Las tres apariciones de Cristo
Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado. Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:24-28).
Este pasaje nos presenta tres grandes hechos en la vida de nuestro Señor Jesucristo. Habla de lo que podríamos aventurarnos a llamar tres apariciones distintas, a saber: una aparición en el pasado, otra en el presente, y una tercera en el futuro. Apareció (“se presentó”) en este mundo para llevar a cabo una obra determinada; aparece (“se presenta ahora”) en el cielo para desempeñar un ministerio determinado; y aparecerá un día en gloria. La primera fue para expiación, la segunda es para intercesión y la tercera será para consumar la salvación.
La primera aparición de Cristo: “Se presentó una vez para siempre por (lit.: para) el sacrificio de sí mismo”
Primero, pues, fijémonos por unos momentos en la Expiación, que nos es presentada aquí en sus dos grandes aspectos: uno, hacia Dios; el otro, hacia nosotros. El apóstol declara que Cristo apareció
Para quitar de en medio el pecado
(Hebreos 9:26)
; y también “para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 9:28). Esta es una distinción muy importante, que no es comprendida suficientemente, o a la que no se presta la debida atención. Cristo ha quitado de en medio el pecado mediante el sacrificio de sí mismo. Ha glorificado a Dios en lo que respecta al asunto del pecado en su aspecto más amplio. Esto lo ha hecho sin tomar en cuenta para nada el asunto de las personas o del perdón de los pecados de los individuos. Aunque cada persona, desde los días de Adán hasta el último ser humano de la última generación, hubiese de rechazar la oferta misericordiosa de Dios, todavía sería verdad que la muerte expiatoria de Cristo ha quitado de en medio el pecado –ha destruido el poder de Satanás–, ha glorificado perfectamente a Dios y ha puesto el fundamento sólido y profundo sobre el que pueden descansar para siempre todos los consejos y propósitos divinos.
A este hecho es al que se refiere Juan el Bautista en estas memorables palabras: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). El Cordero de Dios llevó a cabo una obra, en virtud de la cual todo rastro de pecado será borrado de la creación de Dios. Vindicó perfectamente a Dios en medio mismo de un escenario en el que había sido deshonrado tan groseramente, en el que había sido denigrado su carácter e insultada su majestad. Vino a llevar a cabo eso, cueste lo que cueste, incluso al precio del sacrificio de sí mismo. Se sacrificó a sí mismo para mantener en alto la gloria de Dios, a la vista de los cielos, la tierra y los infiernos. Ha llevado a cabo una obra por la que Dios es glorificado infinitamente más que si el pecado no hubiera entrado de ningún modo. Dios va a recoger en los campos de la redención una cosecha mucho más copiosa que la que habría podido recoger jamás en los campos de una creación no corrompida.
Bueno será que el lector pondere bien este aspecto glorioso de la muerte expiatoria de Cristo. Estamos inclinados a pensar que la visión más alta que podemos tener de la cruz es la que implica el asunto de nuestro perdón y de nuestra salvación. Este es un error muy grave. Ese asunto lo ha solucionado Dios, como procuraremos demostrar, pues lo menor siempre está incluido en lo mayor. Pero recordemos que nuestro lado de la expiación es el menor; el lado de Dios es el mayor.
La glorificación de Dios era infinitamente más importante que nuestra salvación. Ambos objetivos han sido conseguidos, gracias a Dios, y obtenidos en una sola obra, la expiación preciosa de Cristo; pero no hemos de olvidar jamás que la gloria de Dios es mucho más importante que la salvación de los hombres; y además, que nunca podremos tener una noción suficientemente clara de la segunda, mientras no la veamos fluir de la primera. Solamente podemos penetrar de verdad en la perfección divina de nuestra salvación cuando nos percatamos de que Dios ha sido glorificado perfectamente y para siempre en la muerte de Cristo. A decir verdad, ambas están ligadas tan estrechamente, que no se las puede separar; pero, aun así, la parte de Dios en la cruz de Cristo debe mantener siempre la preeminencia que le corresponde.
La gloria de Dios ocupaba siempre el lugar más alto en el corazón consagrado del Señor Jesucristo. Por eso vivió y por eso murió. Vino a este mundo con el determinado propósito de glorificar a Dios y, de este santo objetivo tan grandioso, no se desvió jamás ni por un momento, desde el pesebre hasta la cruz. Es cierto –felizmente cierto– que, al llevar a cabo este objetivo, dio perfecta solución a nuestro caso; pero su norma suprema, en la vida y en la muerte, fue la gloria de Dios. Ahora bien, la expiación, considerada bajo este aspecto más elevado, ha sido la base del comportamiento de Dios hacia el mundo con su gracia, su paciencia, su misericordia y su clemencia durante cerca de seis mil años, y de que siga enviando su lluvia y los rayos de su sol sobre malos y buenos, sobre justos e injustos. En virtud de la expiación de Cristo –aunque la desprecien y la rechacen– es como viven y gozan de las misericordias cotidianas de Dios el incrédulo y el ateo; más aún, el aliento mismo que exhalan al oponerse a la revelación y negar la existencia de Dios, se lo deben al mismo en quien viven, se mueven y existen (Hechos 17:28). No nos referimos aquí en absoluto al perdón de los pecados ni a la salvación personal. Este es un asunto enteramente diferente, y a él nos referiremos luego. Pero, considerando al hombre con respecto a su vida en este mundo, y considerando al mundo en que vive, es la cruz la que constituye la base de la misericordia que Dios tiene con el hombre, lo mismo que con el mundo.
