El pecado después de la conversión

Después de la conversión empieza la batalla

¿Qué sucede cuando uno peca después de su conversión?

Saben ustedes que, cuando nos convertimos, empezamos a formar parte de la familia de Dios. Dios es nuestro Padre. Pues bien, algunos de ustedes son padres o madres y saben perfectamente que, cuando sus hijos quieren ser dueños de su voluntad y les desobedecen, ustedes no dejan de castigarlos, pero nunca mandan que las autoridades los apresen. Supongamos que un chico vagabundo le tira una piedra a su ventana y rompe la vidriera; seguro que llamaría usted a un guardia y le pediría que lo castigara. Pero, ¿trataría a un hijo suyo de la misma manera? ¡Claro que no! El incrédulo que peca contra Dios es como el muchacho que no era nuestro hijo. Sólo le resta esperar la perdición eterna por ser su pecado una ofensa contra el trono de Dios; pero los creyentes en Cristo están en la condición de hijos para con el Padre. Cuando el hijo rompe la vidriera de la casa de su padre, éste no le manda prender por la policía, porque se trata de un hijo suyo. Así también Dios no nos manda a la cárcel (esto es, al infierno), sino que nos castiga como a hijos (véase Hebreos 12:6-8). Y ¿por qué? ¿Para que escapemos del infierno? De ningún modo; porque “la sangre de Jesucristo su Hijo, nos limpia de todo pecado”, sino “para que participemos de su santidad.”

Examinemos un versículo muy explícito. No hay nada mejor que tomar la Escritura tal como está escrita. Leamos en 1 Corintios 11:31-32: “Si, pues, nos examinásemos (o escudriñásemos) a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor”. ¿Para qué? “Para que no seamos condenados con el mundo”. ¿Esto no está claro? El Señor nos castiga para no condenarnos con el mundo.

Un padre razona como sigue: «Si yo no castigo a mi hijo mientras es pequeño, cuando sea hombre puede llegar a ser un asesino». Le castiga en privado para evitar que más tarde sea castigado en público.

El hombre que se da al mundo prospera y crece como un verde laurel. Pero esperen. Se olvida y se burla de Dios, vive una vida de pecado y sólo se cuida de lo que le proporciona placer. Va acumulando pecados hasta el día en que estará ante el gran Trono blanco; y entonces será juzgado por sus pecados. En cambio, ¿qué le sucede al cristiano? Algunos dicen: —De cualquier forma siempre tengo algo que me mortifica en mi vida de creyente. La razón verdadera es sencillamente que Dios, en su infinita gracia, los está corrigiendo.

El testimonio de un paralítico

Cierto ateo dijo un día a un pobre cristiano paralítico: —¡Hace años que estás ahí padeciendo en ese lecho y dices que Dios te ama! Mira, yo tengo un pecho sano, una salud perfecta y disfruto de la vida. No creo en tu Dios. En cambio, tú te pasas los días postrado en un lecho; y ¡dices que Dios te ama!

El paralítico le leyó al incrédulo estos versículos de la Biblia: “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (Hebreos 12:6-8). Y añadió: — Esto se explica fácilmente. Soy hijo de Dios y él me está corrigiendo para que yo participe de su santidad. El Señor me corrige en virtud de su amor para conmigo, mientras que usted es un bastardo y de ningún modo un hijo.

Sin duda cada uno de ustedes se acordará de que, cuando era pequeño e iba a la escuela, a veces estaba lloviendo mucho, y decía: —Mamá, cómo quisiera quedarme hoy en casa. Déjame quedar en casa. Su madre, sin embargo, contestaba: —¡Debes ir a la escuela! Asimismo, al principiar el verano, cuando el cielo estaba sereno, decía: —¡Ay, mamá!, qué pocas ganas tengo de ir a encerrarme en el colegio. Déjame ir de paseo. Y cuando su madre se negaba a complacerlo, en el fondo de su corazón la llamaba severa o dura. ¿Cuál es su opinión sobre todo esto ahora? Ciertamente dirá: «Mi madre tenía muchísima razón. Me estaba preparando para el futuro. Todo tenía un fin educativo».

El castigo es educativo

Ahora bien, en la Sagrada Escritura, éste es el sentido de la corrección. No todo es castigo; una gran parte de ella es educación. Incluye al castigo, por cuanto es necesario, porque el castigo es educativo.

