El rey Herodes, el mismo que había ordenado la muerte de los niños inocentes en Belén, había muerto. José y María, aconsejados por divina revelación en sueños, volvieron con Jesús de Egipto a Palestina. No se establecieron en Belén, su pueblo natal, cuna de la familia de David, sino que se encaminaron hacia el norte y llegaron a Galilea, una pequeña aldea llamada NAZARET, donde habían vivido antes del nacimiento de Jesús.
Era una pequeña población sin mucha notoriedad; no se nombra ni siquiera una vez en el Antiguo Testamento, aunque a su alrededor estaban los pueblos de Gat-hefer, patria chica de Jonás (2 Reyes 14:25), Jafía, Rimón, Quesulot (Josué 19:12-13 y 18) y Endor, donde estaba la pitonisa a la cual Saúl consultó (1 Samuel 28:7). A unos 8 kilómetros al noreste está Caná de Galilea, y a igual distancia, al sureste, se halla el pueblo de Naín, ambos célebres por los milagros que Jesús realizó allí.
Vista desde lejos, con sus casas blancas construidas escalonadamente, sus verdes olivares, el verde oscuro de sus cipreses levantándose hacia el cielo, Nazaret es una aldea encantadora. Está situada en un valle rodeado de colinas que limitan, al norte, con la llanura de Zabulón, y al sur descienden hacia la llanura de Jezreel. Se halla a diez kilómetros del monte Tabor y a 32 del lago de Tiberias o mar de Galilea.
Hoy se llama Natzrat, en hebreo; su nombre significa «rama verde». De la misma raíz procede la palabra hebrea traducida por retoño o vástago, en las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento (ver Isaías 11:1; 60:21; Daniel 11:7). Algunos sabios piensan que ese nombre se debe a los numerosos matorrales que crecen sobre las laderas; pero notemos que basta cambiar una letra a la palabra NAZAR (rama, familia) –en el lenguaje corriente a veces ocurre dicho cambio– para que la palabra NAZOR tenga un sentido negativo o de agravio, y signifique «despreciado». El Señor Jesús, que vivió durante años en Nazaret, fue “despreciado y desechado entre los hombres”, como dice el profeta Isaías (cap. 53:3; Mateo 2:23).
Al parecer, Nazaret y sus habitantes no gozaban de gran estima en los tiempos de Jesús. Cuando Felipe, galileo de Betsaida, encontró a Natanael, natural de la cercana Caná (Juan 21:2), este le dijo: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Juan 1:46). Es, pues, evidente que los nazarenos no eran apreciados por sus mismos compatriotas. Cuando Jesús fue crucificado, Pilato escribió un título que mandó colocar encima de la cruz, el cual llevaba esta inscripción: “Jesús nazareno, rey de los judíos”. Seguramente era un gran escarnio asociar un hombre de Nazaret a la dignidad real.
Es cierto que el carácter de los nazarenos no tenía nada simpático. Durante los años de su ministerio, Jesús vivió, sobre todo, en las riberas del lago de Tiberias (o Genesaret) y en Jerusalén, pero volvió por lo menos una vez a Nazaret. Allí fue recibido con hostilidad, e incluso con odio: “Se escandalizaban en él”, dicen Mateo y Marcos.
No hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos.
En Lucas 4 vemos a Jesús en Nazaret, en la sinagoga, leyendo la profecía concerniente a él: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19; Isaías 61:1-2). Notemos de paso que no leyó todo el versículo 2, probablemente debido a su venida en gracia entre su pueblo; no siguió leyendo, pues aún no había llegado el “día de venganza”, día reservado para su segunda venida a establecer su reino. Luego les enseñó, mientras los ojos de todos estaban fijos en él. Pero ese divino mensaje, lleno de gracia, provocó tal ira en los nazarenos, que se levantaron y echaron a Jesús fuera de la sinagoga, fuera de ese pueblo donde todos lo conocían, y quisieron matarle. Nazaret está edificada sobre las laderas de colinas bastante escarpadas; la multitud llevó a Jesús hasta la cumbre del monte, con la clara intención de lanzarlo al precipicio, pero su hora aún no había llegado. El Señor “pasó por en medio de ellos, y se fue” (Lucas 4:30).
Jesús fue criado en Nazaret. No sabemos nada sobre los treinta años que vivió allí con sus padres. Dos versículos de la Palabra muestran que eran de condición humilde. En Mateo 13:55 leemos: “¿No es este el hijo del carpintero?”. Y Marcos 6:3 dice: “¿No es este el carpintero?”. Jesús pasó gran parte de su vida en la tierra realizando las tareas más humildes. Es curioso ver que, aún hoy, en Nazaret hay toda una calle destinada a talleres de carpintería. Una especialidad de estos artesanos es una cuna mecedora de madera, cuyo modelo encontramos en toda Galilea. Estas cunas siempre están pintadas de azul, pues según una superstición popular, el color azul protege de los malos espíritus. Poco a poco el progreso irrumpe en los rincones más ocultos, y los métodos de trabajo se modifican, pero entre los carpinteros de Nazaret todavía se encuentran algunos obreros fieles a las antiguas tradiciones. Estas eran verdaderamente curiosas. Un carpintero se comprometía a conservar en buen estado y a reparar todos los aperos de labranza de una aldea durante un año; los arados, los yugos para uncir los bueyes, todas las herramientas necesarias para el cultivo de los campos eran fabricadas por ellos. El pago se hacía con trigo: tal cantidad por un yugo, tanto por un arado, etc. Cuando terminaba el año, en el tiempo de la trilla, el carpintero del pueblo visitaba a todos sus clientes y recibía el pago por su trabajo: trigo, cebada, ajonjolí, aceitunas.