Más aún, el evangelista puede ir “por todo el mundo” y predicar el evangelio “a toda criatura” (Marcos 16:15), basado precisamente en la expiación de Cristo, y bajo ese mismo aspecto. Puede declarar la preciosa verdad de que Dios ha sido glorificado en cuanto al pecado –han quedado satisfechas sus demandas, ha sido vindicada su majestad, ha sido engrandecida su ley y han quedado en perfecta armonía sus atributos–. Puede proclamar el mensaje venturoso de que Dios puede ahora ser justo y el que justifica a cualquier pecador, aun al más miserable e impío, que cree en Jesús. Ya no queda ningún obstáculo, ninguna clase de barrera.
El predicador del evangelio no ha de sentirse atado por ningún dogma teológico. Tiene que atenerse al corazón amplio y amoroso de Dios, quien, en virtud de la expiación, puede abrir su corazón de par en par a toda criatura bajo la capa del cielo. Puede decir a todos y a cada uno de los seres humanos –y puede decirlo sin reservas de ninguna clase–: “¡Ven!”. Más aún, está obligado a rogarles que vengan: “Rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:20). Tal es el lenguaje propio del evangelista, del heraldo de la cruz, del embajador de Cristo. No conoce menos extensión que el mundo entero; y es llamado a depositar su mensaje en los oídos de toda criatura bajo el cielo.
¿Y por qué? Porque Cristo quitó de en medio el pecado, “por el sacrificio de sí mismo” (Hebreos 9:26). Por medio de Su muerte preciosísima, cambió completamente la base del comportamiento de Dios con el hombre y con el mundo, de forma que, en lugar de comportarse con ellos sobre la base del pecado, puede hacerlo sobre la base de la expiación. Finalmente, todo vestigio de pecado, todo rastro de la maligna serpiente, ha de ser borrado de todo el universo de Dios en virtud de la expiación, considerada bajo este aspecto amplio y elevado. Se verá entonces toda la fuerza de aquel pasaje citado anteriormente:
He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
(Juan 1:29);
y también de otra muy conocida porción, a saber: “La propiciación por… todo el mundo” (1 Juan 2:2, V. M.)1 .
Hasta aquí, en cuanto a lo que podemos llamar el aspecto primordial de la muerte expiatoria de Cristo –un aspecto que no se llega jamás a estudiar demasiado–. Si se entiende claramente este punto tan importante, desaparecerán muchas dificultades y muchos malentendidos con respecto a la predicación completa y franca del Evangelio. Muchos siervos honorables del Señor se ven a sí mismos obstaculizados en la presentación de las buenas nuevas de salvación, sencillamente porque no ven este aspecto amplio de la expiación. Limitan la muerte de Cristo meramente a lo que tiene que ver con los pecados de los elegidos de Dios; y, por consiguiente, piensan que es incorrecto predicar el Evangelio a todos o invitar (sí, suplicar y rogar) a todos a que vengan.
Ahora bien, la Biblia enseña explícitamente en muchos lugares que Cristo murió por los elegidos. Murió por la nación escogida, Israel, y por la Iglesia escogida de Dios, la esposa de Cristo. Pero la Biblia enseña también algo más. Declara que “murió por todos” (2 Corintios 5:14); que gustó “la muerte por todos” (Hebreos 2:9). No hay ninguna necesidad de tratar de esquivar la fuerza evidente y el claro sentido de estos pasajes inspirados y de muchos otros. Además, creemos que es totalmente incorrecto añadir nuestras palabras a las palabras de Dios, a fin de hacerlas compatibles con un sistema determinado de doctrina.
Cuando la Biblia afirma que Cristo murió por todos, no tenemos ningún derecho a añadir las palabras «los elegidos». Y cuando la Biblia dice que Cristo experimentó “la muerte por todos”, no tenemos ningún derecho a añadir «los elegidos». A nosotros nos corresponde tomar la Palabra de Dios como suena e inclinarnos reverentemente a su enseñanza autoritaria en todas las cosas. No podemos sistematizar la Palabra de Dios, como no podemos sistematizar a Dios mismo. Su Palabra, su corazón y su naturaleza son demasiado profundos y amplios como para que podamos encerrarlos dentro de los límites del mejor sistema humano de teología que haya podido jamás ser construido.
Encontraremos a menudo porciones de la Escritura que no coinciden con nuestro sistema. Debemos recordar que Dios es amor, y este amor desea manifestarse a todos sin límites. Es cierto que Dios tiene sus consejos, sus propósitos y sus decretos; pero no es eso lo que él presenta al pecador miserable y perdido. Ya instruirá e interesará a los suyos acerca de esas cosas; pero al pecador culpable y fatigado con el peso del pecado, le presenta su amor, su gracia y misericordia, su disposición a salvar, perdonar y bendecir.
