Conclusión
Acabo de trazar algunos de los rasgos de la gloria moral del Señor Jesucristo. Él fue la fiel representación del hombre según Dios, hombre en quien Dios descansaba.
Esta perfección moral del hombre Cristo Jesús y su aceptación ante Dios se hallan simbolizadas en la ofrenda de presente, esa torta de flor de harina que era cocida en horno, en cazuela o en sartén, con su aceite y su incienso (Levítico 2).
Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra y se manifestó como hombre delante de Dios, el deleite que Dios hallaba en él se expresaba continuamente. Jesús crecía delante de Dios en la naturaleza humana y en la manifestación de todas las virtudes humanas. Nada necesitó en circunstancia alguna que lo recomendase, sino él mismo tal como era. En su persona y en sus caminos el hombre era moralmente glorificado, de modo que, cuando llegó al final de su trayecto en la tierra, pudo ir “en seguida” a Dios, como otrora la gavilla de los primeros frutos era directa e inmediatamente tomada del campo tal como se encontraba, sin necesitar ningún proceso preparatorio para ser presentada a Dios y ser aceptada por él (Levítico 23:10).
El Hijo del Hombre glorificado
El derecho de Jesús a la gloria era un derecho moral. Él tenía un título moral para ser glorificado; ese título se hallaba en él mismo. En el capítulo 13 de Juan esta bendita verdad es puesta en evidencia en su debido lugar: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”, dice el Señor inmediatamente después que Judas hubo abandonado la mesa (v. 31), pues esa acción de Judas seguramente era la precursora de la captura de Jesús por parte de los judíos y de su ejecución por los gentiles. La cruz era la plenitud y la perfección de la forma completa de la gloria moral en él; por ello él profiere estas palabras: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”, a lo que añade: “Dios es glorificado en él”.
Dios era entonces glorificado con una perfección tal como la que había en el Hijo del hombre, aunque la gloria fuese otra gloria. El Hijo del hombre era glorificado por llegar a la plenitud de esta forma perfecta de belleza moral que había resplandecido en él durante toda su vida. Ni un solo destello de esta gloria debía faltar en esa ocasión, como tampoco, desde el principio hasta esa hora, nada se había mezclado nunca en ella que hubiese sido indigno. Y ya se acercaba para el Hijo del hombre la hora en la que debía hacer brillar el rayo que completaría el resplandor de su gloria. Dios también era glorificado, porque todo lo que era de él era mantenido o manifestado: sus derechos eran mantenidos; su bondad, manifestada; la gracia y la verdad, la justicia y la paz eran por igual mantenidas o satisfechas. La verdad de Dios, su santidad, su amor, su majestad –toda su gloria, en una palabra– era manifestada y magnificada de tal manera y mediante tal luz que sobrepasaban todo lo que se había podido conocer de ella por doquier. La cruz, como alguien lo ha dicho, es la maravilla moral del universo.
Mas el Señor agrega:
Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará.
Jesús reconoce así su propio derecho a la gloria personal: él ya había perfeccionado la forma completa de la gloria moral durante su vida y en su muerte; también había reivindicado y mantenido la gloria de Dios, como ya lo hemos visto. Por lo tanto, no era sino algo justo que él entrara ahora en su propia gloria personal; y esto es lo que hizo cuando tomó su lugar en el cielo, sentándose a la diestra de la Majestad, con Dios mismo, y todo ello “en seguida”.
Dios complacido en su Hijo
La obra de Dios, como Creador, había sido rápidamente echada a perder en manos del hombre. El hombre cayó en la ruina, se corrompió, por lo cual está escrito:
Se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra
(Génesis 6:6).