Dios nos dice: —Vayan por esa vereda y descubrirán que están aprendiendo lecciones de mi amor y de la gracia de Cristo. La vereda de la voluntad de Dios es el camino más suave hacia el cielo.

Según mi propia experiencia, no quisiera que me hubiese faltado una sola gota de la copa amarga que muchas veces he tenido que tomar. ¿Por qué? Porque por medio de la disciplina aprendemos —de modo particularmente dulce— a conocer el amor y los cuidados del Padre. Pero, suponiendo que un cristiano cayera en pecado, ¿cuál será el resultado del mismo?: la pérdida de la comunión con el Padre. Parece que entonces Dios está distante. Lo que el creyente pierde en esos momentos no es su salvación, sino el gozo de la misma. ¿Comprenden ustedes la diferencia? Supongamos que un niño se porta mal con su padre. ¿Lo pierde por eso? No, pero pierde la comunión con él. El padre no puede sonreírle, ni tratarle afectuosamente; tiene que castigarle, y se nota que hay entre ellos cierta distancia. Es el amor que obliga al padre a tomar semejante actitud. Si no usa la vara, pierde al hijo, y demuestra que no le ama.

Repito, pues, la pregunta: ¿Qué le sucede al creyente cuando cae en pecado? ¿Pierde su salvación? No. ¿Qué pierde entonces? Se ve privado del gozo del amor de Dios en su alma, y cuando quiera arrodillarse, sus labios quedarán sellados; habrá en él una cosa muy parecida a la hipocresía si pretende orar sin haberse examinado ante la santa presencia de Dios. Entonces lo que debe hacer es un humilde y sincero acto de confesión.

¿… Y si el creyente persevera en su pecado?

Pero si un creyente persevera en su pecado, y no pone atención a las amonestaciones de Dios, ¿qué pasará? Dios tendrá que castigarle; por ejemplo, con una enfermedad, con una pérdida muy sensible, o con cualquier cosa de las muchas que le pueden pasar.

En 1 Corintios 11:30 verán que Dios hizo que murieran algunos cristianos cuyo comportamiento era indigno de su vocación. Sin embargo, fueron al cielo. ¿Por qué? Porque la obra de Cristo que habían creído y aceptado realmente les había capacitado (preparado) para aquel lugar. Entonces ¿por qué murieron? Porque no daban buen testimonio en esta tierra en la que habían sido dejados con tal fin. “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen”. Esto significa que, aunque por la obra de Cristo estaban preparados para morir, su proceder mostraba que no estaban preparados para vivir. ¡Qué triste condición! Aunque el castigo de muerte sólo ocurre en casos extremos, ¡nadie considere el pecado como cosa de poca importancia!

Recuerdo haber visto en Irlanda una cabra que tenía amarradas las patas, y les pregunté a los dueños: —¿Por qué la amarraron así? A lo que me contestaron que el animal tenía el vicio de huir y de querer meterse en peleas. ¿No se da este caso en muchos de nosotros? Por naturaleza nos gusta vagar, correr, pelear, y por esta razón Dios nos amarra las manos. No nos quiere dejar hacer nuestra propia voluntad. Nos ama demasiado para dejarnos obrar así.

Desea ardientemente que seamos únicamente suyos. ¿Entienden esto?

Ahora, cuando un cristiano cae en pecado, ¿cuál es su remedio? Leemos que

si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).

¿Qué quieren decir estas palabras? ¿Corre peligro nuestra salvación? De ningún modo; no se trata de esto. No necesitamos implorar el perdón por miedo de perder nuestras almas, porque —según lo leemos en la epístola a los Hebreos— Jesucristo vino a ser “autor de eterna salvación” (5:9) y obtuvo para nosotros una “redención eterna” (9:12). El pecado no me hace temer la muerte y el juicio, sino que me hace notar la distancia que entonces existe entre mi alma y mi Padre celestial; distancia que desaparecerá al recibir yo su perdón paternal.

Nuestro versículo no dice: «Si confesamos nuestros pecados, él es misericordioso y tierno para que nos perdone nuestros pecados». Lo que nos enseña es que “si confesamos nuestros pecados, él (el Padre) es fiel y justo para perdonar nuestros pecados”. ¿Ven la diferencia? ¡Fiel y justo! ¿Y por qué es fiel y justo? Por cuanto llevó a cabo el perdón del pecado en la cruz del Calvario, y Dios quedó satisfecho con ello. Por lo tanto, si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar.

