Sabemos bien que el Señor se halla entre los santos que se reúnen. Él es fiel a su promesa:
Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Pero el conocimiento de una verdad y su realización práctica son dos cosas muy distintas. ¿No es verdad, hermanos, que solemos experimentar Su presencia con mucha flaqueza cuando nos reunimos en torno suyo? Por cierto, nos concede gozar de dicha presencia, unas veces más que otras, puesto que Su gracia es ilimitada; pero demasiadas veces perdemos de vista sus palabras: “Allí estoy yo en medio de ellos”. ¿Es posible que nos reunamos, siquiera una vez, sin recordarlas? Muy diferente sería nuestra actitud en las reuniones si pudiésemos contemplar al Señor con los ojos de la carne. ¡Con cuánta reverencia vendríamos a su presencia! ¡Con qué temor, reverencia y sentido de responsabilidad actuaríamos entonces en la asamblea! ¡Con qué atención escucharíamos lo que quiere decirnos por Su Palabra y el ministerio del Espíritu! Pero el hecho es que solo podemos verle con los ojos de la fe. ¿Ha de ser distinta por eso nuestra actitud en Su presencia? Cada uno de nosotros, ejercitados ante Dios a ese respecto, podemos dar nuestra contestación.
A menudo la Palabra refleja la actitud de los varones de Dios cuando se hallaban en Su presencia. Cuando Dios apareció a Abraham en el valle de Mamre, este “se postró en tierra” (Génesis 18:1-2). Cuando apareció a Moisés en llama de fuego en medio de una zarza, “Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios” (Éxodo 3:2-6). Cuando tuvo que librar el combate en Canaán, Josué se encontró ante el “Príncipe del ejército de Jehová”. Entonces, “postrándose sobre su rostro en tierra, le adoró” (Josué 5:14). El lugar donde estaba era tierra santa, así como en el caso de Moisés. Recordemos también la visión del profeta Ezequiel: “Esta fue la visión de la semejanza de la gloria de Jehová. Y cuando yo la vi, me postré sobre mi rostro, y oí la voz de uno que hablaba” (Ezequiel 1:28). ¡Qué escena más solemne cuando, al volver del cautiverio, “se juntó todo el pueblo como un solo hombre en la plaza que está delante de la puerta de las Aguas”! Esdras trajo “el libro de la ley... leyó en el libro... Abrió, pues... el libro a ojos de todo el pueblo... Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande. Y todo el pueblo respondió: ¡Amén! ¡Amén!, alzando sus manos; y se humillaron y adoraron a Jehová inclinados a tierra” (Nehemías 8:1-6). Es verdad que en el Antiguo Testamento, a cuyo relato nos hemos referido, no tenemos aun la plena revelación de Dios en gracia, en la persona del Señor Jesucristo. Pero, ¡qué temor, qué respeto! ¡Qué sentimiento más profundo de la posición que conviene ante la presencia de Dios! ¿No debemos nosotros, hermanos, manifestar la misma actitud hoy en día? En el Nuevo Testamento también hallamos muchos ejemplos. En el capítulo 17 del evangelio de Lucas vemos que el Señor limpió a diez leprosos (siendo la lepra figura del pecado) y solo uno de ellos “volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias” (v. 15-16). ¡Qué actitud más digna en la presencia del Señor, para expresarle la alabanza que él merece!
Dejando aparte lo que fuera ostentación, y por consiguiente, hipocresía, podemos decir que nuestra actitud en las reuniones alrededor de la persona del Señor es el fiel reflejo de nuestra vida espiritual. El israelita debía adorar inclinado delante de Jehová su Dios (Deuteronomio 26:10), porque previamente habría realizado siete cosas: entrar en la tierra prometida, poseerla, habitar en ella, tomar las primicias de todos los frutos, ponerlos en una canasta, ir al lugar que Jehová había escogido para hacer habitar allí su Nombre, y presentarse al sacerdote (v. 1-3). Sabemos qué nos quieren decir esas cosas; si las realizamos en nuestra vida diaria, podremos dirigirnos, el primer día de la semana, con nuestra canasta llena de alabanzas, hacia el lugar que Dios escogió para habitación de su Nombre, respondiendo con gozo a su invitación. Lo haremos, no para ver y oír a un determinado hombre, sino con el sentimiento de que acudimos solamente a su santa presencia. ¡Qué momento más solemne cuando nos hallamos congregados alrededor de su santa Persona!
Son cosas que sabemos y que hemos oído repetidas veces, pero si las cumpliéramos mejor, ¡qué ambiente más solemne sería el de las reuniones! ¡Cuán lejos de nosotros estarían los pensamientos que a veces tenemos al ir a reunirnos, al preguntarnos si oiremos a tal o cual hermano? ¿Nos distraeríamos mirando aquí y allá, o portándonos sin respeto en la presencia del Señor? ¿Llevaríamos a Su presencia canastas vacías que proclaman que no hemos poseído ni habitado la tierra prometida? No, hermanos; manifestaríamos el recogimiento que conviene a la presencia del Señor, no con una solemnidad fingida, sino producida por el profundo sentimiento de Su santa presencia. Presentaríamos frutos, en un culto presidido por la influencia y el poder del Espíritu Santo no entristecido por nosotros. Estaríamos constantemente atentos para escuchar no a un hombre, sino lo que el Señor quiere decir a los suyos, para edificarles, exhortarles, y animarlos. ¡Cuán bendita sería la reunión de los dos o tres reunidos así en el Nombre del Señor! (véase 1 Corintios 14:25).
