Vuélvete a mí

Juan 21:1-25

El ministerio de restauración

Lucas hace una breve referencia al primer encuentro de Pedro con el Señor resucitado. Cuando los dos discípulos que venían de Emaús entraron en donde estaban reunidos los apóstoles, recibieron de estos la confirmación de lo que ellos mismos fueron testigos:

Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón
(Lucas 24:34).

Dónde, cuándo y en qué circunstancias esta entrevista tuvo lugar no se nos dice. Dios se complació en correr un velo sobre la escena en la cual el Maestro, inimitable en gracia, atrajo hacia sí el corazón de su siervo en falta; siervo que, en un momento de debilidad, había herido su amor. Estamos seguros de que Pedro en su corazón fue restaurado plenamente a partir de ese momento.

Evidentemente habían pasado unos días entre la escena relatada en Lucas 24 y la de Juan 21, puesto que dice: “Esta era ya la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos, después de haber resucitado de los muertos” (v. 14).

En la primera de las tres veces (Juan 20:19-23) tenemos particularmente lo que se refiere a la Iglesia. Puertas cerradas, una iglesia adentro, y el Señor en medio. Dicho de otra manera, notemos que la Iglesia es llamada a estar en la tierra separada para Él y en su compañía.

La semana siguiente (Juan 20:24-29), cuando Tomás estaba con ellos, Jesús apareció otra vez. La bendición futura de los judíos es realmente prefigurada en esta escena. Tomás no quiso creer hasta que hubiera visto al Señor. Los judíos no creerán en Él hasta que lo vean viniendo en gloria.

Luego, la tercera escena (Juan 21:1-11) nos presenta de manera figurativa la reunión de las naciones, durante el milenio. Tenemos representadas en estas tres escenas la Iglesia de Dios, los judíos y las naciones. Esta tercera aparición viene a ser la hermosa ocasión de la restauración pública de Pedro. Cuando un siervo se ha alejado públicamente, el Señor lo restaura públicamente también.

Antes de que el Señor fuera visto por la compañía de los discípulos, el ángel les había dirigido estas palabras por medio de las mujeres: “He aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho” (Mateo 28:7). Mientras se apresuraban a llevar su mensaje, las mujeres son encontraron con el Señor mismo, quien les dijo: “No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán” (v. 10). Sus discípulos debían dejar Jerusalén, el lugar de la religión establecida, e ir a Galilea, región despreciada, fuera de Judea.

Y ahora, obedientes al mandamiento del Señor, estaban en Galilea, en lugares bien conocidos por ellos, con las antiguas barcas y las viejas redes (véase Marcos 1:16-20; Lucas 5:1-11). ¿Qué hacían allí? Debían esperar la venida de su Señor, pero ¡vemos en qué estaban ocupados!

Nada nos pone más a prueba que la espera. La mayor prueba que revela el estado de nuestro corazón es el tiempo. ¿Y qué hacían estos hombres? ¿Esperaban realmente? No, ¡pescaban! Y Simón era el líder. Pensaban que estaban ocupando bien su tiempo. “Voy a pescar”, dijo Simón. “Vamos nosotros también contigo” (Juan 21:3), respondieron los demás. Es sorprendente ver cómo un hijo de Dios puede incitar a otros. Todos tenemos una influencia más o menos consciente sobre los demás, ya sea para bien o para mal. No se necesita hablar. Hay algo más fuerte que las palabras, y es nuestra vida. Lo que un hombre tiene en mente, es infinitamente más importante que lo que expresa.

El “voy a pescar” de Pedro incitó a los otros seis discípulos a ir al mar, pero “aquella noche no pescaron nada” (v. 3). En Mateo 4:19-20 el Señor les había dicho: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres. Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron”. Habían abandonado las barcas y sus redes, lo habían dejado todo para seguir a Jesús. Y “cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa” (Juan 21:4), pero no lo reconocieron. ¿Por qué? Porque la menor distancia entre Cristo y yo, la menor actividad de mi voluntad es suficiente para que mi vista sea tan corta que no reconozca más al Señor, aun cuando Él se acerca a mí. Estaban solamente a 200 codos de Él, a solo unos 100 metros de la orilla, y sin embargo no sabían quién era. Pienso que esa es la razón por la que el Señor nos indica la distancia. Queridos amigos, si debo ser útil al Señor, necesito estar más cerca de Él.

Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos
(Salmo 32:8);

es así como Dios dirige a los suyos. No pueden seguir los movimientos de mis ojos si están en el otro extremo de una gran sala. Pueden seguirlos si están cerca de mí. “Sobre ti fijaré mis ojos”, es una manera muy afectuosa del Señor para decirnos: quédate cerca de mí.

Entonces Jesús les dijo: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer? Le respondieron: No” (Juan 21:5). Solo pudieron responder con un frío “no”, ni siquiera: No, Señor. ¡Oh, esta respuesta dura, seca, que sale a veces de la boca de un creyente! Sí, es así, nos podemos volver rudos y desatentos cuando estamos lejos de Cristo. Pero –dirán ustedes–, no sabían que era el Señor. ¡No era una excusa! Esta falta de cortesía no cambió Su actitud, y les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces” (v. 6).

Juan tiene inmediatamente los ojos abiertos. “¡Es el Señor! Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se había despojado de ella), y se echó al mar” (v. 7). Deseaba acercarse al Señor. Antes, al haber sido llamado, había caminado sobre las aguas para ir a su encuentro (Mateo 14:28-29). Esta vez, no esperó una invitación. Parece decir: Yo sé que le gustaría tenerme a su lado. Y en un instante estuvo cerca de Jesús. Si no hubiese estado todo en orden en su conciencia, así como en sus afectos, no habría actuado tan espontáneamente. Esta acción nos muestra que todo estaba en orden en él. Todo había sido perdonado, y Jesús había hablado de paz a su corazón turbado. Entonces, al tener conciencia de que era el Señor, decidió acercarse a Él.

“Y los otros discípulos vinieron con la barca, arrastrando la red de peces, pues no distaban de tierra sino como doscientos codos. Al descender a tierra, vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan” (Juan 21:8-9). Estas brasas debieron hablar a la conciencia de Pedro. Le recordaban el fuego en el patio del sumo sacerdote donde negó al Señor. Se calentaba cerca del fuego del mundo, y obviamente, si puedo decirlo así, se quemó los dedos. Muy amados, si ustedes y yo nos comprometemos, aunque sea en una pequeña medida con el mundo, el sufrimiento y el dolor serán inevitables.

Después el Señor les pidió que trajesen de los peces que habían pescado. “Subió Simón Pedro, y sacó la red a tierra, llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres; y aun siendo tantos, la red no se rompió” (v. 11). Es una hermosa figura de lo que sucederá en el milenio. En Lucas 5:1-7 la red se rompía. Aquí la red no se rompe, imagen de la perfección de todo lo que Cristo introducirá.

Cuando trajeron los peces a tierra, el Señor agregó: “Venid, comed”. Había comenzado por preparar lo que era necesario para el cuerpo, que es seguramente una imagen de lo que Él da para el alma. Provee el alimento necesario y dispensa exactamente lo que necesitamos. Y veamos esta hermosa invitación: “Venid, comed. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres? sabiendo que era el Señor” (Juan 21:12). ¿Por qué el Espíritu de Dios dice esto? Creo que es para manifestar que cada uno de ellos deseaba estar seguro de que era su Señor. No puedo alejarme de Cristo sin que esto produzca efectos desastrosos en mi alma; estoy como en una nebulosa, habiendo perdido la nitidez de la visión espiritual.

“Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado” (v. 13). Era el dueño de la cena. El anfitrión que recibía. Hizo que todos sus invitados se sintieran perfectamente cómodos. En la ocasión en que dio de comer, para no olvidar a nadie, los hizo “recostar a todos por grupos sobre la hierba verde… de cincuenta en cincuenta” (Marcos 6:39-40), y en Juan 6:10 se hace notar que “había mucha hierba en aquel lugar”. La manera en que Cristo responde a las necesidades es siempre perfecta en ternura, en cuidados, en atenciones delicadas. No falta nada.

Después de que hubieron comido, el Señor se ocupó de Pedro. No lo hizo mientras tenía frío y hambre. Nos alimentará y reanimará primero si después debe corregirnos. “Venid, comed”, les dijo. Ahora estaban cerca de un buen fuego, pues habían pasado toda la noche fuera, mojados, y seguramente tenían hambre y frío. Era necesario que fuesen alimentados y calentados. Esta es la naturaleza del servicio divino, el servicio del amor. Por eso leemos: “Nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29). Estos son los cuidados del Señor para con nosotros.

