La gloria moral del Señor Jesucristo

Las glorias del Señor Jesús

Cuando alguna persona ofreciere oblación a Jehová, su ofrenda será flor de harina, sobre la cual echará aceite, y pondrá sobre ella incienso, y la traerá a los sacerdotes, hijos de Aarón; y de ello tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del aceite, con todo el incienso, y lo hará arder sobre el altar para memorial; ofrenda encendida es, de olor grato a Jehová
(Levítico 2:1-2).

Las glorias del Señor Jesús son de tres clases diferentes: personales, oficiales y morales. Jesús velaba su gloria personal, salvo cuando la fe sabía descubrirla o cuando la ocasión lo requería. Igualmente velaba su gloria oficial, pues no andaba de lugar en lugar como Unigénito Hijo procedente del seno del Padre o como el Soberano Hijo de David. Esas glorias por lo general estaban ocultas mientras pasaba, día tras día, por las diversas circunstancias de la vida. En cambio, su gloria moral no podía ser ocultada, ya que él no podía ser menos que perfecto en todo, pues la perfección le era propia; más aun, él era la perfección misma. La excelencia de esa gloria era demasiado intensa, demasiado resplandeciente para que los ojos humanos fuesen capaces de soportarla, de manera que el hombre estaba permanente expuesto a ella y sujeto a su reproche. Mas ella resplandecía, así el hombre la soportara o no. Esa gloria moral ilumina ahora cada página de los cuatro evangelios del mismo modo que antes iluminó toda la senda que atravesó nuestro Señor en su paso por esta tierra.

Su humanidad

Del Señor Jesús se ha dicho que «su humanidad fue perfectamente natural en su desarrollo». Es esta una declaración muy hermosa y verdadera. Si fuera preciso lo demostraría el versículo 52 del capítulo 2 de Lucas. No había en él ni rastro de un desarrollo que no fuese natural; su crecimiento era regular en todos los aspectos; su sabiduría marchaba pareja con su estatura y su edad; fue primero niño y luego hombre. Más tarde, como hombre –hombre de Dios en el mundo– testificará que las obras del mundo son malas, y, como consecuencia, será aborrecido por él; pero como niño –niño según el corazón de Dios, se puede decir– se sujetará a sus padres y a la ley cual ser perfecto. En tales condiciones, Jesús crecía en gracia para con Dios y los hombres.

Mas aunque en Jesús había progreso, como lo vemos, no había nube, mala inclinación o error; en esto se distinguía de todos. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón; pero en su entendimiento hubo penumbra, falta de claridad y hasta oscuridad, y el Señor tuvo que decirle:

¿Por qué me buscabais?
(Lucas 2:49).

En cambio, en Jesús, el progreso no era más que una forma de la hermosura moral que le era propia; su crecimiento era regular y a su tiempo; y se puede agregar que, así como «su humanidad fue perfectamente natural en su desarrollo», también lo fue su modo de expresar su carácter humano: todo lo que se manifestaba en él era común al hombre.

Él era el árbol plantado junto a arroyos de aguas, que da su fruto en su tiempo (Salmo 1) y todas las cosas son hermosas solamente en su propia estación. La gloria moral del “niño Jesús” resplandece en su debida estación y en su generación; luego, cuando llega a ser hombre, la misma gloria solo adquiere otras formas de expresión, y estas también en su tiempo. Él sabía cuándo debía reconocer los derechos de su madre al plantearlos ella; cuándo debía resistirlos pese a que ella quisiera hacerlos valer; cuándo debía responder a ellos sin que ella lo reclamara (Lucas 2:51; 8:21; Juan 19:27).

Jesús hombre y Dios

Y después, a medida que seguimos su rastro, vemos que Jesús conoció Getsemaní en su tiempo o en su verdadero carácter, como así también conoció el monte santo en su tiempo, hechos que respectivamente implicaron para su alma una estación de invierno y una de verano. Conoció el pozo de Sicar, como también el camino que le conducía por última vez a Jerusalén. Recorrió cada sendero y ocupó cada lugar por el que pasó según un pensamiento que estaba siempre en armonía con el carácter que aquéllos tenían a los ojos de Dios. Así ocurrió también en las ocasiones que requerían aun mayor fuerza moral. Cuando se trata de la profanación de la casa del Padre, el celo por el templo de Dios le consume; y si es que algunos aldeanos de Samaria le afrentan, él les soporta y pasa de largo.

Todo era perfecto como combinación y como momento. Jesús lloró ante el sepulcro de Lázaro, aunque bien sabía que era portador de vida para el muerto. Él, quien un momento antes había dicho: “Yo soy la resurrección y la vida”, lloró. El poder divino daba libre curso a la humana simpatía.

Perfecta harmonización

Es la conjunción o combinación de virtudes lo que constituye la gloria moral. Jesús sabía –según la expresión del apóstol– “vivir humildemente” y “tener abundancia”; sabía cómo emplear mejor los momentos de prosperidad, por decirlo así, y también las ocasiones de depresión, pues, en su tránsito por este mundo, supo lo que eran esas experiencias.

Así, en oportunidad de la transfiguración, por un momento él fue introducido en la gloria. ¡Qué momento tan brillante! Apareció allí con los honores que le pertenecen; resplandeció como el sol –la fuente de todo esplendor– y hombres eminentes tales como Moisés y Elías estuvieron presentes participando de Su gloria y fulgor con él. Pero, mientras descienden del monte, el Señor manda a aquellos que habían visto con “propios ojos su majestad” que no refiriesen a nadie lo que habían presenciado; y cuando, al llegar al pie del monte, la gente corre a saludarle (Marcos 9:15) –en tanto su persona reflejaba todavía, aunque débilmente según creo, la gloria que momentos antes había resplandecido en ella– no se detiene para recibir el homenaje de la multitud, sino que inmediatamente emprende de nuevo su servicio habitual, pues él sabía “tener abundancia”. No se enalteció a causa de su prosperidad. Jamás buscó una posición entre los hombres, sino que se despojó a sí mismo, se anonadó, echó un velo sobre su gloria para ser el que se ciñe –el siervo– y no el que se adorna.

Jesús se manifiesta por segunda vez de la misma manera después de haber resucitado, como podemos verlo en el capítulo 20 de Juan. Le vemos allí en medio de sus discípulos, revestido de una gloria como la que jamás hombre alguno había poseído ni presenciado. Él está allí como vencedor de la muerte y despojador del sepulcro; pero, pese a poseer semejantes glorias, no había venido para recibir las congratulaciones de los suyos, como lo haría naturalmente cualquiera que regresara al seno de sus amigos y de su familia después de la penosa faena, del peligro y de la victoria. Sin embargo, Jesús no era indiferente a la simpatía; la había buscado en su debido tiempo y había sentido su falta al no encontrarla. Pero ahora, Jesús está en medio de sus discípulos más bien como visitante de paso que como triunfador. Se ocupa más bien en enseñarles acerca de sus propios intereses que en manifestarles los suyos propios en relación con los grandes acontecimientos que acaban de cumplirse.

Esto, en efecto, era emplear bien la victoria, como Abraham supo emplear la que obtuvo sobre los reyes confederados. Como alguien lo ha dicho, es más difícil saber emplear bien los resultados de una victoria que obtenerla. En esto también el Señor supo “tener abundancia”, supo “estar saciado”.

La humillación del Señor

Pero Jesús sabía también “vivir humildemente”. Contemplémosle ante los samaritanos en el capítulo 9 de Lucas. Al principio de esta escena, consciente de su gloria personal, anticipa el momento de su resurrección, como realmente ocurrió después (reparemos en que el mismo término griego se emplea en Marcos 16:19 y en 1 Timoteo 3:16) y, de acuerdo con la muy conocida costumbre de que un personaje distinguido anticipara su pronta llegada, Jesús envía mensajeros delante de sí. Pero la incredulidad de los samaritanos cambia repentinamente la escena. No quieren recibirle. Rehúsan aparejar el camino al Rey de gloria y le obligan a buscar para sí la mejor senda que pudiera hallar como hombre rechazado. Pero él acepta inmediatamente este lugar sin suscitar murmuración alguna en su corazón. Vuelve a ser el nazareno (véase Mateo 2) al verse ignorado como betlemita, y al partir de la aldea samaritana asume el nuevo carácter de una manera tan perfecta como había asumido el anterior antes de llegar a ese lugar.

De manera que Jesús sabía “vivir humildemente”, y así le volvemos a ver en el capítulo 21 del mismo evangelio. Entra en la ciudad de Jerusalén cual hijo de David; todo lo que podía hacer resaltar su gloriosa dignidad real le circunda y le acompaña. Se manifiesta en su gloria terrenal, así como en el monte santo se había manifestado en su gloria celestial. Suyas eran ambas, sin usurpación, y llegado el momento se reviste de ellas. Mas la incredulidad de Jerusalén, como la de Samaria anteriormente, cambia la escena, y aquel que había entrado en la ciudad como su rey, tiene que salir de ella para hallar como pudiera un albergue donde pasar la noche. Y allí está el Señor, fuera de Jerusalén, como antes se había visto fuera de la aldea samaritana, sabiendo “vivir humildemente”.

¡Qué perfección! Si bien las tinieblas no sofocan la luz de su gloria personal y oficial, en ellas su gloria moral tiene ocasión de resplandecer aun más. Pues no hay nada más bello en lo moral o en el carácter humano que esta combinación de la voluntaria humillación de Jesús entre los hombres con la conciencia de su gloria intrínseca delante de Dios. Tenemos algunos bellos ejemplos en las vidas de algunos santos:

Abraham fue voluntariamente un extranjero entre los cananeos; en toda su vida no poseyó ni un ápice de tierra, ni tampoco procuró poseerlo, pero, llegado el momento, se enseñoreó aun sobre los reyes, consciente de su dignidad ante Dios y conforme a los designios de Dios mismo.

Jacob habló de su peregrinaje, de sus días pocos y malos, considerándose como nada frente a la opinión del mundo, pero a la vez bendijo a aquel que en ese tiempo era el hombre más grande de la tierra, sabiendo que en presencia de Dios él era el mejor, el más excelente de los dos.

David pidió pan al sacerdote Ahimelec, y lo pidió sin avergonzarse. Sin embargo, poco después aceptó el homenaje debido a un rey y recibió el tributo de sus súbditos en la persona de Abigail.

Pablo estuvo encadenado, prisionero en el palacio del gobernador, y allí habló de sus cadenas, pero, al mismo tiempo, hizo saber a toda la corte y a la aristocracia romana, delante de las cuales hablaba, que él se sabía el hombre bienaventurado y el único bendito entre ellos.

Esta combinación de la voluntaria humillación delante de los hombres con la conciencia de la gloria delante de Dios alcanza su más elevada, su más reluciente (si considero a quién me refiero) y hasta su más infinita ilustración en nuestro Señor. Y hay una hermosura moral adicional en ese saber tener abundancia y vivir humildemente, en ese estar saciado y padecer necesidad, pues nos hace ver que el corazón de Aquel que aprendió tal lección se preocupa más por el final del viaje que por el viaje mismo. Si nuestros corazones están pendientes de las circunstancias de nuestra peregrinación, no nos agradarán los accidentes y las dificultades del camino, los lugares incómodos y escarpados; pero si están pendientes de la llegada, en la medida en que ellos lo estén tales cosas nos parecerán triviales. Por cierto que este planteo es para algunos de nosotros un callado reproche.

Jesús se acerca

Pero en el carácter de nuestro Señor hay otras combinaciones que debemos considerar. Alguien dijo de él: «Fue el hombre de mayor gracia, el más accesible que jamás hubo». Y, en efecto, vemos en su manera de ser una ternura y una bondad nunca vistas en otros hombres y, sin embargo, vemos que siempre fue “un extraño” en la tierra. ¡Cuán cierto es esto! Fue un extraño en este mundo (un extraño, en tanto el pecador sublevado ocupaba la escena), pero estuvo muy cercano tan pronto como la miseria o la necesidad humanas le reclamaban. Tanto la distancia a que se mantenía como la intimidad que expresaba eran perfectas. Hacía mucho más que observar la miseria que se explayaba a su alrededor: se compenetraba de ella, demostrando una simpatía que le era peculiar. Por otra parte, hacía mucho más que repudiar la corrupción que le rodeaba: mantenía siempre una plena distancia entre la santidad misma y toda contaminación y mancha.

Véanle manifestando esta combinación de distancia y de proximidad en el relato de Marcos 6. Es una escena que impresiona. Tras un largo día de servicio, los discípulos vuelven a él; Jesús se interesa por ellos; la fatiga que sienten toca su corazón; él la toma en cuenta y de pronto provee lo necesario:

Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco.

Pero la multitud les sigue, y él se vuelve hacia ella con la misma prontitud; conoce su estado moral y, viendo que se hallan como ovejas sin pastor, comienza a enseñarles. En todo esto le vemos cercano, muy cercano a las múltiples necesidades que se van suscitando a su alrededor, ya sea la fatiga de sus discípulos o el hambre y la ignorancia de la multitud. Jesús las atiende todas. Pero de repente los discípulos se muestran algo resentidos al ver la atención de Jesús hacia la muchedumbre y le piden que la envíe a sus casas; sin embargo, esto no lo afectará en ningún sentido; y en ese mismo instante se produce un distanciamiento entre Jesús y los discípulos, el que hallará su expresión cuando poco después les manda entrar en la barca mientras despide a la gente.

Pero esta separación no hace más que suscitar una nueva aflicción para los discípulos. Los vientos les son contrarios y les embaten las olas de un mar borrascoso; entonces, en medio de esa angustia, Jesús está de nuevo allí, cerca de ellos, para socorrerles y ponerles a salvo.

¡Qué armonía se ve en la combinación que hay entre la santidad y la gracia! Jesús está cerca de nosotros cuando estamos fatigados, hambrientos o en peligro; pero se aparta de nuestras inclinaciones naturales y de nuestro egoísmo. Su santidad le hizo un extraño en un mundo corrupto, mientras que su gracia siempre le mantuvo activo en un mundo necesitado y afligido. La vida del Salvador es así expuesta bajo un notable aspecto de gloria moral, ya que, aunque el carácter del ambiente en que se movía le forzaba a ser un Solitario, la necesidad y el infortunio que le rodeaban le impulsaban a ser el Activo. Y tal actividad era llevada a cabo entre toda clase de personas y, por consiguiente, tenía que asumir toda especie de formas. Los adversarios, el pueblo, una compañía de discípulos que le seguían (los doce) y particulares, todos le mantenían ocupado, no solo a cada momento sino de diversos modos; y él debía de saber –y seguramente lo sabía a la perfección– cómo responder a cada uno.

Jesús huésped

Además de todo eso, le vemos, en ciertas ocasiones, sentado a la mesa de otros; mas esos momentos solo sirven para ilustrar nuevos rasgos de su perfección. Sentado a la mesa de los fariseos, donde le vemos de vez en cuando, no confiere a ese tipo de reunión el carácter de una escena de familia. Allí se le ve cual Maestro –carácter que había adquirido ya y que había manifestado en público– y su comportamiento corresponde a ese carácter. No es simplemente un huésped que acepta la cortesía y la hospitalidad que le brinda el dueño de casa, sino que entra según su propio carácter y, como tal, puede reprochar o enseñar. Él es siempre la Luz, y actuará, pues, como la Luz, poniendo así de manifiesto las tinieblas en el interior de la casa como lo había hecho fuera de ella (véase Lucas 7:11).

Pero, si bien Jesús entró a menudo en casa del fariseo con el carácter de Maestro y, como tal, le reprochó el estado moral de las cosas que encontró allí, también entró en la casa del publicano como Salvador. Leví le hizo un banquete; en esa casa el Señor se encontró en compañía de publicanos y pecadores. Esto, naturalmente, es mal visto por los principales religiosos, quienes culpan al Señor; entonces él se revela como Salvador y les dice:

Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento
(Mateo 9:12-13).

