamos! Estamos ocupados con nosotros mismos, con nuestras pequeñas obras, con nuestros dichos, con nuestros pensamientos. Le atribuimos importancia al servicio, no en la medida de su relación con la gloria de Cristo, sino en la medida que afecta nuestra reputación. Si Cristo fuese nuestro único objeto –como lo será ciertamente por toda la eternidad, y como debiera serlo ahora– no nos importaría para nada quién hizo tal obra o quién lleva a cabo tal servicio, con tal que el nombre de Cristo sea glorificado y Su corazón refrescado. Escuchemos la palabra de un corazón verdaderamente devoto en relación con este tema: “Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida, para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado. Y aunque sea derramado en libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me gozo y regocijo con todos vosotros. Y asimismo gozaos y regocijaos también vosotros conmigo” (Filipenses 2:14-18).
Esto es extraordinariamente exquisito. El bendito apóstol presenta en este bello pasaje un verdadero modelo de devoción y olvido de sí mismo. Se muestra listo a ser derramado en libación sobre el sacrificio y servicio de sus amados filipenses, sin tenerse en cuenta para nada a sí mismo. No le importaba quién aportaba los materiales del sacrificio, con tal que Cristo recibiese un sacrificio de olor fragante. Nada había de esa ocupación vil y miserable con uno mismo en lo que toca a ese amado siervo de Cristo, la que, ¡ay, tan a menudo aparece en nosotros, y nos impide apreciar el servicio de los demás! Nos anima un vigor especial cuando uno de nuestros servicios, por pequeño que fuere, es puesto sobre el tapete. Escuchamos con enorme interés a cualquiera que hable o escriba acerca de lo útiles que somos, o de los positivos resultados de nuestras prédicas o escritos; pero oímos con fría apatía y marcada indiferencia cualquier referencia al éxito de un hermano. De ninguna manera estamos dispuestos a ser derramados en libación sobre el sacrificio y servicio de la fe de otro. Más bien nos gusta proveernos tanto de la ofrenda vegetal como de la libación. En una palabra, somos miserablemente egoístas, y seguramente nunca el yo es más despreciable, que cuando osa mezclarse con el servicio de Dios.
La agitación y el sentimiento de la propia importancia en la obra de Cristo o en la iglesia de Dios, es una de las cosas más repugnantes en todo este mundo. La ocupación con uno mismo es el golpe mortal al compañerismo y a todo verdadero servicio. Y no solo esto, también constituye la fructífera fuente de contiendas y divisiones en la Iglesia de Dios. De ahí la profunda necesidad de aquellas fieles y sanas palabras del apóstol: “Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:1-11).
Aquí se encuentra el gran remedio para el terrible mal de la ocupación con nosotros mismos en sus múltiples facetas: Tener a Cristo ante nuestros corazones y su espíritu humilde formado en nosotros por el Espíritu Santo. Es absolutamente imposible beber del espíritu de Jesús, respirar la atmósfera de Su presencia, y, al mismo tiempo, estar ocupados con nosotros mismos de cualquier forma o manera. Ambas cosas están en directa oposición. En la medida que Cristo llena el corazón, el yo y todo lo que pertenece a él, debe ser excluido; y si Cristo ocupa el corazón, nos regocijaremos al ver Su nombre magnificado, Su causa prosperando, Su pueblo bendecido, Su Evangelio extendiéndose, sin importarnos quién sea el instrumento utilizado. Podemos estar seguros de que dondequiera que haya envidia, celos o disputas, es porque allí el yo ocupa un lugar predominante en el corazón. El apóstol podía alegrarse de que Cristo fuera anunciado, aunque sea por contención (Filipenses 1:16).
Pero volvamos a la familia de Betania. Deseamos que el lector note particularmente las tres distintas facetas de la vida cristiana ejemplificadas en Lázaro, María, y Marta: la comunión, la adoración y el servicio. ¿No deberíamos, cada uno de nosotros, tratar de llevar a la práctica y servir como ejemplo de las tres? ¿No es interesante e importante observar que en Juan 12 no se suscita ninguna disputa entre Marta y María? ¿No da cuenta de esto el hecho de que en este hermoso pasaje tenemos el lado divino y celestial del asunto?
En Lucas 10 tenemos el lado humano. Aquí, ¡ay!, aparece una colisión. Leamos el pasaje. “Aconteció que yendo de camino, entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa” –era la casa de Marta, y naturalmente ella tenía que manejarla–. “Esta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra” –¡qué lugar bendito y privilegiado!–. “Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres, y acercándose, dijo: Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude. Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada” (Lucas 10:38-42).
Aquí encontramos que, por estar ocupada consigo misma, Marta arruinó su servicio, e hizo brotar palabras de reprobación de los labios de su amoroso y fiel Señor; palabras, podemos afirmar con plena seguridad, que nunca habrían caído en oídos de ella si no se hubiese metido con su hermana María. Su servicio tenía su lugar y su valor, y su Señor sabía bien cómo apreciarlo; pero él, bendito sea su Nombre, no permitirá que ninguna se interponga con otra. Cada una tenía su propio lugar, su propia esfera de actividad. Jesús amaba a Marta y a su hermana, pero si bien Marta se quejaba de su hermana, ella debía aprender que hay algo más en qué pensar que la preparación de una cena. Si Marta hubiese seguido en silencio con su trabajo, teniendo a Cristo como su objeto en todo lo que hacía, no habría recibido tan fuerte desaprobación; pero ella claramente obró con un espíritu incorrecto. No estaba en comunión con la mente de Cristo; si lo hubiese estado, nunca habría podido dirigirse a su Señor con palabras tales como: “¿No te da cuidado?”. Seguramente él cuida de nosotros, y está interesado en todos nuestros trabajos y caminos. El servicio más pequeño hecho para Él, es precioso a Su amoroso corazón, y nunca será olvidado.