Pero si me he apartado del Señor, solo cuando me ha traído a su lado, y he conocido el efecto de su ministerio de restauración, cuya gracia quebranta el corazón, puede hacerme todas las preguntas que le plazcan y mi corazón podrá responderle. Eso era lo que Pedro necesitaba.

“Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?” (Juan 21:15). Pedro había dicho con audacia: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33). Ahora respondió: “Sí, Señor; tú sabes que te amo” (te tengo afecto, traducción literal). Era verdad, y el Señor lo aceptó. El fruto de su gracia era perfectamente visible para Él, y le dijo: “Apacienta mis corderos” (v.15).

Luego Jesús preguntó por segunda vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” (v. 16). Vemos que en cada oportunidad la pregunta es algo distinta, al igual que la misión. La primera era: “¿Me amas más que estos?”. La segunda simplemente: “¿Me amas?” sin que fuese cuestión de compararse con otros, de los cuales habían pensado diferenciarse. Pedro respondió otra vez: “Sí, Señor; tú sabes que te amo” (te tengo afecto). Entonces, el Señor le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Cerca del momento de su partida, el Señor confió a los cuidados de Pedro a aquellos que le eran muy queridos. Esto mostraba la confianza de Cristo en este hombre, ahora quebrantado.

“Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (v. 17). Hay que notar que aquí el Señor modifica su pregunta cambiando la palabra que expresa el amor. En las dos primeras preguntas, empleó “agapas me”. Pedro respondió cada vez “philo se”. La palabra griega que el Señor empleó es la que habla del amor divino, el cual nunca falla; la palabra que usó Pedro expresa el afecto fraternal hacia el Señor, que a menudo falla, como en su propio caso. La tercera vez, el Señor terminó usando también el término de Pedro y dijo: “phileis me”, es decir: “¿Me tienes afecto?”. “Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas (me tienes afecto)?” Podríamos decir que él respondió: Observando lo que fue mi conducta, algunos podrían dudar, pero “tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”. Abrió, por decirlo así, las puertas de su corazón para que la mirada de Cristo pudiera alcanzar lo más profundo. Reconoció que era necesario un discernimiento divino para descubrir algún amor para Cristo en aquel que pretendía amarle más que todos los demás.

Los otros discípulos hubiesen podido pensar que Pedro era un hipócrita. No fue el caso. La confianza en sí mismo causó la caída de Pedro y aquí el Señor llegaba hasta esta raíz. No habló de su falta, sino de lo que la produjo, y no dejó descansar su conciencia hasta que realmente Pedro juzgara la causa misma. La confianza de Simón Pedro en sí mismo fue reducida a la nada. Para que llegara a este punto, Dios lo dejó hacer una caída que no olvidaría jamás. “Guardados por el poder de Dios mediante la fe” (1 Pedro 1:5), pareció ser su divisa de aquí en adelante. Recorramos sus epístolas; las encontraremos impregnadas de este triste episodio de su historia. Su confianza en sí mismo se esfumó y dejó lugar a una simple confianza en Cristo, confianza que el Señor comprueba y en la que se agrada. Cuando Pedro dijo: “tú lo sabes todo”, Jesús le respondió: “Apacienta mis ovejas”. Fue como si le dijese: Pedro, me voy, pero ahora pongo en tus manos lo más precioso que tengo en la tierra. El Señor mostró su plena confianza en el afecto de Pedro al decirle: “Apacienta mis corderos… Pastorea mis ovejas… Apacienta mis ovejas”. Todo muestra que estaba plenamente restaurado a los ojos del Señor, y que también había recuperado la confianza de sus hermanos. El día en que Pedro negó al Señor y huyó, seguramente los demás discípulos sintieron que la deshonra alcanzó al conjunto. Me temo que, a veces, también estemos muy afectados por la falta de un hermano, porque nos sentimos deshonrados. Pero ¿somos lo suficientemente conscientes de que es el Señor el que ha sido deshonrado? Es mucho más importante que sintamos esto. Aquí el Señor restauró completamente a Pedro. Entonces comenzaría su misión de cuidar durante Su ausencia a aquellos que eran muy queridos al corazón de Cristo.