La clase de confesión que agrada a Dios

Cierto amigo mío me contó la historia de un cristiano que, por desgracia, contrajo el vicio de emborracharse; este hombre le pidió consejo a otro cristiano, quien le contestó de la siguiente manera: —Amigo mío, debe usted confesar su pecado. El culpable se arrodilló diciendo: — Dios mío, he cometido un delito! El amigo le dijo: —No hable usted así; confiese a Dios lo que ha hecho. Y oró nuevamente: —¡Ah! Dios mío, caí en un gran pecado. El amigo le replicó: —Eso no basta. Cuéntele usted a Dios lo que hizo. El pecador, ahora contrito, exclamó por fin: —¡Oh Dios, debo confesarte la verdad: muchas veces me he embriagado!

Si quieren ustedes tener la conciencia limpia de pecados, confiesen a Dios claramente lo que han hecho; como, por ejemplo: —¡Señor! me dejé llevar por el mal genio. La gente dice que el mal genio es una enfermedad. Dar lugar al mal genio es un pecado. Confiesen sinceramente a Dios el carácter de su pecado y —tras haberlo hecho— recibirán perdón, el perdón de un Padre, y disfrutarán, otra vez, de una plena comunión. Recuerden, sin embargo, que el menor pecado rompe el hilo de esta preciosa comunión.

Si de esta manera confiesan su pecado a Dios, sabiendo que la obra de Cristo expió ese pecado en la cruz hace ya casi dos mil años, recibirán el perdón, como un hijo lo recibe de su padre.

Imaginémonos que un chico quebranta una disposición municipal. Un guardia prende al muchacho y, antes de conducirlo a la policía, pasa por la casa del padre y le dice: — Señor, llevo preso a su hijo porque ha incurrido en infracción pasible de multa. A lo que el padre contesta: — Lo siento, pero pagaré yo la multa. Ahora bien, tras haber pagado el padre ese dinero, el chico ya no teme a guardia alguno, porque la ley ha sido satisfecha.

Esto es lo que sucede con nosotros. Habíamos pecado contra Dios. El Señor Jesucristo pagó por nosotros —en la cruz del Calvario— la enorme deuda que teníamos con Dios; por lo tanto, llenos de gratitud, no tememos al infierno, ni al maligno, ni a la justicia futura. La ley ya no tiene nada que ver con nosotros.

Pero volvamos a nuestra comparación. ¿Qué hace ahora el padre del chico? Pagó la multa y ningún guardia puede tocar ya al muchacho. —Hijito mío —le dice—, yo te mandé que no salieras a la calle, y por dos veces me has desobedecido. El padre entonces lleva al chico a su cuarto y lo castiga por su indisciplina.

Tal vez digan: —El papá pagó, y el chico quedó libre. ¿Por qué lo castiga? Para que aprenda a portarse mejor. Antes éramos pecadores perdidos “sin Dios y sin esperanza”, pero después encontramos eterno refugio en Cristo, ya no le tenemos miedo al infierno, ni a la condenación eterna, porque de esa pena nos salvó la cruz de Jesús. Sin embargo, debemos comprender claramente que Dios no permanece indiferente a lo que hace su pueblo; y que —si no caminamos conforme a su agrado— nos corregirá, para que participemos de su santidad. Dios quiere llevar al creyente al punto de confesar sus pecados y obtener el perdón de ellos, según leemos en 1 Corintios 11 v. 31 :

Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados.

El Espíritu Santo es el poder que necesitamos

Por último, permítanme que les diga que si como cristianos desean disfrutar de gozo y de felicidad en su carrera, no deben esperar más para confesar sus faltas a Dios. Confiesen sincera y claramente el delito del que son culpables. Pero no digan: «Nunca más haré tal cosa», porque nuestras resoluciones no merecen confianza alguna. La fuerza para no caer, o recaer, no hay que buscarla en algo nuestro.

