Eliú prosigue su discurso: justifica a Dios (v. 3) al corregir dos pensamientos equivocados emitidos respecto de Él: pese a su poder, el Creador se ocupa de su criatura y no la desprecia de ninguna manera (v. 5). El justo –dicho de otro modo, el creyente– es el objeto de sus particulares cuidados. Que Dios lo “exalte” (v. 7) o, al contrario, que le envíe pruebas (v.8), sus ojos están siempre sobre él. Y, en segundo lugar, Dios no obra de modo caprichoso como Job lo había dado a entender. Al permitir la prueba, persigue una meta precisa: mostrar a los suyos lo que han hecho, abrir sus oídos a la disciplina, si procede, hacerlos volver de su iniquidad. La disciplina forma a los discípulos. Hebreos 12:7 nos recuerda que ella está reservada a los hijos (y a las hijas) de Dios, de la misma manera que los padres corrigen a sus propios hijos y no a los demás. Es ella, pues, una prueba de nuestra relación con nuestro Padre. Pero, según ese mismo pasaje de Hebreos 12:5-6, el alma que está sujeta a la disciplina puede menospreciarla, es decir, no escucharla ni darle importancia (Job 36:12; comp. con cap. 5:17); o, al contrario, desanimarse, es decir, olvidar que es el fiel amor del Señor el que nos la preparó. Dijo el salmista:
Conozco, oh Señor, que tus juicios son justos, y que conforme a tu fidelidad me afligiste
(Salmo 119:75).
Una tercera actitud es la correcta: estar ejercitado por esa disciplina o, dicho de otro modo, preguntarse con qué finalidad Dios nos la envía.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"