Libre en Cristo

Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres (Juan 8:36).

La liberación

Jesús nos libera de la culpabilidad

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).

¿De qué nos libera el Señor cuando lo recibimos por la fe? Primero, de la culpabilidad tan característica de la experiencia humana. Muchos prisioneros han testificado cuán doloroso y agobiante era ese sentimiento de culpa en la soledad de una celda. ¿Ha notado usted que la primera palabra del Señor Jesús al paralítico fue: “Hijo, tus pecados te son perdonados”? (Marcos 2:5). Este también fue el mensaje de los apóstoles cuando presentaron el Evangelio (Hechos 2:38; 5:31; 10:43; 13:39…).

Ninguno de nosotros escapa de la culpabilidad. Lo reconozcamos o no, todos somos culpables. Nos hemos sublevado contra el amor y la autoridad de Dios y contra el bien del prójimo. Todos, en un momento u otro, hemos hecho lo que sabemos que no es justo. Nadie puede ser verdaderamente libre con tal peso en la conciencia. Pero, en la cruz, Jesús se identificó con nuestra injusticia. Él llevó nuestro pecado y nuestra culpabilidad. Murió por nosotros (Romanos 5:8; 1 Tesalonicenses 5:10) para que pudiésemos ser perdonados y justificados. Dios borra la culpabilidad del que en él confía (Salmo 34:22). Libera nuestra conciencia del peso de nuestros pecados. No tenemos que ganarnos este alivio. Lo recibimos por la fe, como un don de Dios. Es lo que la Biblia llama la justificación por la gracia de Dios, por medio de la fe (Romanos 3:24, 28).

Cristianos, la muerte de Cristo nos libera y nos purifica de todas nuestras faltas, tanto de las que cometimos antes de nuestra conversión, como de aquellas en las cuales incurrimos después de la misma. Por tanto, no nos dejemos agobiar por pecados que ya hemos confesado a Dios. Naturalmente, debemos esforzarnos en reparar las faltas cometidas contra el prójimo; pero no olvidemos que nuestra relación con Dios nuestro Padre fue establecida de una vez para siempre por la muerte de Cristo. Lo que podemos perder es la dicha de vivir esta relación con él, es decir, la comunión. Mas la volveremos a encontrar si tenemos la humildad para reconocer nuestras faltas delante de Dios y confiar en su gracia que perdona y restablece.

Jesús nos libera del mal

La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte
(Romanos 8:2).

Cristo no solo nos libera de la culpabilidad de los pecados, sino también del poder del pecado. Esta liberación nos es dada por pura gracia y debemos apropiárnosla por la fe. Incluso como cristianos, ¿no hemos experimentado en un momento u otro este poder del mal que nos domina? Siempre volvemos a caer en las mismas faltas de las cuales nos avergonzamos. En el transcurso de los siglos, muchos cristianos sinceros pensaron que debían encerrase en un monasterio para escapar de la tentación; pero, aun así, no lo lograron.

Entonces, ¿cuáles son mis recursos?

–   No tratar de mejorarme a mí mismo, sino aceptar de una vez para siempre lo que la Biblia explica y que confirma mi experiencia, a saber, que mi naturaleza es intrínsecamente mala. Un solo fruto malo es suficiente para comprobar que el árbol que lo produjo es malo (Romanos 7:18).

–   Entender que no puedo, por mis propias fuerzas, dominar todos mis impulsos para impedirles de hacer lo malo (Romanos 7:19).

–   Por la fe, aceptar que únicamente la muerte de Cristo me ha liberado del “pecado que mora en mí” (Romanos 7:20).

–   Vivir con la ayuda del Espíritu Santo para hacer lo que agrada a Dios.

Jesús nos libera de nosotros mismos

Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallar
(Mateo 16:24-25).

¿Sabemos que la liberación que Cristo ha producido por su muerte va más lejos que la liberación del pecado? Trae la liberación de nuestro «yo». Antes de nuestra conversión, nuestro yo ocupaba el primer lugar, nuestro prójimo el segundo y Dios el último de todos. Puede ser que un cristiano no sea liberado de sí mismo. Aun teniendo la certeza del perdón de sus pecados, el motor de su vida todavía es su propia voluntad. Pues bien, Dios quiere darnos la posibilidad de salir también de esta prisión del «yo». Entonces, en lugar de vivir centrados en nosotros mismos, nos abrimos al Señor como una flor se abre al sol. Para lograrlo, no tenemos que esforzarnos por mejorarnos a nosotros mismos, sino abandonarnos completamente a Dios, a su bondad, a su poder y a su Espíritu. Es lo que Jesús llama tomar nuestra cruz cada día, es decir, hacer renuncia de nosotros mismos para seguir al Señor Jesús en el camino de obediencia que él nos ha trazado.