Estas son palabras sencillas, pero, al mismo tiempo, muy notables y llenas de significado. Simón el fariseo desaprobó que una pecadora entrara en su casa y se acercara al Señor Jesús; Leví, en cambio, convidó a personas de esa clase a comer a su mesa junto con el Señor Jesús, y, en consecuencia, Él actúa, en casa del fariseo, como un censor, y en la de Leví se manifiesta con la rica gracia de un Salvador.

Pero aún hemos de ver a Jesús sentado a otras mesas: en Jericó y en Emaús (véase Lucas 19 y 24). Fueron deseos del corazón los que le acogieron en ambas ocasiones, deseos despertados de manera diferente, quiero decir, despertados bajo influencias diferentes. Zaqueo no era más que un pecador, un hijo de la naturaleza, la cual, como lo sabemos, está corrompida en sus orígenes y sus actividades. Pero él se hallaba en ese preciso momento bajo los designios del Padre, y su alma solo tenía a Jesús por objeto. Quería verle, y tan ardiente era su deseo que, abriéndose camino a través de la multitud, se subió a un árbol sicómoro para poder ver a Jesús en el momento en que pasara por allí. El Señor, mirando hacia arriba, le ve y, de inmediato, él mismo se convida a la casa de Zaqueo. He aquí una cosa extraña: ¡Jesús es un huésped no invitado, alguien que se convida a sí mismo a la casa del publicano de Jericó! Para darle la bienvenida le esperaba al Señor ese deseo, esa atracción del corazón, toda esa manifestación de los primeros movimientos de vida que el Padre había despertado en el alma de ese pobre pecador; mas el Señor, de un modo benévolo y significativo, se anticipa a la bienvenida y entra. Entra en esa casa con el carácter que convenía y responde a las necesidades del momento para avivar y fortalecer esa vida recién vivificada hasta que ella manifieste algunas de sus preciosas virtudes y produzca alguno de sus buenos frutos. “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado” (Lucas 19:8).

En Emaús y Betania

En Emaús se había despertado asimismo un deseo vehemente, pero las condiciones no eran las mismas. No era el deseo de un alma recién atraída, sino el de corazones ya restaurados. La incredulidad, sin embargo, vela la vista de los dos discípulos que volvían a su casa entristecidos, creyendo que sus esperanzas en el Señor se habían visto frustradas. Poco después de andar con ellos, el Señor los reprende, pero expresándose de una manera que hace arder sus corazones. Cuando llegan a la puerta de casa, él hace como si fuese más lejos. No se invita a sí mismo, como lo había hecho en Jericó, pues estos discípulos no se hallaban en la condición moral de Zaqueo; sin embargo, cuando ellos lo invitan a entrar, entra, pero solo para reavivar el deseo que había dado lugar a la invitación y para responder plenamente a ese deseo. Y los discípulos, impulsados por el gozo, retornan esa misma noche a Jerusalén, a pesar de la hora avanzada, con el fin de hacer partícipes de todo a sus hermanos.

¡Cuán variada es la hermosura que presentan todos estos casos! El huésped del fariseo, el del publicano, el de los discípulos, el huésped invitado y el que no lo fue se hallan en la persona de Jesús, siempre reunidos en su lugar, en toda perfección y belleza. Yo podría mostrarlo sentado a otras mesas, pero lo haré con respecto a una sola más. En Betania vemos a Jesús compartiendo una escena de familia. Si él hubiera desaprobado la idea de una familia cristiana, no habría podido ha llarse en Betania como nos lo muestra allí la Escritura; y, sin embargo, cuando le vemos allí no es sino para descubrir en él un nuevo rasgo de belleza moral. Jesús está en Betania como un amigo de la familia; halla, como lo hallamos aun hoy entre nosotros, un hogar en medio de ellos. Las palabras:

Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro

ponen muy en claro esto. El amor que él sentía por ellos no era el de un Salvador, ni el de un Pastor –aunque bien sabemos que él era para ellos ambas cosas– sino que era el amor de un amigo de la familia. Pero si bien era un amigo –y un amigo íntimo, quien cuando le placiera podía hallar bajo ese techo hospitalario una cordial acogida– jamás interfirió en los quehaceres domésticos. Marta era el ama de casa, la más atareada de la familia, útil e importante en su función; y Jesús seguramente la dejará allí donde la encuentra. No era asunto suyo alterar o decidir acerca de estas cosas. Lázaro podía sentarse junto a los invitados a la mesa familiar; María podía estar absorbida y apartada en su propio reino o en el reino de Dios dentro de ella, y Marta ocupada y sirviendo. Sea como fuere, Jesús deja todo esto tal como lo encuentra. Aquel que no habría querido entrar en la casa de otro sin ser invitado, una vez dentro en la casa de aquella familia no se entremete en el orden y arreglos que allí reinan, lo que es de una perfecta conveniencia moral. Pero si un miembro de la familia, en lugar de guardar su lugar en el círculo familiar deja ese lugar para enseñar en Su presencia, Jesús habrá de reivindicar –como lo hace– sus derechos superiores y restablecer las cosas divinamente, aunque no interferirá ni las tocará domésticamente (Lucas 10).

El corazón del Señor

¡Qué belleza tan variada y exquisita! ¿Podrá alguien sondear todos los caminos de Jesús? El buitre dirá que ellos están fuera del alcance de su vista, y, si ningún ojo humano es capaz de ver en su plenitud el conjunto de ese único objeto, ¿dónde está el carácter humano que, con sus sombras e imperfecciones, no contribuya a resaltar el esplendor de aquel? ¿Alguno de nosotros, al pensar en Juan, en Pedro o en algún otro apóstol pensaría en atribuirles un corazón duro o desprovisto de bondad? Todo lo contrario. Sentimos que les podríamos haber confiado nuestras penas y necesidades. Pero la breve narración del capítulo 6 de Marcos, a la cual me he referido, nos hace ver que todos ellos yerran, que todos están en lontananza cuando las gentes hambrientas se dirigen a ellos amenazando interrumpir su descanso; en tanto que, al contrario, para Jesús ése es el momento preciso, la justa ocasión para acercarse.

Todo esto, amados, nos dice lo que Jesús es. «No conozco otra persona –dijo alguien– tan bondadosa, tan condescendiente, que haya descendido hasta los pobres pecadores, como él lo hizo. Tengo más confianza en su amor que en el de María o en el de cualquier santo; lo que me atrae no es solamente su poder como Dios, sino la ternura de su corazón como hombre. Jamás persona alguna me mostró tanta ternura; nadie la tuvo como él; tampoco nadie me inspiró tanta confianza. Que otros vayan en pos de santos o ángeles, si así lo desean; yo, por mi parte, confío más en la bondad de Jesús». Con toda seguridad estas palabras constituyen una viva representación de la realidad. Así lo confirma el capítulo 6 de Marcos, en el cual se nos muestra la estrechez de corazón de los mejores de nosotros, como Pedro y Juan, al mismo tiempo que se manifiesta allí esa gracia salvadora de Jesús, tan plena, tan infatigable.

Pero, además, en Jesús hay combinaciones de caracteres –como así también de virtudes o gracias– que nos llenan de admiración. Él las exhibió en sus relaciones con el mundo, cuando estuvo aquí. Fue a la vez vencedor, hombre de dolores y bienhechor. ¡Qué gloria moral resplandece en semejante asociación! Él venció al mundo al rechazar todos sus atractivos y todo lo que ofrece; padeció de parte de él al dar testimonio de Dios contra la corriente y el espíritu del mundo; él fue de bendición para el mundo al dispensarle continuamente su amor y su poder y devolviéndole bien por mal. Las tentaciones del mundo solo sirvieron para hacer de él un vencedor; la corrupción y el odio, un hombre de dolores; las miserias, un bienhechor. ¡Qué combinación! ¡Qué glorias morales se hallan aquí reunidas!

Jesús en el mundo

El Señor Jesús ilustró estas palabras: “en el mundo, pero no del mundo”, las que se vinculan, sin duda, con estas otras:

No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal
(Juan 17:15).

Fue la manifestación viviente de esta condición durante toda su vida, pues siempre estaba en el mundo desplegando una constante actividad en medio de la ignorancia y de la miseria de este, pero jamás fue del mundo, nunca tomó parte en sus expectativas e ideales, ni respiró el espíritu del mundo. Me parece que en el capítulo 7 del evangelio de Juan, Jesús se nos presenta particularmente bajo este carácter. Era el tiempo de la fiesta de los tabernáculos, el tiempo del coronamiento de la alegría en Israel, la anticipación del reino venidero, el tiempo de la cosecha, cuando el pueblo solo debía recordar que, en días pasados, había andado errante por el desierto y había habitado en tiendas. Los hermanos de Jesús le proponen sacar partido de una ocasión como ésa, viendo que «todo el mundo» –como decimos corrientemente– se hallaba en Jerusalén. Ellos habrían querido que él se hiciese importante, que se hiciese «un hombre de mundo». “Si estas cosas haces” –le dicen ellos– “manifiéstate al mundo”. Él rehusó hacerlo así. Para él, el tiempo de celebrar la fiesta de los tabernáculos aún no había llegado. A su tiempo él tendrá su reino en el mundo y, cuando ese día llegue, será grande, y su dominio se extenderá hasta los confines de la tierra; pero, por el momento, él iba rumbo al altar y no al trono. No marchaba hacia la fiesta para ser de la fiesta, aunque sí estaría en ella; y así, cuando llega a la ciudad, le vemos allí ocupado en el servicio y no en los honores; no obraba milagros –como sus hermanos hubieran querido que hiciese a fin de atraer la atención de los hombres– sino que enseñaba a otros y se ocultaba luego bajo estas palabras: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió”.

Respuestas a las necesidades

Todo esto es muy peculiar y característico; sin embargo, no es sino parte de la gloria moral del hombre, del hombre perfecto, Jesús, en sus relaciones con el mundo. Él fue vencedor, hombre de dolores y bienhechor, estuvo en el mundo sin ser del mundo. Con igual perfección le vemos algunas veces hacer distinción entre cosas parecidas, al mismo tiempo que demostraba las hermosas combinaciones antes referidas. Así ocurrió en su contacto con la pena que le rodeaba fuera del círculo de sus más allegados; vemos ternura y poder que aliviaba a todos, mientras que, cuando se trató de las dificultades de sus discípulos, notamos en él, además de ternura, fidelidad. El leproso del capítulo 8 de Mateo es un desconocido; viene con su pena y enfermedad a Cristo, quien instantáneamente le sana. En el mismo capítulo, los discípulos también acuden al Señor con sus angustias y temores a causa de la tempestad; pero él, si bien los salva de la dificultad, los reprende. Jesús les dice:

¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Y, sin embargo, el leproso no tenía más que poca fe, al igual que los discípulos. Ellos dijeron: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”, y el leproso dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Pero los discípulos son reprendidos, en tanto que el leproso no, precisamente porque el Señor hizo una distinción entre estos dos casos. En el primero, se trataba simplemente de la aflicción; en el segundo se trataba no solo de la pena, sino también del alma. Por consiguiente, en la respuesta del Señor al leproso se aprecia únicamente la ternura, mientras que en su modo de contestar a los discípulos vislumbramos también la fidelidad. Las distintas relaciones que extraños y discípulos mantenían con el Señor explican su diferente intervención y nos muestran con qué perfección Jesús distinguía cosas que guardaban una gran analogía entre sí, pero que, sin embargo, no eran las mismas.

Hay algo más en cuanto a esta perfección. Aunque el Señor reprende a los suyos, no permite que otros lo hagan con ligereza. En otros tiempos, Dios podía humillar a Moisés, pero no permitió que María y Aarón le formulasen reproches a su hermano (véase Números 11 y 12). Israel, en el desierto, fue castigado más de una vez por la mano de Dios, pero frente a Balaam o a cualquier otro adversario Dios se manifiesta como quien no hubiera visto iniquidad en Su pueblo y no consiente que contra ellos prevalezca ningún encantamiento. Del mismo modo el Señor Jesús interviene de manera hermosa y notable entre los dos discípulos y los compañeros que les reprenden (véase Mateo 20:20-28); y aunque él, en otra oportunidad, envía a Juan el Bautista una palabra de aviso y admonición, como en secreto (palabras que solo la conciencia de Juan podía ser capaz de entender), se vuelve hacia la multitud para hablar de Juan con puro agrado y encomio (Lucas 7).

Encontramos todavía más ejemplos de esta gracia que distingue entre cosas que difieren. Aun en el trato con los discípulos llegó el momento en que la fidelidad ya no pudo observarse más y solamente la ternura pudo ejercitarse. Me refiero a la hora de la separación, como lo vemos en Juan 14 y 15. Era ya «demasiado tarde para ser fiel»; el momento no lo admitía. Era la hora que el corazón reclama enteramente para sí. En ella no podía proseguir la educación del alma. El Señor revela a sus discípulos nuevos secretos, es cierto, secretos que atañen a las relaciones más afectuosas e íntimas entre ellos y el Padre, pero no hay nada que se asemeje a un reproche. No se oye decir algo como: “¡Hombres de poca fe!” o “¿Cómo aún no entendéis?”. Ni una palabra como las que, en otras oportunidades, habían herido el corazón de ellos a fin de que conociesen el amor que él les tenía. Tal era, según la perfección del pensamiento y del afecto de Jesús, el carácter sagrado del dolor de un momento de despedida. Nosotros mismos hacemos esa experiencia en alguna pobre medida, de modo que por lo menos somos capaces de admirar y gozar la plena expresión de ella en Jesús. “Tiempo de abrazar” –dice el Eclesiastés– “y tiempo de abstenerse de abrazar”. Esta es una ley escrita en el estatuto del amor, y Jesús la observó.

Cualidades morales de Jesús

El Señor no se dejaba arrastrar por la dulzura cuando se requería fidelidad; y, sin embargo, pasó por alto muchas circunstancias que habrían herido la sensibilidad humana y de las que el sentido moral del hombre habría juzgado correcto resentirse. Jesús no quiso ganar a sus discípulos con los pobres medios de una naturaleza amable. La miel estaba excluida de las ofrendas encendidas, al igual que la levadura. No la tenía la “ofrenda, u oblación, de presente” (Levítico 2:11); y Jesús –la verdadera oblación de presente– no la tuvo tampoco. Los discípulos hallaron en su Maestro no meramente el trato urbano, la amabilidad, la cortesía que considera el gusto de otro y procura satisfacerlo; Jesús no hizo ningún esfuerzo por ser agradable a los demás; sin embargo, ¡cuán estrechamente vinculó a los suyos consigo mismo! He ahí el poder. Siempre hay poder moral cuando se gana la confianza de otro sin habérsela buscado, pues así el corazón llega a conocer la realidad del amor. «Todos nosotros» –escribió alguien– «sabemos distinguir entre el amor y la cortesía, y sabemos bien que puede haber una gran medida de esta sin que haya nada de aquel afectuoso sentimiento. Alguien tal vez piense que la atención o cortesía debería ganar la confianza de uno, pero sabemos perfectamente que solo el amor es capaz de ello». Palabras ciertas. La amabilidad, si no es más que simple amabilidad, es miel, y ¡cuánto de este miserable ingrediente se halla en nosotros! Somos propensos a pensar que así todo marcha bien, y nos parece que es suficiente expurgar la levadura y llenar la masa con miel. Si somos amables, si desempeñamos correctamente nuestro papel en la escena bien ordenada, urbana y cortés de la sociedad, procurando agradar a los demás y haciendo todo lo que esté a nuestro alcance para mantener a la gente satisfecha consigo misma, entonces nos sentimos conformes y seguramente que los demás lo estarán con nosotros. Pero ¿es esto servir a Dios? ¿Es esto una ofrenda de presente? ¿Podríamos pensar que ello forma parte de la gloria moral del hombre perfecto? Por cierto que no. Nuestra lógica humana naturalmente podría alegar que nada sería más conveniente ni contribuiría más efectivamente para lograr tales fines; sin embargo, uno de los secretos del santuario es que no se utilizaba miel para dar un olor agradable a la ofrenda.