Y recuérdese bien que la responsabilidad del pecador se deriva de lo que está revelado, no de lo que es secreto. Los decretos de Dios son secretos; Su naturaleza, Su carácter, Él mismo, están revelados. El pecador no será juzgado por rechazar aquello que no pudo conocer. “Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
No estamos escribiendo un tratado teológico; pero creemos que es sumamente importante persuadir al lector de que su responsabilidad como pecador está basada en el hecho de que la salvación que Dios ofrece y la expiación de Cristo están dirigidas expresa y decididamente “a todos”, y no solo a un cierto número de la familia humana. El glorioso mensaje es enviado a todo el mundo. Todo el que lo escucha es invitado a venir. La base de esto está en que Cristo ha quitado de en medio el pecado, en que la sangre de la expiación ha sido introducida en la presencia de Dios, en que la barrera que el pecado presentaba ha sido derribada y abolida, y la poderosa marea del amor divino puede fluir ahora libremente hasta el más vil de los hijos de los hombres.
Tal es el mensaje; y cuando alguien, por gracia, lo cree, se le puede decir además que no solo ha quitado Cristo de en medio el pecado, sino que también ha llevado los pecados de él –los pecados actuales de todo su pueblo–, de todo los que creen en Su nombre. El evangelista puede levantarse en medio de miles de personas y declarar que Cristo ha quitado de en medio el pecado, que Dios está satisfecho, que el camino está abierto para todos; y lo mismo puede decir en privado a oídos de todos y de cada uno de los pecadores bajo el cielo. Y entonces, cuando alguien ha recibido este testimonio –cuando el pecador arrepentido, con el corazón quebrantado y confesándose pecador, recibe el glorioso mensaje– se le puede enseñar también que todos sus pecados fueron puestos sobre Jesús, que Jesús los llevó todos al madero, y que acabó con todos ellos para siempre, cuando murió en la cruz.
Esta es la clara doctrina de Hebreos 9:26, 28, y de ello tenemos un modelo sorprendente en los dos machos cabríos de Levítico 16. Si el lector observa atentamente en dicha porción, allí hallará: primero, el macho cabrío inmolado en expiación; segundo, el macho cabrío enviado al desierto, llevando sobre sí las iniquidades de los hijos de Israel. La sangre del macho cabrío inmolado era introducida en el santuario y esparcida allí. Este era un modelo de Cristo quitando de en medio el pecado. Después, el sumo sacerdote, en representación de la congregación, confesaba todos sus pecados sobre la cabeza del macho cabrío vivo y, con ellos encima, este macho cabrío marchaba al desierto, es decir, a un lugar deshabitado. Este era un modelo de Cristo llevando sobre sí los pecados de su pueblo. Tomados en conjunto los dos machos cabríos nos dan una visión completa de la expiación de Cristo, la cual, como la justicia de Dios en Romanos 3:22, es “para todos los que creen en él”.
Todo esto es por demás sencillo. Al que busca con anhelo la paz, le resuelve un montón de dificultades. Muchas veces, estas dificultades surgen por la mutua incompatibilidad de los dogmas de los sistemas teológicos y no tienen en absoluto ninguna base en la Santa Biblia. Allí, todo es tan sencillo y claro como lo puede hacer Dios. Todo el que escucha el mensaje del amor generoso de Dios, está obligado, por no decir invitado, a recibirlo; y el juicio caerá con toda seguridad sobre todos y cada uno de los que rehúsen o menosprecien la misericordia que les es ofrecida. Es completamente imposible que alguien que haya oído el evangelio o haya tenido en sus manos el Nuevo Testamento, se libre de la tremenda responsabilidad que pesa sobre él de aceptar la salvación de Dios. Ni una sola alma podrá decir: Yo no pude creer porque no era de los elegidos y no obtuve poder para creer. Nadie se atreverá a decir, ni siquiera a pensar tal cosa. Si alguien pudiera excusarse así, ¿dónde estaría entonces la fuerza o el significado de las siguientes frases tan ardientes: “Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1:7-8)? ¿Será castigado alguien por no obedecer al evangelio, si no es responsable para prestar obediencia? Seguro que no.
El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?
(Génesis 18:25).
Pero, ¿acaso Dios envía su evangelio a los hombres, meramente para ponerlos bajo responsabilidad y aumentarles la culpa? ¡Lejos esté de nosotros un pensamiento tan monstruoso! Dios envía su evangelio al pecador perdido para que se salve, pues no quiere que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento (2 Pedro 3:9). Por consiguiente, ninguno de los que perecen podrá quejarse de nadie, sino de sí mismo.