Entonces, ¿qué deben hacer, después de confesar su pecado y obtener el perdón? Así como para ser salvos fueron a Cristo —quien murió en la cruz del Calvario, como su Salvador—, dependen ahora del Espíritu Santo para ser sostenidos por Él. Un caballero fue de visita a una casa cristiana y vio sobre la repisa de la chimenea del salón una copa de cristal con el pie partido. —¿Qué significa esa copa partida? —preguntó con mucha extrañeza. Ya no sirve para nada, ni tampoco es un ornato. El dueño de casa no tardó en satisfacer su curiosidad: —Esa copa me recuerda constantemente lo que yo soy. La copa no puede sostenerse de pie sin que algo, o alguien, la mantenga derecha; y yo no puedo permanecer derecho delante de Dios sin que me sostenga el Espíritu Santo.

«Sostenido por el poder de Dios», tal es la divisa que el cristiano debe adoptar hasta la venida del Señor.

Vuelvo a repetir que la cruz de Cristo resolvió para siempre la cuestión de la salvación de mi alma, y que —de ahora en adelante— el pecado ya no podrá molestar mi conciencia, infundiéndome el miedo del infierno, a menos que desconfíe de la eficacia de la sangre y de los resultados de la obra consumada por Cristo.

En cambio, el pecado podrá inquietarme respecto a la pérdida de la luz del rostro del Padre y a la pérdida de la comunión con Dios, pero nunca me infundirá el temor del infierno. No. Fui de una vez y para siempre a Cristo; Él salvó mi alma, y de una sola vez

hizo perfectos para siempre a los santificados
(Hebreos 10:14).

Luego tenemos la obra interna del Espíritu Santo, y si queremos caminar de un modo digno de nuestra vocación, tenemos que valernos únicamente de aquel poder, el del Espíritu de Dios, el cual nos dará la victoria sobre el pecado, según leemos en 1 Juan 2:1: “Estas cosas os escribo para que no pequéis”. Si pecamos, hay Alguien en el cielo que interviene como abogado nuestro, para guardarnos. La Escritura dice: “Estas cosas os escribo para que no pequéis”.

Consejos finales

Y ahora, para concluir, el consejo que les doy a todos los creyentes es: «Caminen todos los días dependiendo de Dios». Pero les diré que hace poco, al hacer la misma exhortación, un amigo mío la rectificó así: «Caminen todas las horas —o a toda hora— dependiendo de Dios». Esto me sugirió lo siguiente: «Anden todos los minutos (esto es: siempre) en la dependencia y comunión con Dios». No hay en nosotros fuerza alguna que nos sea natural; carecemos de poder propio. Dejen el «yo» y vuélvanse a Dios; pidan que el poder del Espíritu Santo pueda manifestarse en nuestras vidas, y serán sostenidos y guardados. Y si caen en pecado, confiesen sincera e inmediatamente a Dios, con hondo sentir, su culpa y pleno arrepentimiento. Luego, después de semejante confesión, no duden del perdón, porque ya lo han alcanzado; y no del modo en que Dios se lo da a un pecador, sino como un Padre se lo concede a su hijo.

Confiésese cada uno, no sólo de palabra, sino con espíritu afligido y contrito; y será suyo el perdón de Aquel que es fiel y justo.

Para el creyente, el invariable efecto del pecado es, según ya vimos, la pérdida de la comunión.

El remedio está en una confesión completa y sincera. La solución consiste en andar siempre dependiendo de Dios y en entregarse —sin reserva alguna— al poder y dirección del Espíritu Santo. La obra de Cristo, hecha fuera de nosotros, nos dio la salvación; la obra del Espíritu Santo, ejecutada dentro de nosotros, ayuda al crecimiento espiritual y a la santificación práctica.

Debemos ser, en nuestras vidas privadas y públicas, un pueblo completamente santificado. Debemos mostrarle a este mundo que no le pertenecemos, pues somos de Aquel que nos compró a muy alto precio, cual pueblo suyo y ovejas de su rebaño.

Ojalá Dios llene nuestros corazones con el sentimiento de su divino e inescrutable amor, y que el Señor Jesucristo atraiga de tal modo nuestros corazones, por medio de su gracia, que nos veamos obligados a seguirle y conozcamos la dulzura de ser llevados por el poder del Espíritu Santo, hasta el momento bendito en que veamos al Señor cara a cara, y permanezcamos para siempre en la casa del Padre. ¡Dios se digne concedérnoslo! Amén.