Jesús: gloria y luz divina

Así, pues, en desarrollo, en oportunidad, en combinaciones y en diferenciaciones ¡cuán perfectos en gloria moral y en belleza eran todos los caminos de este Hijo del hombre!

La vida de Jesús era la brillante luz de una lámpara. Él era, en la casa de Dios, la lámpara que no precisaba despabiladeras ni platillos de oro (véase Éxodo 25:31-38), ya que de continuo estaba preparada ante Dios, dando la luz de un aceite puro, sin ningún residuo ni ceniza, y ponía de manifiesto todo lo que se hallaba a su alrededor, exponiendo y reprobando, pero guardando en todo momento su propio lugar sin dar ocasión de reproche.

Pese a ser censurado por los discípulos o por los adversarios, como ocurría una y otra vez, Jesús jamás procuró excusarse. En una ocasión sus discípulos se quejan:

Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?
(Marcos 4:38),

pero Jesús no les dice nada para intentar justificar el sueño del cual esas palabras acababan de sustraerlo. En otra ocasión ellos objetan: “Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?” (Lucas 8:42-48), pero el Señor no tiene necesidad de averiguarlo, y actúa en consecuencia. Un día Marta le dice: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11). Él no presenta disculpas por no haber estado allí, ni por haberse detenido dos días donde se encontraba al recibir la noticia acerca de la enfermedad de Lázaro; pero sí enseña a Marta el maravilloso carácter que su demora confería a aquella hora.

¡Qué gloriosa justificación de su demora vemos allí! Y así sucedió en toda ocasión semejante. Tanto si es objeto de recusación como de censura, él nunca se retracta de una palabra ni retrocede un solo paso; impone silencio a toda voz que se alza contra él para enjuiciarle. Su madre le hace reproches (Lucas 2), pero, en vez de hallar bien fundada su queja, ella tiene que escuchar algo que la convence de las tinieblas y del error de sus pensamientos. Pedro osa amonestarle: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22-23), pero el discípulo tiene que aprender que había sido el mismo Satanás quien le había sugerido tal amonestación. Más lejos todavía va el alguacil en el palacio del sumo sacerdote; queriendo corregir a Jesús, le hiere en la mejilla (Juan 18:20-23), pero aquel se ve convicto de quebrantar las leyes de la justicia en presencia de ella misma y en el lugar del juicio.

Todo esto nos habla de los perfectos caminos del Maestro. Las apariencias podrían estar a veces en su contra. ¿Por qué dormía en la barca cuando el viento y el mar se embravecían? ¿Por qué se demoraba en camino a la casa de Jairo cuando la hija de este se moría? ¿Por qué se demoraba en un lugar distante cuando en Betania su amigo Lázaro reclamaba sus cuidados? Todo esto no es sino apariencia, y lo es solo por un momento. Hemos oído de estos caminos de Jesús, de su sueño, de su demora, de su espera; pero vemos el fin que tenía: todo era perfecto. Las apariencias estaban en contra del Dios de Job, en los días patriarcales. Parecería que el patriarca hubiese puesto su confianza en un Dios duro, implacable, inexorable; pero al Dios de Job no le hacen falta excusas con qué justificarse, ni tampoco las necesita el Jesús de los evangelios.

Por eso, cuando contemplamos al Señor Jesús como la lámpara, el candelero del santuario, la luz que ilumina la casa de Dios (Éxodo 25), vemos que las despabiladeras y sus platillos no tienen aplicación. Este detalle del tipo no halla su contraparte en él, pues todos los que le quisieron recusar o censurar en su paso por la tierra tuvieron que retirarse reprendidos y avergonzados. Empleaban las despabiladeras para una lámpara que no las precisaba, pues no había ceniza que quitar, y no hicieron más que poner al descubierto su insensatez: la luz de esta lámpara más resplandecía, no porque se hubieran utilizado las despabiladeras, sino porque ella era capaz, cada vez que la ocasión así lo requería, de dar una nueva prueba de que no tenía necesidad de ellas.

De todos estos ejemplos citados aprendemos la saludable lección de que nos conviene mantenernos tranquilos y no interferir en la obra de Jesús. Podemos contemplarla y adorarle, pero no nos corresponde, como lo hicieron en aquel entonces enemigos, parientes y hasta los mismos discípulos, intervenir en ella ni interrumpir su curso. Ellos no podían intensificar la luz que brillaba; les tocaba alegrarse y andar en ella, pero no intentar arreglarla u ordenarla. ¡Que nuestro ojo sea sencillo! y podemos estar seguros de que la lámpara del Señor, puesta sobre el candelero, llenará de luz todo el cuerpo.

Jesús, nuestro modelo

Pero prosigamos. Así como Jesús no se excusó delante del juicio de los hombres durante el curso de su ministerio –como lo acabamos de ver– tampoco buscó la compasión del hombre en la hora de su “debilidad”, cuando las potestades de las tinieblas se desencadenaban contra él. Cuando llega a ser prisionero de los judíos y de los gentiles, nada suplica ni demanda; no apela a la compasión de nadie ni tampoco implora por su vida. En Getsemaní oró a su Padre, pero no hay indicio de que haya intentado conmover al sumo sacerdote judío ni al gobernador romano. Todo lo que en aquella hora dijo tenía por único objeto manifestar el pecado que el hombre –fuese judío o gentil– cometía en aquel mismo momento.

¡Qué cuadro! ¡Quién hubiera podido concebir semejante modelo! Era necesario que fuese manifestado antes de ser descripto de la manera que es observado por tantos ojos desde hace largo tiempo. Ahí está el hombre perfecto, el cual anduvo aquí en la plenitud de la gloria moral y de quien el Espíritu Santo ha dejado el reflejo en las páginas de los evangelios. Y tras la simple, dichosa y enérgica seguridad de su amor personal hacia nosotros (¡que el Señor la acreciente en nuestros corazones!) nada contribuye más al deseo de estar con él que el descubrimiento de su glorioso ser. He oído de un hombre que, tras haber contemplado los brillantes y benditos caminos de Jesús en los cuatro evangelios, lleno de emoción y lágrimas exclamó a gran voz: «¡Oh, cómo es que no estoy con él!».

Si a uno le es permitido hablar por otros, queridos amigos, es porque eso es lo que necesitamos y también por lo cual suspiramos. Nosotros conocemos nuestras necesidades, pero podemos agregar: El Señor sabe cuál es nuestro deseo.

Dar al Señor

En el mismo libro del Eclesiastés, que antes citamos, leemos que hay “tiempo de guardar, y tiempo de desechar” (Eclesiastés 3:6). El Señor Jesús guardó y desechó cada cosa en su debido tiempo.

En el servicio espiritual del corazón o de la mano de quien adora a Dios no hay desperdicio, por pródigo que parezca el modo de obrar, pues, como David, aquel dice al Señor:

Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos
(1 Crónicas 29:14).

Las bestias del campo son suyas, al igual que la tierra y su plenitud. Sin embargo, Faraón llamó ociosos a los israelitas cuando estos quisieron ocuparse en adorar a Dios (Éxodo 5:8), y los discípulos pusieron en tela de juicio la prudencia de la mujer que había gastado trescientos denarios en ungüento para ungir al Salvador, suma que, según ellos, había sido desperdiciada (Marcos 14:3-9; Juan 12:1-8). Empero, dar al Señor lo suyo, rendirle la honra, el sacrificio, los afectos del corazón, el trabajo de las manos o los bienes de la casa no es ni ociosidad ni desperdicio: la obra principal del verdadero creyente es la de honrar a Dios. Quisiera detenerme en este punto por un momento.

Renunciamientos

Renunciar a Egipto no es ociosidad; tampoco es un desperdicio quebrar un frasco de perfume sobre la cabeza de Jesús, aunque vemos que entre los hijos de los hombres –e incluso muy a menudo entre los santos de Dios– se juzga estas cosas de tal manera. Ciertos beneficios de la vida son abandonados, oportunidades que el mundo ofrece son dejadas de lado por cuanto el corazón ha comprendido lo que es la senda de comunión con un Señor rechazado.

Pero, para muchos, todo esto es «ociosidad» y «prodigalidad». Es menester –piensan ellos– mantener las ventajas, los beneficios con los que se cuenta y echar mano de todas las oportunidades que se nos presentan a fin de emplearlas luego para el Señor. Empero, grave es el error que cometen quienes hablan así. Ensalzan grandemente todo aquello que atañe a la posición –y a la influencia humana y terrenal que deriva de ella– y consideran estas cosas casi como «un don que debe ser utilizado para beneficio, edificación y bendición de los demás» (compárese 1 Corintios 12:7, etc.; 14:1-3; 12, etc.). Pero un Cristo rechazado, un Cristo desechado por los hombres, si fuese conocido por el alma, enseñaría una lección totalmente diferente. Esa posición en la vida, esas ventajas mundanas, esas oportunidades tan elogiadas, son el mismo Egipto al que Moisés renunció. Él rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón. No estimó preciosos los tesoros de Egipto, por cuanto no los podía utilizar para el Señor. Se aleja de todas estas cosas y, fuera de Egipto, el Señor le halla y luego lo utiliza, no para dar crédito a Egipto y sus tesoros, sino para liberar a su pueblo de la opresión.

Todo este renunciamiento, sin embargo, debe ser realizado en la inteligencia de la fe en un Señor rechazado; de lo contrario, perdería su carácter propio, su belleza y autenticidad. Si fuese llevado a cabo en virtud de un mero principio religioso, como con miras a lograr una justicia o un mérito propio, se puede decir con razón que es algo peor que la ociosidad o la dilapidación. Satanás ganaría así una ventaja evidente sobre nosotros en lugar de haber obtenido nosotros una victoria sobre el mundo. Pero si tal sacrificio fuese realizado verdaderamente por fe y por amor hacia un Maestro rechazado, con la conciencia e inteligencia de Su relación con este presente siglo malo, sería una ofrenda a Dios.

Actuar en el momento oportuno

Servir a la humanidad a costa de la verdad divina y de los principios de Dios, no es cristianismo, pese a que los que así hacen gocen de la reputación de «bienhechores». El cristianismo auténtico tiene por blanco la gloria de Dios, como así también la bendición del hombre; pero, en la medida en que perdamos de vista este punto, nos asaltará la tentación de considerar como desperdicio y holgazanería muchas cosas que verdaderamente son servicio santo, inteligente, consistente y consagrado a Jesús. En verdad es así; nos lo dicen las palabras de justificación dirigidas por el Señor a la mujer que le derramó en la cabeza su tesoro (Mateo 26). Nuestro deber es reconocer la gloria de Dios en lo que hacemos, aunque los hombres se rehúsen a aprobar lo que no contribuye al progreso del buen orden en el mundo o al bienestar de nuestro prójimo. El Señor Jesús reconocía en este mundo egoísta lo que se le debía a Dios y, al mismo tiempo, el deber que tiene un hombre para con sus semejantes. Él sabía el tiempo oportuno para “desechar” y también el de “guardar”. “Dejadla” –dijo de la mujer reprochada por haber derramado sobre él el ungüento de mucho precio– “buena obra me ha hecho”; sin embargo, en otra ocasión, después de haber dado de comer a la multitud, de los labios del propio Maestro se oyeron estas palabras:

Recoged los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada.

Tiempo de guardar y tiempo de desechar

He aquí cómo nuestro Señor observaba la divina regla que dice “Hay tiempo de guardar, y tiempo de desechar”. Si la prodigalidad en el servicio para Dios y en la adoración a él no es estimada como desperdicio, las migajas mismas del alimento humano tampoco lo serán. Aquel que en la primera ocasión aprobaba el acto de gastar trescientos denarios, en la segunda no permitía que quedaran en el suelo los restos de tres panes. A sus ojos, esos restos eran sagrados. Eran el alimento de vida, la hierba de los campos que Dios había dado al hombre para su subsistencia; y la vida es una cosa sagrada: Dios es el Dios de vivos. Él había dicho al hombre: “Toda planta verde... y todo árbol... os serán para comer” (Génesis 1), y ésa es la razón por la que Jesús santificó lo que Dios había dado. “El árbol del campo es la vida del hombre”, dice la ley (Deuteronomio 20:19)1 , y ella, en consecuencia, prescribió a aquellos que se hallaban bajo la ley: “Cuando sities a alguna ciudad, peleando contra ella muchos días para tomarla, no destruirás sus árboles metiendo hacha en ellos, porque de ellos podrás comer; y no los talarás... Mas el árbol que sepas que no lleva fruto, podrás destruirlo y talarlo”. Abusar de la comida de vida –comida que era don de Dios para la subsistencia del hombre– hubiera sido una prodigalidad, una profanación, y Jesús, en la misma pureza, en la perfección de la ordenanza viva de Dios, no permitió que un solo trozo de pan fuese desperdiciado. “Recoged los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada”.

Pequeños incidentes son estos; pero todas las circunstancias de la vida humana, por variables y pequeñas que fuesen, a medida que Jesús las atravesaba adquirían algo de la gloria que siempre adornaba y alumbraba la senda de los sagrados y a veces cansados pies del Hijo de Dios. Al ojo humano permanecía oculta esta gloria a causa de la incapacidad del hombre para apreciarla, mas, para Dios, aquella vida toda era incienso puro, sacrificio de buen olor y de reposo, la ofrenda del santuario.

  • 1Nota del traductor (N. del T.): Es así como algunos prefieren traducir esta frase: entre ellos los traductores de la Versión Autorizada inglesa –o «King James»– utilizada por Bellett en la presente obra.

La omnisciencia del Señor

Notemos, además, que el Señor no juzgaba a los demás en relación consigo mismo (falta muy común en la que todos incurrimos). Nosotros naturalmente juzgamos a los demás según cómo nos tratan y el beneficio que podemos sacar de ellos es la medida con la que medimos su carácter y su valor. Mas el Señor no actuaba así. Dios es un Dios de conocimiento, y pesa las acciones. Sus ojos penetran cada una de ellas plenamente, las comprende en todo su significado moral y las pesa según este. Y el Señor Jesucristo –la imagen del Dios de conocimiento– obró de igual modo una y otra vez durante los días de su ministerio aquí abajo. El capítulo 11 de Lucas nos proporciona un ejemplo. Había una apariencia de cortesía y de buena voluntad hacia el Señor de parte del fariseo que le había invitado a comer. Pero Jesús era el

Dios de todo conocimiento

y, como tal, pesó esta acción según su verdadero carácter moral.

La miel de la cortesía, la cual es el mejor ingrediente para la vida social del mundo, no podía pervertir el juicio de Cristo ni su apreciación de las cosas. Él aprobaba las cosas que son excelentes. La cordialidad que le invitó a comer no había de afectar el juicio de Aquel que llevaba los pesos y medidas del santuario de Dios. Esta cortesía se encontraba en aquella ocasión ante el Dios de todo conocimiento, no pudiendo subsistir frente a él. ¡Qué lección para nosotros!

Dos invitaciones

La invitación encubría una intención premeditada. Tan pronto como el Señor hubo entrado en la casa, el dueño de esta hace el papel de fariseo y no el de dueño de casa, pues se asombra de que su invitado no se hubiera lavado antes de comer; y el carácter que asume así desde el principio se muestra en toda su fuerza hacia el final. El Señor actúa en consecuencia, pues pesaba todas las cosas como el Dios de conocimiento. Algunos tal vez pensarán que la cortesía que se le había dispensado debió de haberlo mantenido en silencio, pero Jesús no podía considerar al fariseo simplemente en relación consigo mismo. La adulación no habría de influir en su justo juicio. Jesús pone al descubierto los intentos del corazón y reprende, y el fin de la escena le justifica.

Diciéndoles él estas cosas, los escribas y los fariseos comenzaron a estrecharle en gran manera, y a provocarle que hablase de muchas cosas; acechándole, y procurando cazar alguna palabra de su boca para acusarle.