Pero hay una gracia aún más profunda de parte del Señor para con su querido siervo. Pedro había tenido una ocasión maravillosa para dar testimonio de Cristo, y no lo hizo. Había salvado su vida, pero al precio de la negación de Aquel que él amaba verdaderamente. Luego era normal que estuviese inconsolable por haber fallado en esta ocasión única. El Señor pareció decirle: Pedro, has tenido una oportunidad para dar testimonio de mí y has fallado; voy a darte otra, y esta vez no te esquivarás. “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme” (v. 18-19). El Señor quería darle una nueva ocasión en la que podría ser un testigo para Él, y esta vez, su gracia lo sostendría. Lo que no pudo hacer por su propia voluntad, lo haría por la voluntad de su Dios. Había afirmado que estaba listo para morir por su Señor con su propia fuerza. Vendría el día en que moriría por su Señor, pero fortificado y sostenido por Dios.

No hay nada comparable a la gracia. Que nuestros corazones sean fortalecidos en la gracia infalible de Cristo. “Porque bueno es que el corazón sea fortalecido con gracia” (Hebreos 13:9, VM). Pablo podía decir con razón a su hijo en la fe:

Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús
(2 Timoteo 2:1).

Y aunque a menudo hemos ofendido, decepcionado y entristecido a esta gracia, ella está siempre allí como una provisión inagotable, ¡bendito sea Dios!

Es importante repetir que esas palabras del Señor fueron dirigidas a Pedro en presencia de los discípulos. Fue restaurado públicamente. Fuera lo que fuera que pensaran de él, era evidente que el Señor se ocupaba mucho de él. Somos muy lentos para confiar en un hermano que cayó. No es así con Cristo. Si un siervo cae, decimos fácilmente: Nunca más podré tener confianza en él. ¿Por qué? Porque en nuestra propia alma sentimos muy poco lo que es la gracia.

Además, Dios puede tener confianza en nosotros solo cuando hemos sido quebrantados. Si estudiamos la vida de Pedro, vemos que este hombre fue preparado precisamente por el quebrantamiento de su «yo». Dios está obligado a rebajar la confianza en sí mismo de muchos creyentes, porque quiere la realidad en ellos; y tarde o temprano, manifestará lo que no es verdadero. Luego él los levanta, los hace avanzar, y los hace instrumentos de su gracia como nunca antes lo fueron.

Esta escena termina con la conmovedora palabra que el Señor dirigió a Pedro: “Sígueme” (v. 19). “Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de Él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de este? Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú” (v. 20-22). Juan hacía espontáneamente lo que el Señor había ordenado a Pedro. Este, curioso acerca del futuro de su compañero, pregunta: “Señor, ¿y qué de este?” ¡Cuánta tendencia tenemos en descuidar lo que se nos pide a nosotros para ocuparnos de lo que concierne a los demás, a sus servicios y a sus caminos! El Señor le rogó no ocuparse de lo que sucedería a su hermano. “Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú”. Es la última palabra de Jesús que nos deja el evangelio de Juan.

¡Quiera Dios ayudarnos a ser más conscientes de la inmensidad de su gracia! Y si un hermano cayó, tengamos a pecho su restauración. Porque si el Señor lo levanta y lo restaura, puede hacer de él un instrumento muy útil. Llama la atención el lugar inminente que Pedro ocupa en el libro de los Hechos. Como siervo, fue verdaderamente sostenido por la gracia. El Señor se sirvió de la amarga y terrible caída de Pedro para enseñarle a seguirlo a Él. Permaneciendo cerca de Él estaremos seguros.

No podemos terminar sin citar las propias palabras de este muy amado siervo restaurado: “Esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:13-17).

El día que yo caiga será el día en que deje de temer caer. Mientras tema caer, no caeré. Que el Señor mantenga en cada uno de nosotros el temor de deshonrar su hermoso Nombre que llevamos, al seguirle en el camino.

Cristo, tu gracia ilimitada,
Tan pura y grata ya para mí;
Hace que mi alma quede extasiada,
Cuando a tus pies te adora a Ti.

Tu inmensa gracia que es sin mudanza,
Harás gustarme cada vez más,
Y así probada, de mi esperanza
Tú, la corona siempre serás.

Himnos y Cánticos N° 147