Pero no debemos interponernos con el servicio de otro, ni entrometernos de ningún modo en su dominio. Nuestro adorable Señor no lo tolerará. Independientemente de lo que nos dé para hacer, debemos hacerlo simplemente para Él. Este es el punto magno. No existe la menor necesidad de empujarse el uno al otro. Hay amplio espacio para todos, y la más elevada esfera de actividad está abierta a todos. Todos podemos disfrutar de íntima comunión; todos podemos adorar; todos podemos servir; todos podemos ser aceptables. Pero desde el momento que empezamos a hacer odiosas comparaciones, nos situamos claramente fuera de la corriente del pensamiento del Señor. Marta, sin duda, pensó que su hermana era bastante deficiente en el servicio. Estaba equivocada. La mejor preparación para el servicio consiste en sentarse a los pies del Maestro para oír su palabra. Si Marta hubiese entendido esto, no se habría quejado de su hermana; pero, puesto que ella misma suscitó la cuestión, y dio lugar a la comparación, tuvo que aprender que un oído que oye, y un corazón que adora, son mucho más preciosos que unas manos ocupadas. ¡Ay, nuestras manos pueden estar muy ocupadas, mientras tenemos los oídos endurecidos y el corazón lejos! Pero si el corazón está bien, entonces los oídos, las manos, los pies, todo estará bien.
Dame, hijo mío, tu corazón
(Proverbios 23:26).
Con ello no queremos decir que el corazón de Marta no estuviese mayormente bien. Lejos de ello. Estamos seguros de que sí lo estaba. Pero había un elemento que necesitaba corrección, como lo hay en todos nosotros. Ella estaba un poco ocupada con su servicio. “¿No te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude”. Todo esto estaba mal. Ella debía haber sabido que el servicio no estaba limitado a la cocina; que había algo más elevado que la comida y la bebida. Diez mil personas se podrían conseguir para preparar una cena por una sola que quebraría un vaso de alabastro. No es que nuestro Señor subestimara la cena; pero ¿qué habría sido para él esa cena sin el ungüento, las lágrimas, los cabellos? ¿Qué valor tiene un acto de servicio sin la profunda y verdadera devoción del corazón? Ninguno. Pero, por otra parte, cuando el corazón está realmente ocupado en Cristo, el acto más pequeño es precioso para Él. “Porque si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no tiene” (2 Corintios 8:12).
Aquí yace la raíz de todo el asunto. Es fácil agitarnos y correr de acá para allá para lo que llamamos servicio, correr de casa en casa, y de lugar en lugar, visitando y hablando, y, después de todo, puede que no haya una sola chispa de verdadero afecto por Cristo, sino la mera actividad sin valor de una mente ocupada consigo misma, de una inquebrantable voluntad, de los efectos de un corazón que nunca conoció el poder del amor de Cristo que nos constriñe. El gran punto es hallar nuestro lugar a los pies de nuestro misericordioso Señor, en loor y adoración, y entonces estaremos listos para cualquier esfera de actividad que Él crea conveniente asignarnos. Si hacemos del servicio nuestro objeto, nuestro servicio se convertirá en una trampa y un obstáculo. Si Cristo es nuestro objeto, estaremos seguros de hacer las cosas bien, sin pensar en nosotros ni en nuestro trabajo.
Así ocurrió con María. Ella estuvo ocupada con su Señor, y no consigo misma ni con su vaso de alabastro. No buscó entrometerse con nadie más. No se quejó de Lázaro porque estuviera a la mesa, ni de Marta por sus cuidados de la casa. Ella estaba ocupada intensamente con Cristo y Su posición en ese momento. Los verdaderos instintos de amor la llevaron a ver lo que convenía para la ocasión y lo que era grato a Su corazón, y así lo hizo, y lo hizo con todo su corazón.
Sí, y su Señor apreció su acto. Y no solo eso, sino que cuando Marta se quejó de ella, Él en seguida le enseñó su error; y cuando Judas, con una avaricia mal disimulada, habló de su acto como de un derroche, él también obtuvo su respuesta. ¡Hombre sin corazón, que oculta su avaricia bajo el disfraz de la preocupación por los pobres! Nadie puede tener un verdadero corazón por los pobres si no ama a Cristo. Judas –profesante y apóstol, y todo lo que era– amaba el dinero: ¡Ay!, un amor nada raro. Él no tenía un corazón para Cristo, aunque bien podía predicar y expulsar demonios en Su bendito nombre. Podía hablar de vender el perfume por trescientos denarios, para darlo a los pobres; pero, ¡ah! el Espíritu Santo, que lo mide todo con la única regla de la gloria de Cristo, nos deja ver la raíz de las cosas, y Él es quien dice toda la verdad en cuanto a Judas: “Pero dijo esto, no porque se cuidara de los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella” (Juan 12:6).
¡Cuán verdaderamente horrible! Estar exteriormente tan cerca del Señor, profesar Su nombre, ser un apóstol, hablar de dar a los pobres, ¡y durante todo el tiempo ser un ladrón, y el traidor del Hijo de Dios!
Querido lector cristiano, sopesemos estas cosas. Procuremos vivir bien cerca de Cristo, no con simple profesión, sino en realidad. ¡Ojalá que encontremos siempre nuestro lugar en el refugio moral de Su santa presencia, y hallemos allí nuestro deleite en Él, y estemos así preparados para servirlo y dar testimonio a Su nombre!