Las ciudades donde vivió Jesús - Jerusalén

Jerusalén es, sin duda alguna con Damasco, una de las ciudades más antiguas del mundo, y una de las que han sido habitadas sin interrupción desde hace miles de años.

Melquisedec, quien salió al encuentro de Abraham cuando éste hubo vencido a los reyes, es llamado también “rey de Salem” (Génesis 14:18); y Salem era probablemente Jerusalén, pues David dice en el Salmo 76: “En Salem está su tabernáculo” (el de Dios). La ciudad también se llamó “Jebús”, y era entonces la capital de los jebuseos, pueblo que ocupaba todo el país montañoso entre el Jordán y el mar Mediterráneo. Josué tuvo que pelear repetidas veces contra ellos, pero no logró desposeerlos de su ciudad principal, pues en Josué 15:63 leemos: “Ha quedado el jebuseo en Jerusalén con los hijos de Judá”.

SITUACIÓN

Jerusalén está edificada sobre cuatro colinas. En una de ellas, llamada Sión, se alzaba el alcázar o ciudadela, plaza fuerte que durante muchos años fue inexpugnable. Tras un encarnizado combate, el rey David se apoderó de esta fortaleza (2 Samuel 5:7), habitó en ella, la engrandeció, y desde entonces fue llamada la “ciudad de David”. En las Sagradas Escrituras, y en especial en los Salmos, Sión o “la hija de Sión” es sinónimo de Jerusalén. Otra de sus colinas, de gran importancia, es la de Moriah. Fue en la tierra de Moriah, “sobre uno de los montes”, donde Abraham ofreció a su hijo en holocausto. Cuando Dios castigó a David, enviando una pestilencia a Israel, detuvo al ángel que destruía al pueblo “junto a la era de Arauna jebuseo” (2 Samuel 24:16); esta era se hallaba en el monte Moriah. Fue también en esta cumbre donde Salomón construyó el maravilloso templo del cual hablaremos más adelante.

La ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados está, pues, situada en un país montañoso, a unos 800 m. de altitud sobre el nivel del Mediterráneo. La expresión “subir a Jerusalén”, que tan a menudo se encuentra en los evangelios, concuerda perfectamente con la realidad. Las carreteras que nos conducen allí se elevan gradualmente hasta la meseta inclinada donde se alza la ciudad. Profundos valles la encierran por dos de sus lados, valles áridos, secos y polvorientos. Los alrededores de Jerusalén están completamente desprovistos de sombras y de verdor, salvo algunos árboles diseminados sobre la falda del Monte de los Olivos. El viajero que se dirige a Jerusalén por la carretera del Norte pasa de las praderas llenas de liebres blancas de la lejana Galilea, y de los campos cultivados de Samaria, al áspero paisaje de Judea, con sus montañas peladas, cubiertas de la escasa vegetación que por todas partes deja surgir las piedras del suelo.

Por la parte del Mediterráneo, la carretera y la vía férrea descienden de la antigua Sión por valles salvajes y solitarios hasta la llanura de Sarón. Hacia el Oriente es una pendiente rápida que desciende unos 1.200 metros de altitud hasta las orillas del mar Muerto. Jerusalén es, pues, un lugar elevado, rodeado de montañas de líneas monótonas; es un paisaje adusto, como si hubiese sido desbastado por esos valles áridos que surgen por doquier. La extrema sequía del clima hace que el polvo recubra todas las cosas, pero también es verdad que produce esa atmósfera diáfana, llena de luz, una de las bellezas de Jerusalén. Murallas de color ocre amarillo forman el cinturón de la ciudad antigua, apretada en un espacio exiguo; pero los barrios modernos construidos fuera del antiguo recinto son mucho más espaciosos y ventilados, menos populosos y hacinados.

El viajero occidental que llega a Jerusalén por vez primera se ve decepcionado. Estas calles mal pavimentadas, donde hormiguea una muchedumbre de gente atareada, de borriquillos llevando enormes cargas, de camellos que avanzan silenciosamente, de mendigos cubiertos de harapos, estas callejuelas estrechas, tortuosas, llenas de basuras y de escombros, todo esto no se parece en nada a lo que nos habíamos imaginado de la ciudad Santa. Pero Jerusalén está tan repleta de recuerdos, que a pesar de la decadencia y el estado de postración en que se ve sumida, nada impide que sintamos una viva emoción cuando la contemplamos. Para el creyente es, ante todo, el lugar del ministerio y de la muerte de Jesucristo; pero no podríamos formarnos una idea cabal de la “hija de Sion” sin conocer primero su historia, a través de la cual los profetas no cesaron de anunciar la venida y el sacrificio del Salvador, por cuya llaga “fuimos nosotros curados”.