Muy diferente, sin embargo, fue la manera en que el Señor actuó en la casa de otro fariseo que también le había invitado a comer (véase Lucas 7:36-50), pues Simón no encubría ninguna intención premeditada al invitar a Jesús. Puede parecer que actuaba como fariseo, de igual modo que el anterior, acusando en sus adentros a la pobre pecadora de la ciudad y reprobando a su convidado por permitir que ella se le acercara, pero las apariencias no pueden servir de base para un juicio justo. Por lo general, las mismas palabras pronunciadas por labios diferentes tienen un sentido muy distinto. Por ello, el Señor –el juez que pesa todas las cosas perfectamente según Dios– aunque reprende a Simón y pone de manifiesto lo que él es, lo conoce por su nombre y deja su casa como un convidado debe dejarla. El Señor distingue entre el fariseo del capítulo 7 de Lucas y el del capítulo 11, aunque comió con los dos.

Sugerencia de Pedro

También en el capítulo 16 de Mateo vemos a Pedro manifestando un tierno afecto y un fuerte apego por su maestro: “Señor” –le dice– “ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”, pero Jesús juzgó las palabras de Pedro solamente según su valor moral. Cuán duro, por cierto, es para nosotros actuar así cuando se nos trata de una manera tan agradable. “¡Quítate de delante de mí, Satanás!” no era la respuesta que hubiera propuesto una naturaleza meramente amable; esta se hubiera expresado de otra manera. Pero, reitero, el Señor no prestó oídos a las palabras de Pedro como si fueran simplemente la expresión de una bondad y afección personal hacia él, sino que las juzgó –las pesó– en la presencia misma de Dios, y de inmediato se dio cuenta de que había sido el enemigo quien las había inspirado, pues aquel que es capaz de transformarse en ángel de luz a menudo se disfraza con palabras de cortesía y de bondad.

Incredulidad de Tomás

De igual modo actuó Jesús con Tomás, como podemos verlo en el capítulo 20 de Juan. Tomás, adorando a Jesús, expresó: “¡Señor mío, y Dios mío!”, pero Jesús se hallaba en una altura moral de la que estas palabras no podían hacerle descender y desde la cual oía, miraba y pesaba todas las cosas, aun palabras como estas. Sin duda, tales palabras eran sinceras y provenían de un corazón que, tras haber sido iluminado por Dios, se había prosternado en arrepentimiento delante del Salvador resucitado, manifestando, después de poner fin a toda duda, su adoración a él. Pero Tomás se había excedido en su incredulidad; se había mantenido firme en ella hasta donde le había sido posible. Es cierto que todos los discípulos manifestaron incredulidad en cuanto a la resurrección, pero Tomás declaró que persistiría en la incredulidad mientras sus sentidos naturales –su vista, su tacto– no le hicieran cambiar de parecer. Allí vemos la condición moral en la que Tomás se hallaba; y todo ello estaba desnudo ante los ojos de aquel que todo lo discierne. Jesús, pues, juzga a Tomás, poniéndole en su verdadero lugar moral, como había hecho con Pedro anteriormente.

Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.

¿No habrían sido tomados por sorpresa nuestros corazones en semejantes casos? ¿Podrían haberse mantenido incólumes frente a las embestidas que la buena voluntad de Pedro y la adoración de Tomás hubiesen realizado contra ellos? Nuestro perfecto Maestro, empero, se atuvo a Dios y a su verdad, y no a sí mismo. El arca del pacto no debía ser adulada. Los israelitas podían rendirle honores y llevarla a la batalla (1 Samuel 4), requiriéndole, por así decirlo, que su presencia en medio de ellos hiciese que todo les fuera favorable. Pero esto en nada afectará al Dios de Israel. El pueblo cae derrotado a manos de los filisteos, a pesar de hallarse el arca en medio de la batalla; y Pedro y Tomás son reprendidos, si bien Jesús, quien es siempre el Dios de Israel, había sido honrado por ellos.

Gozo del Señor, gozo en el cielo

Los ángeles se regocijan cuando un pecador se arrepiente.

Hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.

Es esta, para nosotros, una feliz revelación de uno de los secretos del cielo. Nos enteramos de ello leyendo una ilustración tras otra en el capítulo 15 de Lucas.

Pero hay algo más que supera a esto. El gozo, aunque Lucas nos lo muestra realizado en el cielo, es un gozo público que tiene su expresión y que encuentra eco. Es muy apropiado que así sea; es algo conveniente que toda la casa participe de ello y que sea un motivo de gozo común. Pero hay algo más aparte de ese gozo de los habitantes del cielo: el gozo del corazón de Dios. Esto lo vislumbramos en el relato de Juan 4:27-32. Es este un gozo muy profundo, pleno, silencioso y personal. Es un gozo que no requiere que sea suscitado ni sostenido por otros. “Yo tengo una comida que comer que vosotros no sabéis”, es la expresión del corazón de Cristo cuando a su vez experimentaba ese gozo. La gloria resplandecía de tal modo en la casa que, por un tiempo, los ministros del santuario debieron mantenerse a distancia (1 Reyes 8:11). El buen Pastor acababa de traer sobre sus hombros al redil, con regocijo, a una oveja descarriada que había hallado y por el momento el gozo era todo suyo, particular, íntimo. La samaritana, aquella mujer pecadora, halló en él salvación y felicidad; pero el Maestro no llamó a los suyos para que participaran con él de este nuevo gozo. Los discípulos tenían conciencia del carácter del momento y no quisieron turbarlo. La grosura reservada en el altar, la porción más excelente de la fiesta, la «comida de Dios», era así servida, y los discípulos permanecieron en silencio y en un lugar aparte. Se trataba de un momento maravilloso, especial. Aquí es revelado un gozo profundo e inefable de la Deidad, así como el extático gozo público del cielo se muestra en el capítulo 15 de Lucas.

Necesidades del Señor

Mas aquel que así se sustentaba con el cumplimiento de la voluntad divina, también conocía el cansancio, el hambre y la sed. Esto lo vemos en el capítulo 4 de Juan, al que acabamos de aludir, como también en el capítulo 4 de Marcos, con la diferencia de que, mientras en el segundo el Señor halla alivio y descanso por medio del sueño, en el primero prescinde de este natural restablecimiento. ¿A qué se debe esto? En la ocasión tratada en Marcos, el Señor se había ocupado durante el día en un trabajo activo y cansador, de lo cual resultó que por la tarde se sintiera fatigado, como es propio de la naturaleza humana. Realizó así lo que dice el salmista: “Sale el hombre a su labor, y a su labranza hasta la tarde” (Salmo 104:23). El Señor acepta el sueño que su Padre provee a fin de recuperar por ese medio las fuerzas necesarias para el servicio del día siguiente. Jesús hizo la experiencia de todas estas cosas. Dormía en la barca sobre un cabezal. En el capítulo 4 de Juan se nos da una descripción de su cansancio: allí, con hambre y sed, se sienta junto al pozo como cansado viajero, esperando que los discípulos llegaran con alimentos. Mas, llegados ellos, hallan que el Maestro ya se ha recuperado, y esto sin haber comido, ni bebido ni dormido. Su cansancio había hallado otro reconstituyente distinto al que le hubiera proporcionado el sueño. Ve en el alma de aquella pobre mujer pecadora el fruto de su labor, comida proporcionada por el Padre mismo cual recompensa por el cansancio: he aquí la felicidad, el gozo del Salvador; y la mujer había sido despedida con la libertad de la salvación de Dios. Pero en el capítulo 4 de Marcos no hay ninguna mujer de Samaria y, por consecuencia, Jesús tuvo que hacer uso del cabezal de la barca para reponerse de su cansancio.

¡Cuán verdadero nos resulta todo esto y cuán fácil de comprenderlo! El corazón del Señor, en el capítulo 4 de Juan, estaba gozoso, si me puedo expresar así. Pero en el capítulo 4 de Marcos nada contribuye a su regocijo. La Escritura dice (y nuestra experiencia lo confirma) que “el corazón alegre constituye buen remedio; mas el espíritu triste seca los huesos” (Proverbios 17:22). Así, pues, en un caso el Maestro puede decir:

Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis,

mientras que en el otro hace uso del cabezal que le proporcionaba el reposo necesario para su cansado cuerpo.

¡Cuán perfecta en todas sus simpatías era la humanidad que el Hijo de Dios había asumido! Sin duda, él participó de la naturaleza humana común a todos los hombres, pero sin relación alguna con el pecado.

Es tal la simpatía en su corazón
que sabe él nuestra frágil condición.

En medio de la confusión

En un tiempo en el que prevalece la confusión uno se siente tentado a abandonarlo todo, por cuanto parece que todo está perdido y sin esperanza posible. También le asalta a uno la tentación de pensar que todo distingo entre las cosas no solo es algo inútil sino también una pérdida de tiempo. Todo se halla en estado de desorden y apostasía; entonces ¿por qué tratar de diferenciar entre tales condiciones?

Pero no ocurría así con el Señor. Él se hallaba en medio de la confusión, pero no formaba parte de ella, así como estaba en el mundo sin ser de él, como antes ya lo dijimos. Él se topó con toda suerte de personas, en todo tipo de condiciones, multitud tras multitud, formando todos juntos una gran masa compacta; y Jesús prosiguió siempre sin distracción su estrecho, recto e impecable camino entre todos ellos. Las pretensiones de los fariseos, la mundanería de los herodianos, la filosofía de los saduceos, la veleidad de la multitud, los embates de los adversarios, la ignorancia y la flaqueza de los discípulos eran los elementos morales a los que él se enfrentaba y a los que debía responder cada día.

El estado de las cosas, así como los caracteres de las personas, ejercitaban el corazón del Señor: la moneda del César circulaba en el país de Emanuel; las paredes intermedias de separación se hallaban todas en ruinas; judíos y gentiles, puros e impuros, se confundían, salvo cuando el orgullo religioso pretendió mantener a su manera la susodicha separación en pro de sus privilegios nacionales. Mas la regla de oro de Jesús –“Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”– expresaba la perfección de su andar en medio de todos.

En los días de la cautividad –días de confusión también– el remanente dio un bello testimonio al distinguir entre cosas que diferían y no comportarse como si todo estuviese perdido y sin esperanza. Daniel era el consejero del rey, pero no se contaminó con la comida de este; Nehemías servía en el palacio, pero no toleraba moabitas o amonitas en la casa de Jehová; Mardoqueo velaba por la vida del rey, pero no se inclinó ante el amalecita; Esdras y Zorobabel aceptaron los favores del rey persa, pero rehusaron toda ayuda samaritana y no soportaron matrimonios con los gentiles; los cautivos oraban por la paz de Babilonia, pero no quisieron cantar los cánticos de Sion en territorio extranjero.

Actuar como el remanente

Todo esto es hermoso, y el Señor, en los días de su vida en la tierra, manifestó perfectamente este carácter del remanente. Y todo esto es aleccionador para nosotros, pues vivimos en un tiempo caracterizado por la confusión y de ninguna manera mejor que esos días de la cautividad o que los de Jesús. Y nosotros, como ellos, no hemos de actuar como si no tuviésemos recursos o esperanzas, sino como sabiendo dar a César las cosas que son de César y a Dios las que son de Dios.

Toda esa belleza moral de Jesús constituye un modelo para nosotros; pero vemos también al Señor ligado en su Deidad con el pensamiento de Dios en lo que respecta al mal, posición que naturalmente jamás nosotros podríamos ocupar. Él tocó al leproso y también al féretro, y, sin embargo, no se contaminó: conservaba la posición que Dios mantiene respecto del mal; conocía perfectamente el bien y el mal, pero los dominaba divinamente, los conocía como Dios los conoce. De haber sido meramente un hombre, el contacto con el leproso y con el féretro le habrían contaminado; hubiera tenido que salir del campamento y proceder a la purificación que la ley prescribía. Nada de eso vemos en él; Jesús no era un judío impuro; no solo era impoluto sino que era incapaz de ser contaminado; y, sin embargo, tal era el misterio de su persona, tal la perfección de su humanidad unida a la Divinidad, que la tentación era tan real en él como lo era la imposibilidad de ser contaminado.

Nos detenemos unos momentos aquí. Nuestro lugar frente a una gran parte de esta verdad necesaria, aunque misteriosa e infinitamente preciosa, es aceptarla y adorar, más bien que ponernos a discutir sobre ella y a analizarla. Aprovecho aquí la ocasión para decir que su muerte fue la perfección de su gloria moral a la cual me estoy refiriendo (Filipenses 2). Naturalmente, yo sé que fue mucho más que eso; pero, entre otras cosas, fue eso.

Qué felicidad, sin embargo, hay para el corazón de uno al observar los deseos ardientes de algunas almas sencillas que hacen sentir que es a Cristo mismo a quien tienen ante sus ojos. A menudo nosotros discurrimos sobre verdades de una manera tal que al final llegamos a la penosa convicción de que, aunque ocupados así, no teníamos por blanco a Cristo mismo; descubrimos que habíamos estado errando en el trayecto.

Pobreza material del Señor

Las expresiones del apóstol: “como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo”, expresiones elevadas y maravillosas, se manifestaron en el Señor de una manera muy particular y personal. Él recibía el auxilio de algunas mujeres piadosas que le servían de sus bienes y, al mismo tiempo, disponía de los tesoros de la abundancia de la tierra para proveer a las necesidades de todos cuantos le rodeaban. Podía alimentar a miles de hombres en lugares desiertos y tener a la vez hambre mientras aguardaba el retorno de sus discípulos que habían ido en busca de víveres a una ciudad vecina. Esto es «no tener nada, mas poseer todas las cosas». Pero en Jesús, aunque era así de pobre y estaba expuesto a las necesidades y a los peligros de diversas índoles, nada se ve jamás que tenga traza de bajeza. Nunca pide limosna, a pesar de no tener una sola moneda, pues cuando necesitó un denario –no para su propio uso– (Lucas 20:20-26) tuvo que pedir que le fuese mostrado uno. Jamás huyó, aunque estuvo expuesto al peligro y fue amenazada su vida allí donde se encontraba. Él se retira, o pasa de largo inadvertido. Y así, lo puedo decir nuevamente, nada bajo, nada incongruente con una perfecta dignidad personal tiene que ver con él, aunque la pobreza y la necesidad hayan sido su porción día tras día.

Comparación entre el Señor Jesús y Pablo

¡Maravillosa perfección! ¿Quién podría mantener ante sus ojos un objeto tan perfecto, tan irreprensible, tan exquisita y delicadamente puro, en los detalles más ordinarios y minuciosos de la vida humana? Pablo era incapaz de ello. Nadie que no fuera Jesús, el Dios-hombre, podría hacerlo. La naturaleza particular de sus virtudes, en medio de las circunstancias ordinarias de su vida, nos hablan de su persona. Debe tratarse de una persona muy especial, debe ser el hombre divino, si puedo expresarme así, para que presente ante nosotros semejantes particularidades en esas condiciones comunes. Nada similar –repito– hallamos en Pablo. Reconozco que hubo en él gran dignidad y una elevada moral; si hubo un hombre en quien se manifestaron estas cualidades, convengamos en que ese hombre fue Pablo. Pero la senda de Pablo no es la de Jesús: peligra su vida, y busca amparo en su sobrino; en otra ocasión sus amigos le bajaron en una canasta desde lo alto del muro de la ciudad; es cierto que nunca pidió dinero, pero sí reconoció haberlo recibido; estando en la asamblea compuesta por fariseos y saduceos se declara fariseo, buscando así con qué cubrirse; también le habla mal al sumo sacerdote que le estaba juzgando. Esa conducta que Pablo manifestó en tales circunstancias no era moralmente recta; y yo estoy hablando aquí solamente de los casos que, aunque no son moralmente malos, sin embargo no llegan a la altura de la perfecta dignidad moral y personal que caracteriza los caminos de Cristo. Ni la así llamada «huida a Egipto» constituye una excepción a este carácter del Señor, pues tal viaje fue realizado con el expreso propósito de cumplir la profecía y bajo la autoridad de un oráculo divino.