Pero en el Señor Jesús, Dios volvió a encontrar su complacencia en el hombre. ¡Qué bendición! Bendición tanto más grata por el arrepentimiento que le había precedido. Fue más que el primer gozo: fue el recobro de la felicidad tras la pérdida y la decepción, logrado, además, por un medio más excelente que el primero. Y, así como el primer hombre, tras su pecado, fue puesto fuera de la creación –por decirlo así– el segundo hombre (siendo, como también lo era, “el Señor del cielo”), tras haber glorificado a Dios fue puesto a la cabeza de la creación, a la diestra de la Majestad en las alturas. Jesús está en el cielo como hombre glorificado porque aquí en la tierra Dios había sido glorificado en él, el hombre obediente tanto en la vida como en la muerte. Él está en el cielo –como seguramente lo sabemos– revistiendo también otros caracteres. Está allí como Vencedor, como Aquel que espera, como el Sumo Sacerdote en el tabernáculo que Dios erigió, como Precursor nuestro y como Purificador de nuestros pecados. Pero él también está allí glorificado en las alturas porque en él Dios fue glorificado aquí en la tierra.
La vida y la gloria pertenecieron al Señor Jesús por derecho personal y título moral. ¡Cuánto placer halla uno en detenerse a considerar tan preciosa verdad, en repetirla una y otra vez! Jesús jamás perdió su derecho al huerto de Edén. Sin duda, él anduvo, durante toda su vida, fuera de este, entre las espinas y los abrojos, las penas y las privaciones de un mundo perdido; pero él lo hizo en gracia. Él se colocó en esta condición, pero no estuvo expuesto a ella, no estuvo sujeto a ninguno de sus efectos. El Señor no se hallaba, como Adán y como todos nosotros, separado del árbol de la vida y del huerto de Edén por los querubines y la espada encendida que se revolvía por todos lados. En la historia del Señor vemos que los ángeles, en vez de mantener a Jesús fuera del huerto, lejos de la entrada, vienen a él tras haber acabado el diablo toda tentación, y le sirven, pues Jesús permaneció firme allí donde Adán, seducido, había caído. En consecuencia, siendo hombre, verdadera y simplemente hombre, Jesús fue “el hombre perfecto”. Dios fue glorificado en él cuando, en todo lo demás, había sido deshonrado y decepcionado.
En cierto sentido, esta perfección del Hijo del hombre, esta perfección moral, es toda para nosotros. Ella comunica su buen olor a la sangre que expía nuestros pecados. Es como la nube de incienso que era llevada detrás del velo, a la presencia de Dios junto con la sangre en el día de la expiación (Levítico 16).
Pero, en otro sentido, esta perfección es demasiado grande para nosotros; tan alta es que no podemos alcanzar su cima. Ella abruma el sentimiento moral si la consideramos recordando lo que somos nosotros mismos; al propio tiempo, ella nos llena de admiración si la consideramos como la que nos dice lo que él es. Cuando en el pasado la gloria judicial de Dios aparecía, era abrumadora. Los más favorecidos de entre los hijos de los hombres –tales como Isaías, Ezequiel y Daniel– no pudieron mantenerse en pie delante de ella. También Pedro y Juan pasaron por la misma experiencia. Y esta gloria moral, manifestándose a nosotros de la misma manera, es igualmente abrumadora.
Reacción del hombre natural
La fe, sin embargo, se siente cómoda en su presencia. El dios de este mundo ciega los pensamientos de los incrédulos para que no les resplandezca esta gloria ni puedan gozar de ella, en tanto que la fe la recibe con felicidad. Tal es la historia de la gloria aquí en la tierra, entre los hombres. En presencia de ella, fariseos y saduceos demandaron juntos una señal del cielo (Mateo 16:1); la madre y los hermanos del Señor –aquella por amor propio y estos por mundanería– comprenden mal esta gloria (Juan 2:7). Los discípulos mismos están bajo el continuo reproche de ella. El aceite de olivas machacadas que daba esta luz era demasiado puro para cualquier hombre; pero esa luz brillaba continuamente en el santuario, “delante de Jehová”. La sinagoga de Nazaret (Lucas 4) nos ilustra de una manera notable la falta de preparación del hombre para ella. Todos allí reconocieron las palabras de gracia que brotaban de los labios del Señor; sintieron el poder de ellas. Pero no tardó en aparecer una ola de corrupción natural, la que, batiendo con ímpetu contra esa agitación que se había producido en sus corazones, logra sobreponerse. Aquel que se despojó a sí mismo, ese humilde testigo de Dios, fue manifestado en medio de un mundo arrogante y rebelde que no le quiso recibir. El “hijo de José” podrá decir buenas y reconfortantes palabras, pero nosotros no le recibiremos: él es el hijo de un carpintero. ¡Qué testimonio asombroso de la profunda corrupción de nuestros corazones! El hombre tiene sus cualidades amables, sus gustos, sus virtudes, sus sensibilidades, como nos lo hace ver esta escena de Nazaret; las palabras de Jesús, llenas de gracia, suscitan un clima de buenos sentimientos por unos instantes; pero ¿qué quedó de él cuando pasó por la prueba de Dios? ¡Ah, amados! podemos decir aún, a pesar de todo esto, a pesar de nuestra amabilidad y respetabilidad, a pesar de nuestros gustos y emociones, que en nosotros (esto es, en nuestra carne) “no mora el bien” (Romanos 7:18).
