El “lino torcido”, figura de la humanidad pura y sin mácula de Cristo, abre a la inteligencia espiritual un manantial precioso y abundante de meditación. La verdad tocante a la humanidad de Cristo debe ser recibida con toda la exactitud de la enseñanza de las Escrituras. Esta es una verdad fundamental; y si no es aceptada defendida y confesada tal como Dios la ha revelado en su santa Palabra, el edificio entero que debe reposar sobre ella se corromperá indefectiblemente. Si estamos en error tocante a un punto tan capital, no podemos estar en la verdad respecto a ninguna otra cosa. Nada hay más deplorable que la vaguedad que parece predominar en los pensamientos y expresiones de algunos sobre una doctrina de tal importancia. Con mayor respeto por la Palabra de Dios, se la conocería seguramente mejor, y se evitarían esas declaraciones erróneas e irreflexivas, que contristan al Espíritu Santo de Dios cuyo oficio consiste en rendir testimonio al Señor Jesús.
Cuando el ángel anunció a María la buena nueva del nacimiento del Salvador, ésta le dijo: “¿Cómo será esto? Pues no conozco varón” (Lucas 1:34). Su flaca inteligencia era incapaz de comprender, y mucho menos profundizar, el prodigioso misterio de “Dios manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Pero oíd con atención cual fue la respuesta del ángel, no dirigiéndose a un espíritu escéptico, sino a un corazón piadoso, aunque ignorante: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). María se imaginaba, sin duda, que este nacimiento debía tener lugar según los principios ordinarios de la naturaleza; más el ángel corrige su equivocación y corrigiéndola, anuncia una de las mayores verdades de la revelación. El le declaraba que la potencia divina iba a formar un Hombre verdadero “el segundo hombre (venido) del cielo” (1 Corintios 15:47), un hombre cuya naturaleza sería divinamente pura y enteramente incapaz de recibir o de comunicar la más pequeña mancha. Este ser Santo fue formado a “semejanza de carne de pecado”, sin pecado en la carne (Romanos 8:3). Fue hecho partícipe de carne y sangre real y verdaderamente sin mezcla de un átomo o sombra de mal que pudiera manchar la creación entre la cual venía.
Como hemos dicho, esta verdad es de primer orden a la cual nunca nos someteremos demasiado completamente, y que nunca será retenida con fidelidad y firmeza excesiva. La encarnación del Hijo, segunda Persona de la Trinidad eterna, su entrada misteriosa en una carne pura y sin mancha, formada por la virtud del Altísimo en el seno de la virgen, es el fundamento del gran misterio de la piedad (1 Timoteo 3:16), cuya cima es un Dios–Hombre glorificado en el cielo, el representante y el modelo de la Iglesia redimida de Dios. La pureza esencial de su humanidad respondía perfectamente a las necesidades del hombre. El era un hombre, porque solo un hombre podía responder a todo lo que exigía y hacia necesaria la ruina del hombre; pero era un hombre tal que podía dar satisfacción a todas las exigencias de la gloria de Dios. El era Hombre verdadero, más puro y sin mancha. Dios podía hallar en él su delicia perfecta y el hombre podía apoyarse en él sin reserva alguna.
No es necesario recordar al lector cristiano que todo esto, separado de la muerte y de la resurrección, es sin ningún fruto para nosotros. Nosotros teníamos necesidad no únicamente de un Cristo encarnado, sino de un Cristo crucificado y resucitado. Pero, mientras que esta verdad es claramente revelada en las Escrituras, estas mismas Escrituras nos enseñan igualmente que la encarnación formaba, por decirlo así, el primer fundamento del glorioso edificio; y las cortinas de “lino torcido” nos presentan, en figura, la pureza moral de “Jesucristo Hombre”. Hemos visto ya de que manera fue conocido y nació (Lucas 1:26-38). Y si le seguimos a lo largo del curso de su vida aquí abajo, vemos en él, siempre en todas partes, esta misma pureza irreprochable. Pasó cuarenta días en el desierto, siendo tentado por el diablo, pero nada, en su pura naturaleza, respondió a las viles sugestiones del tentador. Cristo podía tocar al leproso sin ser contaminado. Podía tocar el ataúd de un difunto sin contraer el hedor de la muerte. Podía pasar “sin pecado” por medio de la corrupción. Era perfectamente Hombre, perfectamente único en su origen, el estado y el carácter de su humanidad. Solo él pudo decir: “No permitirás que tu Santo vea corrupción” (Salmo 16:10), su humanidad era perfectamente santa y pura. “Quién llevó el mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24); no al madero, como algunos enseñamos, sino “sobre el madero”. Fue sobre la cruz donde Cristo llevó nuestros pecados, y allí solamente. Porque “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).