¿Debemos amar a Dios? (n°4, parte 1)

Marcos 12:29-31

Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos.
(Marcos 12:29-31)

En esta pregunta un tanto provocadora se esconden algunas verdades importantes. La ley exigía que el hombre amara a Dios (Deuteronomio 6:5), pero el ser humano es incapaz de cumplir la ley. Aún más, la Biblia nos dice que nuestros corazones naturales son totalmente opuestos a Dios: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).

Como creyente, usted quizá se fije la meta de amar a Dios y de centrar sus esfuerzos y pensamientos en su amor por él. Cree que cuanto más ame a Dios, más le agradará y será más amado por él. Supone que la fuente del amor está en usted –y que su amor por Dios producirá una respuesta de amor por parte de él (en realidad es al contrario, como se verá más adelante). Entonces, inconscientemente, se coloca bajo la ley, y con tristeza experimenta que “en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18). En este estado nos sentimos tristes e infelices.

El apóstol Juan nos dice: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). Así que la base de nuestra relación con Dios no es nuestro amor por él, sino el amor de Dios por nosotros. Esto es de suma importancia, porque hasta que usted no esté seguro del amor de Dios por usted, no podrá amarlo realmente. Dios le dio la mayor prueba de su amor al enviar a su Hijo Jesucristo a este mundo para salvarlo, para solucionar el problema de sus pecados y darle la vida eterna. El apóstol dice: “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros” (v. 16). ¿Ha conocido y creído este amor que Dios tiene por usted? Todo empieza ahí.

Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero (v. 19).

El apóstol no dice: «debemos amarlo» sino: “le amamos”. No es posible que usted conozca el amor que Dios le tiene y no lo ame a su vez. Es saboreando en su corazón este amor de Dios por usted, que se produce su amor por él, como un «reflejo».

Cuando pecamos, el Señor debe mostrarnos lo que hay en nuestro corazón, llevándonos a confesar el mal y a juzgarnos a nosotros mismos. Aparte de esto, no nos ocupemos tanto de nosotros mismos y de nuestro amor por él. Ocupémonos más bien de su amor por nosotros, y crezcamos “en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18).

Aún tenemos este mandamiento: “El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4:21). Mediante nuestro amor por los que tienen la vida de Dios (incluso por los que son difíciles de soportar), podemos medir concretamente cómo se manifiesta la vida divina en nosotros.

Persévère