Los espinos y abrojos
Este capítulo es uno de los tres principales pasajes del Nuevo Testamento de los que Satanás se sirve continuamente para atormentar a los hijos de Dios y hundirlos en la angustia. Los otros dos en los que pienso son Juan 15:2 y Hebreos 10:26.
No describe la condición de alguien verdaderamente convertido que simplemente se apartó, sino que se refiere a un apóstata, a alguien que abandonó toda la verdad. Si usted es un hijo de Dios, sigue siendo hijo aunque esté en buen o mal estado espiritual. Si está en buen estado, goza de la comunión con Dios. Si está en mal estado, perdió el gozo pero siempre sigue siendo un hijo, aunque sea desobediente. Mientras que los que están descritos en los distintos pasajes mencionados aquí, jamás pasaron por el nuevo nacimiento.
Notemos que esto se introduce aquí como un paréntesis que comienza en el capítulo 5:11. Luego en el capítulo 7 el autor prosigue su tema: “Porque este Melquisedec…”. Entonces debemos enlazar los últimos cuatro versículos del capítulo 5 con el capítulo 6 para comprender bien la continuidad del pensamiento. La epístola se dirige a judíos que profesaban el cristianismo. En efecto, había en medio de ellos verdaderos creyentes que tenían un brillante testimonio, pero la carta estaba destinada a todos aquellos que habían sido educados en la religión tradicional del judaísmo. El cristianismo había sido introducido y todo había cambiado. Formas, ceremonias, mandamientos exteriores; todo esto había sido reemplazado por el conocimiento del Hijo de Dios –un Hombre vivo a la diestra de Dios– y por la fe que encuentra en esta Persona viva –Jesucristo el Señor– su todo para el presente y para la eternidad. El cristianismo, como consecuencia, es un sistema celestial: tiene que ver con el cielo. El judaísmo era para la tierra; era un sistema terrenal.
Satanás se esfuerza constantemente en desviar los pensamientos del hombre hacia la tierra; quiere que los corazones estén ocupados con todo lo que no tenga que ver con un Cristo vivo en la gloria de Dios. Al contrario, el propósito del Espíritu Santo es atraer nuestros corazones hacia este Hombre vivo, ese Cristo de Dios en la gloria, y así desligarlos de todo lo que es terrenal y carnal.
El peligro que amenazaba a los judíos convertidos era el de abandonar, a causa de la persecución, al Cristo celestial y volver al ritual terrenal que Dios había puesto de lado. El judaísmo recibió el golpe mortal en la cruz de Cristo. Allí fue su fin, viniendo a ser como un cuerpo muerto a los ojos de Dios. Y ¿qué hace Dios? Envía al general romano Tito, y luego a Trajano, para barrerlo y hacerlo desaparecer de la escena. El tiempo de las ceremonias exteriores pasó, y el Espíritu de Dios atrae a aquellos que formaban el antiguo pueblo de Dios hacia Cristo en la gloria. En el capítulo 5 el apóstol reprocha a los hebreos por ser niños, en vez de ser hombres maduros (v. 12-14). En 1 Corintios 3, cuando escribe a los griegos, imbuidos de filosofía, Pablo dice: “Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía” (v. 2).
Lo que impedía el crecimiento de los corintios era mayormente la filosofía. Lo que impedía crecer a los hebreos era la religión tradicional. Sabemos qué freno constituye esto todavía hoy. Si Dios nos hizo salir para reunirnos alrededor de su Hijo, y en su nombre, si nos mostró cuál es su pensamiento en cuanto a la Iglesia de Dios, lo debemos solamente a su soberana gracia.
El alimento sólido es para los hombres maduros. Hemos visto que el apóstol pone en contraste el cristianismo, espiritual y celestial, con el judaísmo, sistema terrenal y ahora carnal. Este último, aunque establecido por Dios en su origen, llegó a ser tal porque Cristo vino y fue rechazado; a partir de aquel momento nada más tiene Dios que decir al hombre en la carne. Todo debe ser celestial, relacionado con el Hombre que está a la diestra de Dios. Por eso, en esta epístola, un niño es quien está todavía asociado a lo que simplemente llama a los sentidos y que no está únicamente en relación con un Cristo vivo, allí donde se encuentra.
“Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección” (Hebreos 6:1). La expresión “los rudimentos de la doctrina de Cristo” hace alusión al judaísmo, a su origen divino, y a Cristo, Mesías, jefe y centro de todo esto. Cuando se dio muerte al Mesías, el judaísmo terminó completamente delante de Dios. Por tanto, el Espíritu dice que se debe quitar lo que es terrenal y avanzar hacia la perfección. Cuando habla de perfección en esta epístola, el apóstol se refiere a Cristo en la gloria celestial.
La palabra “perfecto” es empleada de distintas maneras en la Escritura. Debemos conocer el alcance del pasaje para comprender de qué manera se utiliza. Por ejemplo, a Abraham se le dijo que anduviera delante de Dios y fuera perfecto (Génesis 17:1). Su perfección debía ser una dependencia absoluta del Dios que lo había llamado a salir para ser un peregrino. La perfección de Israel consistía en no tener nada que ver con los ídolos. No fueron perfectos: cayeron en la idolatría.
Nuestra perfección consiste en ser siempre semejantes a nuestro Padre, en ser siempre misericordiosos. Él “hace salir su sol sobre malos y buenos” (Mateo 5:44-45). Dos veces se menciona la perfección en el capítulo 3 de la epístola a los Filipenses: primero en el versículo 12, en el cual Pablo dice: “…ni que ya sea perfecto”. Aquí “perfecto” significa ser semejante a Cristo en la gloria, y concluye: “no pretendo haberlo ya alcanzado” (v. 13). Pero unos versículos más adelante, dice: “Así que, todos los que somos perfectos” (v. 15). Aquí el hecho de ser perfecto se refiere al objeto del corazón, a tener nuestra alma levantada a Cristo, adonde él está ahora en el cielo, quitándola completamente de la tierra, unidos a Él allí donde se encuentra, y haciéndonos semejantes a él allí.
Todo lo que tenemos en los dos primeros versículos de Hebreos 6 es parte del judaísmo y muy conocido por los judíos. Era necesario que hubiese “el arrepentimiento de obras muertas”. Seguramente algunos tenían “la fe en Dios” (v. 1). En cuanto a los “bautismos” sabemos que se trata de los numerosos lavados del ritual judío; los sacerdotes debían lavar sus manos y pies; las víctimas debían ser lavadas antes de ser ofrecidas; aquellos que estaban sucios debían lavar sus vestidos como sus cuerpos, etc. En cuanto a la “imposición de manos”, se conocía en el judaísmo la imposición de manos del sacerdote, y la imposición de manos del adorador sobre la cabeza de la víctima. “La resurrección de los muertos” (v. 2) era conocida perfectamente entre los judíos. No así la resurrección de entre los muertos, porque es doctrina del Nuevo Testamento. En el judaísmo, había cierto nivel de conocimiento; pero el velo no había sido rasgado. Cristo no había muerto y el hombre no se consideraba enteramente arruinado. Pero ahora Cristo vino, entró en la muerte y resucitó de entre los muertos. El corazón entonces está unido a Él allí arriba, en la gloria del cielo. El próximo evento anhelado es su retorno para resucitar a los suyos de entre los muertos. Su resurrección es el modelo y la garantía de la de ellos.
Entonces, dice el apóstol, poniendo de lado esos rudimentos (“principios” V. M.) –y también el “del juicio eterno” (v. 2), porque todo judío creía en él– vayamos adelante a la perfección. No hay que detenerse en esas cosas ahora, dice, sino ir adelante y aprender que el juicio, el juicio eterno que merecen, ya fue sufrido por Otro. Y como ya recayó sobre Él, no vendrán a juicio, están al otro lado de la muerte y del juicio.