Todo esto no solo es gloria moral, sino un portento moral. ¡Qué maravilla que una pluma en manos de un frágil mortal haya podido trazar alguna vez tales bellezas! Solo podemos entender ese milagro por el hecho de ser una verdad, una realidad viviente que nos es presentada; estamos forzosamente obligados a llegar a esa conclusión.

Callarse o hablar

Y a medida que seguimos el rastro de esta bendita verdad, hallamos que está escrito:

Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno
(Colosenses 4:6).

Nuestras palabras deberían ser “siempre con gracia”, haciendo el bien a los demás, comunicando la “gracia a los oyentes”. Sin embargo, ellas a menudo revestirán ese carácter por lo mordaz de la admonición o de la reprensión y a veces por su decisión o severidad y aun por la indignación misma que les da origen y el celo con que se expresan; así nuestras palabras serán “sazonadas con sal”. Y, reuniendo estas bellas cualidades, nuestras palabras, llenas de gracia y sazonadas con sal, darán testimonio de que sabemos cómo responder a cada uno.

Entre todas las otras formas de perfección moral, el Señor Jesús manifestó esta. Él sabía cómo responder a cada uno, mediante palabras siempre provechosas para el alma, así se tratara de personas que querían escuchar o de aquellas que se abstenían de hacerlo; palabras a veces sazonadas o, más aun, fuertemente sazonadas con sal.

Y así, respondiendo a las preguntas que le formulaban, su intención no era tanto la de satisfacerlas simplemente, sino más bien la de llegar a la conciencia o al estado de alma del inquiridor.

En sus silencios, cuando se abstuvo por completo de dar una respuesta mientras se hallaba en presencia del judío o del gentil al final de su paso por la tierra, en presencia de los sacerdotes, o de Pilato, o de Herodes, podemos vislumbrar la misma propiedad que en sus palabras y en sus respuestas. ¡Qué testimonio daba para Dios de que había al menos uno entre los hijos de los hombres que sabía que hay “tiempo de callar, y tiempo de hablar”!

Maneras de hablar

Gran variedad de tono y de manera de proceder se manifiesta en las diversas circunstancias de la vida del Señor. Y toda esta variedad, por minúscula o grande que fuese, constituía una parte de la fragancia que subía ante Dios. En ciertas ocasiones su palabra era dulce, mas en otras era perentoria; algunas veces formulaba reflexiones y otras censuraba sin dilación; algunas veces la calma de su reflexión se elevaba hasta llegar al acalorado punto de la solemne condena, pues él siempre pesaba el lado moral de todas las cosas.

El capítulo 15 del evangelio de Mateo me asombra por la manera en que hace resaltar esta perfección en muchos de sus diversos aspectos de belleza y excelencia. El Señor tiene que responder allí a los fariseos, a la multitud, a la pobre y afligida sirofenicia de las costas de Tiro y a sus propios discípulos una y otra vez, según manifiestan su ignorancia o su egoísmo; y, tras vislumbrar en él su diferente manera de reprender y de reflexionar, su diferente estilo de enseñar con paciencia o de instruir a una alma fielmente, con sabiduría y con gracia, no podemos menos que percibir la perfecta conveniencia de toda esta variedad con respecto al lugar o a la ocasión que demandaba su intervención.

Comportamiento de Jesús en su niñez

La misma belleza y la misma propiedad las volvemos a encontrar en el hecho de que en el capítulo 2 de Lucas él ni enseña ni aprende, sino que tan solo escucha y hace preguntas. Enseñar habría estado fuera de lugar, por cuanto él era un niño que se hallaba en medio de sus ancianos. Aprender no habría estado en plena armonía con la pura y gloriosa luz que sabemos que llevaba en sí mismo; entonces podemos decir de él, con toda seguridad, que tenía más discernimiento que los viejos, más entendimiento que sus maestros (Salmo 119:99-100), no digo en su carácter de Dios, sino como hombre “lleno de sabiduría”, según la expresión de la Palabra. Pero él sabía hacer uso de esta plenitud de sabiduría según la perfección de la gracia, por lo cual el evangelista no nos presenta a Jesús en el templo en medio de los doctores, a la edad de doce años, enseñándoles o aprendiendo, sino que dice simplemente que estaba oyéndoles y preguntándoles.

El niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él;

tal es la descripción que nos es hecha a su respecto mientras avanzaba en edad; y ya hombre, al conversar con la gente en el mundo su palabra fue siempre proferida con gracia y sazonada con sal, como la palabra de quien sabía cómo responder a cada uno. ¡Qué perfección y belleza se contempla en la armonía que guardaban las diferentes edades del niño y del hombre!

La gavilla mecida

Hay más aun en cuanto a esta perfección. Jesús nos es presentado también bajo otros aspectos diferentes. A veces es el menospreciado y desdeñado, acechado y aborrecido por los adversarios, obligado a retirarse –por decirlo así– a fin de res guardar su vida de las intenciones y tentativas de ellos. Otras veces es el débil, siendo seguido solo por los más pobres de entre el pueblo; la fatiga, el hambre y la sed se apoderan de él; es deudor de los servicios prestados por algunas mujeres devotas que sentían que le debían todo. En otras ocasiones, lleno de ternura y benevolencia, Jesús se compadece de la multitud; o bien, acompañando a sus discípulos en sus comidas o en sus viajes, dialoga con ellos como lo haría un hombre con sus amigos. Otras veces aparece ante nosotros con poder y honor, obrando milagros, dejando escapar destellos de su gloria; y, aunque en su persona y en su posición nada ni nadie fue él en el mundo, sino el hijo de un carpintero sin instrucción y sin fortuna, no obstante provocó entre los hombres –y a veces también en los pensamientos de aquellos que gobernaban la tierra– tan grande conmoción como jamás hombre alguno lo hiciera.

La infancia, la etapa de hombre maduro, la vida en toda su variedad nos presentan así la persona de Jesús. ¡Ojalá que sea nuestro deseo tener siempre a Jesús en nuestros corazones! En algunos de los más pequeños detalles hay una perfección que pone en evidencia la mano divina que los trazó. Torpe trabajo hubiera hecho un escribiente no preservado –no conducido por el Espíritu Santo– de aquellas ocasiones en las que se vislumbran estos rasgos y pinceladas tan peculiares. Así, cuando el Señor quiso exponer su pensamiento respecto de la moneda corriente en el país, pidió que se le mostrara un denario, pues no tenía ninguno. Ciertamente, podemos estar seguros de que no llevaba dinero consigo. La belleza moral de la acción emanó de la perfección interior que siempre le caracterizaba.

En Getsemaní

Al llegar con sus discípulos a Getsemaní, Jesús les pide que velen con él, pero no les pide que oren por él. Sí buscó simpatía; la apreciaba en las horas de debilidad y angustia y deseaba que los corazones de sus compañeros estuviesen entonces ligados al suyo. Semejante deseo tenía su origen en la gloria moral que conformaba la humana perfección que le era propia; pero, si bien sintió ese deseo y lo expresó a sus discípulos, no podía pedirles que comparecieran en la presencia divina a favor de él. Sí quería que ellos se entregasen a él, pero no podía pedir que se entregaran a Dios por él. Así, pues, les pide de nuevo que velen con él, pero no que oren por él. Inmediatamente después de entregarse a la vigilia y a la oración ininterrumpidas, a los discípulos mismos les dirige estas palabras:

Velad y orad, para que no entréis en tentación.

Pablo podía decir a los santos en Corinto: “Cooperando también vosotros a favor nuestro con la oración” (2 Corintios 1:11); “orad por nosotros; pues confiamos en que tenemos buena conciencia” (Hebreos 13:18). Pero no era ése el lenguaje de Jesús –y no necesito decir que tampoco podía serlo; pero la pluma que traza para nosotros una vida como ésa y que nos describe un carácter así, es conducida y preservada por el Espíritu de Dios; ningún otro sino el Espíritu Santo podría haber escrito así.

Jesús hace el bien

El Señor hizo el bien y prestó sin esperar de ello nada (Lucas 6:35). Daba sin que su izquierda supiese lo que hacía su derecha; jamás, en ninguna circunstancia, exigió de nadie servicio alguno en virtud de haber sanado o librado. El Hijo de Dios no permitió que le acompañase el hombre de quien había echado fuera los espíritus inmundos, llamado Legión. Tanto el muchacho endemoniado (Mateo 17) como la hija de Jairo (Marcos 5), sanado aquel y resucitada esta, fueron devueltos a sus familiares. Del resucitado hijo de la viuda de Naín, leemos: “y lo dio a su madre” (Lucas 7:15). Nada exigió de ninguno de ellos. ¿Acaso el Cristo da a fin de que se le retribuya? Cual Maestro perfecto, Jesús ponía en práctica el principio que él mismo enseñaba, es decir:

Haced bien, y prestad, no esperando de ello nada.

La gracia se caracteriza por dar a otros y no por enriquecerse ella misma; y Jesús vino para que tanto en él como en sus caminos fuesen demostradas las soberanas riquezas y la gloria de la gracia divina. Es verdad que en el mundo halló siervos, pero estos eran llamados por su gracia; ellos respondieron libre y espontáneamente a su divino amor; eran frutos de la energía del Espíritu Santo y con gozo se consagraron a servirle, impulsados por Su infinito amor. A estos envió cual mensajeros suyos, y les dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8). En la delineación de tal carácter hay algo más que una intervención humana, puesto que se eleva por sobre los límites de la humana concepción. Uno repite ese pensamiento una y otra vez, y es una dicha poder agregar que esta gloria moral del Señor resplandece a veces bajo las formas más simples, las que son inteligibles para todas las percepciones y simpatías del corazón.

La fe recompensada

Así como nuestro Maestro respondió con gozo al pedido del más osado en cuanto a la fe, nunca rehusó contestar la petición del débil. Le proporcionaba gozo la fe fuerte que con plena e inmediata seguridad, sin ceremonia ni apología, contaba con él como el poderoso Salvador; pero, al mismo tiempo, el alma tímida, que con vergüenza y casi con miedo acudía a sus plantas, recibía de él una bendición que le infundía ánimo y gratitud. De los labios del Médico divino brotaron para el pobre leproso palabras que deshicieron la duda que, cual pesada nube, se cernía sobre su corazón. Dijo el leproso:

Señor, si quieres, puedes limpiarme;

él le contestó al punto: “Quiero, sé limpio”, pero inmediatamente después los mismos labios divinos exteriorizan la plenitud del pensamiento del Hijo de Dios en vista de la fe clara y firme del centurión romano (Mateo 8:5-10) y de la que manifiestan unos israelitas en el acto de descubrir el techo de una casa para poder bajar la cama de un paralítico ante el Señor (Marcos 2:1-12).

Cuando alguno se acerca al Señor con débil fe, Él le concede la bendición pedida, pero, al mismo tiempo, le reprende. Tal reprensión, sin embargo, nos suministra consuelo, pues parece decirnos: «¿Por qué no quisisteis depositar en mí una plena confianza y valeros de toda la libertad y el gozo que serán vuestros si de una vez confiáis absolutamente en mí?». Si sabemos apreciar al Dador como a los dones que nos brinda –al corazón de Cristo como a su pródiga mano– tan precioso nos resultará el mensaje con que él reprende a nuestra débil fe como la contestación a nuestro pedido.

Y si la débil fe era así reprendida, la fe fuerte debía ser reconocida. Por eso podemos comprender cuán bella escena se presentó a los ojos del Señor cuando esos hombres a los que ya hicimos alusión hicieron una abertura en el tejado de la casa a fin de poner al paralítico delante de él. Un magnífico espectáculo, sin duda, para los ojos de nuestro generoso y divino Señor. Su corazón debió de sentirse invadido por tal acción, como lo fue seguramente la casa de Capernaum.

La gloria soberana y la humillación

En nuestro Redentor contemplamos la gloria y la humillación, aspectos de su vida que nos son necesarios. Aquel que se sentó junto al pozo de Sicar es el mismo que ahora está sentado en el cielo:

El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos
(Efesios 4:10).

He aquí las dignidades y la condescendencia del Hijo de Dios: el que con derecho se sienta a la diestra de la Majestad en las alturas se dignó bajarse para lavar los pies de los santos. ¡Qué combinación! El hecho de identificarse con nuestra pobreza no significó ninguna disminución de su grandeza: no le faltaba nada de lo que podía servirnos, aunque era glorioso, inmaculado y perfecto.

El hombre natural es egoísta, y el egoísta no quiere ser molestado, pues le cansa la importunidad, como nos lo dice el pasaje: “Os digo, que aunque no se levante a dárselos por su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite” (Lucas 11:8). Así ocurre con el hombre, el hombre egoísta, mas no así con Dios o con el amor; pues el Dios de Isaías 7:10-16 es lo contrario del hombre de Lucas 11.

Ahora bien, lo que le cansa a Dios no es la importunidad, sino la incredulidad que no quiere acercarse a él, ni pedir su bendición ni aceptar en absoluto su testimonio. Y esta gloria y excelencia divinas, que son vistas en el Jehová de la casa de David en Isaías 7, reaparece en el Señor Jesucristo de los evangelios y en sus diferentes tratos con la fe débil y la fe fuerte.

Todas estas cosas que descubrimos así, ponen de manifiesto sus perfecciones; mas ¡cuán poco de ellas alcanzamos a vislumbrar!

Bien sabemos de cuántas diversas maneras nuestros hermanos nos perturban y nos provocan, como, sin duda, nosotros a ellos también. Vemos o creemos ver en ellos alguna mala cualidad y nos resulta difícil seguir manteniendo relaciones con ellos. Sin embargo, en todo esto, o en mucho de esto, la falta puede ser de nuestra parte, por confundir lo que no es más que un simple desacuerdo de gusto o de juicio con algo realmente digno de condenar en ellos.

El Señor siempre vence el mal con el bien

Pero el Señor no podía incurrir en tal desacierto; no podía ser “vencido por el mal”, sino que, al contrario, siempre vencía “con el bien el mal”, el mal que estaba en el hombre con el bien que estaba en Él. Vanidad, mal temperamento, indiferencia para con los demás y atento cuidado para con uno mismo, ignorancia pese al esmero que ponía él en la instrucción, no eran sino algunas de las cosas que había en aquellos que le rodeaban y con los que tenía que tratar continuamente. El andar del divino Maestro con Israel y con sus discípulos fue para él, en su género y en su medida, un día de provocación, casi una repetición de los cuarenta años en que Israel viajó por el desierto. Se puede decir que de nuevo Israel tentaba al Señor y que otra vez le probaba. Bendito es decirlo: ellos le provocaron, pero así probaron lo que él era. Jesús lo sufría todo con paciencia; nunca les abandonó; les exhortó, les enseñó, les reprendió, les condenó, pero nunca les abandonó. Y, llegado al término de la jornada que hicieron juntos, está más cerca de ellos que nunca.

¡Esto es algo perfecto y excelente, algo consolador para nosotros! Lo que el Señor hace para tocar la conciencia de los demás jamás afecta su corazón en lo más mínimo. Nada perdemos cuando él nos reprende. Y aquel que no aparta su amor de nosotros cuando está obrando sobre nuestra conciencia, no demora en restaurar nuestras almas a fin de que la conciencia –si puedo expresarlo así– esté pronto en condiciones de dejar su escuela y el corazón encuentre de nuevo su feliz libertad junto a él, como lo expresa ese himno que algunos de nosotros conocemos:

Si alguna nube se me presenta,
De ti quitándome el resplandor,
Divino Amigo, tras la tormenta
Como antes brillas con tierno amor.

