“Oye mi oración…” –exclama el fiel desde el fondo de su angustia– “no escondas de mí tu rostro… respóndeme…”. ¡Qué contraste entre esa inquietud y la apacible seguridad que puede ser hoy la porción del creyente! Este último está seguro de tener siempre entrada a la presencia del Padre por medio de Jesús (Hebreos 4:16). Sin embargo, el mismo intenso deseo de comunión debería animarle. “Mi alma, como la tierra sedienta”, clama a ti (v. 6; comp. Salmo 63:1). Sí, cada día, de mañana, necesito oír no solo la Palabra de Dios, sino su misericordia, al abrir mi corazón para escucharle (v. 8).
Ese sentimiento del amor del Señor fortalecerá la confianza que he puesto en Él y le pediré, primeramente, que me haga conocer su camino y luego que me conduzca en él. Llamarle “mi Dios” y nombrarme a mí mismo “su siervo” (v. 12), me lleva a hacer lo que le agrada. Pero, en primer lugar, es necesario que Él me enseñe y luego que “su buen Espíritu me guíe a tierra de rectitud” para hacer su voluntad (v. 10). En realidad, esos ruegos están unidos los unos a los otros. Por una parte, el goce de la comunión del Señor es necesario para conocer su voluntad. Pero, por otra parte, solo podemos gustarla en la obediencia a esa voluntad.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"