Una de las cosas más importantes es que el lector quede bien asentado en el conocimiento y en el sentido práctico de lo que la expiación de Cristo ha llevado a cabo por todos los que confían con sencillez en él. Casi no hay necesidad de decir que esa es la única base de paz. Cristo quitó de en medio el pecado mediante su propio sacrificio y llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1 Pedro 2:24). Por tanto, es imposible que pueda surgir alguna cuestión en cuanto al pecado o la culpa. Eso ha quedado solucionado “una vez para siempre” por la muerte expiatoria del Cordero de Dios. Es cierto, ¡ay, cuán cierto!, que todos tenemos pecado; y que hemos de juzgarnos a nosotros mismos y nuestra manera de obrar cada día y cada hora. Siempre nos servirá de provecho, mientras estemos en un cuerpo de pecado y de muerte, percatarnos de que “en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18). Pero eso no afecta en modo alguno a la cuestión de nuestra aceptación perfecta y eterna por Dios. La conciencia del creyente está completamente purificada de todo polvo y de toda mancha, como lo estará toda la creación. Si no fuera así, Cristo no podría ahora estar donde está. Ha entrado en la presencia de Dios para interceder allí por nosotros. Esto nos lleva de la mano a considerar el segundo punto: la abogacía o intercesión de Cristo.
- 1No podemos recalcar lo suficiente la importancia de ponderar toda la fuerza de este importante pasaje. El agregado de las palabras «los pecados de» (que en la Versión Moderna están en cursiva, N. del T.), además de no ser inspirado, es particularmente desafortunado. Enseña una doctrina que, estamos seguros, cualquier traductor sano en la fe repudiaría, a saber, la doctrina del universalismo. Si Cristo fuese la propiciación por los pecados de toda persona en el mundo, entonces seguramente todas las personas del mundo serían salvas. Pero el pasaje no enseña nada de eso. Está en armonía con esa magnífica declaración de Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Hasta aquí, se trata del «pecado» y del mundo en general. Diferente es el pensamiento cuando aparece el término en plural «pecados», el cual siempre se relaciona con personas y con el fundamento sobre el cual son perdonadas, lo cual supone la fe y la obra entera de la gracia en el alma. Las personas son perdonadas solamente cuando se arrepienten y creen al Evangelio. Encomendamos este tema a la consideración del lector acompañada de la oración. Que lo pondere con atención a la luz, no de los dogmas ni de ninguna escuela particular de teología, sino de las Escrituras.
Su aparición delante de Dios por nosotros: “Entró Cristo… en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios”
Muchísimas personas se inclinan a confundir dos cosas que, aunque conectadas inseparablemente, son totalmente distintas: la intercesión y la expiación. Como no ven la perfección divina de la expiación, buscan de alguna manera en la intercesión lo que la expiación ya ha consumado. Hemos de recordar que, aunque en cuanto a nuestra posición no estamos en la carne, sino en el Espíritu, en cuanto a nuestra condición, sin embargo, estamos en el cuerpo. En espíritu y por fe, estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo; pero en nuestra realidad corporal, estamos aún en el desierto, sujetos a toda clase de debilidades, expuestos a caer y errar de mil maneras.
Ahora bien, la abogacía o intercesión sacerdotal de Cristo tiene por objeto precisamente hacer frente a esas debilidades de nuestra condición actual ¡Sea alabado Dios por una provisión tan bendita! Como quienes están en el cuerpo, pasando por el desierto, necesitamos un gran sumo sacerdote para conservar el vínculo de la comunión, o para restaurarlo cuando se ha roto. “Ahora bien… tenemos tal sumo sacerdote”, que vive siempre para interceder por nosotros (Hebreos 8:1; 7:25); y sin él, no podríamos seguir adelante ni un solo momento. La obra de la expiación no se repite jamás; la obra de la intercesión no se interrumpe jamás. Una vez que la sangre de Cristo es aplicada a la persona por el poder del Espíritu Santo, esa aplicación no se repite jamás. Pensar en repetirla equivale a negar su eficacia y a reducirla al nivel de la sangre de los becerros y de los machos cabríos.
No hay duda de que las personas a que nos hemos referido no quieren decir que la sangre de la expiación carezca de esa eficacia; pero la tendencia del pensamiento de requerir una nueva aplicación de la sangre de la aspersión va por ahí. Es posible que las personas que se expresan de ese modo, piensen que así se da mayor honor a la sangre de Cristo y manifiestan mejor su propia indignidad; pero, en realidad, el mejor modo de honrar la sangre de Cristo es regocijarse en lo que ha hecho por nosotros; y el mejor modo de manifestar nuestra indignidad es darnos cuenta y acordarnos de que éramos tan viles, que solo la muerte de Cristo tuvo poder para solucionar nuestro caso. Tan viles éramos, que solo su sangre pudo limpiarnos; y tan preciosa es su sangre, que no queda ni rastro de nuestra culpa.
La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).
Esta es la posición del más débil de los hijos de Dios que pase su mirada por estas líneas. “Todos los pecados serán perdonados” (Marcos 3:28). No queda el menor rastro de culpa. Jesús está en la presencia de Dios por nosotros. Allí está como Sumo Sacerdote delante de Dios –como Abogado para con el Padre1 –. Por medio de su muerte expiatoria, rasgó el velo, quitó de en medio el pecado, nos acercó a Dios por el crédito y la virtud infinitos de su sacrificio, y ahora vive para conservarnos, por medio de su Abogacía, en el disfrute del lugar y de los privilegios en los que su sangre nos ha introducido.
