Este salmo expresa el sufrimiento de una alma agobiada por el sentimiento de la injusticia que la rodea. David, quien lo compuso, pudo experimentar personalmente ese pesar en muchas oportunidades. El doblez y el rencoroso odio de Saúl (1 Samuel 18:17 y sig.), las cobardes intenciones de los habitantes de Keila (cap. 23:12), la doble traición de los de Zif (cap. 23:19; 26:1) y la más pérfida aún del edomita Doeg (cap. 22:9-10), la despreciativa ingratitud de Nabal (cap. 25:10-11), todo esto no podía dejar a David indiferente. Por cierto que cada vez pudo hacer también la experiencia de la preciosa previsión divina:
Pondré en salvo al que por ello suspira (v.5)
(comp. Salmo 10:5).
Pero su propia medida de la verdad tampoco era perfecta (véase 1 Samuel 20:6; 21:2… ). En cambio, la santidad del Señor Jesús lo hacía enteramente sensible a la falsedad y al engaño de sus adversarios (de lo que Lucas 20:20 nos da un ejemplo). Un creyente, cuanto más se mantenga en la divina luz, tanto más sufrirá la corrupta atmósfera de este mundo. Entonces su penosa experiencia de la lengua mentirosa, lisonjera y jactanciosa de los hombres (v. 2-3) le hará gustar, por contraste, la pureza y el valor práctico de las palabras de Dios (v. 6). “Tu palabra es verdad” (Juan 17:17; Salmo 119:140).