Un ministerio de suma constancia

Quisiera destacar, además, que en los caracteres que el Señor Jesús revistió durante el curso de su ministerio (ya sea por una ocasión solamente o por un momento pasajero), vemos la misma perfección y la misma gloria moral que en la senda que atravesó cada día. Jesús reviste, por ejemplo, el carácter de Juez en el capítulo 24 de Mateo, o el de Abogado o Intercesor en el capítulo 22 del mismo evangelio. Pero esto no es más que una sugerencia que hago, pues el tema es demasiado extenso e insumiría mucho tiempo y espacio su desarrollo. Cada paso que Jesús dio, cada palabra que profirió, cada acción que ejecutó llevan consigo un destello de esta gloria; y el ojo de Dios halló en la vida de Jesús más motivos de satisfacción que los que le hubiera presentado una eternidad de inocencia adámica. Jesús anduvo en medio de la ruina moral de la humanidad y desde esa región de miseria hizo subir hacia el trono de Dios en lo alto un más rico sacrificio de olor grato que el que Edén y el Adán de Edén, de haber permanecido ellos sin mancha, jamás hubieran ofrecido o podido ofrecer.

El Señor Jesús no cambia ni con el tiempo ni con las circunstancias. Las mismas manifestaciones de su gracia y de su carácter, antes y después de su resurrección, demuestran esta verdad tan importante para nosotros. Lo que es nuestro Señor en este momento, y lo que será eternamente, lo sabemos por lo que fue en su carácter, en su naturaleza, en sus relaciones con nosotros.

Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos
(Hebreos 13)

y la sola mención de este hecho es algo precioso para nosotros. A veces los cambios nos entristecen; en otras ocasiones los deseamos; pero de varias maneras todos probamos la veleidad e incertidumbre de la vida humana. No solo cambian nuestras circunstancias, sino también nuestras relaciones, nuestras amistades, hasta nuestros afectos y temperamentos; continuamente hay en todos ellos variaciones que nos sorprenden y entristecen. Rápidamente pasamos de un período de la vida a otro; pero es raro que llevemos con nosotros, en ese correr del tiempo, afectos en los que perdure la viva llama que otrora tenían, o principios puros; pero Jesús fue lo mismo antes que después de resucitado, y esto no obstante que los acontecimientos inmediatamente anteriores a su muerte provocaron entre él y sus discípulos una separación más profunda, más triste de lo que podría imaginarse que existiera entre amigos.

Jesús, después de su resurrección

Los discípulos se mostraron infieles, indignos de Su confianza; le abandonaron en la hora de Su debilidad y huyeron para salvar su vida; en tanto que él, por amor hacia ellos, pasó por los terrores de la muerte, sufrió la cruz, una muerte tan cruel, tan vergonzosa que ninguna otra criatura podría haberla vencido. Ellos no eran todavía sino pobres y débiles galileos, mientras que él, glorificado, recibió toda potestad en el cielo y en la tierra.

Sin embargo, ninguna de estas cosas operó cambio alguno en el Señor: “Ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada”, como dice el apóstol, podían producir algún cambio en él. El amor hace frente a todo, y Jesús, después de su resurrección, sigue siendo el mismo Jesús que los suyos conocieron. Sigue siendo después de resucitado –y aun después de su ascensión– su compañero de labores, tal como lo había sido en los días de su ministerio y estadía entre ellos. Esto lo sabemos por el último versículo del evangelio de Marcos.

Cuando los discípulos se hallaban en la barca en medio del mar (Mateo 14) creyeron ver un fantasma y, de miedo, se pusieron a gritar; pero el Señor les hizo entender que era él mismo quien estaba allí, cerca de ellos, con su gracia, aunque también con poder divino y soberanía sobre la naturaleza. Vemos lo mismo en el capítulo 24 de Lucas, después de su resurrección; él toma parte de un pez asado y un panal de miel y come delante de ellos a fin de que, con igual certidumbre y tranquilidad de corazón, supiesen que era él; y quiso que le palpasen y le viesen, haciéndoles notar que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ellos podían comprobar que él tenía.

En el capítulo 3 de Juan, Jesús, con toda la paciencia de la gracia, conduce a la luz y al camino de la verdad a un rabí tardo de corazón para creer. La misma indulgencia mostró, tras haber resucitado, para con aquellos dos discípulos “tardos de corazón para creer” que iban a una aldea llamada Emaús (Lucas 24).

En el capítulo 4 de Marcos, él apacigua los temores de los suyos antes de reprocharles su incredulidad. Reprende al viento y le dice al mar: “Calla, enmudece” antes de decir a sus discípulos: “¿Cómo no tenéis fe?”. Hace lo mismo en el capítulo 21 de Juan tras haber resucitado: se sienta y come con Pedro, con una plena y libre comunión, como si no hubiera brecha alguna en su espíritu, antes de interpelar a su discípulo y de despertar su conciencia mediante estas palabras: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”.

Acerca de Jesús resucitado, quien apareció a María Magdalena, el evangelista pone cuidado en decirnos que es el mismo Jesús que otrora había echado fuera de ella siete demonios; y María reconoció la voz que la llamó en aquella ocasión por su nombre, voz que era muy familiar a su oído. ¡Qué identidad entre el Cristo humillado y el Cristo glorificado, entre el Salvador de los pecadores y el Señor del mundo venidero! ¡De qué manera todo esto nos muestra que, tanto en carácter como en gloria divina y personal, aquel que descendió es el mismo que ascendió! Juan también, en compañía del Señor resucitado, nos es presentado como el discípulo que en la cena se había recostado sobre el pecho de su Maestro.

“Yo soy Jesús”, fue la respuesta que provino desde el lugar al que había ascendido –el más elevado y glorioso lugar del cielo– cuando Saulo de Tarso preguntó: “¿Quién eres, Señor?” (Hechos 9:5).

Pedro censurado

Todo esto tiene para nosotros una aplicación personal, individual. Esto nos concierne personalmente. Pedro por sí mismo conoce a su Maestro: es el mismo para él antes y después de su resurrección. Jesús, en el capítulo 16 de Mateo, le reprende, pero pocos días después le lleva consigo al monte santo, con plena libertad de corazón, como si nada hubiese pasado. Más tarde, el mismo Pedro es reprendido de nuevo (Juan 21), pues, como era su costumbre, había estado entremetiéndose en aquellas cosas que estaban más allá de su medida.

Señor, ¿y qué de este?

dice él, refiriéndose a Juan; y su Maestro de nuevo tiene que reprenderle: “¿Qué a ti?”. Sin embargo, inmediatamente después de esta reprensión tajante y perentoria, y como frente a ella, volvemos a ver el momento en el que Pedro, junto con Juan, siguen al Señor cuando está por ascender al cielo. Fue un Pedro reprendido el que una vez había ido con el Señor al monte santo y es un Pedro reprendido, el mismo Pedro, quien ahora acompaña al Señor hacia su ascenso al cielo, subiendo así por segunda vez al monte de la gloria, al santo monte de la transfiguración. (Algunos parecen juzgar que lo que impulsó a Pedro a preguntar por Juan fue el profundo amor que sentía por él. Niego tal cosa).

¡Cuán profundo consuelo tenemos aquí! Esta persona es Jesús, nuestro Señor, quien es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos. Lo que él era en los días de su ministerio en el mundo y después de su resurrección, lo es también ahora en el cielo y lo será por la eternidad. Y como detenta el mismo carácter y se manifiesta con la misma gracia, tanto antes como después de resucitado, así también cumple toda palabra suya dada a sus discípulos.

Paz a vosotros

Ya sea la voz de Jesús o la voz de sus ángeles la que nos dice: “No temáis” (Mateo 14:27; Marcos 5:36; Lucas 5:10, etc.), estas palabras mantienen su vigor tanto después de la resurrección de Jesús como antes de la cruz. Previamente a morir, él había hablado a sus discípulos de darles su paz; y, tras su muerte, vemos que hizo efectiva su palabra de la manera más enfática. Él les dijo: “Paz a vosotros” (Juan 20:20-26); y, habiendo dicho esto, les mostró sus manos y su costado, en los cuales, en lenguaje simbólico, ellos podían leer sus derechos a una paz que él mismo había cumplido y adquirido para ellos, una paz que le pertenecía enteramente, pues él la había hecho suya, y ahora de ellos también, por derecho irrevocable e inmutable.

Otrora el Señor les había dicho:

Porque yo vivo, vosotros también viviréis
(Juan 14:19),

y ahora, en los días de su resurrección, en los días del Hombre resucitado, en posesión de una vida victoriosa, les comunica esta misma vida en una plena y perfecta medida al soplar sobre ellos y decirles: “Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20:22).

El mundo no habría de verle más, como él les había dicho; mas los suyos le verían; y así fue: él fue visto por sus discípulos durante cuarenta días, en los cuales les habló de lo concerniente al reino de Dios (Hechos 1:3). Pero todo esto ocurrió en secreto: el mundo no lo veía desde la hora del Calvario ni lo verá hasta que venga en juicio.

Subo a mi Padre y a vuestro Padre

Como un testimonio más humilde aun de su plena fidelidad a todas sus promesas, el Salvador se encuentra con los suyos en Galilea, tal como les había prometido; y, como una expresión más completa de la misma fidelidad, los lleva al Padre, al cielo, como también les había prometido, enviándoles este mensaje: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Y así, ya sea la presencia prometida en nuestra Galilea en la tierra como la prometida en su propio hogar en el cielo, Jesús cumplió por igual ambas promesas. Y bien podemos meditar en la humildad, la felicidad, la plenitud, la simplicidad, la grandeza y la elevación de todo lo que conforma y distingue la senda del Señor ante nosotros.

El carácter de Pedro

El Señor, mientras ejercía su ministerio en medio de sus discípulos, mucho tuvo que ver con Pedro, más que con cualquiera de ellos, tanto antes como después de la obra del Calvario. Casi todo el último capítulo del evangelio de Juan está ocupado con Pedro. Allí vemos cómo el Señor sigue su obra de gracia en aquel discípulo, obra empezada antes de la cruz, y esto desde el punto en que fue dejada en aquel entonces. Pedro había demostrado mucha confianza en sí mismo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”, dijo; y “aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mateo 26:33-35). Pero su Maestro le demostró que tales jactancias eran vanas, y le dijo también que había orado por él para que su fe no faltase. Vana, por cierto, resultó la jactancia, y el discípulo errado negó a su Señor aun con imprecaciones. El Señor lo miró, y aquella mirada produjo en Pedro el arrepentimiento; valieron la oración y la mirada de Jesús; la oración evitó el fracaso completo de su fe, la mirada quebrantó el corazón: Pedro no se apartó del Señor, pero lloró, y “lloró amargamente” (Lucas 22:62).

Pedro restaurado

Ahora bien, al principio del capítulo 21 de Juan hallamos a Pedro en la condición moral en que le habían dejado la oración y la mirada del Señor. La fe de Pedro no había desfallecido. Una dulce prueba de ello es que, tan pronto como sabe que es su Señor quien está en la orilla, se arroja al agua para ir a él, y no lo hizo como un penitente, como si no hubiera llorado, sino como quien podía presentarse ante Jesús con una plena seguridad en el corazón. Como tal le recibe su bendito Señor y luego comen juntos en la playa. La oración y la mirada del Señor habían hecho su obra en el corazón de Pedro y no hacía falta que se repitiesen. El Señor sencillamente prosigue la obra comenzada, a fin de perfeccionarla y, en consecuencia, la oración y la mirada son seguidas por la palabra; a la convicción del pecado y a las lágrimas les sigue la restauración: Pedro es puesto en posición de fortalecer a sus hermanos –como su Señor se lo había anunciado– y también de glorificar a Dios mediante su muerte, privilegio que había perdido a causa de su incredulidad y su negación.

Tal fue la palabra que restauró a Pedro luego que la oración hubo sustentado su fe y la mirada hubo quebrantado su corazón. En el día a que se refiere el capítulo 13 del evangelio de Juan, el Señor había enseñado a este mismo discípulo amado que un hombre que estaba lavado no necesitaba lavarse de nuevo, sino solamente lavarse los pies, y precisamente de esta forma procede Jesús con Pedro. No le hace pasar una segunda vez por la experiencia del capítulo 5 de Lucas –cuando la pesca milagrosa le había infundido temor y se había reconocido pecador– sino que el Señor lava los sucios pies de Pedro, lo restaura y lo vuelve a poner en su debido lugar (véase Juan 21:15-17).

Cumplimiento de las promesas

¡Maestro perfecto! Para nosotros él es el mismo hoy, ayer y por los siglos; el mismo en su experimentado amor, pleno de gracia, continuando la obra que había comenzado, retomando, como Señor resucitado, el servicio que había dejado inconcluso al ser separado de ellos, y retomándolo en el mismo punto en que lo había interrumpido, entretejiendo así, con una gracia y sabiduría perfectas, el servicio pasado con el presente.

Un poco más adelante aun, vemos cómo el Señor cumple sus promesas. Una muy particular había hecho después de su resurrección. Me refiero a la que él llama “la promesa del Padre” y “el poder de lo alto”. Esta promesa, que les había sido hecha el día mencionado en Lucas 24, luego que hubo resucitado, fue cumplida después que Jesús hubo subido al cielo y hubo sido recibido en la gloria (Hechos 2). Esto no es más que la continuación de la historia que testifica acerca de la fidelidad de Jesús. Todo lo que conocemos de él –su vida antes de que sufriera, sus relaciones con los discípulos después de resucitado y lo que hizo después de su ascensión al cielo– todo nos dice que en él no hay mudanza ni sombra de variación.

No quisiera pasar por alto otra prueba de este hecho que encontramos en el mismo capítulo del evangelio de Lucas. El Señor resucitado conduce de nuevo a sus discípulos al mismo lugar en el que los había dejado al impartirles sus instrucciones precedentes, y les dice:

Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos.

Les recuerda así que les había dicho previamente que la Escritura era el gran testigo del pensamiento divino y que todo lo que en ella estaba escrito debía ser cumplido aquí. ¿Y qué es lo que él hace luego? Prosigue, simplemente, llevando a cabo la enseñanza que otrora les dispensara: “Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras”. Su poder se une entonces a sus instrucciones precedentes y cumple así en los suyos lo que otrora les había comunicado. (Para nuestro consuelo puedo agregar que, después que Jesús hubo resucitado, ni una sola vez recuerda a sus discípulos el hecho de que le abandonaran en la hora de su pena).

Fidelidad de Jesús

La naturaleza misma y el espíritu de sus relaciones con sus discípulos, durante ese intervalo de cuarenta días, siguen siendo, en cierto sentido, los mismos que antes. Él los conoce por nombre; se manifiesta a ellos de la misma manera; tanto después como antes de su resurrección le vemos a la mesa como un hospedero, aunque no se halla allí más que como un convidado (Juan 2; Lucas 24); y con un profundo discernimiento e inteligencia de sus almas, los discípulos se sienten en la presencia de la misma persona y le tratan como tal. Al regresar al pozo de Sicar, donde Jesús se hallaba (Juan 4), ellos temen importunar y se mantienen en silencio. Similar es también su actitud tras venir con la barca arrastrando la red colmada de peces, cuando pasaron unos momentos con él (Juan 21); ellos se callan de nuevo, juzgando por segunda vez, según el carácter del momento, que sus palabras debían ser pocas aunque sus corazones estuviesen llenos de asombro y de gozo.

¡Qué vínculos –tiernos pero a la vez fuertes– son los formados entre aquel que es ya conocido para nosotros en los detalles ordinarios de la vida humana y aquel al que conoceremos por toda la eternidad! Jesús descendió en circunstancias y condiciones como las nuestras para que luego adoptásemos las suyas. Pero es aquí, en la tierra –en nuestras circunstancias– donde hemos aprendido a conocer a Cristo y donde hemos aprendido a conocerle para siempre. Esta es una verdad muy preciosa. Pedro es quien nos da testimonio de ella. He considerado ya esta escena desde un punto de vista acorde con mi anterior propósito; quisiera ahora considerarla bajo un segundo aspecto.

Un pescador convencido de pecado

Pedro fue convencido de pecado en ocasión de la pesca milagrosa, o sea antes de la resurrección. Pedro el pescador vino a ser a sus propios ojos Pedro el pecador:

Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador
(Lucas 5:8).