De aquí que el apóstol diga: “Si alguno hubiere pecado” tenemos ¿qué? ¿La sangre? No, sino “Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). La sangre ya consumó su obra y está siempre delante de Dios, conforme al pleno valor que tiene a los ojos del Padre. Su eficacia es siempre la misma. Pero nosotros pecamos; quizá sea solo de pensamiento; pero incluso ese pensamiento basta para interrumpir nuestra comunión. Aquí es donde entra lo de la abogacía. Si no fuera porque Jesucristo está actuando siempre por nosotros en el santuario celestial, seguro que nuestra fe fallaría en algunos momentos en los que hemos obedecido en cierta medida a la voz de nuestra naturaleza pecaminosa. Eso es lo que le ocurrió a Pedro en aquella hora terrible de su tentación y caída: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:31-32).
Fíjese en esto: “Yo he rogado por ti, que”… ¿qué? ¿Que no fallase Pedro? No, sino que, tras haber fallado, su fe no cediese. Si Cristo no hubiese orado por este siervo suyo tan pobre y débil, el apóstol habría ido de mal en peor. Pero la oración de Cristo obtuvo para Pedro la gracia de un arrepentimiento sincero, de un juicio de sí mismo y de un pesar amargo por su pecado y, por fin, la restauración completa de su corazón y de su conciencia, de forma que la corriente de su comunión –interrumpida por el pecado, pero restaurada por la intercesión– pudiese fluir como antes. Así ocurre con nosotros cuando, por falta de la santa vigilancia que deberíamos estar ejercitando continuamente, cometemos pecado: Jesús se presenta al Padre por nosotros y ruega por nosotros; y por la eficacia de su intercesión sacerdotal, somos convencidos de pecado y llevados al juicio de nosotros mismos, la confesión y la restauración. Todo esto está basado en la intercesión, y la intercesión está basada en la expiación.
Y bien se puede afirmar aquí, del modo más claro y enérgico posible, que es un privilegio muy grande de todo creyente estar en condiciones de no cometer pecado. Nada nos obliga a ello. “Hijitos míos”, dice el apóstol, “estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1). Esta es una verdad de las más preciosas para todo el que ama la santidad. No hay necesidad de que pequemos. Recordemos esto. “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). Esta es la idea que tiene Dios de un cristiano. ¡Ay, no siempre nos percatamos de ello! Pero no por eso deja de ser una verdad preciosa. La naturaleza divina, el nuevo hombre, la vida de Cristo en el creyente, no puede pecar de ninguna manera, y es privilegio de todo creyente andar de modo que solo pueda verse en él la vida de Cristo. El Espíritu Santo mora en el creyente en virtud de la redención, para llevar a cabo los deseos de la nueva naturaleza, de forma que sea como si la carne no existiera, y solamente Cristo se viese en la vida del creyente.
Es de gran importancia que esta idea divina de la vida cristiana sea bien comprendida y practicada. A veces preguntan algunos: ¿Le es posible a un cristiano vivir sin cometer pecado? Respondemos con las palabras inspiradas del apóstol: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1). Y de nuevo, con palabras inspiradas de otro apóstol:
Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?
(Romanos 6:2).
El cristiano es visto por Dios como “muerte al pecado”; de ahí que, si cede al pecado, está negando prácticamente su posición en un Cristo resucitado. Pero, ¡ay!, lo cierto es que pecamos, y por eso Juan añade: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”.
Esto confiere una perfección admirable a la obra en la que descansa nuestra alma. Tan perfecta es la eficacia de la expiación de Cristo, que tenemos un Abogado con nosotros para que no pequemos, y otro Abogado con el Padre si pecamos. La palabra griega que se traduce por «Consolador» en Juan 14:16 es la misma que se traduce por «abogado» en 1 Juan 2:1. Tenemos una Persona divina que nos cuida aquí, y otra Persona divina que nos cuida desde el cielo, y todo esto está basado en la muerte expiatoria de Cristo.
