La libertad cristiana
Examinemos ahora la libertad cristiana en la cual Cristo nos ha colocado.
En Francia, en 1789, la libertad fue simbolizada por la toma del fortín de la Bastilla. Tal como el pueblo de París, detrás de la palabra «libertad» cada uno ve su propio problema: escapar de tal apremio impuesto por superiores jerárquicos, los horarios, los requisitos administrativos, etc. De hecho, podemos ser liberados de todos esos problemas y no ser realmente libres. Porque la libertad en el sentido más profundo se refiere a la vida interior. Esta no se reduce a la posibilidad de sustraerse a la rutina o a la carrera desenfrenada de la vida moderna para divertirse. No, en su esencia, la libertad es ser libre para vivir la vida mejor, es decir, aquella que Dios quiere para nosotros.
En este sentido, somos realmente libres solo cuando Dios nos ha dado una vida nueva que tiene por gozo el hacer la voluntad divina. Esta libertad está indisolublemente unida a la obediencia a la Palabra de Dios y a la comunión con Cristo. Él mismo lo dijo a los que habían creído en él: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres… Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:31-32, 36).
Jesús nos dio el más grande ejemplo de tal vida. Eligió constante y libremente obedecer a su Padre; en esto encontraba un gozo profundo. Era “manso y humilde de corazón”, a pesar de la hostilidad, la injusticia y la humillación. Su libertad se manifestó hasta el sacrificio de sí mismo, por amor a su Padre y a cada uno de nosotros.
La verdadera libertad cristiana se expresa:
– en nosotros por la capacidad dada por Dios para hacer el bien;
– hacia Dios, a quien conocemos como nuestro Padre, y hacia Jesús, a quien conocemos como nuestro Señor;
– en el servicio a nuestro prójimo.
¡Y todo esto gracias al Espíritu Santo que nos conduce en este nuevo camino!
Jesús nos libera para hacer el bien
El Dios de paz… os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos
(Hebreos 13:20-21).
La libertad cristiana que Dios quiere para nosotros radica en el hecho de querer y de hacer el bien. El creyente recibe esta libertad en su vida por la gracia de Dios que actúa en él. “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer” (Filipenses 2:13). Hay un vínculo misterioso e íntimo entre la gracia de Dios y la libertad del creyente. La gracia produce en nosotros esta libertad, y nosotros la vivimos por la fe y por la acción del Espíritu Santo.
Jesús nos libera para conocer a Dios como nuestro Padre y a Jesús como nuestro Señor
Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios…
(Gálatas 4:6-7).
“Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo… acerquémonos con corazón sincero” (Hebreos 10:19-22).
“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29-30).
En el Nuevo Testamento a menudo la libertad está relacionada con el hecho de que somos hijos de Dios. Ante Dios, ya no somos “esclavos” sino “hijos” (Gálatas 4:7).
Cuanto más conozcamos a Jesús, más conoceremos a Dios como nuestro Padre. Gozar de Su amor saca de nuestros corazones los temores. Entonces, una nueva libertad puede desarrollarse, esta libertad que hacía a Jesús tan atractivo y real.
En todas las circunstancias podemos sentir y disfrutar del amor del Padre. Siempre podemos acudir a él por medio de la oración y la adoración, sin ningún impedimento, pues todos nuestros pecados han sido perdonados a través de la sangre de Jesús. Por el Espíritu clamamos “¡ABBA PADRE!”, es decir, «Padre querido» (Romanos 8:15). Invocar a Dios como Padre también significa tomar conciencia del honor y de la obediencia que le debemos. Tal obediencia es lo que probará la autenticidad de nuestra fe en el Padre.
Al privilegio bendito de ser hijos de Dios se agrega el de reconocer a Jesús como nuestro Señor. Ambos están relacionados, puesto que la exaltación de Cristo, su gloria como Señor está unida a la gloria del Padre (Filipenses 2:11; Romanos 6:4; Efesios 1:17, 20). En la práctica, al someternos a Cristo, al tomar su yugo, somos liberados progresivamente de todo el peso que nos abruma. Someterse a Cristo y obedecer a su palabra no es, pues, una servidumbre, sino la clave de una verdadera liberación (Romanos 10:9).
Jesús nos libera para estar al servicio de los demás
A libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros
(Gálatas 5:13).
«Un cristiano es libre, dueño y señor de todas las cosas y no está sometido a nadie. Un cristiano es un esclavo sujeto a prestación personal en todas las cosas y está sometido a todos», escribió alguien. ¿Por qué esta aparente contradicción? Porque la libertad cristiana está íntimamente unida al amor, al que le gusta servir, entregarse. El amor producido por el Espíritu Santo (Romanos 5:5) hace brotar una vida espontánea, alegre, que se pone libremente al servicio del prójimo y que encuentra su felicidad en cumplir la voluntad de Dios.
La libertad que Cristo confiere conduce, pues, a ponerse los unos al servicio de los otros. Esta es la paradoja de la libertad. Mi verdadera libertad consiste en ser plenamente como Dios mi Creador y Redentor me quiere. Ahora bien, Dios me ha creado para amarlo y amar a mi prójimo. Nadie es libre como lo era Jesús. Él nos muestra lo que es la verdadera libertad, diciendo: “Yo hago siempre lo que le agrada” (a Dios, el Padre, Juan 8:29). “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mateo 20:28). Y especialmente por nosotros dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24).
Jesús nos libera para ser conducidos por el Espíritu
Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad
(2 Corintios 3:17)
Dios nos ha dado a su Espíritu, quien nos conduce por esta nueva vida de libertad y alegría. Nos da a conocer a Cristo (Juan 16:14), apartándonos de nosotros mismos a fin de orientarnos hacia el Señor Jesús para amarlo y obedecerle. También nos da la convicción de ser hijos de Dios (Romanos 8:16) y la confianza para acercarnos a él.
El cielo se alegra cuando los cristianos son libres y felices (Lucas 15:32). El Señor desea que gocemos, a través de su Espíritu, de una vida rica y abundante (Juan 7:38; 10:10). Jesús dice: “El que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Juan 10:9). Él nos ha dado todas las cosas para que las disfrutemos, echando “mano de la vida que lo es en verdad” (1 Timoteo 6:17-19, V. M.). Así nosotros también tendremos el privilegio de bendecir y dar libremente, pues, “más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35).
Procuremos no entristecer al Espíritu Santo por el pecado bajo una u otra forma. Al contrario, seamos llenos del Espíritu, abandonándonos completamente al amor del Padre, sometiéndonos a la autoridad llena de amor del Señor y aprendiendo a vivir por la fe y la confianza en él. Entonces gozaremos verdaderamente de la libertad cristiana. Esto es verdad tanto desde el punto de vista individual y familiar como desde el colectivo, el de la Iglesia. En las reuniones cristianas, en el ejercicio de los dones espirituales (1 Corintios 12:11) y en la comprensión de la Escritura, ¡que Dios nos conceda dejarnos conducir verdaderamente por su Espíritu!