El milagro de la pesca –que probaba que el desconocido que había pedido prestada la barca era el Señor del mar y de todo lo que él contiene– introdujo a Pedro, en espíritu, en la presencia de Dios, y allí aprende a conocerse a sí mismo; y solo allí podemos también nosotros aprender esa lección. Pero el Señor, en ese momento y como desde lo alto de la gloria, habla a Pedro de la manera más reconfortante; le dice: “No temas”, y Pedro se calma. La gloria de la presencia de Dios, tras haberle infundido convicción, era ahora para él un hogar, y Pedro está delante del Señor con un corazón perfectamente tranquilo. Así, en el momento de la segunda pesca (Juan 21) después de la resurrección, Pedro gozaba de la misma confianza, de manera que solo tuvo que poner en práctica la lección que ya había aprendido, y así lo hizo. Siente que la presencia del Señor de gloria es un hogar para él; experimenta en sí mismo –y nos da testimonio– que lo que aprendió acerca de Jesús, lo aprendió para siempre. No reconoció al Extraño que estaba en la playa, pero, cuando Juan le dijo que era el Señor, el Extraño no fue más un desconocido para él, y, echándose al agua, puso todo su empeño en acercarse lo más pronto posible a su Señor.

¡Cuánto consuelo traen estas cosas al corazón! Si es un gozo para nosotros saber que Jesús es siempre el mismo –ya sea aquí, en nuestro mundo, o allí, en el suyo, tanto en medio de nuestras miserias como en la gloria– ¡cuánto mayor gozo nos da ver a uno de nosotros, como Pedro, experimentando en su alma la dicha que dimana de semejante hecho!

Jesús, ciertamente, es fiel y verdadero. Todas las promesas que hizo a sus discípulos antes de la cruz las cumplió después de resucitado; todo el carácter que asumió en medio de ellos sigue siendo hoy el mismo.

Imagen del Dios dador pero no reconocido

El Señor daba sin cesar, pero raras veces aprobaba: él comunicaba abundantemente allí donde no hallaba sino poca comunión; esto revela y magnifica su bondad. Nada había en los hombres que tuviese atractivo para Jesús y, sin embargo, él siempre daba. Era como el Padre que está en los cielos, quien, según sus propias expresiones, “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45). Aprendemos así lo que Jesús es –para alabanza de su gloria– y lo que nosotros somos, para vergüenza nuestra.

Pero Jesús no era solamente como el Padre que está en los cielos –es decir, la imagen de Dios en lo que hacía– sino que también era en este mundo como “el Dios no conocido” del cual habla Pablo (Hechos 17:23). Las tinieblas no lo comprendieron1 ; el mundo no le conoció, ni mediante su religión ni mediante su sabiduría. Las abundantes riquezas de su gracia, la pureza de su reino, el fundamento y los derechos sobre los cuales solamente podía descansar la gloria que él buscaba en un mundo como este, eran extraños a los pensamientos de los hombres. Así se ve en los profundos errores morales en los cuales estos siempre caen. Cuando, por ejemplo, la muchedumbre aclamaba con tanto entusiasmo al Rey y al reino en su persona (Lucas 19), algunos de los fariseos que se hallaban entre la multitud dijeron a Jesús: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Ellos no podían soportar el pensamiento de que el trono perteneciera a un hombre como él. Pensaban que era una presunción del carpintero de Nazaret permitir que el júbilo debido a un rey se explayara a su alrededor; ellos no conocieron, no aprendieron a conocer el secreto de la verdadera gloria en este mundo nuestro, corrupto e hipócrita; no conocieron el misterio de la “raíz (que crece) de tierra seca” (Isaías 53:1-2). Allí adonde su propio Espíritu conducía, él revelaba los secretos, secretos muy preciosos y, además, muy variados en su dimensión.

  • 1N. del T.: Véase Juan 1:5 en la versión Reina-Valera, revisión 1909, o en la Biblia de las Américas.

La fe que entiende al Salvador

En el capítulo 1 de Marcos, muchos se ven beneficiados por el ministerio de gracia y de poder del Señor. Personas enfermas que padecían toda suerte de males acuden a él; multitudes le escuchan y reconocen la autoridad con que hablaba; un leproso viene a él con su mal, reconociéndole así como el Dios de Israel. Se ve, pues, que había, en diferentes medidas, cierto conocimiento de Jesús, ya fuese de lo que él era o de lo que poseía. Pero al comienzo mismo del capítulo 2 de ese evangelio vemos un conocimiento de él que se expresa de una manera más viva y excelente, como así también ejemplos de la fe que sabía comprender al Salvador, lo que es algo muy profundo.

Los hombres de Capernaum que le trajeron un amigo paralítico comprendieron al Señor y también se beneficiaron con su gracia. Al decir «comprendieron» quiero significar que percibieron la esencia de su persona, su carácter, las propensiones y los sentimientos de su corazón. Lo revela la manera misma en que llegaron a Jesús a fin de poner al paralítico delante de él: no se acercaron con reserva, como teniendo dudas o temores; lo hicieron con un espíritu como el de Jacob cuando dijo:

No te dejaré, si no me bendices
(Génesis 32:26),

lo cual es algo más agradable para Jesús, más acorde con la manera en que el amor quisiera que obrásemos. Ellos no piden permiso, no se valen de ninguna ceremonia, sino que directamente hacen una abertura en el techo de la casa a fin de llegar a Jesús. Ellos conocieron al Señor, como también se valieron de él. Sabían que él se complacía cuando, en medio de las necesidades y miserias humanas, veía confianza en su gracia y cómo su poder era utilizado por los afligidos sin reserva. Leví, pocos momentos después (versículos 13 y siguientes del mismo capítulo 2 de Marcos) actúa de la misma manera. Le hace gran banquete y pone a publicanos y pecadores en compañía de Jesús, mostrando por este hecho que conocía a Jesús y sabía a quién agasajaba, así como Pablo sabía a quién había creído (2 Timoteo 1:12).

¡Qué bendición es este conocimiento del Señor! ¡Es divino! Ni la carne ni la sangre lo dan; los hermanos de Jesús no lo poseían. Ellos decían de él, cuando estaba totalmente absorbido en el servicio: “Está fuera de sí” (Marcos 3:21). Pero la fe hace grandes descubrimientos acerca de él y actúa en consecuencia. A veces ella nos puede dar la impresión de que superamos los límites debidos y que nos conduce más allá de lo que es propio y mesurado; pero a los ojos de Dios ella nunca hace tal cosa. Muchos reprendían a Bartimeo para que callase, pero él no hizo caso, pues conocía a Jesús como Leví le conocía (Marcos 10).

La meta de Cristo es glorificar a Dios

La plenitud de la obra de Cristo supera nuestros pensamientos y, sin embargo, ésa es ciertamente su gloria. Él nos asiste en todas nuestras necesidades, pero al mismo tiempo nos presenta a Dios y su verdad. Él curaba a los enfermos, pero también predicaba el reino. Esto, no obstante, no caía bien al hombre, por extraño que parezca, pues el hombre sabe muy bien cómo evaluar su propia conveniencia; mas la enemistad del corazón carnal contra Dios es tal que, cuando la bendición viene acompañada de la presencia de Dios, no es recibida con gozo; sin embargo, de parte de Cristo no puede venir de otra manera, pues el fin de Cristo es glorificar a Dios, como así también salvar al pecador. Dios ha sido deshonrado en este mundo, en el que el hombre se corrompió, cayó en la ruina a causa de su propio pecado; y el Señor, aquel que repara las brechas, hace una obra perfecta: reivindica el nombre y la verdad de Dios, declarando su reino y sus derechos y manifestando su gloria, a la vez que redime y vivifica al pecador perdido y muerto.

La inteligencia de la mujer sirofenicia

Esto, sin embargo, no hará mella en el hombre, como ya lo dijimos. Él se sentirá bien mientras se ocupe en sí mismo, sin importarle en absoluto la gloria de Dios. Tal es el hombre. Pero qué bello cuadro tenemos cuando, a través de la fe, el corazón de un pobre pecador es transformado, pudiendo así regocijarse en la gloria de Dios. La mujer sirofenicia nos ofrece un ejemplo: la gloria del ministerio de Cristo habló a su alma de una manera viva y poderosa. Aparentemente, a pesar de la aflicción de esta mujer, el Señor Jesús mantiene los principios de Dios y, como un extraño, deja a la sirofenicia de lado. “No soy enviado” –dice– “sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel... No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos” (Mateo 15:24-26). La mujer se somete a esta declaración; reconoce al Señor como dispensador de la verdad de Dios y no supone ni por un instante que él habría de renunciar a aquello que le había sido confiado –la verdad y los principios de Dios– en pro de ella y de sus necesidades. Ella quería que Dios fuese glorificado conforme a sus propios consejos y que Jesús fuese siempre el testigo fiel de esos consejos, el servidor del beneplácito de Dios, cualquiera fuese este para con ella. “Sí, Señor”, dice ella, justificando así todo lo que él había dicho, aunque, en perfecta armonía con las palabras de Jesús, agrega: “pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

¡Cuán bello es todo esto, fruto de la luz de Dios en su alma! La madre de Jesús, en el capítulo 2 de Lucas, está muy por debajo de esta mujer gentil. Aquella no sabía que Jesús debía estar en los negocios de su Padre, mientras que esta extranjera comprendió que él siempre debía estar en tales negocios. Ella quiso que los caminos de Dios, en las manos fieles de Cristo, fuesen magnificados, aunque ella misma tuviese que ser dejada de lado aun en sus aflicciones. Esto, por cierto, es conocer a Cristo, aceptarle en la plenitud de su obra, como aquel que se atuvo a Dios –y a su verdad en un mundo alzado contra él– y que también obraba en favor del pobre e indigno pecador que se había perdido a sí mismo.

Incredulidad de la familia del Señor

No es bueno que seamos siempre comprendidos. Nuestra conducta y hábitos deberían ser los de extranjeros, los de ciudadanos de otra patria, cuyo lenguaje, leyes y costumbres no son sino pobremente conocidos aquí. La carne y la sangre no los pueden apreciar; y así, los santos de Dios no se hallan en una buena condición cuando el mundo los comprende.

Los propios parientes de Jesús no le conocían. ¿Acaso su madre le conocía cuando le obligó a manifestar su poder proveyendo vino para la fiesta? (Juan 2). ¿Acaso sus hermanos le conocían cuando le dijeron: “Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo”? (Juan 7:4). ¡Qué pensamiento! ¡Tratar de inducir al Señor a hacerse lo que llamamos «un hombre del mundo»! ¿Puede haber conocimiento de él en corazones que expresan un pensamiento semejante? Muy distantes de aquel conocimiento, por cierto, se hallaban los hermanos de Jesús, y de ahí que el evangelista añada:

Porque ni aun sus hermanos creían en él (v. 5).

Ellos comprendieron su poder, pero no así sus principios, pues, a la manera de los hombres, ellos relacionan la posesión de talentos o de poder con el servicio de los intereses del hombre en el mundo.

Jesús, centro de atracción

Mas no tengo necesidad de decir que Jesús era lo opuesto, de modo que sus parientes según la carne, con una mentalidad mundana, no podían comprenderle. Los principios que Jesús mantenía eran extraños para un mundo como el nuestro; este los menospreciaba como la hija de Saúl menospreció a David cuando este danzaba delante del arca (2 Samuel 6:16).

Empero ¡qué poder de atracción había en Jesús para los ojos y el corazón que el Espíritu había abierto! Los apóstoles nos dan testimonio de esto. Ellos no sabían sino poco acerca de su Maestro doctrinalmente, y nada ganaron permaneciendo con él (nada, quiero decir, en este mundo). Su condición en el mundo no se vio mejorada por andar con él ni puede decirse que sacaron provecho de su poder milagroso. A la verdad, en vez de prevalerse del poder milagroso de Jesús más bien lo pusieron en tela de juicio; y, sin embargo, se aferraron a su Señor. No fueron tras Jesús porque vieron en él el almacén inagotable que proveía todo lo que podía satisfacer sus múltiples necesidades. Podemos afirmar, según creo, que en ninguna ocasión los discípulos se valieron del poder que había en él para su propio beneficio. Y, sin embargo, allí estaban con él, turbados cuando les habla de dejarlos y llorosos cuando piensan que realmente le han perdido.

Bien podemos repetir: ¡Qué poder de atracción debió de haber en Jesús para aquellos cuyos ojos habían sido abiertos por el Espíritu o que habían sido atraídos por el Padre! (Juan 6:44). A veces ¡con qué autoridad una mirada o una palabra de Jesús penetraba el corazón! Lo vemos, por ejemplo, en el llamamiento de Mateo: una sola palabra salida de sus labios –“Sígueme”– bastó. Y esta autoridad, esta atracción fue sentida por hombres de temperamentos totalmente opuestos. Tomás era tardo para creer y, además, razonador; Pedro, en cambio, era ardiente, impulsivo, y, sin embargo, ambos a la par se mantuvieron cerca y alrededor de aquel Centro maravilloso. Y aun Tomás, en la presencia del Señor, respirará el espíritu entusiasta de Pedro y dirá, bajo la influencia de esta atracción: “Vamos también nosotros, para que muramos con él” (Juan 11:16).

¡Qué momento aquel que está tan cercano, en el cual veremos y viviremos todo esto en perfección, cuando toda la familia humana de toda región, de todo color y de todo carácter esté reunida, cuando todo linaje, lengua, pueblo y nación esté con el Señor y le rodee! Vale la pena detener nuestros pensamientos en estos ejemplos que ponen de manifiesto el valor que Jesús tenía para corazones semejantes a los nuestros; recibámoslos como arras de lo que, en esperanza, nos pertenece tanto a nosotros como a ellos.

Debemos reflejar su luz

La luz de Dios brilla algunas veces ante nosotros a fin de que, según el poder que nos es dado, podamos discernirla, gozarla, valernos de ella y seguirla. No tanto para acusarnos o exigir algo de nosotros, sino que ella más bien brilla ante nosotros –como ya lo he dicho– a fin de que la reflejemos, si tenemos gracia. La vemos haciendo su obra, de esta manera, en la primitiva iglesia de Jerusalén. Allí la luz de Dios nada exigió. Ella brillaba intensa y poderosamente; pero eso era todo. Pedro habló el lenguaje de esa luz cuando dijo a Ananías: “Reteniéndola (la heredad) ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder?” (Hechos 5:4). La luz nada demandó de Ananías; ella simplemente brilló, en su belleza, al lado o ante él a fin de que anduviese en ella conforme a su medida. Así en gran parte brilla la gloria moral del Señor Jesús, y nuestro primer deber para con esa luz es aprender por ella lo que Cristo es. No debemos comenzar por medirnos a nosotros mismos ansiosa y penosamente a su claridad, sino que debemos empezar por aprender a Cristo, con calma, alegría y acciones de gracias, en toda su perfecta humanidad moral: he ahí nuestro punto de partida. ¡Ciertamente esta gloria ha partido! Su imagen viva no está más entre nosotros. Ella está registrada en las páginas de los cuatro evangelios, pero no brilla más en ninguna parte de la tierra.

Pero, al tener su registro, podemos decir como alguien lo hizo: «Objeto glorioso ha sido revelado en la tierra a fin de reivindicar nuestro lugar; pero ahora ya no está más con nosotros: Jesús está con el Padre».

Pero, aunque Jesús no está más aquí en la tierra, amados, él es siempre el mismo. Hemos de conocerle –por decirlo así– mediante el recuerdo, el que no tiene la virtud de crear ficciones, pues solo puede volcar páginas vivas y veraces, y de tal modo conocemos a Cristo por la eternidad.