¿Se dirá que, al escribir así, damos permiso para pecar? ¡No lo permita Dios! Ya hemos declarado, y queremos insistir en ello, que es posible vivir en una comunión tan continua con Dios –andar de tal modo en el Espíritu y estar tan llenos y ocupados con Cristo–, que no se manifieste la carne o la vieja naturaleza. Ya sabemos que no siempre es este el caso. “Todos ofendemos muchas veces”, como nos dice Santiago 3:2. Pero ninguna persona de buen sentido, ningún amador de la santidad, ningún cristiano espiritual, puede estar de acuerdo con los que dicen que cometemos pecado por necesidad. ¡Gracias a Dios que no es así! Pero, ¡qué bendición es saber que, si caemos, hay Alguien a la diestra de Dios para restaurar el vínculo roto de la comunión! Esto lo lleva a cabo produciendo en nuestra alma, por medio del Espíritu Santo que mora en nosotros (ese “otro Consolador”, Juan 14:6) el sentimiento de fracaso, y conduciéndonos al examen de conciencia y a la confesión sincera del pecado, sea el que sea. Decimos confesión sincera, porque lo ha de ser, si es fruto de la obra del Espíritu en el corazón. No consiste en decir, de forma ligera y frívola, que hemos pecado, para volver a pecar de modo igualmente ligero y frívolo. Esto es sumamente triste y peligroso. No sabemos de ninguna otra cosa que endurezca y desmoralice tanto como esta, pues seguramente ha de conducir a las consecuencias más desastrosas. Hemos conocido casos de personas que vivían en pecado y quedaban satisfechas con una mera confesión de labios de su pecado, y que seguían cometiendo el pecado una y otra vez; y así continuaron por meses y años, hasta que Dios en su fidelidad hizo que todo el asunto se descubriese claramente ante los demás. Todo esto es muy horrible. Es el método de Satanás para endurecer y engañar el corazón. ¡Ojalá vigiláramos contra eso y conserváramos siempre una conciencia delicada! Podemos estar seguros de que, cuando un verdadero hijo de Dios es seducido a pecar, el Espíritu Santo ha de producir en él un sentimiento tal –le conducirá a tal hastío de sí mismo, a tal aborrecimiento del pecado y a un juicio propio tan serio en la presencia de Dios–, como para no ser capaz de volver a cometer el pecado a la ligera. Esto lo podemos aprender de las palabras de Juan cuando dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y” –nótese la cláusula tan importante que sigue– “limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
Aquí tenemos el fruto precioso de la doble abogacía. Todo él está expuesto en su plenitud en esta parte de la primera Epístola de Juan. Si alguno peca, el adorable Paráclito en las alturas intercede junto al Padre, apela a los méritos perfectos de su obra expiatoria y ora por el que ha cometido el pecado, basando la oración en el hecho de haber llevado sobre sí mismo el juicio de ese pecado. Luego, el otro Paráclito actúa sobre la conciencia, produce el arrepentimiento y la confesión e introduce de nuevo al alma en la luz, con la suave sensación interior de que el pecado ha sido perdonado, la iniquidad ha sido limpiada y la comunión ha quedado perfectamente restaurada. “Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre” (Salmo 23:3).
Esperamos que le sea dado a entender esta verdad grande y fundamental. Sabemos que a muchos les resulta difícil hacer compatible la idea de la intercesión con la verdad de una expiación perfecta. Si la expiación es perfecta –dicen–, ¿para qué se necesita la intercesión? Si el creyente –continúan– es hecho tan blanco como la nieve por la sangre de Cristo, tan blanco que el Espíritu de Dios puede morar en su corazón, ¿para qué necesita entonces un sacerdote? Si Cristo, con un solo sacrificio, ha perfeccionado para siempre a todos los que son santificados, ¿qué necesidad tienen entonces de un abogado los que han sido perfeccionados y santificados? Seguro que, o debemos admitir la noción de una expiación imperfecta, o negar la necesidad de la abogacía.
Así es como razona la mente humana, pero no es esa la fe de los cristianos. La Biblia nos enseña con la mayor seguridad que el creyente queda lavado tan blanco como la nieve; que es aceptado en el Amado, que está completo en Cristo, perfectamente perdonado y justificado mediante la muerte y resurrección de Cristo; que nunca puede venir a juicio, sino que ha pasado de muerte a vida; que no está en la carne, sino en el Espíritu; que no pertenece a la vieja creación, sino a la nueva; que no es miembro del primer Adán, sino del postrero; que está muerto al pecado, al mundo y a la ley, porque Cristo ha muerto y el creyente ha muerto en él. Todo esto está explicado ampliamente y puesto de relieve constantemente por los escritores inspirados. Si fuera necesario, podrían citarse fácilmente docenas de porciones para demostrarlo.
Pero hay también otro aspecto del cristiano que ha de ser tenido en cuenta. No está en la carne en cuanto a la base de su posición, pero está en el cuerpo en cuanto al hecho de su condición. Está en Cristo en cuanto a su posición, pero también está en el mundo en cuanto al hecho de su existencia. Está rodeado de toda clase de tentaciones y dificultades, y es en sí mismo una criatura pobre y frágil, llena de debilidades, sin competencia ni aun para pensar algo por sí mismo.
Y no todo acaba ahí. Cada cristiano verdadero está dispuesto siempre a reconocer que en él, esto es, en su carne, no habita nada bueno. Es salvo, gracias a Dios, y eso está solucionado eternamente; pero, salvo y todo, tiene que pasar aún por el desierto; tiene que esforzarse por entrar en el reposo de Dios, y aquí es donde entra lo del sacerdocio. El objetivo del sacerdocio no es completar la obra de la expiación, ya que esa obra es tan perfecta como el que la llevó a cabo.
