Notemos ahora que la intercesión de Cristo solo se ejerce en favor de los creyentes.
“No ruego por el mundo, sino por los que me diste”. “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (Juan 17:9, 20).
En la epístola a los Hebreos es evidente que Cristo aparece como sacerdote para aquellos que están vinculados con él (nótese cuantas veces aparece la palabra “nosotros”). Sin embargo, todo se relaciona más con la profesión y el pueblo que en la carta a los Romanos y en las del apóstol Juan. Esta carta a los Hebreos habla menos de nuestras faltas que aquellas del “discípulo amado”, porque su principal objeto es demostrar la desaparición del sacerdocio terrenal judaico y el establecimiento del sacerdocio celestial de Cristo (véase por ejemplo las palabras “abrogado” e introducción en el cap. 7:18-10).
Dicha intercesión supone que en el cielo tenemos nuestro sitio, pero que en la tierra corremos el peligro de no andar de un modo digno de esta posición.
La obra de Cristo se ejerce a favor de aquellos que somos sentados en los cielos con él (Efesios 2:6). Dios quiere que los suyos tengamos aquí pies y corazones limpios, porque tales somos delante de él. Por otra parte nos prueba, y Cristo de modo especial participa con todos nuestros sufrimientos y enfermedades, remedia nuestras flaquezas, obteniendo misericordia, justificación y restauración para nuestras culpas.
Esta intervención de Cristo nada tiene que ver con nuestra aceptación delante de Dios (es decir, con nuestra posición adquirida para siempre). La seguridad del creyente no es el fin sino el principio del cristianismo.
En la epístola a los Hebreos queda bien claro que la justicia no es obtenida por medio del sacerdocio. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (10:14); dicha ofrenda o sacrificio ha sido realizada “una vez para siempre” (10:10 y 7:27).
Pero tiene como finalidad guardarnos o volvernos al gozo de nuestra posición. El sacerdocio de Cristo es para aquellos que son tentados. Está para socorrerlos, viviendo siempre para interceder por ellos (Hebreos 7:25), puede compadecerse de sus flaquezas (4:15), es aquel por cuyo medio tienen acceso a Dios. Les hace hallar misericordia y socorro delante del trono de la gracia.
Es individualmente como precisamos la misericordia divina. Por eso notamos que las epístolas dirigidas a una persona individualmente hacen mención a la misericordia, mientras que las que van destinadas a las diferentes asambleas no la mencionan (véase, por ejemplo, Romanos 1:7; 1 Corintios 1:3; Gálatas 1:3; Efesios 1:2 y, por otra parte, 1 y 2 Timoteo 1:2; Tito 1:4; etc.)
Notemos, por último, que no somos nosotros quienes conseguimos de Cristo que interceda por nosotros: es él quien toma la iniciativa de ello.
Su intervención es una cosa que nos es otorgada, y que no depende de nosotros.
Como abogado, Cristo no intercede con motivo de nuestro arrepentimiento o conversión a Dios, sino a causa de su gracia, de su sacrificio y de su posición cerca de Dios, en justicia. La Palabra dice: “Si alguno hubiere pecado”, y no: «si alguno se hubiere arrepentido» (1 Juan 2:1).
Como sacerdote, tampoco somos nosotros quienes logramos que Cristo interceda a nuestro favor. En efecto, el Señor rogó por Pedro antes de que este hubiera cometido el pecado de negarle, y pidió a Dios lo que Pedro necesitaba: que su fe no faltare en el momento oportuno. Por la gracia y la acción de Cristo el corazón de Pedro fue alcanzado, y Pedro lloró amargamente su culpa. Aquel arrepentimiento de Pedro no fue la causa sino más bien el efecto o resultado de la obra de Cristo como sacerdote.
Sus resultados prácticos
La intercesión de Cristo mantiene vivo en nosotros el sentimiento de nuestra dependencia y de una eterna confianza. Precisamente porque Cristo está delante del trono podemos acercarnos a Dios por medio de él, sabiendo que somos hechos justicia de Dios en él, que nada puede sernos imputado y que él es nuestro sumo sacerdote y nuestro abogado celestial.
Manténgase, sin embargo, el sentimiento o consciencia personal de la culpa, el cual aquilata el de la gracia divina.
Con todo, no somos colocados nuevamente bajo la ley; y la conciencia de nuestra relación con Dios no sufre la menor merma porque sabemos que nuestra aceptación delante de Dios jamás puede ser cambiada.
La santidad de Dios se mantiene plenamente, en relación con nuestra conducta, y somos preservados en un espíritu de cohesión cuando caemos.
Los afectos producidos por el estado de dependencia y de confianza son así mantenidos y cultivados, no como si recurriésemos al sumo sacerdote o al abogado en una dificultad, sino en la bienaventurada actividad y el ejercicio lleno de solicitud de su propio amor.
Amados, hermanos, meditemos estas profundas y preciosas verdades. Quise demostrar que la intercesión de Cristo está fundamentada en el establecimiento de la justicia divina y el cumplimiento de la propiciación; que tiene por objeto conciliar las flaquezas y las faltas inherentes a nuestra marcha aquí con el sitio glorioso que Cristo nos ha adquirido delante de Dios. Interviene la gracia y nada puede sernos ya imputado, pero la actividad de Cristo no tolera nada que sea incompatible con nuestra gloriosa posición.
En esta tierra nuestra posición no es, pues, una fría e insensible certidumbre en cuanto a la salvación. Pero –siendo objetos de todos los cuidados de Cristo glorificado– tenemos una completa seguridad en él, la cual produce en nuestros corazones sentimientos de dependencia, de confianza y de amor. En espera del glorioso día en que estaremos siempre con él, librados de nuestras flaquezas, y cuando su intercesión ya no sea necesaria.