Diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.
(Lucas 12:19-21)
Parado en la puerta de su casa, un hacendado contemplaba los extensos campos de su propiedad. En sus múltiples viajes a otras tierras había visto muchos paisajes hermosos; sin embargo, ese día se convenció de que sus tierras eran las más atractivas de cuantas había visto.
Como el rico mencionado en una de las parábolas del Señor Jesús (Lucas 12:13-20), este hacendado había hecho provisión para todo, menos para su alma; no sabía que en realidad era un “desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3:17).
Mientras se deleitaba contemplando el paisaje, un obrero le trajo su caballo en el cual montó y se fue. Aún estaba cerca de la casa cuando se encontró con uno de sus empleados, el viejo Juan, como lo llamaban. En ese momento estaba sacando de su mochila la merienda acostumbrada y, antes de comer, se quitó el sombrero, juntó sus manos y dio gracias a Dios, el dador de todo bien.
–¡Juan! ¿cómo estás hoy?, gritó el patrón.
–¡Oh! ¿es usted, señor?, contestó el viejo. –No lo había oído; últimamente me estoy poniendo sordo y tampoco veo bien.
–Pese a todo, pareces feliz, Juan.
–¿Feliz? Sí, soy muy feliz, y tengo mucha razón para serlo. Mi Padre celestial me da vestido y alimento, tengo casa y buena cama; es mucho más de lo que tuvo mi amado Salvador durante su estancia aquí en la tierra. Por eso, cuando usted llegó, estaba dándole gracias por tantas bendiciones.
El hacendado observó su comida, que consistía en un pedazo de pan con un trozo de carne de cerdo, y dijo:
–Y tú, pobre, ¿das gracias a Dios por tan escasa comida? Yo estaría descontento si no tuviera más que eso.
–¿De veras, señor?, respondió el anciano con asombro. Quizás usted no sabe qué hace más agradable y endulza todo lo que Dios me da. Siento en mi corazón la presencia de mi Salvador. ¿Me permite contarle el sueño que tuve anoche?
–Por supuesto, Juan, cuéntamelo.
–Pues bien, comenzó el viejo Juan. Anoche cuando me dormí, pensaba en la felicidad del cielo, en las mansiones preparadas para los que aman verdaderamente al Señor. De repente me sentí transportado a las mismas puertas del cielo. Estaban abiertas de par en par, de manera que pude ver dentro de la santa ciudad. ¡Oh!, señor, ninguna palabra podría describir la gloria y hermosura que vi. Por cierto, solo fue un sueño, pero hay una cosa especial que quisiera contarle.
El patrón se mostró inquieto, como si quisiera irse; pero sin hacerle caso, Juan prosiguió diciendo:
–También oí una voz que dijo: Esta misma noche morirá el hombre más rico del vecindario. Después, una música dulcísima, un verdadero coro de alabanzas llegó a mis oídos. En ese momento me desperté. Patrón, tan claras fueron esas palabras, que no he podido olvidarlas en todo el día. Me sentía en la obligación de contárselas, pues pueden ser un aviso.
El hacendado se puso pálido, pero trató de ocultar el temor que le sobrevino.
–¡Tonterías!, exclamó. Tú puedes creer en los sueños, pero yo no. Adiós.
Se alejó a todo galope, mientras el viejo Juan, fijando la vista en él, hizo la siguiente oración a Dios:
–Oh Señor, ten misericordia de su alma, si es que debe morir tan pronto.
Cuando regresó a su casa, el patrón entregó el caballo a un criado. Luego se acostó en el sofá, pues se sentía muy cansado.
–¡Qué locura dejar que las tonterías de un viejo ignorante me perturben! ¡El hombre más rico del vecindario! Tengo buena salud. Por lo menos esta mañana me sentía perfectamente bien. Ahora sí me duele la cabeza, y siento que mi corazón no funciona del todo bien.
Más tarde llegó el médico. El hacendado intentó explicarle lo que sentía, pero el médico no encontró la razón de este malestar. Durante varias horas trató de tranquilizarlo. Cerca de las diez de la noche el doctor se disponía a irse cuando, de repente, tocaron a la puerta de la casa, y todos se asustaron.
–¿Quién viene a estas horas?, preguntó el patrón. Estaba tan nervioso que se asustaba por todo. Un hombre entró y dijo:
–Lamento molestarlo, señor; solo vine a decirle que el viejo Juan murió de repente esta noche. Por favor, ¿podría usted ocuparse del funeral?
Así, el sueño del viejo Juan se hizo realidad. Pero el más rico del vecindario no era el dueño de grandes y fértiles campos, sino su humilde empleado, quien vivía en una cabaña y daba gracias a Dios cada día por su comida tan sencilla. ¡Su alma, redimida por la sangre del Cordero de Dios, había dejado el cuerpo para entrar por las puertas del cielo!
Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?
(Santiago 2:5)
Orientación Cristiana