Los versículos 1 y 2 se relacionan con el judaísmo, y los versículos 4 y 5 con el cristianismo puramente profesado. Digo profesado porque faltan dos cosas que constituyen la esencia misma del cristianismo viviente. Aquí no hay ninguna mención a la vida divina, ni tampoco a la posesión del Espíritu Santo, como sello de Dios. Pero me dirán que una vez “fueron iluminados”; ¿no quiere decir esto que son convertidos? ¡No! En Juan 1:9 se dice del Señor Jesús: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo”. ¿Se convirtió todo hombre? Absolutamente no, pero todo hombre que viene al mundo es introducido en el lugar donde brilla la luz. ¿Echa mano todo hombre de la luz, aunque brille? Sabemos que no. El sol brilla sobre esta tierra día tras día, y derrama su luz ampliamente. Pero un ciego ¿es consciente de esto? No, y el sol no deja de brillar por eso. Alguien es iluminado cuando la luz llega a él. Es así con las buenas nuevas del Evangelio. Son anunciadas al hombre sin que necesariamente las reciba o se convierta por ellas.
“Y gustaron del don celestial” (v. 4). ¿Significa esto que son realmente convertidos? No necesariamente. Pueden haberse mostrado emocionados y conmovidos de una manera sentimental. Cuántas personas han asistido a una predicación del Evangelio, han oído hablar de Cristo, han estado profundamente impresionadas momentáneamente, han tenido la intención de convertirse, de seguir a Cristo, y se fueron sin ser salvas, porque no hubo un trabajo en sus conciencias. Como los oyentes del terreno en pedregales, “oyen la palabra, y al momento la reciben con gozo” (Mateo 13:20-21), pero la abandonan a causa de algunas dificultades. Gustaron el gozo de la Palabra, sintieron que era maravilloso que Dios pudiese amar a personas como ellos. Abandonan el lugar donde recibieron una impresión momentánea, y dejan todo después de haber gustado el gozo.
“Y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo” (v. 4). ¿Qué es ser partícipe del Espíritu Santo? El Espíritu Santo descendió como consecuencia de la muerte, resurrección y ascensión del Señor Jesucristo. Y en la tierra mora en cada creyente. Pero también mora en aquello que profesa el nombre del Señor aquí abajo, esto es, en la casa de Dios. Por lo tanto, si alguien se encuentra en la esfera donde Él actúa, en ese sentido es partícipe del Espíritu Santo. En los principios del cristianismo, cuando el apóstol escribía, se congregaban en el nombre del Señor, y con el Espíritu Santo en medio de ellos. Se tenía plena conciencia de la presencia del Espíritu Santo y de sus manifestaciones de poder (consideremos, por ejemplo, el don de lenguas). Él daba testimonio ante el pueblo de Dios y ante el mundo. Estaba presente con tal poder que si un extraño entraba comprobaba que Dios estaba presente. Había una atmósfera de amor y de poder que se podía sentir. Así, si un desconocido entraba y tomaba lugar allí, se encontraba en medio de una asamblea de personas donde actuaba el Espíritu Santo y, en este sentido, era partícipe del Espíritu Santo, gustando su influencia.
“Y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios” (v. 5). Aun así no significa que la vida divina esté en tal alma. Un inconverso ¿puede admirar la Escritura? Sabemos que sí. Puede admirarla, sentir su hermosura, su profundidad, sin que su conciencia sea tocada. La Palabra de Dios le puede ser presentada y puede reconocer su valor sin ser vivificado por ella.
“Y los poderes del siglo venidero” (v. 5). El siglo venidero no es la eternidad, sino la tierra habitada en el futuro, durante el reino milenario del Señor Jesucristo. Y el poder de Satanás desaparecerá de esta escena, porque él mismo será atado en el abismo (Apocalipsis 20:2-3). Cuando llegue ese tiempo y Cristo reine, los cojos andarán, los ciegos verán, los enfermos serán sanados. En los primeros días de la historia de la Iglesia se conoció algo del poder de ese reino futuro. Un cojo anduvo y saltaba a la puerta del templo (Hechos 3:2-9). Un paralítico llamado Eneas se levantó e hizo su cama (9:34). Dorcas, que había muerto, volvió a la vida (v. 40-41). Traían a los enfermos en sus lechos para que la sombra de Pedro cayese sobre ellos y fuesen sanados (5:15-16); se llevaban a los enfermos los paños o delantales de Pablo y sus enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían (19:12). Tales eran los “poderes del siglo venidero”. El Espíritu Santo muestra que podemos conocer todo esto y sin embargo no ser convertidos, no tener ni una chispa de vida divina. Cuando los discípulos echaban los demonios, sin duda que Judas también lo hacía; porque creía en el poder de su Maestro aunque no tenía la vida.