Pero tenemos que ser conducidos por el desierto y llevados al reposo que queda para el pueblo de Dios, y para este fin tenemos un gran Sumo Sacerdote que ha pasado a través de los cielos, Jesús el Hijo de Dios. Allí está para compadecer y socorrernos; sin su compasión y socorro, no podríamos seguir adelante ni un solo momento. Vive siempre para interceder por nosotros y, por medio de su ministerio en el santuario celestial, nos sostiene día a día en el mérito y el valor infinitos de su obra expiatoria. Él nos levanta cuando caemos, nos restaura cuando nos descarriamos y reanuda el vínculo de la comunión cuando ha sido roto por nuestro descuido. En una palabra, aparece en la presencia de Dios por nosotros y allí desempeña sin interrupción un ministerio a favor nuestro, en virtud del cual somos conservados en la integridad de la relación en la que su muerte expiatoria nos ha introducido.
- 1El lector notará con interés que en la epístola a los Hebreos tenemos el sacerdocio, mientras que en la primera epístola de Juan la abogacía o intercesión. Hay evidentemente una distinción, sobre la cual no nos detendremos aquí. Solo nos limitaremos a decir que cuando se habla de sacerdocio, se lo hace con referencia a Dios, mientras que la intercesión es con referencia al Padre.
Su futura aparición por los suyos: “Y aparecerá por segunda vez… para salvar a los que le esperan”
Hasta aquí, en cuanto a la expiación y la intercesión. Solo nos resta tratar el Advenimiento, la segunda venida del Señor. Deseamos especialmente recordarle al lector que, al tratar la muerte de Cristo, hemos dejado completamente sin tocar un punto importante que está relacionado con ella, a saber, nuestra muerte en él. Haremos esto, si Dios lo permite, en otra ocasión, pues es de inmensa importancia como poder libertador del pecado que mora en nosotros, así como del presente mundo malo y de la ley. Hay muchos que miran a la muerte de Cristo meramente para perdón y justificación, pero no ven la verdad preciosa y emancipadora de que ellos han muerto en él y de que han sido libertados consiguientemente del poder del pecado que hay en ellos. Esto último es el secreto de la victoria sobre el «yo» y sobre el mundo, y de la liberación de toda forma de legalismo y de pietismo1 meramente carnal.
Así, hemos echado una ojeada a dos de lo temas importantes que nos son presentados en los versículos finales de Hebreos 9, a saber: primero, la preciosa muerte expiatoria de nuestro Señor Jesucristo en sus dos aspectos; y segundo, su intercesión omnipotente por nosotros a la diestra de Dios. Nos queda solo por considerar en tercer lugar su Advenimiento, el cual nos es presentado aquí en conexión directa con esas grandes verdades fundamentales que han ocupado ya nuestra atención y que, además, son admitidas y apreciadas por todos los cristianos verdaderos. ¿Es verdad que Cristo ha aparecido en este mundo para quitar de en medio el pecado por medio de su propio sacrificio y para llevar los pecados de los muchos que, por gracia, han puesto su fe en él? ¿Es verdad que ha pasado a través de los cielos y se ha sentado en el trono de Dios para aparecer allí por nosotros? Sí, bendito sea Dios, estas son verdades grandiosas, vitales y fundamentales de la fe cristiana.
Pues bien, es igualmente verdad que él aparecerá de nuevo, sin tener que ver con el pecado, para salvación.
De la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan
(Hebreos 9:27-28).
Aquí, pues, tenemos el asunto afirmado del modo más definitivo. Tan verdadero como que Cristo ha aparecido en esta tierra –tan verdadero como que fue recostado en el pesebre de Belén, que fue bautizado en las aguas del Jordán y ungido con el Espíritu Santo, que fue tentado por el diablo en el desierto, que pasó haciendo el bien y curando a todos los que estaban oprimidos por el diablo, que gimió, lloró y oró en Getsemaní, que pendió de la cruz maldita del Calvario y murió, el Justo por los injustos, que fue depositado en una tumba oscura y silenciosa, que resucitó victorioso al tercer día y que subió a los cielos, a fin de aparecer allí en la presencia de Dios por los suyos–, así de verdadero es como que aparecerá sin tardar mucho en las nubes del cielo para recoger a su pueblo.
Si rehusamos una de estas verdades, tendremos que rehusarlas todas. Si ponemos en duda una, tenemos que poner en duda todas. Si estamos vacilantes con respecto a una, tendremos que estarlo también con respecto a todas, ya que todas descansan precisamente sobre la misma base, esto es, las Sagradas Escrituras. ¿Cómo sé yo que Jesús ha aparecido? Porque me lo dice la Escritura. ¿Cómo sé que aparece ahora? Porque me lo dice la Escritura. ¿Cómo sé que aparecerá por segunda vez? Porque me lo dice la Escritura.
Así que, en una palabra, la doctrina de la Expiación, la doctrina de la Intercesión o Abogacía y la doctrina del Advenimiento o Segunda Venida, todas descansan sobre un mismo fundamento inquebrantable: La declaración sencilla de la Palabra de Dios, de forma que, si recibimos una, tenemos que recibirlas todas.