HISTORIA

DAVID hizo de Jerusalén una ciudad fortificada y puso en ella el arca de Jehová (2 Crónicas 6:11). Pero fue su hijo, el rey Salomón, quien la transformó en una rica y magnífica ciudad.

SALOMÓN empezó a edificar el templo sobre el monte Moriah, en el lugar que había sido mostrado a David su padre, en la era de Ornán, el jebuseo (2 Crónicas 3:1). Se invirtieron siete años y un verdadero ejército de trabajadores en la construcción del templo: ochenta mil que labraban piedras y madera, sesenta mil peones de carga dirigidos por 3.800 capataces. Jerusalén fue edificada sobre la misma roca. Hace un centenar de años descubrieron, por casualidad, debajo de los muros de la ciudad, las bocas de las canteras de donde fue extraída la piedra que sirvió para construir el templo. Esas canteras se extienden bajo las calles y callejuelas de hoy; ahora quedan inmensas grutas y pasillos oscuros en los cuales, con la luz de las linternas, se divisan claramente en los muros las huellas de las herramientas de los operarios de Salomón y de los huecos en las paredes donde ellos colocaban sus lámparas para trabajar. La piedra blanda es de un blanco purísimo, y una vez expuesta al aire se endurece rápidamente. Los árabes llaman a estas cavernas «Grutas de algodón», a causa de la blancura de sus paredes. En 1 Reyes 6 leemos que “cuando se edificó la casa, la fabricaron de piedras que traían ya acabadas, de tal manera que cuando la edificaban, ni martillos ni hachas se oyeron en la casa, ni ningún otro instrumento de hierro” (v. 7). Todo fue preparado y tallado en las mismas canteras, en el subsuelo; y a medida que se necesitaban, iban colocando las piedras en su sitio, sin hacer ruido y sin el desorden propio de las construcciones en general. Tal era la santidad de aquel lugar.

Si la piedra era abundante en Judea, no sucedía lo mismo con la madera. Como no había ningún bosque cercano, tuvieron que traer la madera de las montañas del Líbano, donde crecían abundantes y excelentes cedros. El cedro es el gran árbol de las Escrituras, el rey de los árboles: simboliza personas realmente grandes, alzándose derechas hacia el cielo. Los sidonitas, que vivían al pie del Líbano, eran leñadores muy afamados. Entre los israelitas, nadie sabía explotar o talar bosques como ellos. Salomón se entendió con el rey Hiram para que le proporcionara el material necesario (2 Crónicas 2:3). Equipos de diez mil hombres marchaban todos los meses a buscar la preciosa madera que debía ser empleada para el tejado y las paredes del santuario. Tablas de ciprés y de cedro recubrieron el suelo y las redes. La madera de los tabiques fue adornada con escultura representando flores entreabiertas, frutas, palmeras y querubines. Finalmente, todo ello se cubría de oro en láminas. El templo de Salomón tuvo que ser una maravilla de esplendor que se veía a lo lejos, sobre la cumbre del monte Moriah. Se erguía en el centro de una gran plaza donde también había otros edificios, numerosos pórticos, especies de galerías, cubiertas grandes y pequeños patios, e incluso la propia casa de Salomón; un magnífico palacio con su trono de oro y marfil e increíbles riquezas.

EZEQUIAS fue otro rey de Israel que realizó grandes obras en Jerusalén. La ciudad estaba abastecida de agua por una sola fuente que brotaba fuera del recinto amurallado. Cuando el rey de Asiria amenazó la ciudad y quiso sitiarla, el rey Ezequías decidió introducir el agua al interior de la ciudad y desviar la dirección de las otras fuentes de los alrededores. Hizo cavar un canal subterráneo (que aún existe hoy) de unos quinientos metros de largo, que nos demuestra la ciencia de los antiguos ingenieros y arquitectos.

Pero Jerusalén era codiciada por sus poderosos vecinos. Al oriente estaba Asiria, cuyos terribles guerreros siempre estaban dispuestos para nuevas conquistas. Al sur, los egipcios se mostraban siempre amenazadores; sin mencionar las guerras con los reyes de Samaria (el reino del Norte, integrado por las diez tribus de Israel) o con los filisteos, enemigos hereditarios que ocupaban la costa del Mediterráneo. Pues a pesar de las repetidas exhortaciones de Dios, de las advertencias y vaticinios de los profetas anunciando el triste fin de Jerusalén, el pueblo infiel –por sus desobediencias, idolatría y olvido de Dios– parecía precipitarse a su ruina.