Observemos de qué manera vivió Jesús: totalmente libre y al mismo tiempo dando su vida, no solamente en la cruz, sino en cada instante de su servicio. ¿De dónde sacaba el Señor Jesús esta serenidad y esta libertad? Del amor de su Padre con el cual vivía en perfecta armonía. Él nos ha enseñado que nuestro valor y dignidad no se fundan en lo que los demás piensan, sino en el hecho de haber sido amado, creado y rescatado por Dios.

Jesús nos libera del mundo y de Satanás

Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe
(1 Juan 5:4).

“Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Santiago 4:7).

Así como el cristiano necesita ser liberado de sus enemigos interiores, también debe ser liberado de sus enemigos exteriores: el mundo y Satanás. El mundo, el sistema social dirigido por Satanás en el cual vivimos, ejerce presiones muy fuertes sobre los hombres, sea de manera abierta en los regímenes totalitarios o a menudo de manera más sutil a través de las diferentes corrientes de pensamiento, el dinero y los placeres. El mundo nos aleja de la piedad. Entonces, ¿cómo ser liberado del mundo? Primeramente, tomando conciencia de que Cristo venció al mundo por medio de su vida perfecta (Juan 16:33) y en la cruz donde triunfó sobre todas las potestades malas que dominan este mundo (Colosenses 2:15). Comprendemos nuestra liberación del mundo cuando por la fe nos apropiamos de la victoria del Hijo de Dios (1 Juan 5:5).

Sin embargo, no tenemos que salir del mundo, sino evitar el mal para de esta manera ser testigos del Señor. Luego, podemos hacer el “bien a todos” (Gálatas 6:10) y estar “siempre prontos a dar respuesta… de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15, V. M.). ¡Qué testimonio, para los que nos rodean, ver que nuestro centro de interés no está en el mundo! Cristianos, seamos embajadores de Cristo (2 Corintios 5:20).

Si el mundo oprime, Satanás su jefe (Juan 14:30) esclaviza de manera terrible a los seres humanos por medio de todo tipo de violencia y de mentira. Superstición, magia, horóscopos, brujerías, como también filosofías ateas, espectáculos o delicias del pecado son las armas que el diablo emplea para cegar el entendimiento de los incrédulos y así esclavizarlos (2 Corintios 4:3-4). Pero el Hijo de Dios vino “para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8); por su muerte ha destruido al diablo (Hebreos 2:14). Satanás ya no tiene poder sobre el creyente que le resiste por la fe y la Palabra de Dios (Efesios 6:16-17; 1 Pedro 5:9). La misma Palabra de Dios es libertadora (Juan 8:32) porque es la verdad, al contrario de la mentira que esclaviza.

Jesús nos libera de la ley como medio de ser justificado

El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree
(Romanos 10:4).

En la Antigüedad, Dios había dado por medio de Moisés una ley santa y buena al pueblo de Israel; este debía respetarla estrictamente. Encontramos la descripción de esa ley en el Antiguo Testamento, la primera parte de la Biblia. Pero todos demostraron su incapacidad de cumplirla. La ley no ha servido para justificar a nadie delante de Dios, sino para denunciar el pecado. Ella sigue desempeñando ese papel para con los que no han aceptado a Jesucristo como su Salvador personal (1 Timoteo 1:8-10), demostrando así la necesidad de ser salvados por Jesús.

“Desobligados de la ley” (Romanos 7:6, V. M.). ¡Palabra asombrosa pero tan libertadora! El cristiano es liberado de esa ley como medio de ser justificado ante Dios. Ya no está bajo la ley de Moisés sino bajo la gracia (Romanos 6:14). Sin embargo, en la práctica a menudo nos comportamos como si fuésemos prisioneros de reglas, de coacciones y frustraciones, porque no recordamos firmemente que nuestra conciencia ha sido liberada de la culpabilidad por la obra de Cristo. No caigamos en el error de pensar que debemos ganar el favor de Dios por nuestra obediencia.

El cristiano, justificado por la fe en Cristo, está muerto a la ley, porque ha muerto con Cristo a fin de vivir para Dios (Romanos 7:4; Gálatas 2:19). No pensemos, sin embargo, que la ley ya no sea de ninguna utilidad; ella sigue siendo la expresión del bien y del mal para el hombre en la tierra. Su fuerza permanece constante para denunciar las manifestaciones del mal en nosotros (1 Timoteo 1:8-9). ¡Que nadie infrinja las prescripciones morales de la ley so pretexto de que está bajo la gracia! Esto sería ultrajar al Espíritu de gracia.

La ley conserva, pues, su valor para denunciar el mal, pero no es nuestra regla de vida: “El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (Romanos 10:4). Cristo es nuestra vida y nuestro modelo, la expresión suprema del bien. Si vivimos cerca de él, las exigencias morales de la ley de Dios son cumplidas e incluso superadas en nosotros por el Espíritu (Romanos 8:4; Mateo 5:17-48).