¡Glorioso salmo! En él, Cristo, Hombre resucitado, toma la palabra para desplegar “las maravillas” y “los pensamientos” de Dios (hacia nosotros, pues él se asocia a los suyos, v. 5) como en cuatro cuadros sucesivos. El primero nos transporta a la eternidad pasada (v. 6-7, citados en Hebreos 10:5-9). El Hijo, el único capaz de poner en regla la cuestión del pecado, se presenta para ser el siervo obediente: “He aquí, vengo”. “Y vino…” confirma Efesios 2:17.
El cuadro siguiente nos muestra a Jesús en la tierra, anunciando y cumpliendo “toda justicia” (Mateo 3:15), dando un perfecto testimonio acerca del Dios de bondad y de verdad, hablando de su fidelidad y de su salvación. Toda la vida de Cristo se halla resumida en estos versículos 8-10.
Luego el Salvador está ante nosotros en la solemne hora en que debe exclamar: “Me han alcanzado mis maldades…” (v. 12). ¿Mis iniquidades…? Pero ¡eran las nuestras! Estas son sin número. En el Salmo 38, versículo 4, eran como “carga pesada”.
Finalmente, el último cuadro, para el cual volvemos a los versículos 1 a 3: “el pozo de la desesperación” y “el lodo cenagoso” ceden el sitio a “la peña” de la resurrección. Cristo, liberado de la muerte por el poder de Dios, a quien esperó pacientemente, canta su alabanza y, al final del salmo, invita a los hombres a celebrarle también (v. 3).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"