Hacia el año 610 antes de Jesucristo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, invadió Judea, hizo prisionero al rey JOACIM y se lo llevó cautivo a Babilonia. Diezmó también una buena parte de los tesoros del templo y se los llevó a su capital. Dejó en el trono al hijo de Joacim, JECONIAS. Éste fue tan malo como su padre, y su reinado duró escasos tres meses y tres días. El terrible Nabucodonosor volvió a sitiar Jerusalén y Jeconías se rindió al vencedor, junto con su madre, sus criados y sus oficiales. El rey de Babilonia no les dejó vivir en su ciudad y se los llevó a la lejana Caldea, acompañados de todos sus jefes y los artesanos (oficiales y herreros), que sumaban millares de cautivos (Jeremías 24:1). Aprovechó asimismo la ocasión para llevarse todo lo que había quedado de los objetos de valor, e hizo pedazos los hermosos utensilios de oro que Salomón había mandado labrar, sin duda con el fin de emplear y transformar la materia prima que poseían. Sin embargo Nabucodonosor dejó en el trono de Jerusalén a un tío de Jeconías, llamado SEDEQUIAS. Este nuevo rey prestó juramento al rey de Caldea; debía estarle sometido como cualquiera de sus súbditos y no era, en el fondo, más que una especie de gobernador. Pero al cabo de algunos años Sedequías se sublevó, a pesar de las repetidas advertencias de Dios. Mas Sedequías, secundado por los príncipes de los sacerdotes y el pueblo, “hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas” (léase 2 Crónicas 36).

Nabucodonosor resolvió entonces exterminar a esta nación rebelde; y una vez más el poderoso ejército de los caldeos se ubicó bajo las murallas de Jerusalén para sitiarla. La “ciudad de David” resistió mucho tiempo, pero el enemigo la había rodeado enteramente de trincheras y vallas; poco a poco un hambre espantosa iba apoderándose de la ciudad, tan terrible era que hizo de los defensores fieras capaces hasta de comerse unos a otros. Al cabo de dos años de combates y de enormes privaciones, el enemigo hizo una brecha en la muralla y penetró en Jerusalén. Sedequías quiso escapar, pero fue apresado con los suyos. Nabucodonosor le sacó los ojos, le cargó de pesadas cadenas y se lo llevó a Babilonia donde lo tuvo preso hasta su muerte. Jerusalén fue completamente devastada; derribaron sus murallas y pusieron fuego a la ciudad. El incendio hizo estragos; devoró el templo de Salomón, la casa del rey, los palacios, todas las cosas, sin excepción, hasta que la gran ciudad fue convertida en un montón de ruinas. Todo lo que había quedado de las dos expediciones anteriores, fue saqueado, sin olvidar nada: los tesoros del templo, los del rey y de sus príncipes, los metales preciosos como el oro, la plata e incluso el bronce, todo fue transportado a Babilonia, y la ciudad quedó desposeída de toda su gloria pasada. En cuanto a la población, también fue deportada más allá del desierto, junto a las orillas del río Eufrates. Los caldeos solo dejaron en Judea a los “pobres del país”, para que cultivasen la tierra y las viñas como meros labradores. Entonces empezó para Jerusalén un largo período de pruebas y miseria.

Sesenta años más tarde el profeta ESDRAS, y luego NEHEMÍAS, fueron autorizados por los reyes de Persia —vencedores de los babilonios— para volver a Jerusalén y reconstruir el templo, lo cual lograron llevar a la práctica a través de grandes dificultades, luchas y decepciones. Pero al poner los cimientos de este nuevo santuario, los ancianos que en otro tiempo habían visto el de Salomón, lloraban a gritos viendo el pobre edificio que tenían delante, comparado con la gloria y esplendor del anterior. Nehemías levantó otra vez las murallas que estaban en ruinas, rehizo las puertas de la ciudad que habían sido quemadas y luego, durante unos 500 años, Jerusalén vivió períodos de calma, alternando con otros de agitación. Pasado algún tiempo, y sesenta años antes del nacimiento de Jesús, llegaron los romanos a Palestina.

Éstos fundaron un reino en Judea, con Jerusalén por capital, y pusieron como rey a uno de sus aduladores, el idumeo HERODES, designado con el sobrenombre de “HERODES EL GRANDE”. Durante el reinado de este hombre cruel y feroz llegamos a los tiempos del Evangelio. Jesús nació en Belén cuando Herodes había llegado a la cumbre de su poderío.

Para congraciarse con los judíos, este rey emprendió la reparación del templo, transformándolo en un edificio grandioso en el cual trabajaron durante 46 años (Juan 2:20). En esta época Jerusalén, con sus numerosos palacios y otros monumentos con su magnífico templo, sus columnas, murallas y baluartes, debía ofrecer un conjunto espléndido, que arrancó hasta la admiración de los discípulos (Mateo 24:1; Lucas 21:6). Los muros de la ciudad antigua tenían sesenta torres, y los de su pequeño arrabal del norte tenían catorce. Pero, atravesando su recinto, la ciudad se ensanchaba a lo lejos, y nosotros debemos imaginarnos, más allá de los arrabales, numerosas quintas rodeadas de huertos, cuyo conjunto ofrecía un aspecto delicioso.