Buscar la intimidad con Jesús
Pero, repito, la fe está en su elemento junto a Jesús. ¿Podemos tratar a Jesús con temor o cavilación? ¿Podemos dudar de él? ¿Podríamos mantenernos a distancia de aquel que se sentó junto al pozo con la mujer de Sicar? ¿Acaso ella estuvo lejos de él? Seguramente, amados, deberíamos buscar intimidad con Jesús. Sus discípulos, quienes siempre le acompañaban, tenían que aprender una y otra vez las mismas lecciones, y ¡cuán bien lo sabemos nosotros! Ellos cada vez tenían que descubrir de nuevo lo que Cristo era, en lugar de gozar de él como habían aprendido ya a conocerle. En el capítulo 4 de Mateo ellos se vieron obligados a exclamar: “Verdaderamente eres Hijo de Dios” (v. 33). Esto era descubrirle de nuevo. Si la fe de ellos hubiera sido simple, habrían dormido con él en la barca (Marcos 4). ¡Qué escena!, para des honra nuestra y para gloria Suya. Ellos se habían dirigido al Señor con un tono de reproche, como si él hubiese sido indiferente al peligro en que se hallaban. “Maestro” –le dijeron– “¿no tienes cuidado que perecemos?”. Y, despertándose él tras oír las voces de los discípulos, en seguida les pone a salvo. Pero después, Jesús les reprende, aunque no por la injusticia de sus duras palabras, sino por su falta de fe.
En Jesús, dos naturalezas distintas
¡Qué perfección se ve en todo esto! Seguramente todo es perfecto y cada cosa está en su lugar: las virtudes humanas, los frutos de esa unción que había recibido y sus glorias divinas.
En esta Persona, las dos naturalezas no están confundidas; pero el resplandor de la naturaleza divina está mitigado, y aquello que es común y propio de la naturaleza humana está destacado. Nada semejante hay en toda la creación ni podría haberlo. Y, sin embargo, lo que era humano en Jesús era verdaderamente humano, y lo que era divino era verdaderamente divino. Jesús durmió en la barca, pues era hombre; Jesús calmó el viento y las olas, pues era Dios.
Esta gloria moral debe brillar. Otras glorias deben ceder su lugar hasta que ella sea consumada. Los griegos que habían venido a Jerusalén a adorar en la fiesta preguntan por Jesús y quieren verle. Esto era un goce anticipado del reino, o de la gloria real del Mesías; era una representación de aquel día en el que las naciones subirán a la ciudad de los judíos para celebrar la fiesta, y en el que Jesús, como Rey de Sion, será Señor de todo y Dios de toda la tierra.
Empero había un misterio aun más profundo que este. El mismo, para ser discernido, requiere un entendimiento más justo de los caminos de Dios que la simple espera de un reino. Los fariseos carecían de este entendimiento cuando le preguntaron al Señor el tiempo de la venida del reino (Lucas 17:20). Él tuvo que hablarles de otro reino al que ellos no comprendían, un reino que estaba entre ellos, un reino presente, el que debía ser conocido y al cual se debía entrar antes de que el glorioso reino manifiesto pudiese aparecer.