¿Cómo es, pues, que la Iglesia de Dios ha perdido prácticamente de vista la doctrina de la Segunda Venida, mientras que a lo largo de los siglos ha admitido y apreciado las doctrinas de la expiación y de la intercesión? ¿Cómo es que, mientras estas últimas dos son consideradas esenciales, la primera es tenida como secundaria? Más aún, ¿cómo es que, mientras que la persona que no acepta las dos últimas es tenida por hereje, y con toda razón, la persona que defiende la primera es tenida por muchos como sospechosa de carecer de creencias sanas o de introducir doctrinas extrañas? ¿Qué respuesta se puede dar a esas preguntas? ¡Ay! La Iglesia ha dejado de esperar a su Señor. La expiación y la intercesión se admiten porque nos conciernen a nosotros; pero la segunda venida ha sido virtualmente arrojada por la borda, aun cuando le concierne tan de lleno al Señor. Al que sufrió y murió en esta tierra, le corresponde reinar; al que llevó una corona de espinas, le corresponde llevar una corona de gloria; al que se humilló a sí mismo hasta el polvo de la muerte, le corresponde ser exaltado y que toda rodilla se doble delante de él.
Que esto es así, no hay nada más seguro. Y el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo hará que se cumpla a su debido tiempo. “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Salmo 110:1; Hebreos 1:13). Se acerca rápidamente el momento en que nuestro adorable Salvador, que está ahora escondido de los ojos de los hombres, aparecerá en gloria y todo ojo le verá. Tan seguro como que estuvo colgado en la cruz y que ahora está sentado en el trono, es que un día aparecerá en gloria. Viendo que estas cosas son así, ¿es usted de “los que le esperan”? Esta es una pregunta solemne. Hay quienes le esperan y hay quienes no le esperan. Ahora bien, es a los primeros a quienes se aparecerá para salvación. Vendrá y recogerá a los suyos, para que donde él está, también ellos estén (Juan 14). Esas son sus palabras amorosas, dichas en los momentos de Su partida para consolar y alegrar a sus discípulos entristecidos. Tenía en cuenta que se hallaban turbados con el pensamiento de que los iba a dejar, y procuró consolarlos con la seguridad de su regreso. No les dice: No se turbe vuestro corazón, porque pronto me seguiréis, sino: “vendré otra vez” (Juan 14:3).
Esta es la verdadera y propia esperanza del cristiano. Cristo viene. ¿Estamos preparados? ¿Le estamos esperando? ¿Le echamos en falta? ¿Hacemos duelo por su ausencia? Si no sentimos su ausencia, no es posible que estemos en la actitud correcta de esperarle. Él está llegando. Podría estar aquí esta noche. Antes de que salga de nuevo el sol, podría oírse en los aires la voz del arcángel y el toque de la trompeta.
¿Qué ocurrirá entonces? Entonces, los santos que duermen –todos los que han partido en la fe de Cristo, todos aquellos a quienes el Señor rescató y cuyas cenizas reposan en las tumbas y en los cementerios en derredor nuestro o en lo profundo de los mares– se levantarán todos ellos. Los santos que vivan aún en la tierra serán transformados en un momento, y todos juntos subirán para salir al encuentro del Señor en el aire (véase 1 Corintios 15:51-54; 1 Tesalonicenses 4:13-5:11).
Pero, ¿y los inconversos; los incrédulos, los impenitentes, los no preparados? ¿Qué les ocurrirá a esos? ¡Oh! Son preguntas de una espantosa solemnidad. El corazón se hunde en la angustia al ponderar el caso de los que están aún en sus pecados –de los que no han querido escuchar todas las invitaciones y todas las advertencias que les ha enviado Dios, en su paciente misericordia, semana tras semana y año tras año– de los que se han sentado bajo el sonido del Evangelio desde su más tierna infancia y que han llegado a ser, como solemos decir, «endurecidos por el Evangelio». ¡Qué terrible será la condición de esos, cuando venga el Señor a recoger a los suyos! Serán dejados aquí, para caer bajo la decepción profunda y tenebrosa que Dios enviará de cierto sobre todos los que han oído el Evangelio y lo han rechazado. ¿Y qué ocurrirá después? ¿Qué vendrá tras de ese engaño profundo y oscuro? La condenación, todavía más profunda y oscura, en el lago que arde con fuego y azufre.
¡Ay! ¿No haremos sonar una nota de alarma en los oídos de nuestros semejantes que se hallan en pecado? ¿No procuraremos advertirles, con la mayor insistencia y solemnidad, que huyan de la ira venidera? ¿No vamos a procurar presentarles de palabra y obra –por el doble testimonio de los labios y de la conducta– el hecho de tremenda importancia de que “el Señor está cerca”? Sintámoslo nosotros más profundamente, y lo presentaremos entonces más fielmente. En la verdad de la venida del Señor, hay un poder moral inmenso, si la guardamos de verdad en el corazón, y no solo en la cabeza. Con que los cristianos solo vivieran en la expectación constante de la venida del Señor, bastaría para impresionar asombrosamente a los inconversos que nos rodean.
¡Ojalá reavive el Espíritu Santo en los corazones de todo el pueblo de Dios la esperanza bienaventurada de la venida de su Señor, para que se comporten como quienes aguardan a su Señor, a fin de que, cuando él venga y llame a la puerta, le abran inmediatamente!
- 1N. del Ed. (Nota del editor): Secta protestante que constituyó una reacción contra la ortodoxia luterana.