Introducción
Deseamos llamar la atención de los creyentes sobre el precioso servicio que el Señor, glorificado, lleva a cabo por los suyos.
Una vez salvado, el creyente no tarda en darse cuenta de que en él moran dos naturalezas. Dios permite que experimente lo que es y le revela entonces que, puesto que ha sido librado del poder del pecado, tiene que considerar al “viejo hombre” como muerto, y por el Espíritu mortificar sus manifestaciones, para poder revelar la vida de Cristo. Pero esas verdades esenciales están vinculadas a otras bastante descuidadas y, sin embargo, de capital importancia para la conducta cristiana.
Cristo no solo es nuestro Salvador, sino también nuestro Sumo Sacerdote; un evangelio que se limitara a la muerte de Cristo sería incompleto. Al pecador le hará falta un Salvador, mas el creyente precisa un Sumo Sacerdote. La lucha para el creyente empieza desde el momento de la conversión. Para alcanzar la meta de nuestra peregrinación, para terminar la carrera en la gloria del Señor, debemos contar únicamente con Cristo.
Cristo en el cielo se ocupa constantemente de sus redimidos como Sacerdote y Abogado, ¿lo comprendemos bien en nuestros corazones? ¿Le estamos agradecidos por tan preciosa intercesión? Nos olvidamos demasiado de aquella santa labor, sin la cual no podemos caminar fielmente un solo instante. El presente artículo nos invita a meditar sobre estas cosas tan importantes.
La doctrina de la intercesión de Cristo parece presentarse al espíritu de numerosos creyentes de una manera confusa e incierta que sería bueno aclarar. Lo intentaremos aquí, con la ayuda del Señor.
Unos ven en ella el medio para alcanzar la justicia y la paz, y así aminoran el verdadero carácter de la redención; otros, comprendiendo que la redención es perfecta y completa, suprimen la intercesión de Cristo, estimándola incompatible con aquella perfección que, según ellos, se ve rebajada o incluso negada.
Todos esos cristianos se equivocan y desconocen el verdadero carácter de la intercesión de Cristo. Este no es el medio de obtener la justicia y la paz; creerlo nos impide comprender que somos “hechos justicia de Dios” en Cristo (2 Corintios 5:21). Pero si suprimimos la intercesión porque sabemos que Cristo es nuestra justicia perfecta, transformamos esta justicia en una imposible seguridad, aniquilamos en nuestros corazones el benéfico sentimiento del constante amor de Cristo por nosotros, y olvidamos que dependemos cada día del ejercicio de este amor. Es muy importante comprender bien esos dos puntos.
La posicion del cristiano y la intercesion de Cristo.
La posición del cristiano es inconmovible: Cristo es su justicia para siempre.
El cristiano es perfecto delante de Dios, y para siempre: es una posición y una relación que no pueden cambiar. Numerosos cristianos que no lo han comprendido no están seguros del amor de Dios en justicia y acuden a Cristo cuando han faltado, para que él defienda su causa e interceda ante Dios por ellos, poniendo las cosas en orden. Sin darse cuenta ven –de hecho– el amor en Cristo y el juicio en Dios. Se dirigen a Cristo para que mueva a Dios a compasión y obtenga el perdón. Pero la posición del creyente es muy diferente.
A causa de la obra de Cristo, que le ha glorificado plenamente, el amor de Dios puede desplegarse con toda justicia para el cristiano, y es para él la fuente de todos sus privilegios y esperanzas. “La gracia reine POR LA JUSTICIA” (Romanos 5:21).
Somos “justicia de Dios” en Cristo, y esa justicia es tan perfecta como constante y perpetua. Es una posición firmemente establecida ante de Dios: es inmutable.
Pero, en la tierra, el cristiano necesita la intercesión de Cristo, porque se halla expuesto a faltar muchas veces (Santiago 3:2). Está en un mundo de tentaciones y en un cuerpo aún no rescatado. Para mantenerse en la luz divina, necesita misericordia y gracia a fin de hallar el oportuno socorro. La intercesión de Cristo le mantiene en el disfrute de su posición.
Las dos verdades que acabamos de mencionar no se pueden separar. Si el cristiano piensa solo en su posición inmutable, pone a un lado la dependencia y cuanto a ella atañe, la preciosa intercesión de Cristo. Pero si desconoce u olvida su posición perfecta e invariable, es esclavo de sus aprensiones y temores, y acude a Cristo solo para su seguridad, olvidando que la justicia de Dios ha sido satisfecha.
Cristo, sacerdote y abogado
Consideremos ahora en qué consiste la intercesión de Cristo, y qué lugar ocupa en el sistema cristiano.