Los discípulos también tenían necesidad de este entendimiento cuando, en el capítulo 1 de los Hechos, preguntaron al Señor si en ese tiempo restauraría el reino a Israel; y también tuvo que hablarles de otra cosa que habría de tener lugar antes de que se efectuase la susodicha restauración, a saber, que recibirían el Espíritu Santo para ser testigos suyos en el mundo entero.
La gloria moral debe preceder el reino
Y lo mismo vemos en el capítulo 12 de Juan: el Señor nos hace saber que la manifestación de la gloria moral debe preceder al reino. Él sin duda pronto ha de resplandecer en la gloria del trono; los gentiles vendrán entonces a Sion y verán al Rey en su hermosura; pero, antes de que eso pueda tener lugar, la gloria moral debe ser manifestada en toda su plenitud y pureza. Y este era su pensamiento cuando los gentiles preguntaron por él: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”. Esta era su gloria moral –como ya lo hemos dicho antes– en Juan 13:31-32. Esa misma gloria había brillado a través de todos sus caminos, desde su nacimiento hasta entonces; su muerte debía ser la plenitud de ella; y, en consecuencia, entonces estaba cercana la hora, hora en la que esa gloria debía resplandecer con toda la intensidad del último rayo que la conformaba y ser así manifestada en perfección. El Señor comunica o introduce así en esta ocasión –como lo hizo en el capítulo 17 de Lucas y en el capítulo 1 de los Hechos– la verdad, esa verdad adicional que se necesita para tener un entendimiento más exacto, más rico acerca de los caminos de Dios: es necesario que la gloria moral sea plenamente manifestada antes de que el Mesías pueda mostrarse en gloria real hasta los confines de la tierra.
Este es mi Hijo amado
Sin embargo, ¡esta gloria le pertenece a él solamente! ¡Cuán infinitamente lejos de nuestro corazón está cualquier otro pensamiento! Cuando los cielos se abrieron, en el capítulo 7 de los Hechos, el lienzo descendió del cielo antes de que se le ordenase a Pedro que tuviera comunión con él o antes de que fuese recogido en el cielo y se perdiese de vista: el contenido del lienzo debía ser purificado o santificado. Pero, cuando los cielos fueron abiertos en el capítulo 3 de Mateo, Jesús, quien estaba en la tierra, no necesitó ser alzado al cielo para ser aprobado allí, sino que voces y visiones de lo alto le sellaron y dieron testimonio de él tal como era:
Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.
Y, cuando los cielos fueron abiertos otra vez (Mateo 27:51), cuando el velo se rasgó en dos, todo fue consumado y nada más era necesario; la obra de Jesús fue sellada y atestada tal como era entonces. Un cielo abierto al principio fue el testimonio de la plena aceptación de la persona de Cristo; un cielo abierto al final fue el testimonio de la plena aceptación de su obra.
Es algo bendito y precioso para nosotros, algo que al mismo tiempo forma parte de nuestra adoración, señalar estas características del modo de ser del Señor y de su ministerio aquí en la tierra, tal como he procurado hacerlo, en alguna medida, en este escrito, pues todo lo que Jesús hizo, todo lo que dijo, todo su servicio –ya sea en su sustancia como en su forma– fue un testimonio de lo que él es, y él es para nosotros el testimonio de lo que Dios es. Y es así como podemos llegar a Dios, al Dios bendito, a través de las sendas del Señor Jesús en las páginas de los evangelios. Cada paso de aquella marcha gloriosa se vuelve valioso para nosotros. Todo lo que él hacía y decía era una verdadera y fiel expresión de sí mismo, como él mismo era una verdadera y fiel expresión de Dios. Y, si somos capaces de comprender el carácter de su ministerio, si sabemos discernir la gloria moral que se enlaza a cada momento y a cada detalle de su marcha y de su servicio aquí en la tierra y aprendemos así lo que él es y, por consiguiente, lo que Dios es, hemos llegado entonces a Dios en un verdadero y perfecto conocimiento de él, a través de las sendas ordinarias y las actividades de la vida de este divino Hijo del hombre.