El corazón atraído por el Señor

En un sentido relevante, los discípulos conocían a Cristo personalmente. Era su persona, su presencia, él mismo lo que los atraía, y, sin duda, necesitamos más de ello. Podemos estar ocupados en aprender verdades acerca de Jesús, y podemos hacer progresos en ese camino, pero, con todo nuestro conocimiento y a pesar de toda la ignorancia de los discípulos, ellos pueden llevarnos una gran ventaja en cuanto a la energía de un verdadero y entrañable afecto por la persona del Señor. Y seguramente, amados, no tendremos reparos en decir que, cuando el corazón es atraído por él, ello es algo más excelente que todas las explicaciones que nos puede dar el conocimiento que hayamos adquirido sobre él. Esta es la prueba de que realmente hemos comprendido a Cristo. Hay todavía almas sencillas que manifiestan este sentimiento; pero, en general, no es así. En nuestros días, la luz que tenemos y nuestro conocimiento de la verdad sobrepasan la medida de lo que nuestro corazón siente por el Señor; y, si es que tenemos algo de verdadera sensibilidad, descubrir esto es penoso para nosotros.

Su persona, nuestro todo

«El privilegio de nuestra fe cristiana» –ha escrito alguien– «el secreto de su poder, consiste en esto: todo lo que ella posee, todo lo que ella ofrece, se halla resumido en una persona. Lo que la robustece, cuando no ha hallado sino debilidad en tantas otras cosas, es el hecho de tener a Cristo por blanco; es el hecho de no tener una circunferencia sin centro; es el hecho de no tener meramente una salvación, sino un Salvador; no una redención solamente, sino también un Redentor. He aquí lo que acondiciona la fe del peregrino y del viajero, lo que la hace brillar como la luz del sol, mientras que todo lo demás, comparado con ella, no la hace resplandecer sino tenuemente como la luz de la luna, que puede ser clara, pero que es fría e improductiva, mientras que, en el otro caso, la luz y la vida son una misma cosa».

El mismo escritor prosigue diciendo: «¡Cuán grande es la diferencia entre someternos a un frío código de reglamentos y echarnos sobre un corazón vivo y palpitante, entre aceptar un sistema y apegarnos a una persona! Nuestra dicha –no lo perdamos de vista– consiste en que nuestros tesoros se hallan en una persona que no es por una generación un maestro presente y un Señor viviente, y luego, por todas las generaciones subsiguientes, un ex-maestro y un Señor muerto, sino un maestro presente y vivo por siempre». Son estas, por cierto, palabras buenas y muy provechosas.

La relación del Señor con Dios

El ministerio del Señor, al igual que su carácter, nos presenta una combinación notable de las mismas glorias morales. Hay tres aspectos en lo que toca al ministerio, según este se relacione con Dios, con Satanás o con los hombres. En su relación con Dios, el Señor Jesús, en su persona y en su modo de ser, siempre representaba ante Dios al hombre tal como debería ser y tal como Dios quería que fuese. Cristo restituía la naturaleza humana cual sacrificio de paz, de olor fragante, de incienso puro, como una gavilla pura de los primeros frutos provenientes del fértil suelo humano. Jesús restituyó a Dios su complacencia en el hombre, lo que Adán defraudó a causa del pecado. El arrepentimiento que Dios experimentó de haber creado al hombre (Génesis 6:6) se torna en delicias y gloria en el hombre. Y el agradable sacrificio de Cristo fue hecho a Dios en medio de contradicciones, circunstancias adversas, dolores, fatigas, necesidades y contratiempos que quebrantaban el corazón. ¡Maravilloso altar! ¡Asombroso sacrificio! Tuvo infinitamente más valor que el que pudiera haber tenido una eternidad de inocencia adámica. Y, al mismo tiempo que representaba ante Dios al hombre, nuestro Salvador también representaba ante el hombre lo que Dios era.

Jesús, imagen de Dios

Tras la apostasía de Adán, Dios había quedado sin imagen aquí abajo; pero ahora tiene en Cristo una imagen de sí mismo más cabal y brillante que la que jamás Adán hubiera podido reflejar. Jesús dio a conocer lo que Dios era, no a una hermosa creación sino a un mundo arruinado e indigno; él representaba a Dios en gracia, diciendo:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre
(Juan 14:9).

Jesús manifestó a Dios. Todo lo que Dios es, todo lo que se puede conocer de “la luz” a la cual ningún hombre puede acercarse, pasó ante nosotros en Cristo Jesús.

Asimismo, en el ministerio de Cristo, considerado bajo el aspecto de su relación con Dios, vemos que aquel que de día en día se ocupaba infatigablemente en aliviar a los menesterosos, siempre obraba de acuerdo con los derechos de Dios, siendo invariablemente fiel a la verdad y a los principios divinos. Cualquiera fuese la petición que le dirigiera el dolor humano, él nunca sacrificó o violó ningún principio de Dios para contestarla. “¡Gloria a Dios en las alturas!” dijeron los ángeles al nacer el Salvador, y agregaron: “¡Y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14); y de acuerdo con el orden de esta proclamación, Jesús, durante todo su ministerio, ponía tanto celo en consultar la gloria de Dios como la diligencia que ponía en el servicio de la miseria y de la bendición del pecador. En cada ocasión podía oírse –por decirlo así– el eco de esas voces angélicas: “Gloria a Dios” y “Paz en la tierra”. El caso de la sirofenicia, ya considerado, nos proporciona un vívido ejemplo de esto. Mientras ella no tomó su lugar en relación con los propósitos y dispensaciones de Dios, Jesús nada pudo hacer por ella; mas después, todo.

Sin duda estas son glorias en el ministerio del Señor Jesús en su relación con Dios.

Jesús vence a Satanás

En cuanto a Satanás, Jesús le encuentra primeramente, y en el momento oportuno, como tentador. En el desierto, el enemigo procuró impregnar a Jesús con aquellas corrupciones morales que con tanto éxito había logrado implantar en Adán y en la naturaleza humana. La victoria obtenida sobre el tentador era la introducción justa y necesaria a todos los trabajos y actos del Señor. Fue, pues, el Espíritu quien le condujo a tal acción, como lo leemos en el capítulo 4 de Mateo: “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo” (v. 1). Antes de poder entrar en la casa del hombre fuerte y saquear sus bienes, el Hijo de Dios tuvo que atarlo primero (Mateo 12:29). Para poder “reprender” las obras de las tinieblas, Jesús tuvo que mostrar primero que entre él y ellas no había comunión alguna (Efesios 5:11). Debió resistir al enemigo y mantenerle fuera de sí mismo antes de poder entrar en su reino para destruir sus obras.

Así Jesús silenció a Satanás: lo ató y Satanás tuvo que retirarse como un tentador completamente derrotado. El enemigo no pudo introducir nada de lo suyo en el corazón de su vencedor; más bien halló que todo en este era la santidad misma que solo procede de Dios. Cristo mantuvo fuera de sí mismo todo aquello que Adán, tentado en similares condiciones, dejó deslizar dentro; y el Señor, habiéndose así mostrado puro, tiene un perfecto título moral para condenar lo que es impuro.

“Piel por piel” (Job 2:4) pudo decir el acusador acerca de otro hombre, atacando y tachando así –o por otras palabras semejantes– la naturaleza corrupta del hombre caído; pero aquel nada pudo alegar, ante el trono de Dios, en contra de Jesús: el acusador tuvo que callar.

Jesús saquea a Satanás

Así comienzan las relaciones de Jesús con Satanás. Después de esto, el Señor entra en la casa del enemigo y saquea sus bienes. Esta casa es el mundo, y allí el Señor, en su ministerio, es visto disipando las nubes diversas y densas del poder del enemigo. Cada sordo o ciego que fue sanado, cada leproso limpiado, es un testimonio de esta obra reparadora de Jesús, la que se extiende a toda la miseria del hombre, sea cual fuere su carácter. Esto era saquear los bienes del hombre fuerte en su propia casa, lo cual hizo el Señor después de haberle atado. Al final, él se encuentra de nuevo con Satanás, enfrenta a aquel “que tenía el imperio de la muerte” (Hebreos 2:14). El Calvario fue la hora de la “potestad de las tinieblas” (Lucas 22:53); Satanás agotó allí todos sus recursos y desplegó todos sus artificios, pero fue vencido. Su supuesto prisionero resultó ser su vencedor. Jesús destruyó por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte. Quitó de en medio el pecado por el sacrificio de sí mismo (Hebreos 9:26); la cabeza de la serpiente fue herida, y así, como alguien lo ha dicho: «Fue la muerte y no el hombre quien no tuvo fuerza».

Así que Jesús, el Hijo de Dios, hiere a Satanás después de haberle atado y de haber saqueado sus bienes.

Jesús hace callar a Satanás

Pero hay todavía otro rayo de luz de la gloria moral que resplandecía en su ministerio con relación a Satanás: Cristo nunca aceptó testimonio alguno ofrecido por este, por verdadero o lisonjero que fuese. Ese testimonio podía ser expresado mediante palabras buenas y bellas como estas: “Sé quién eres, el Santo de Dios” (Marcos 1:24), pero Jesús no permitió que Satanás hablara. El ministerio del Señor fue, a la vez que benigno, puro. Él no aceptó en su ministerio ninguna ayuda de parte del enemigo, pues Él había venido para destruirle. Jesús no podía tener comunión alguna con las tinieblas en su servicio, al igual que en su naturaleza; no podía actuar sobre un principio de conveniencia o de utilitarismo; y por ello, en respuesta al testimonio que Satanás le ofrecía, lo reprende y lo hace callar. El ministerio de Cristo, en lo que toca a sus relaciones con Satanás y hasta donde los evangelios nos lo revela, nos muestra al Señor, como lo hemos visto ya, simplemente como el que ata a Satanás, el que lo hiere y el que lo saquea. El Apocalipsis nos da a conocer las relaciones subsiguientes de Jesús con el mismo adversario, y nos muestra a Cristo “arrojándolo a la tie rra”; luego, a su debido tiempo, “arrojándolo al abismo” y, más tarde, “lanzándole en el lago de fuego y azufre” (Apocalipsis 12:20). Podemos seguir así la victoria del Señor Jesús sobre Satanás desde el desierto de la tentación hasta el lago de fuego y azufre.

Jesús pone el hombre a prueba

Finalmente, en sus relaciones con el hombre, las glorias morales que se dejan ver en el ministerio del Señor Jesús son ciertamente espléndidas y excelentes. Él se hallaba constantemente aliviando y sirviendo al hombre en todas las variedades de su miseria, a la vez que manifestaba la condición de este haciéndole ver que tenía una naturaleza perdida, rebelde y apóstata. Además, ponía en ejercicio los corazones de los hombres; y esta verdad merece nuestra atención aun más por haber sido generalmente poco señalada. En su enseñanza, el Señor probaba a los hombres, cualquiera fuese la relación que mantenían con él –ya fuese como discípulos o como multitud, como quienes venían a él con sus penas o como quienes se mostraban amigables (por definirlos de algún modo) o bien como aquellos que le resistían cual enemigos– todos eran probados. En el caso de los discípulos, el Señor continuamente los hacía pasar por ejercicios de corazón o de conciencia, entretanto andaba con ellos y les enseñaba. Esto tuvo lugar con tanta frecuencia que en realidad no es necesario citar ejemplos.

Cristo actuó de la misma manera con la multitud que le seguía. “Oíd y entended” les decía (Mateo 15:10), ejercitando así sus mentes mientras les enseñaba. A algunos que venían a él con sus penas, les dijo: “¿Creéis que puedo hacer esto?” (Mateo 9:28). La mujer sirofenicia es para nosotros un eminente testigo de cómo él ejercitó a esta clase de personas.

Entre aquellos que se mostraban amigables, tenemos el ejemplo de Simón en el capítulo 7 de Lucas. Tras contarle la historia del hombre que tenía dos deudores, Jesús le dice: “Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?” (v. 42).

Los fariseos, sus infatigables adversarios, también eran constantemente ejercitados por Jesús. Hay en ello una voz que nos habla con fuerza, un testimonio poderoso de lo que Cristo es, pues nos hace ver que no estaba ejecutando juicio sumario sobre ellos, sino que quería conducirlos gustosamente al arrepentimiento; y así, cuando él ejercitaba las conciencias de sus discípulos, nos dice que solo aprenderemos sus lecciones convenientemente en tanto y en cuanto seamos atraídos por él mediante alguna actividad de la inteligencia, del corazón o de la conciencia.

Este ejercicio que él producía en aquellos a quienes conducía o enseñaba no es sino una de las tantas glorias que caracterizaban el ministerio de Cristo.

Ocasiones de reprender

Pero, además, en su ministerio con relación al hombre, le vemos frecuentemente asumiendo el carácter de reprensor, algo muy necesario en medio de una familia humana caída. Mas su manera de reprender brilla con una excelencia tal que es digna de nuestra admiración. Al reprender a los fariseos –cuya mundanería les había puesto en oposición a él– Jesús utiliza un lenguaje de forma muy solemne: “El que no es conmigo, contra mí es” (Mateo 12:30); mientras que, cuando alude a aquellos que le reconocían y le amaban, pero que necesitaban una mayor energía de fe o una mayor medida de luz para estar en plena asociación con él, Jesús se expresa en otros términos: “El que no es contra nosotros, por nosotros es” (Lucas 9:50).

Volvemos a verle bajo este mismo carácter en el capítulo 20 de Mateo, en el caso de los diez discípulos y los dos hermanos. ¡Cómo modera el Señor su reprensión a causa del bien y de la sensatez que se hallaban en aquellos a quienes tuvo que reprender! Aquí adopta una actitud diferente a la de sus acalorados discípulos, quienes desenfrenadamente se exasperan contra sus dos hermanos: él examina pacientemente toda la cuestión y separa lo precioso de lo vil.

Asimismo vemos otra vez al Señor como reprensor en el caso de Juan, cuando este prohibió, a los que no querían andar con ellos, que echaran fuera demonios en el nombre de Jesús. Pero, en ese momento, el corazón de Juan acababa de pasar por la disciplina, pues, a la luz de las palabras de Jesús, Juan había descubierto el error que había cometido y él alude a este error, aunque el Señor no lo había mencionado en absoluto. Pero, una vez que Juan hubo confesado abiertamente la falta de la que ya tenía conciencia, le reprende con la mayor dulzura (véase Lucas 9:46-50).

Igualmente ocurre con Juan el Bautista: el Señor le reprende con una marcada consideración. Juan el Bautista se hallaba entonces en prisión, y ¡qué significación debía de tener para el Señor este hecho en tal momento! Sin embargo, Juan merecía ser reprendido por haber enviado a su Señor un mensaje en son de reproche. Pero es hermosa la delicadeza con que él reprende a Juan: Jesús le responde mediante palabras que nadie sino él podía apreciar: “Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:6). Aun los discípulos de Juan, quienes habían sido los instrumentos de sus comunicaciones con el Señor, no habrían podido comprender el alcance de estas palabras. Jesús quiso manifestar a Juan el estado de su corazón, pero no a sus discípulos ni al mundo.

El reproche que Jesús dirige a los dos discípulos de Emaús y el que dirige a Tomás después de su resurrección, tiene cada uno su propia excelencia. Pedro, tanto en el capítulo 16 como en el 17 de Mateo, tiene que ser reprendido; pero la reprensión es aplicada de manera muy diferente en cada ocasión.

Toda esta variedad está llena de belleza moral; y podemos decir seguramente que, sea que Jesús reprenda de una manera perentoria o delicada, incisiva o considerada; sea que el tono de su reprensión resulte amortiguado a tal punto de ser apenas una reprensión, o aumentado hasta casi llegar a ser una repulsa, un repudio, si sopesamos la circunstancia que provoca las palabras de Jesús hallamos que todos esos matices no son sino algunas de sus tantas perfecciones. Todas las reprensiones del Señor son “como zarcillo de oro y joyel de oro fino”, ya sea que ellas pendan o no de “oídos dóciles” (Proverbios 25:12):

Que el justo me castigue, será un favor, y que me reprenda será un excelente bálsamo que no me herirá la cabeza
(Salmo 141:5).

El Señor seguramente hizo probar esto a sus discípulos.