En el versículo 6 de Hebreos 6, el apóstol afirma que aquellos que han gozado de estos privilegios y han estado bajo ese poder del Espíritu Santo y lo abandonan todo, “es imposible que… sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio”. ¿Qué había hecho el pueblo? Había crucificado al Hijo de Dios. ¿Qué hacían estas personas? Lo que sus padres hicieron. Si usted abandona el cristianismo, abandona a este Cristo celestial, Dios dice que no tiene nada más que ofrecerle; ha empleado todos sus recursos sin resultado.
¿Por qué dice que es imposible que sean otra vez renovados para arrepentimiento? Porque el arrepentimiento siempre se produce en el alma por la Palabra de Dios, como resultado de recibir el testimonio del Espíritu de Dios. Dios no tiene otro testimonio que dar. Cuando Dios envió a su Hijo a este mundo, ¿qué hicieron los hombres? Le escupieron y le dieron muerte. ¿Qué hizo Dios? ¿Sacó la espada del juicio? No. Hizo subir a Cristo al cielo, y del cielo envió al Espíritu Santo para decir al hombre: «No has querido a mi Hijo como Cristo terrenal, ¿quieres aceptarlo ahora como Cristo celestial?». Si el hombre rechaza esto, si rechaza a un Cristo celestial, Dios, por así decirlo, declara que no hay otro medio de producir el arrepentimiento hacia Él y la fe hacia el Señor Jesucristo.
Como dijo un hermano: «Si después de haber estado bajo la influencia de la presencia del Espíritu Santo, gustado la revelación de la bondad de Dios y sentido las pruebas de su poder, si después de esto se abandona a Cristo, no queda ningún otro medio para renovar el alma y llevarla al arrepentimiento. Los tesoros celestiales ya fueron esparcidos, el hombre los desechó y los tuvo como algo sin valor; se rechazó la plena revelación de la gracia y del poder después de haberlos conocido. ¿Qué medio se puede usar ahora? Era imposible volver al judaísmo y a los primeros rudimentos de la doctrina de Cristo contenidos en él, después de que la verdad había sido revelada. Por otro lado, la nueva luz había sido conocida y rechazada. En semejante caso había solamente la carne y no la nueva vida; los espinos y abrojos crecieron como en el pasado: no hubo ningún cambio real en el estado del hombre» (J. N. Darby).
Una vez que hemos comprendido que el pasaje que nos ocupa es una comparación entre el poder del sistema espiritual y el judaísmo, y que se trata del abandono del primero después de haberlo conocido, toda dificultad desaparece. La posesión de la vida no está supuesta aquí, ni tampoco se aborda esta cuestión. Este pasaje no habla de la vida sino del Espíritu Santo como poder presente en el cristianismo. “Gustar de la buena palabra de Dios” (v. 5) es haber descubierto cuán preciosa es esta Palabra, y no haber sido vivificado por medio de ella. Por eso, cuando habla a los cristianos judíos, el apóstol espera de ellos cosas mejores y que pertenecen a la salvación, de manera que todo lo que fue enumerado podía estar presente sin que hubiese salvación; tampoco podía haber fruto, porque el fruto supone vida.
Sin embargo, el apóstol no aplica esas palabras a los cristianos hebreos a los cuales escribe, pues, por muy malo que haya sido el estado de ellos, habían llevado frutos, pruebas de vida; y continúa dándoles ánimo y motivos para perseverar.
Notemos que ese pasaje es una comparación entre lo que se poseía antes y después de que Cristo fuera glorificado; entre el estado y los privilegios de los profesantes de esos dos períodos, sin tocar la cuestión de la conversión personal.
Si, ante el poder del Espíritu Santo y la plena revelación de la gracia, uno abandonaba el cristianismo, apostataba de Cristo y volvía atrás, no había otro medio para ser renovado otra vez para arrepentimiento. El inspirado autor no quería volver a poner el fundamento de los primeros rudimentos en cuanto a Cristo –de cosas ya viejas–, sino que quería ir adelante para provecho de aquellos que permanecían firmes en la fe.
¡Que esta sea la porción de todos nosotros!