La vida eterna
Una vida nueva
La fe en el Señor Jesús, “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25), nos asegura no solamente que estamos al abrigo del juicio, que no pereceremos, sino también que desde ahora tenemos la vida eterna. Jesús dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-16). El creyente nace a una nueva vida. La vida eterna que recibe no es solamente una existencia sin fin, sino también la vida divina en él, y eso desde su conversión. Nicodemo, un jefe de los judíos a quien Jesús hizo las declaraciones que acabamos de citar, reconocía en él a un maestro venido de Dios. Pero esta afirmación, en aquel momento, no provenía todavía de una verdadera fe. Más bien, Nicodemo se basaba en su propio juicio. Por eso Jesús le dice:
De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios… Os es necesario nacer de nuevo
(Juan 3:2-3, 5, 7).
Nacido de nuevo
En efecto, Dios no se contenta con borrar los pecados cometidos por nuestra vieja naturaleza –a la que su Palabra llama “la carne”, y que no puede producir otra cosa que el mal– sino que nos da otra vida, otra naturaleza. Hay un nuevo nacimiento operado por la Palabra –simbolizada por el agua– y por el Espíritu Santo. La Palabra de Dios, aplicada al alma por el Espíritu de Dios, despierta nuestra conciencia, suscita en nosotros la fe, nos lleva al arrepentimiento, nos hace pasar de la muerte a la vida, crea en nosotros un nuevo ser: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23).
Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo
(2 Corintios 5:17-18; Gálatas 6:15).
Aquel en quien Dios obró así para salvación tiene desde entonces otros pensamientos, otras aspiraciones, otro objeto para su afecto: el Salvador, quien sufrió y murió por él. Como lo afirmaba Jesús a Nicodemo, este nacimiento nuevo es una necesidad absoluta. El cambio producido en aquel que nació de nuevo manifiesta la realidad de su fe en Cristo.