Reviste dos caracteres: Cristo es sumo sacerdote ante de Dios por nosotros, y es nuestro abogado para con el Padre. Como sacerdote o pontífice (epístola a los Hebreos): 1. Permanece delante de Dios para que podamos acercarnos a él cada día. 2. Intercede para que obtengamos en todas circunstancias la misericordia y el socorro que necesitamos. Como abogado (1 Juan) interviene para restablecer nuestra comunión con el Padre cuando hemos pecado. ¡Cuán maravilloso es pensar que Aquel que debiera ser nuestro Juez ha llegado a ser nuestro abogado!
Hagamos aquí dos observaciones: 1. La palabra griega que tenemos en el original expresa la intercesión o intervención activa del Señor, y no como lo creyeron algunos, la sola presencia personal del Señor ante Dios por nosotros; por eso leemos que Cristo vive “siempre para interceder por” nosotros (Hebreos 7:25). 2. Al contrario de lo que a veces se ha afirmado, la epístola a los Hebreos, que trata del precioso asunto del sacerdocio de Cristo en el cielo, va dirigida a cristianos. Además, en aquel entonces no existía otro remanente judío que los cristianos (judíos convertidos) cuya vocación era los lugares celestiales.
Fundamento de la intercesión de Cristo
Como hemos dicho, Cristo, nuestro abogado, intercede para restaurar nuestra comunión con el Padre en caso de que hayamos pecado: Cristo Sumo Sacerdote interviene para que podamos acercamos a Dios cada día y para que obtengamos misericordia y socorro. Pero el fundamento y la naturaleza de esos dos servicios son idénticos. Su base es la relación positiva en la cual estamos con Dios, en justicia, por la obra de Cristo, y ambos se aplican a nuestra marcha e inconsecuencias en el desierto.
Cristo intercede como Abogado porque él, “el Justo”, es nuestra justicia y la propiciación por nuestros pecados (1 Juan 2:1-2). Esta justicia y propiciación divinas y perfectas están continuamente delante de Dios, de modo que si faltamos (“si alguno hubiere pecado”), no hay acusación posible contra nosotros: es imposible, pues nuestros pecados fueron llevados, y la justicia está satisfecha. PERO Dios no quiere tolerar el pecado en los que ama, por ello Cristo intercede en favor nuestro como abogado, y restaura nuestras almas.
La intercesión de Cristo como Sumo Sacerdote se basa en su sacrificio y su vida de sufrimientos en la tierra.
Bajo el primer pacto (o testamento), el ejercicio del sacerdocio tenía como base el sacrificio del gran día de las expiaciones, hecho una vez al año. El Sumo Sacerdote entraba en el santuario, rociaba la sangre hacia la cubierta (o propiciatorio) y confesaba todas las maldades del pueblo, poniendo ambas manos sobre la cabeza del macho cabrío Azazel (Levítico 16); así era substituto y representante del pueblo.
Bajo el nuevo pacto, Cristo entró en el santuario por su propia sangre (Hebreos 9:6-28). En virtud de su sacrificio ofrecido una sola vez, es imposible que el pecado del creyente le sea imputado, y este mismo sacrificio es la razón de su intervención como sacerdote para su constante bendición y que tenga continua entrada al Padre por medio de él. Su vida de sufrimientos y tentaciones en la tierra le permite simpatizar con las flaquezas de los creyentes y socorrer a los que son tentados. “Debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:17-18). “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).
El sacrificio de Cristo en la cruz, y su vida de sufrimiento y tentación, son la base de su misericordioso y continuo sacerdocio.
Los creyentes tenemos, pues, un Sumo Sacerdote ante de Dios, y un Abogado para con el Padre, en virtud de su sacrificio en la cruz, sentado a la diestra de Dios, que vive siempre para interceder por nosotros. Leamos y meditemos sobre este tema: Hebreos 8:1-3; 9:11-14, 24-28; 10:5-22; 1 Juan 2:1-2.
Algunos rasgos de esta intercesión
Notemos primero que no nos acercamos al Sumo Sacerdote, sino que acudimos a Dios POR MEDIO DE ÉL.
No hay la menor duda en la Escritura sobre este punto. Cristo permanece en la presencia de Dios por nosotros, y nos acercamos a Dios por medio de él. El acercarnos a Cristo como Sumo Sacerdote sería demostrar que nunca hemos gozado del amor de Dios, ni de la posición que tenemos, por la relación que es nuestra con él, en la luz, ni tampoco de la plena libertad que tenemos para entrar en el santuario, por el velo. Sería confesar que no hemos comprendido que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). La epístola a los Hebreos nos enseña claramente que nos acercamos confiadamente al trono de la gracia porque Cristo está delante del trono; y así podemos hallar misericordia y gracia para el oportuno socorro (Hebreos 4:16). Si nos acercásemos a Cristo, Sumo Sacerdote, ello significaría que los redimidos no podríamos acudir directamente a Dios, y sería lo contrario de lo que enseña la Palabra.