A veces ocurre que nos alejamos de la aridez de las reuniones por no haber recibido lo que deseábamos, por no tener entre nosotros los dones deseados. Pero, ¿nos hemos examinado a nosotros mismos en este aspecto, en vez de juzgar a los demás? Estemos seguros, hermanos, de que la espiritualidad de las reuniones se halla casi siempre acorde con nuestro estado individual. Un solo miembro puede ser causa de sufrimiento para todo el cuerpo y un impedimento para la bendición colectiva. Es una grave responsabilidad ante Dios. Es verdad que la gracia de Dios nos confunde con su grandeza. Él se complace en bendecirnos, a pesar de lo que somos, como habremos comprobado tantas veces. ¡Qué sería de nosotros si solamente recibiéramos la bendición que nos mereciéramos! No obstante, por precioso y alentador que sea este pensamiento, no debe llevarnos a perder de vista nuestra responsabilidad.
Debemos confesar que hay una reunión en la cual parecemos no darnos cuenta de la presencia del Señor: es la reunión para el cuidado de la asamblea. Sobre este asunto se ha escrito: «La falta de consideración para con la persona del Señor es causa de muchos desórdenes. Muchas veces se optan las más solemnes decisiones mediante discusiones ociosas en las cuales cada uno cree que debe hacer prevalecer su opinión, a menudo influenciada por consideraciones de orden personal». A veces esta reunión no se empieza ni termina con una oración; viene a ser como un cambio de pareceres, como si la administración de la asamblea fuera algo puramente humano. ¿Qué resultados positivos podrán dar semejantes reuniones, a pesar de nuestra buena voluntad? Muchas de las dificultades que se nos presentan, ¿no tendrán acaso su origen en tan defectuoso funcionamiento de la administración de la asamblea? La «buena voluntad» no es más que la voluntad del hombre. No es lo que Dios nos pide. Él quiere que obedezcamos plenamente a su Palabra.
La responsabilidad de adoptar decisiones revestidas de la autoridad del Señor es algo tan solemne que el solo hecho de pensar en ello debería producir en nosotros una profunda humillación al ver nuestra incapacidad, y así ser llevados a elevar las manos y los corazones hacia Aquel que se digna estar presente en medio de nosotros. Nunca estaremos suficientemente persuadidos de nuestra absoluta incapacidad, aun cuando se trate de la más mínima cosa de orden material, cuya importancia no merecería, en principio, un detenido examen, aunque en la vida diaria resolvamos otros asuntos de mayor importancia con más rapidez. Estamos expuestos a tomar entonces decisiones que no han sido meditadas en la presencia del Señor y que, por lo tanto, carecen de su aprobación de donde resultan muchos disgustos y murmuraciones… Así el enemigo se aprovecha de ellos para sembrar discordias y provocar disensiones entre los fieles. No olvidemos nunca, queridos hermanos, que para Dios no hay nada grande ni pequeño, y que una cosa que no nos parece importante lo es para él, pues concierne a su Asamblea, la Asamblea del Dios viviente, la cual el Señor ganó por su sangre (Hechos 20:28). Merece el mismo trabajo interior –con temor reverente y teniendo en cuenta que el Señor está presente– que cualquiera otra cosa que nos parezca más importante. Ya que tenemos el privilegio y la responsabilidad de podernos ocupar de cuanto concierne a su testimonio, pidamos al Señor que, en las reuniones para el cuidado de la asamblea, nos penetre el profundo sentimiento de su presencia y, con toda seriedad, seamos guardados de toda actitud incompatible con su presencia, que indudablemente no nos permitiríamos en una reunión de otro carácter; pidámosle que nos guíe para que todo se haga “decentemente y con orden” (1 Corintios 14:40).
Querer instituir un rito sin duda nos apartaría de los deseos divinos. No obstante, nuestros corazones deberían sentir la necesidad de orar juntos al principio de esta reunión, para permanecer en temor reverente y dependencia, con devoción y humildad. Si obrásemos siempre así, la mayor parte de nuestras dificultades –por no decir todas– desaparecerían. También deberíamos sentir la necesidad de dirigirnos a Dios al terminar esta reunión. ¿No nos alienta considerar cómo obra entre nosotros, impulsándonos a bendecirle? ¿No hay circunstancias en que tenemos necesidad de ser ejercitados y guiados? Debemos exponer estas necesidades para que nos ayude, y también en otros muchos casos. Solo sentiremos la gran necesidad de clamar a él en todas estas circunstancias, en la medida en que tomemos conciencia de su presencia entre nosotros.
¡Ojalá tuviésemos mayor interés por el testimonio, pensáramos y orásemos mucho por él, tanto individual como colectivamente! Dejado en nuestras manos para que lo conservemos a pesar de la flaqueza y de la ruina por cuya causa gemimos, es ante todo preciso que la presencia –espiritual, pero no menos real– del Señor sea tenida en cuenta entre los dos o tres reunidos en su Nombre, con todo lo que ello implica. Y aún hay más a considerar: pensemos en Sus derechos. ¡Él es EL SEÑOR! Acordémonos de Su corazón lleno de amor. Aquel que dijo: “Allí estoy yo en medio de ellos”, es el mismo que nos amó hasta la muerte, y muerte de cruz. Sufre hoy día como cuando vivía en esta tierra, por la falta de respeto y por otras lamentables indiferencias para con Su Persona.
Amados hermanos, ¿contristamos Su corazón, despreciando Su amor?