¡Cuán lejanos parecen aquellos benditos tiempos en los cuales el soplo del Espíritu de Dios avivaba las almas! Solo quedan escritos para recordarnos estos maravillosos días que trajeron a los corazones sedientos la lluvia de arriba, el rocío precursor de una mañana despejada. De aquellos benditos tiempos en los cuales florecía la piedad en los corazones, en las familias, en las asambleas, en los que se rendía un vivo testimonio a Cristo, cuando los intereses de lo alto constituían la preocupación primordial de los hijos de Dios, de todo aquello, ¿qué queda hoy día?
Gracias a Dios, quien conoce todas las cosas y escudriña lo más profundo de nuestro ser, quien no mira la apariencia exterior (como lo hace el hombre) sino el corazón, muchos amados hijos de Dios conocidos o desconocidos para nosotros han mantenido y mantienen, por el poder del Señor, el cual se perfecciona en la debilidad y por una gran piedad individual, un testimonio de mucha estima para Dios. Pero al mismo tiempo, hemos de humillarnos al ver cuán poco celo ponemos en llevar a la práctica el maravilloso tesoro de conocimientos que nos han sido enseñados, a veces desde nuestra tierna infancia. ¡Cuántas veces olvidamos hacer valer en nuestra vida diaria las verdades que creemos poseer! ¡Que el Señor nos guarde, en estos tiempos del fin, de un conocimiento o ciencia que hincha, y nos aumente el amor, que edifica!
¡Cuán pronto supo Satanás trabajar, y cómo redobla y aumenta sus esfuerzos para desviarnos del verdadero camino, que es asimismo la verdad y la vida! (Juan 14:6). ¿No comprenderemos, desde ahora, que la piedad no debe ser cuestión de algunos solamente, los cuales, conscientes de su responsabilidad, tienen a pecho el testimonio del Señor? Desde nuestra conversión, como miembros del cuerpo de Cristo, hemos de compartir esa práctica de la piedad en la esfera donde el Señor nos ha colocado.
Pero, ¿cómo definir la piedad? La piedad es la costumbre de vivir en comunión con Dios. Es lo que caracteriza las verdaderas relaciones del alma con Dios: confía solo en él y teme desagradarle. Así, pues, la piedad no es una cosa exterior, sino interior; no es ostentosa, pero produce sus hondos efectos en la forma de vivir, de pensar, hablar y obrar. Dicha piedad es el fruto del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado.
Varios de nosotros, ¿no hemos de reconocer, acaso, que Cristo no es realmente el centro de nuestra vida, y debemos confesar que, demasiado a menudo, hemos dejado el primer amor?
En este mundo la mayoría de los que dicen ser cristianos nos regimos, somos moldeados y controlados por algo que, en materia religiosa, es propio de la tierra y no de los cielos, del hombre natural y no del Espíritu Santo. Muchos obedecemos a instituciones humanas y ya no únicamente a la Palabra de Dios. Hoy, más que nunca, es preciso reconocer (por convicción personal basada en las Escrituras) que debemos ofrecer un contraste bien marcado con ese estado de cosas. Pero, una cosa es darse cuenta de ello y otra es andar en el camino del Señor, de acuerdo con su pensamiento. No basta preocuparnos sin cesar por el triste estado en el cual nos encontramos, con esto solo conseguiremos estériles lamentaciones. El pasado no volverá. Es necesario mirar hacia delante; un hecho permanece inmutable:
Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos
(Hebreos 13:8).
Tal vez nosotros nos hayamos acostumbrado al estado de ruina espiritual, pero Cristo no puede, y mediante las trágicas circunstancias que se dan en este mundo, su potente voz nos llama a un retorno individual a la piedad, para dedicar toda nuestra voluntad y corazón a Su servicio.
La tibieza que paraliza los corazones de muchas almas no se debe tanto a la timidez como al egoísmo, la pereza, el amor al mundo y a las cosas que en él se encuentran. Necesitamos estimulo y avivamiento. Reconozcamos que nos hemos dejado invadir por el sopor. No nos hagamos ilusiones sobre nuestro estado: una de las peores cosas que pudieran acontecer sería estar satisfechos de nosotros mismos, creernos despiertos cuando en realidad seguimos durmiendo. No seamos de los que duermen, y menos aún de los que sueñan que están despiertos estando profundamente dormidos.
Arrodillémonos en la luz del santuario. Solamente allí aprenderemos a conocernos y podremos juzgarnos ante Dios por todas las cosas que han originado el ocaso o merma espiritual en nuestra vida: orgullo espiritual, espíritu de suficiencia, etc., que caracterizan la tibia iglesia de Laodicea, el murmurar, la maledicencia, el egoísmo, el interés particular, el alejamiento progresivo de la Palabra de Dios. Humillémonos por nuestro relajamiento en la vida de oración y por nuestra conformidad con el presente siglo malo en el cual vivimos.
Si aprendemos a juzgar estas cosas y a abandonarlas, Dios nos encaminará hacia las maravillosas posibilidades que reserva Su gracia, en todo tiempo, para los que se vuelven a él de todo corazón.
Tanto el Antiguo Testamento como la Historia de la Iglesia nos muestran cuál es el camino que produce un avivamiento en los corazones.
En determinado momento, la triste situación en la cual se encontraba la comunidad empezaba a pesar de modo especial sobre uno o varios de sus componentes. Una pesada carga agravaba su corazón, sentían un profundo pesar, un íntimo dolor por los intereses y el Testimonio del Señor. Este estado de cosas les hacía padecer, esta falta de obediencia a la Palabra era para ellos una agonía y, como Esdras, Nehemías o Daniel, se inclinaban, rostro en tierra, ayunando y humillándose, identificándose con el pueblo para confesar sus faltas y transgresiones e implorar la misericordia del Dios justo y santo, cuya bondad y misericordia son eternas para aquellos que le temen.
Estas humildes y perseverantes oraciones subían hasta Dios, quien escuchaba sus clamores. Entonces, no con fuerza ni con ejército, sino por Su Espíritu, se hacían para gloria de Su Nombre cosas maravillosas.
Así ocurrieron muchas restauraciones. ¡El Señor nos conceda ser instrumentos fieles en Sus benditas manos!